11
EL EXPERIMENTO

¡Ya es 1 de junio! ¡Mañana los King se irán a la costa y quedaré libre! ¡Tres meses de vacaciones! ¡Cómo voy a disfrutarlas! —exclamó Meg, al volver a casa, un día de calor. Jo estaba tumbada en el sofá y parecía exhausta, algo poco habitual en ella, mientras Beth le quitaba las botas llenas de polvo y Amy preparaba limonada para todas.

—La tía March se ha ido hoy. ¡Alegraos por mí! —informó Jo—. Temí que me pidiera que la acompañara, porque, de haberlo hecho, me hubiese sentido obligada. Plumfield es tan divertido como un cementerio, así que prefiero ahorrarme la visita. No paramos ni un momento hasta que lo tuvimos todo preparado, y a mí me daba un vuelco el corazón cada vez que me dirigía la palabra, porque en mi ansia por tenerlo todo listo lo antes posible me mostré tan dulce y encantadora que llegué a pensar que no se vería con ánimos de separarse de mí. Estuve temblando hasta que la vi subida al carruaje, y me dio un último susto de muerte cuando, ya en marcha, asomó la cabeza por la ventanilla y preguntó: «Josephine, ¿no podrías…?». No oí el final de la frase porque di media vuelta y puse pies en polvorosa. Eché a correr y no paré hasta que doblé la esquina y me sentí a salvo.

—¡Pobre Jo! Entró en casa como alma que lleva el diablo —explicó Beth abrazando maternalmente los pies de su hermana.

—La tía March es una auténtico «zafiro», ¿verdad? —observó Amy tras probar la limonada con aire crítico.

—Supongo que quieres decir «vampiro», no que sea una joya. En todo caso, no importa, hace demasiado calor para discutir cuestiones lingüísticas —murmuró Jo.

—¿Qué vais a hacer durante las vacaciones? —preguntó Amy, cambiando de tema prudentemente.

—Yo me levantaré tarde y no haré nada —contestó Meg, sentada en la mecedora—. He estado madrugando todo el invierno y he dedicado mis días a trabajar para otros; ahora me apetece descansar y pasarlo en grande.

—¡Vaya! —dijo Jo—. Pues yo no pienso pasarme el día amodorrada. He conseguido una buena pila de libros y disfrutaré del sol leyéndolos encaramada en mi manzano preferido, cuando no esté con Laurie de j…

—Por Dios, no digas «juerga» —imploró Amy, para devolverle el desaire que le había hecho con la corrección de «zafiro».

—Bien, entonces diré «cultivándome»; de hecho, el término es muy adecuado porque Laurie es un caballero muy culto…

—Beth, ¿por qué no dejarnos de estudiar un tiempo y nos dedicamos a jugar y descansar, como ellas? —propuso Amy.

—Si a mamá no le importa, yo no tengo inconveniente. Quiero aprender algunas canciones nuevas y arreglar a mis niñas para el verano; están en muy mal estado y necesitan ropa nueva.

—¿Nos das permiso, mamá? —preguntó Meg volviéndose hacia la señora March, que estaba cosiendo, sentada, en el que todas llamaban «el rincón de Marmee».

—Podéis probar durante una semana y ver qué pasa. Creo que el sábado por la noche habréis llegado a la conclusión de que solo jugar es tan malo como solo trabajar.

—¡Oh, no! Estoy segura de que a mí me parecerá una delicia —elijo Meg, encantada.

—Bien, propongo un brindis. Como dice la buena de Sairy Gamp, «¡Más alegría y menos tonterías!» —exclamó Jo, que se puso en pie y alzó el vaso mientras servían otra ronda de limonada.

Todas bebieron satisfechas y, para comenzar el experimento, pasaron el resto del día descansando. A la mañana siguiente, Meg no se despertó hasta las diez; desayunar sola no fue de su agrado y el comedor, además de estar vacío, tenía un aspecto descuidado, porque Jo no había llenado los floreros, Beth no había limpiado el polvo y Amy había dejado sus libros esparcidos por doquier. Lo único que seguía pulcro y agradable era el «rincón de Marmee», que conservaba el aspecto de siempre. Meg se sentó allí para leer y descansar aunque, en realidad, se dedicó a bostezar y pensar en los bonitos vestidos que compraría con su sueldo. Jo pasó la mañana con Laurie, en el río, y por la tarde leyó con lágrimas en los ojos Un ancho, ancho mundo, encaramada en el manzano. Beth empezó a ordenar el contenido del armario grande, donde vivía la familia de muñecas, pero pronto se cansó y lo dejó todo manga por hombro para irse a tocar el piano, feliz de no tener que lavar ningún plato. Amy arregló su emparrado, se vistió con su mejor traje blanco y se sentó bajo la madreselva a dibujar, con la esperanza de que alguien la viese y se preguntase quién era aquella joven artista. Como no se acercó nadie, salvo una araña curiosa que examinó con interés su obra, se fue a dar un paseo, le sorprendió un chaparrón y volvió a casa calada hasta los huesos.

A la hora del té, intercambiaron impresiones y todas estuvieron de acuerdo en que había sido un día delicioso, aunque se les había hecho más largo de lo habitual. Meg, que había salido de compras por la tarde y regresado con una muselina azul fantástica, descubrió, tras cortar la tela, que no se podía lavar, lo que la contrarió bastante. Jo se había quemado la piel de la nariz mientras remaba en el río y, de tanto leer, ahora le dolía la cabeza. Beth estaba preocupada por el desorden del armario y por lo mucho que le estaba costando aprender tres o cuatro canciones a la vez. Amy, por su parte, lamentaba que el chaparrón le hubiese estropeado el vestido, porque la habían invitado a una fiesta en casa de Katy Brown al día siguiente y ahora, al igual que Flora McFlimsy, no tenía nada que ponerse. Pero todo eso no eran más que nimiedades y las muchachas aseguraron a su madre que el experimento iba estupendamente. Ella sonreía, no decía nada y, con la ayuda de Hannah, hacía el trabajo que ellas habían desatendido para que fuese un lugar acogedor y todo funcionase como era debido. Resultaba desconcertante la situación, incómoda y peculiar, a que estaba dando lugar su voluntad de «descansar y disfrutar». Cada día parecía más largo que el anterior y el tiempo era más inestable que de costumbre, al igual que el carácter de las muchachas, que se sentían inquietas. Satán encontró un terreno abonado para sembrar malentendidos. Meg dejó de coser y, al sobrarle tiempo, se aburrió tanto que empezó a estropear sus vestidos en su afán de renovarlos al estilo Moffat. Jo leía hasta que se le cansaba la vista y empezaba a estar harta de libros; eso le agrió tanto el carácter que ni siquiera el bueno de Laurie pudo evitar discutir con ella, lo que sumió a la joven en un estado de desánimo tan grande que llegó a arrepentirse de no haberse ido con la tía March. Beth lo llevaba mejor porque, de vez en cuando, olvidaba la consigna de «todo juego y nada de trabajo» y retomaba alguna de sus tareas habituales. Sin embargo, el ambiente que se respiraba en la casa acabó por afectarle, su calma se vio perturbada en más de una ocasión, hasta el punto de que un día llegó a zarandear a su querida muñeca Joanna y llamarla «espantajo». Amy lo pasaba peor que ninguna porque contaba con menos recursos propios. Cuando sus hermanas la dejaron a sus anchas y hubo de jugar sola y cuidar de sí misma, descubrió que su propia afectación era una pesada carga. No le gustaban las muñecas, los cuentos de hadas le parecían demasiado infantiles y no podía pasarse el día dibujando, por mucho que le gustara. Las fiestas y los picnics ya no despertaban su interés, a menos que estuvieran muy bien organizados.

—Si viviese en una casa llena de compañeras estupendas o pudiese viajar, el verano sería fantástico; pero quedarme en casa con tres hermanas egoístas es muy duro y pone a prueba mi paciencia —se quejó la señorita Malaprop tras varios días consagrados al ocio, la despreocupación y el ennui.

Ninguna quería reconocer que estaba cansada del experimento pero, el viernes por la noche, todas suspiraron aliviadas en secreto, pensando que la semana estaba a punto de terminar. La señora March, que estaba de muy buen humor, decidió llevar la lección al extremo y rematar el experimento con un final adecuado. Así pues, concedió el día libre a Hannah para que las chicas conocieran el resultado de un sistema de vida basado en el entretenimiento.

Cuando las muchachas se levantaron el sábado por la mañana, no había fuego encendido en la cocina, ni desayuno sobre la mesa del comedor, ni rastro de su madre.

—¡Válgame el cielo! ¿Qué habrá ocurrido? —exclamó Jo mirando alrededor con espanto.

Meg corrió escaleras arriba y bajó de nuevo enseguida, más tranquila pero también perpleja e incluso algo avergonzada.

—Mamá no está enferma, sino muy cansada. Dice que se va a quedar todo el día en su habitación, reposando y que hagamos lo que podamos. Todo esto es muy raro, esta actitud no es propia de mamá. Dice que ha tenido una semana muy difícil y me ha pedido que nos ocupemos de nosotras en lugar de quejarnos.

—Es fácil y me gusta la idea. Me muero de ganas de hacer algo… quiero decir, de buscar un nuevo entretenimiento… Ya me entendéis —se apresuró a añadir Jo.

De hecho, todas se sintieron muy aliviadas ante la perspectiva de poder ocuparse en algo útil y se pusieron manos a la obra llenas de buena voluntad. Sin embargo, no tardaron en comprobar que Hannah tenía razón cuando afirmaba que «las labores del hogar no son ninguna broma». La despensa estaba llena de comida y, mientras Beth y Amy ponían la mesa, Meg y Jo prepararon el desayuno, maravilladas de que las sirvientas considerasen duro el trabajo.

—Aunque mamá me ha dicho que no nos preocupemos por ella, le subiré algo de desayuno —dijo Meg, que se sentó presidiendo la mesa y se sentía muy maternal detrás de la tetera.

Prepararon una bandeja y se la subieron a su madre antes de empezar a desayunar, con los mejores deseos de la cocinera. El té estaba amargo, la tortilla francesa, quemada, y las galletas tenían grumos de bicarbonato, pero la señora March agradeció la comida y no rió con ganas hasta que Jo se hubo retirado.

¡Pobrecillas, mucho me temo que van a pasar un mal día! Pero no les hará ningún daño y les vendrá bien, se dijo, y se dispuso a comer unos manjares más apropiados que había preparado ella misma con antelación, después de vaciar los platos del horrendo desayuno. No quería herir los sentimientos de sus hijas mostrando su desaprobación.

En la planta de abajo se oyeron muchas quejas y se criticó con dureza a la cocinera.

—No importa, yo prepararé la comida y haré de criada. Tú puedes ser la señora de la casa, mantendrás tus manos cuidadas, vigilarás a los demás y darás instrucciones —dijo Jo, que sabía todavía menos que Meg de asuntos culinarios.

Meg aceptó agradecida la amable oferta y se retiró a la sala, que medio adecentó escondiendo los papeles bajo el sofá y cerrando las persianas para que no se viese el polvo. Jo, con una gran fe en sus capacidades, y deseosa de borrar los efectos de su discusión, dejó una nota en el buzón para invitar a Laurie a comer.

—Sería conveniente que miraras qué puedes preparar para comer antes de invitar a nadie —advirtió Meg al enterarse del amable pero impulsivo gesto de Jo.

—Oh, tenemos carne en conserva y patatas de sobra; iré a comprar espárragos y una langosta para darnos un «capricho», como dice Hannah. También hay lechuga, de modo que prepararé una ensalada. No tengo idea de cómo hacerla, pero seguiré la receta. De postre comeremos pudin blanco con fresas. Y, por último, café. Creo que eso quedará muy elegante.

—Jo, no te compliques demasiado porque, que yo sepa, aparte del pan de jengibre y el almíbar, nunca has hecho nada que se pueda comer. Yo me lavo las manos con respecto a la comida y, puesto que has decidido invitar a Laurie sin consultar con nadie, creo que es justo que tú te encargues de atenderle.

—Solo te pido que seas amable con él y me eches una mano con el pudin blanco. Si no sé hacer algo me ayudarás, ¿verdad? —preguntó Jo bastante dolida.

—Sí, claro, pero yo tampoco sé demasiado. Solo sé hacer pan y alguna tontería más. Y más vale que le pidas permiso a mamá antes de comprar nada —dijo Meg, prudente.

—Por supuesto. ¡Ya pensaba hacerlo, no soy tonta! —Y Jo se marchó, molesta por las dudas que su hermana albergaba con respecto a su capacidad.

—Compra lo que necesites y no me molestes; voy a comer fuera y no me puedo encargar de nada de la casa —explicó la señora March cuando Jo fue a hablar con ella—. Las tareas domésticas no son de mi agrado y he decidido tomarme el día libre para leer, escribir, visitar a amigos y distraerme un poco.

La inusitada visión de su activa madre cómodamente sentada en la mecedora hizo que Jo se sintiera como si se hubiera producido un fenómeno de la naturaleza; de haber habido un eclipse, un terremoto o una erupción volcánica no se habría sentido tan extrañada.

Todo esto es muy raro, se dijo mientras bajaba por las escaleras. Oigo a Beth llorar; eso es señal inequívoca de que algo anda mal en la familia. Si Amy la está molestando, la voy a sacudir.

Malhumorada, echó a correr hacia la sala, donde encontró a Beth llorando por su canario Pip, que yacía muerto en la jaula, con las patas lastimosamente extendidas como si implorase la comida cuya falta le había provocado la muerte.

—Es culpa mía… Me olvidé de él… No tenía ni agua ni comida… ¡Oh, Pip! ¡Pip! ¿Cómo he podido ser tan cruel contigo? —se lamentó Beth, que colocó al pobre animal sobre la palma de su mano como si esperase que reviviese.

Jo examinó sus ojos entrecerrados, puso un dedo sobre su corazón y, viendo que estaba frío y tieso, meneó la cabeza y ofreció su caja de dominó como ataúd.

—Ponlo en el horno; tal vez con el calor reviva —apuntó Amy, esperanzada.

—Lo he matado de hambre y ahora no pienso cocerlo. Le haré una mortaja y lo enterraré. Jamás volveré a tener pájaros. ¡Oh, mi Pip! No merezco su compañía, soy demasiado mala —murmuró Beth, sentada en el suelo, con el pajarito entre las manos.

—Oficiaremos el funeral esta tarde y asistiremos todas. Vamos, Betty, no llores más. Es una pena, pero esta semana todo ha salido del revés. Pip se ha llevado la peor parte del experimento. Prepara la mortaja y ponlo en mi caja; después de comer le organizaremos un bonito entierro —propuso Jo, sintiéndose como un empleado de pompas fúnebres.

Mientras sus hermanas consolaban a Beth, Jo se dirigió a la cocina, confusa y descorazonada. Se puso un gran delantal y se dispuso a trabajar. Cuando había apilado los platos para lavarlos, recordó que el fuego estaba apagado.

—¡Menudo panorama! —musitó mientras abría la puerta del fogón para remover las cenizas.

Una vez encendido el fuego, puso agua a hervir y decidió ir al mercado. El paseo le devolvió el buen humor; regresó a casa satisfecha por haber obtenido buenos precios, después de comprar una langosta pequeña, unos espárragos viejos y dos cajas de fresas verdes. Cuando llegó, el fogón estaba al rojo vivo. Hannah había dejado masa de pan reposando, Meg la había puesto a fermentar y se había olvidado de vigilarla. Meg estaba en la sala, charlando con Sallie Gardiner, cuando la puerta se abrió y apareció una figura manchada de harina, con el rostro encendido y el cabello alborotado, que preguntó con tono áspero:

—Dime, ¿cuando el pan se sale del recipiente quiere decir que ya ha fermentado lo suficiente?

Sallie se echó a reír; Meg asintió con la cabeza y arqueó las cejas cuanto pudo, lo que hizo que aquella aparición se desvaneciese y se fuera a poner la masa a hornear sin más dilación. La señora March echó un vistazo aquí y allá y se fue a la calle, no sin antes consolar a Beth, quien cosía la mortaja para su canario, que reposaba en el interior de la caja de dominó. Al ver cómo el gorro gris de su madre desaparecía tras la esquina, a las muchachas les invadió una extraña sensación de desamparo, que se convirtió en desesperación cuando, minutos después, la señorita Crocker se invitó espontáneamente a comer. Era una dama solterona, delgada, de tez amarillenta, nariz aguileña y mirada inquisitiva, que se fijaba en todo y cotilleaba sobre todo cuanto veía. A las muchachas no les caía bien, pero les habían enseñado a ser amables con ella porque era pobre y vieja y tenía pocos amigos. Así pues, Meg le cedió la butaca e hizo lo que pudo por distraerla, mientras la anciana se dedicaba a hacer preguntas, lo criticaba todo y contaba chismes sobre sus conocidos.

No encuentro palabras para describir la angustia, las peripecias y los esfuerzos de Jo aquella mañana y, aun así, la comida quedó fatal. No atreviéndose a pedir consejos, hizo cuanto pudo por sí misma y descubrió que para cocinar hace falta algo más que energía y buena voluntad. Coció los espárragos durante una hora larga y observó contrariada que las puntas habían quedado demasiado blandas y los troncos, duros. El pan se quemó porque preparar el aliño de la ensalada la puso tan nerviosa que desatendió todo lo demás, y al final no logró que quedara bien. La langosta era un misterio escarlata para ella, pero la golpeó hasta que pudo quitarle la cascara y, tras extraer la poca carne que tenía, la sirvió mezclada con una cantidad desproporcionada de lechuga entre la que pasaba inadvertida. Tuvo que darse prisa con las patatas para poder preparar los espárragos y, al final, no quedaron bien hechas. El pudin blanco estaba lleno de grumos, y las fresas, bastante menos maduras de lo que aparentaban, porque el frutero había colocado las que tenían buen aspecto encima y rellenado el resto con fresas verdes.

Bueno, si tienen hambre, que coman carne en conserva y pan con mantequilla. Lo que lamento es haber desperdiciado la mañana para nada, pensó Jo mientras hacía sonar la campanilla de la comida un cuarto de hora más tarde de lo habitual, acalorada, cansada y desanimada ante la visión del banquete que iba a servir a Laurie, acostumbrado a comidas elegantes, y a la señorita Crocker, que no se perdería detalle del fracaso y se lo contaría a todo el mundo.

A la pobre Jo le hubiese encantado esconderse bajo la mesa cada vez que los comensales probaban un plato y lo desechaban. Amy soltaba risitas tontas, Meg parecía contrariada, la señorita Crocker apretaba los labios y Laurie hablaba y reía con ganas para dar un tono más festivo a la escena. Jo había depositado sus esperanzas en el postre, porque había endulzado la fruta y tenía un gran bote de nata para acompañarla. Así pues, cuando hubo servido a cada uno un plato de cristal y los comensales miraron con expresión benevolente los islotes rosados que flotaban en un mar de nata, respiró hondo y sus mejillas recuperaron el color, La primera en probarlo fue la señorita Crocker, que hizo una mueca de disgusto y se apresuró a beber un trago de agua. Jo, que no se había servido temiendo que no hubiera suficiente para todos, pues había desechado muchas fresas en mal estado, miró a Laurie, que comía sin poder disimular su desagrado ni levantar la vista del plato. Amy, que se enorgullecía de sus buenas maneras, tomó una cucharada, se atragantó, escondió la cara en la servilleta y se levantó precipitadamente de la mesa.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jo temblando.

—Le has puesto sal en lugar de azúcar y la nata está agria —contestó Meg con un gesto trágico.

Jo lanzó un gemido y se derrumbó sobre su silla. Recordaba haber espolvoreado las fresas con el contenido de una de las dos cajas que encontró sobre la mesa de la cocina y había olvidado meter la nata en la nevera. Se puso roja como un tomate y estaba a punto de echarse a llorar cuando su mirada se cruzó con la de Laurie, que no podía contener la risa a pesar de sus esfuerzos.

De pronto Jo vio el lado cómico de la situación y rió hasta que las lágrimas le corrieron por las mejillas. Todos se unieron a ella, hasta la señorita «Croacker», como la llamaban las muchachas, y el desgraciado banquete acabó alegremente, con pan y mantequilla, aceitunas y bromas.

—No tengo fuerzas para recoger todo esto ahora. Hagamos primero el funeral —propuso Jo cuando se levantaron de la mesa y la señorita Crocker se disponía a marcharse, ansiosa por ir con el chisme a la mesa de otra amiga.

Por respeto a Beth, se pusieron todos serios. Laurie cavó una tumba en el jardín, bajo los helechos, colocaron al pequeño Pip en su interior, acompañado por las lágrimas de su enternecida dueña, lo cubrieron con musgo y pusieron una guirnalda de violetas y pamplina sobre la lápida de piedra en la que habían escrito un epitafio, que Jo había compuesto mientras se peleaba con la comida:

Aquí yace Pip March,

muerto el 7 de junio.

Le queríamos y lamentamos su pérdida,

y nunca le olvidaremos.

Al terminar la ceremonia, Beth se retiró a su habitación porque se sentía mal, en parte por la emoción, y en parte por la langosta. Sin embargo, no pudo descansar porque las camas no estaban hechas, así que tuvo que calmar su dolor sacudiendo almohadas y ordenándolo todo. Meg ayudó a Jo a quitar la mesa y a fregar los platos; acabaron a media tarde, y tan exhaustas que convinieron en cenar simplemente té y tostadas. Laurie se llevó a Amy a dar un paseo en carruaje para que se le pasara el mal humor que le había producido la nata agria. La señora March volvió a casa bien avanzada la tarde. Encontró a las tres hermanas mayores trabajando y le bastó echar una ojeada para comprender que el experimento había funcionado, por lo menos en parte.

Antes de que las amas de casa pudieran descansar, se presentaron varias visitas, y hubieron de arreglarse para recibirlas, con el consiguiente lío. Después llegó la hora del té y de hacer recados, y hubo que coser un par de cosas que no podían esperar más. Al caer la noche, con la humedad del rocío y la calma, las jóvenes se reunieron en el porche, junto a las rosas de junio, que estaban en flor, y se sentaron entre lamentos y suspiros, como si estuvieran agotadas o enfadadas.

—¡Qué día más terrible! —comentó Jo, que solía ser la primera en hablar.

—Se me ha hecho más corto que de costumbre, pero ha sido muy desagradable —dijo Meg.

—No parecía nuestra casa —añadió Amy.

—Sin mamá y sin Pip, no puede ser lo mismo —suspiró Beth mientras miraba con tristeza la jaula vacía.

—Bueno, mamá ya está aquí y, si quieres, mañana tendrás otro pajarillo —dijo la señora March, que se había acercado mientras hablaban y se sentó entre ellas. No parecía que sus vacaciones hubieran ido mucho mejor que las de sus hijas—. Niñas, ¿estáis satisfechas con el experimento? ¿Queréis seguir una semana más? —preguntó mientras Beth se acurrucaba en su regazo y las demás volvían la cabeza hacia ella, con el rostro resplandeciente, como flores que se giran hacia el sol.

—¡Yo no! —exclamó Jo con rotundidad.

—¡Yo tampoco! —dijeron las demás al unísono.

—Entonces, ¿creéis que es mejor tener alguna obligación y hacer algo pensando en los demás?

—Holgazanear no compensa —observó Jo meneando la cabeza—. Yo estoy cansada de perder el tiempo y pienso hacer algo útil de inmediato.

—¿Qué te parece aprender a guisar platos sencillos? Es algo útil que toda mujer debe conocer —comentó la señora March, que rió con ganas al recordar los detalles del banquete de Jo, que conocía gracias a que se había encontrado a la señorita Crocker antes de volver a casa.

—Mamá, ¿nos has dejado solas para ver cómo nos las arreglábamos? —exclamó Meg, que llevaba todo el día sopesando la idea.

—Sí, querida. Quería que comprendieseis hasta qué punto la comodidad de todas depende de que cada una haga su parte como Dios manda. Mientras Hannah y yo hacíamos vuestro trabajo, todo iba bastante bien, aunque no parecíais muy felices ni estabais demasiado amables. Así pues, pensé que necesitabais recibir una pequeña lección: ver qué ocurre cuando todo el mundo piensa solo en sí mismo. ¿No creéis que es más agradable ayudar a los demás, tener obligaciones diarias que os permitan disfrutar más del tiempo de ocio cuando este llega y hacer lo necesario para que la casa resulte acogedora y bonita?

—¡Sí, mamá, sí! —exclamaron todas.

—Entonces, os aconsejo que retoméis vuestras pequeñas cargas, puesto que, aunque a ratos parezcan muy pesadas, os benefician y, además, se tornarán más livianas en la medida en que aprendáis a llevarlas. El trabajo es muy sano, y hay para todas. Nos mantiene a salvo del ennui y de las travesuras; es bueno para la salud y para el alma, y otorga una sensación de poder e independencia que ni el dinero ni la moda pueden dar.

—Trabajaremos como abejas, mamá, y lo haremos de buen grado. ¡Ya lo verás! —dijo Jo—. Yo aprenderé a cocinar durante las vacaciones y la próxima comida que organice será un éxito.

—Yo coseré camisas para papá en lugar de esperar a que tú lo hagas, Marmee. Puedo y quiero hacerlo, aunque no me gusta demasiado la costura. Será mejor que andar retocando y estropeando mis vestidos, que están bien como están —apuntó Meg.

—Yo estudiaré un poco cada día y dedicaré menos tiempo a la música y las muñecas. Soy tonta y debería estudiar más y jugar menos —dijo Beth con resolución.

Amy siguió su ejemplo y, como si lo que se proponía fuese una heroicidad, anunció:

—Yo aprenderé a hacer ojales y prestaré más atención a la gramática.

—¡Muy bien! Entonces, estoy contenta con el experimento y supongo que no será preciso repetirlo; pero tampoco caigáis en el extremo contrario y trabajéis como esclavas. Dedicad unas horas al trabajo, y otras al descanso y la diversión. Demostrad que conocéis el valor del tiempo y sabéis emplearlo adecuadamente. Así, disfrutaréis de la juventud, no tendréis nada de qué arrepentiros en la vejez y comprenderéis que la vida puede ser un verdadero éxito aun siendo pobres.

—Lo tendremos presente, mamá. —Y así fue.