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LECCIONES DE LITERATURA

Un buen día, la fortuna decidió sonreír a Jo y poner una especie de moneda de la suerte en su camino. No se trataba precisamente de una moneda de oro, pero dudo que medio millón de monedas le hubiese aportado una felicidad mayor que la que obtuvo por aquel medio.

Cada cierto tiempo, la joven se ponía el traje de escritora, se encerraba en su cuarto y, en palabras suyas, «se perdía en un torbellino», entregándose a la escritura de su novela en cuerpo y alma, consciente de que no recuperaría la paz hasta terminarla. El «traje de escritora» era un delantal negro en el que podía limpiar su pluma sin problemas y un gorro, adornado con un gracioso lazo rojo, bajo el cual se recogía el cabello al ponerse a trabajar. Para la familia, el gorro servía de aviso ya que, cuando lo llevaba puesto, lo mejor era mantenerse a distancia y asomar solo la cabeza de vez en cuando para interesarse por ella y preguntarle qué tal iba la inspiración. A menudo ni siquiera se atrevían a formular la pregunta y se limitaban a observar el gorro para saber cómo iba todo. Si el expresivo complemento estaba caído sobre la frente, significaba que la creadora se hallaba en plena actividad; en los momentos de entusiasmo, lo llevaba ladeado, y si terminaba en el suelo era señal de que la autora había sufrido un ataque de desesperación. En tales momentos, el intruso se retiraba en silencio y no dirigía la palabra a Jo hasta que el lazo rojo volvía a erguirse orgulloso en lo alto de la cabeza de la prometedora autora.

Jo no creía tener un don pero, cuando la inspiración la visitaba, se entregaba por entero a la escritura y su vida le parecía feliz, ajena a las necesidades, las preocupaciones, y el mal tiempo; se sentía a salvo, y dichosa en un mundo imaginario repleto de unos amigos tan reales y queridos como los de carne y hueso. Sus ojos renunciaban al descanso del sueño, no probaba bocado, los días y las noches eran demasiado cortos para disfrutar de la felicidad que solo experimentaba en tales momentos y hacía que la vida valiese la pena, aunque no hiciese nada más. Aquel aflato divino solía durar un par de semanas, al cabo de las cuales la joven emergía del torbellino hambrienta, muerta de sueño, malhumorada o abatida.

Acababa de recuperarse de uno de esos ataques cuando la convencieron de que acompañase a la señorita Crocker a una conferencia y, en premio a su buena acción, volvió con una nueva idea. Formaba parte del ciclo de conferencias de los cursos populares, dirigidos a adultos e impartidos en Boston, y versaba sobre las pirámides. Habida cuenta del tipo de público al que iba dirigida, a Jo le sorprendió mucho la elección del tema, pero supuso que dar a conocer la gloria de los faraones a personas que vivían pendientes del precio del carbón y de la harina y tenían asuntos más urgentes por los que preocuparse que la Esfinge serviría para reparar una grave injusticia social o responder a una necesidad importante.

Llegaron pronto y, mientras la señorita Crocker se entretenía colocándose bien el talón de las medías, Jo se dedicó a observar el rostro de las personas que la rodeaban. A su izquierda, había dos señoras con la frente muy grande y gorros en consonancia que hablaban de los derechos de las mujeres mientras hacían bolillos. Más allá, estaba sentada una pareja de enamorados cogidos tímidamente de la mano, una melancólica solterona que comía caramelos de menta de una bolsa de papel y un anciano caballero que dormía la siesta oculto tras un pañuelo de cuello amarillo. A su derecha solo había un hombre enfrascado en la lectura de un periódico.

En la página había varias ilustraciones. Jo observó la que quedaba más cerca de ella y se preguntó qué deliberada concatenación de circunstancias requería una ilustración melodramática en la que un lobo mordía el cuello de un indio ataviado de guerrero que caía por un precipicio, mientras dos jóvenes caballeros furibundos, con los pies anormalmente pequeños y unos ojos demasiado grandes, se apuñalaban y, al fondo, una joven despeinada corría despavorida con la boca abierta. Cuando iba a pasar la página, el joven se percató de que Jo estaba mirando por encima de su hombro y, con el buen talante propio de los muchachos, le tendió la mitad del periódico y preguntó sin más:

—¿Le apetece leerlo? Es una historia de primera.

Jo aceptó con una sonrisa, porque los chicos le seguían resultando igual de simpáticos que siempre, y enseguida se enfrascó en el habitual laberinto de amores, misterios y asesinatos propios de los relatos de escaso valor literario en los que la pasión está de vacaciones y, cuando al autor le falla la imaginación, una gran catástrofe borra de un plumazo a la mitad de las dramatis personae mientras las restantes se regocijan de su caída.

—Es estupendo, ¿verdad? —preguntó el joven al ver que Jo llegaba al final del texto.

—Creo que tanto usted como yo lo haríamos mejor si nos lo propusiésemos —comentó Jo, divertida por la admiración que aquella basura despertaba en el joven.

—Yo me sentiría muy afortunado si lo lograse. Dicen que la autora se gana muy bien la vida con sus escritos. —Y señaló el nombre que aparecía bajo el título: la señorita S.L.A.N.G. Northbury.

—¿La conoce? —preguntó Jo con repentino interés.

—No, pero leo todas sus obras y tengo un amigo que trabaja en la redacción de este periódico.

—¿Y dice que se gana bien la vida escribiendo historias como ésta? —Jo miró con mayor respeto el agitado grupo retratado en la ilustración y el texto, adornado con una gran cantidad de signos de exclamación.

—¡Claro que sí! Sabe lo que le gusta a la gente y le pagan muy bien por escribirlo.

En ese momento, dio inicio la conferencia, pero Jo no se enteró de casi nada porque, mientras el profesor Sands sentaba cátedra sobre Belzoni, Keops, escarabeos y jeroglíficos, ella anotaba discretamente la dirección del periódico, resuelta a presentarse al concurso de narración anunciado en aquellas páginas y a hacerse con los cien dólares del premio. Cuando la conferencia terminó y el público se despertó, la joven ya había creado una magnífica fortuna en su imaginación (no sería la primera basada en el papel) y estaba absorta en la invención de la historia, tratando de decidir si el duelo debía ir antes de la fuga o después del asesinato.

Al llegar a casa, no comentó nada acerca de sus planes y, al día siguiente, se puso a trabajar, para inquietud de su madre, a la que siempre le generaba cierta angustia ver a su hija en brazos de las musas. Jo nunca había escrito relatos de este tipo y lo más parecido eran las dulzonas historias de amor que inventaba para el Spread Eagle. Su experiencia teatral y sus muchas y heterogéneas lecturas se convirtieron en una útil fuente de inspiración de la que extrajo ideas para efectos dramáticos, argumento, vocabulario y vestuario. La joven imprimió al relato toda la desesperación de que fue capaz dada su limitada experiencia con tan incómoda emoción y, puesto que había situado la trama en Lisboa, escogió un terremoto como sobrecogedor y apropiado dénouement. Con suma discreción, envió el manuscrito acompañado de una nota en la que decía que de no ganar el premio, con el que apenas se atrevía a soñar, la autora estaría dispuesta a vender la historia por la suma que considerasen adecuada.

Seis semanas son una espera muy larga, tanto más para una joven que ha de guardar un secreto. Pero Jo hizo tanto lo uno como lo otro, y cuando empezaba a perder la esperanza de volver a ver su manuscrito llegó una carta que casi la dejó sin respiración porque, al abrir el sobre, cayó sobre su regazo un cheque por valor de cien dólares. Por unos segundos lo miró con los ojos muy abiertos, como si se tratase de una serpiente, luego leyó la carta y se echó a llorar. Si el agradable señor que redactó la amable misiva hubiese sabido cuánta felicidad iba a aportar su lectura, habría querido dedicar todo su tiempo libre, de tenerlo, a tan grato entretenimiento. Para Jo, la carta tenía más valor que el propio dinero porque la animaba a seguir y, tras años de duro esfuerzo, era maravilloso descubrir que había aprendido algo, aunque solo fuese para poder escribir una historia que causase sensación.

Pocas veces se ha visto una muchacha más orgullosa que Jo cuando, una vez recuperada de la emoción, se presentó ante la familia, con la carta en una mano y el cheque en la otra, para anunciar que había ganado el premio. Como es lógico, la noticia provocó un gran júbilo y, cuando el relato salió publicado, todos lo leyeron y lo comentaron. El padre dijo que el vocabulario era acertado; la historia de amor, natural y emotiva, y el suspense trágico, excelente, pero después meneó la cabeza y añadió, con su falta de materialismo habitual:

—Tú puedes hacer cosas mejores, Jo. Aspira a lo más alto y no pienses en el dinero.

—Pues yo creo que el dinero es lo mejor de todo. ¿Qué vas a hacer con semejante fortuna? —preguntó Amy contemplando el mágico fragmento de papel con sumo respeto.

—Invitaré a mamá y a Beth a pasar un par de meses junto al mar —contestó Jo sin pensarlo dos veces.

—¡Oh, qué generosidad! Pero no puedo aceptar, querida, sería demasiado egoísta por mi parte —exclamó Beth, que había dado palmas de alegría e inspirado hondo, como si le llegase ya el olor de la fresca brisa del océano, pero que enseguida rechazó el cheque que su hermana le tendía.

—Insisto en que debéis ir, he puesto todo mi empeño en ello. Ésa es la razón por la que probé suerte y la razón por la que he triunfado. Cuando me mueve un afán egoísta, nunca logro nada, pero al esforzarme por ti lo he conseguido, ¿lo ves? Además, mamá necesita un cambio de aires y no te dejará sola, así que debes acompañarla. Me encantará verte volver, sonrosada y con cara saludable. ¡Viva la doctora Jo, que cura a todos sus pacientes!

Al final, tras mucha discusión, fueron a la costa y, aunque Beth no volvió todo lo sonrosada que esperaban, sí estaba mucho mejor. Y la señora March afirmó que se había quitado diez años de encima. Jo se sintió satisfecha por la forma en que había invertido el dinero del premio y retomó el trabajo con mucho ánimo, decidida a conseguir más de aquellos deliciosos cheques. Aquel año, se hizo con varios más y empezó a sentirse un puntal para la familia porque, por arte y gracia de la literatura, sus «tonterías» servían para que todos viviesen mejor. «La hija del duque» pagó la factura de la carnicería, «La mano del fantasma» sirvió para cambiar la alfombra y «La maldición de los Coventry» resultó ser una bendición para la familia porque se tradujo en ropa y comida para todos.

Sin duda la riqueza es deseable, pero la pobreza también tiene sus virtudes y uno de los aspectos más dulces de la adversidad es la satisfacción que produce el trabajo, sea manual o mental. Muchas veces la sabiduría, la belleza y otras bendiciones de este mundo nacen de la necesidad. Jo conoció el sabor de la satisfacción y dejó de envidiar a las muchachas ricas al sentir que podía mantenerse por sí misma, sin tener que pedir un centavo a nadie.

Sus narraciones breves pasaron bastante inadvertidas, pero tuvieron su público. Animada por este hecho, la joven decidió dar un paso más e ir a buscar fama y fortuna. Después de reescribir su novela cuatro veces, leerla en voz alta a amigos de confianza y hacérsela llegar, temblorosa y llena de reticencias, a tres editores, al fin recibió una oferta que implicaba suprimir un tercio de las páginas y omitir las partes de las que se sentía más orgullosa.

—Ahora tengo que decidir si la vuelvo a guardar en la cocina del desván y la dejo que críe moho, la imprimo por mi cuenta y riesgo o la corto en pedacitos para que me la compren y me den algo por ella. Seguro que tener a alguien famoso en casa es muy agradable, pero creo que el dinero es más útil, así que me gustaría que tomásemos esta decisión entre todos —dijo Jo, que había reunido un consejo familiar.

—Hija, no estropees tu libro porque está mejor de lo que crees y has desarrollado muy bien el argumento. Déjalo reposar y madurar —le aconsejó el padre, que predicaba con el ejemplo puesto que había dejado madurar treinta años su propia obra y no tenía prisa en recoger el fruto aun estando ya en sazón.

—Yo creo que es mejor que pruebe suerte ahora a que espere —apuntó la señora March—. Afrontar la crítica es la mejor prueba para el trabajo, porque permite descubrir virtudes y defectos insospechados y sirve de guía para mejorar en la siguiente ocasión. Nosotros somos demasiado parciales, pero las alabanzas o críticas de terceros podrían ser muy útiles, aunque eso implique ganar poco dinero de entrada.

—Sí —dijo Jo arqueando las cejas—. Tienes razón. Llevo demasiado tiempo dándole vueltas a la novela y ya no sé si es buena, mala o regular. Me vendría bien que la leyeran personas imparciales y me diesen su opinión.

—No quites una sola palabra, echarías a perder la historia, porque la gracia está en los pensamientos más que en la acción de los personajes, y si no dieses tantos detalles sería un lío —apuntó Meg, que creía sinceramente que aquélla era la mejor novela que se había escrito nunca.

—Pero el señor Allen dice: «Quita las explicaciones, acorta el texto para que gane intensidad y deja que sean los personajes los que cuenten la historia» —repuso Jo leyendo la carta del editor.

—Hazle caso, él sabe lo que vende; nosotros no. Haz un libro bueno, al alcance de todos los públicos, y gana tanto dinero como puedas. Con el tiempo, cuando te hayas hecho un nombre, podrás disertar e introducir personajes filosóficos y metafísicos en tus novelas —comentó Amy, que tenía una visión estrictamente pragmática del particular.

—Bueno —dijo Jo entre risas—, no es culpa mía si mis personajes son «filosóficos y metafísicos», porque lo único que sé de estos asuntos es lo que le oigo decir a papá de vez en cuando. Si alguna de esas sabias ideas se cuela en mis intrincadas historias de amor, mejor para mí. Beth, ¿tú qué opinas?

—Me gustaría verla publicada lo antes posible —respondió Beth, que sonrió al decirlo, pero recalcó sin darse cuenta las últimas palabras, lo que, junto con la expresión melancólica de sus ojos, que no habían perdido aún el candor de la infancia, hizo que Jo se estremeciera con un oscuro presentimiento, y decidió que lo mejor era sacar a la luz su libro «lo antes posible».

Así pues, la joven autora puso su primera obra sobre la mesa y, con firmeza espartana, procedió a despedazarla con una crueldad propia de un ogro. En su afán por agradar a todos, atendió a todos los consejos y, como el anciano y el burro de la fábula, terminó por no satisfacer a nadie.

A su padre le gustaba mucho el toque metafísico que sin pretenderlo tenía la obra, así que la joven optó por dejarlo, aunque sin verlo del todo claro. Su madre pensaba que el texto pecaba de un exceso de descripciones, por lo que casi todas quedaron fuera, junto a aspectos importantes para la trabazón de la trama. Meg admiraba el carácter trágico, por lo que aumentó el grado de dramatismo para que quedara a su gusto, y, como Amy había puesto pegas a los pasajes cómicos, Jo, con la mejor intención, cambió el tono de algunas de las escenas más divertidas que servían para que la historia resultase menos sombría. Luego, para acabar de estropearlo, eliminó un tercio de las páginas y envió confiadamente la pobre y reducida novela, como un escogido petirrojo, al ajetreado y ancho mundo en busca de su destino.

La obra se publicó y ella cobró trescientos dólares. Recibió alabanzas y críticas en igual medida, muchas más de las que esperaba, lo que la sumió en un estado de agitación del que tardó en recuperarse.

—Mamá, dijiste que recibir críticas me sería de ayuda, pero ¿cómo es posible, cuando los comentarios son tan contradictorios que no sé si he escrito un libro prometedor o desobedecido los diez mandamientos? —exclamó la pobre Jo contemplando una pila de reseñas cuya lectura la había llevado del orgullo y la alegría a la cólera y el desánimo en cuestión de segundos—. Este hombre dice: «Un libro exquisito, lleno de verdad, belleza y ternura; todo en él es dulzura, pureza y ejemplaridad» —leyó la perpleja autora—. Y mira lo que dice el siguiente: «La tesis que defiende el libro es mala, está plagado de nociones perversas, ideas espiritistas y personajes poco creíbles». Bien, puesto que no defiendo tesis alguna, no creo en el espiritismo y me he inspirado en la vida para crear mis personajes, no veo cómo podría tener razón este crítico. Otro opina: «Es una de las mejores novelas estadounidenses aparecidas en los últimos años». (Yo conozco unas cuantas mucho mejores). Y el siguiente afirma: «Aunque es un escrito original, lleno de fuerza y sentimiento, lo considero un libro peligroso». ¡Caray! Algunos se burlan, otros la alaban en exceso y casi todos creen que he querido defender una tesis, cuando de hecho la escribí para divertirme y ganar dinero. Preferiría haberla publicado entera o no haberla sacado a la luz, porque me horroriza que se me juzgue erróneamente.

La familia y los amigos la animaron y elogiaron cuanto pudieron, pero aquél fue un momento duro para la sensible y animosa Jo, que pretendía hacerlo tan bien y por lo visto lo había hecho tan mal. No obstante, la experiencia fue positiva, ya que aquellos cuya opinión tiene verdadero valor le ofrecieron las críticas, que son la mejor educación para un autor. Y cuando la decepción inicial se calmó, pudo reírse de su librito sin por ello dejar de creer en su obra y los golpes recibidos la hicieron sentir más sabia y más fuerte.

—No ser un genio como Keats no me matará —afirmó resuelta—. Es cuestión de verlo todo con humor. Resulta que los episodios que calqué de experiencias reales son calificados de imposibles y absurdos, y las escenas inventadas con mi tonta imaginación se consideran «encantadoramente naturales, tiernas y verdaderas». Me consuelo con eso y, cuando me sienta preparada, escribiré otra novela.