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ALGUNOS DATOS SOBRE LOS MARCH

Para poder empezar de nuevo y llegar a la boda de Meg con la mente abierta, convendría comenzar con algunos datos sobre los March. Pero antes, por si alguno de mis lectores mayores considera que en esta novela se habla demasiado de amor (estoy segura de que los lectores jóvenes no me harán esa objeción), citaré a la propia señora March: «¿Qué otra cosa cabe esperar con cuatro alegres muchachas en casa y un vecino joven y apuesto enfrente?».

En los tres años transcurridos, la tranquila familia ha sufrido pocos cambios. Terminada la guerra, el señor March vuelve a estar en casa, sano y salvo, ocupado con sus libros y con la pequeña parroquia de la que era ministro por su gracia y su naturaleza. Es un hombre tranquilo y estudioso, rico en esa clase de saber que merece la pena obtener, dotado de una caridad que le hace considerar a los demás sus hermanos y de una piedad que forma el carácter para que sea augusto y hermoso.

A pesar de su pobreza y de lo estricto de una integridad que le llevó a alejarse de los éxitos más mundanos, sus cualidades hicieron que llamara la atención de personas notables que acudían a él espontáneamente, atraídas como las abejas a las flores más dulces; porque, a pesar de sus cincuenta años de dura experiencia, el señor March no albergaba ni una gota de amargura. Muchos jóvenes formales encontraban a nuestro sabio de cabello gris tan formal y joven de espíritu como ellos. Las mujeres afligidas o preocupadas acudían instintivamente a él para resolver sus dudas o aliviar sus penas, seguras de que recibirían un trato amable y un consejo sabio. Los pecadores buscaban a aquel hombre mayor de corazón puro para confesarse y obtenían tanto su guía como su perdón. Los hombres de talento encontraban en él un compañero, los más ambiciosos se inspiraban en sus nobles valores e incluso los más materialistas reconocían que sus ideales eran hermosos y verdaderos, aunque no sirviesen para «pagar las facturas».

Desde fuera, parecía que las cinco enérgicas mujeres dirigieran la casa, y así era en muchos aspectos; pero no por ello aquel hombre tranquilo, sentado entre sus libros, dejaba de ser el cabeza de familia, el guía, el ancla y el consuelo del hogar. En los momentos duros, las laboriosas e inquietas mujeres siempre encontraban en él al esposo y padre, en el sentido más elevado de estas palabras.

Las niñas ponían sus corazones en manos de su madre, y su alma, en las de su padre. Y ambos progenitores vivían y trabajaban por ellas. Su amor crecía día a día, y el dulce vínculo que les mantenía unidos era de esos que convierten la vida en una bendición y persisten más allá de la muerte.

La señora March sigue tan activa y alegre, pero sus cabellos están algo más encanecidos que la última vez que la vimos. Ahora está tan dedicada a los preparativos de la boda de Meg que muchos hospitales y casas, todavía llenos de soldados heridos y viudas, echan de menos sus piadosas visitas.

John Brooke cumplió valientemente con sus obligaciones en el ejército durante un año, resultó herido, le enviaron a casa y le prohibieron regresar al frente. No le condecoraron, aunque merecía tal honor porque arriesgó sin dudarlo cuanto tenía: la vida y el amor son bienes muy preciados, sobre todo cuando están en plena eclosión. El joven aceptó de buen grado su baja y se dedicó en cuerpo y alma a recuperarse, intentar prosperar y obtener un hogar que poder ofrecerle a Meg. Su sentido del deber y su feroz independencia le hicieron rechazar la generosa ayuda que el señor Laurence estaba dispuesto a brindarle, y aceptó un puesto en una teneduría de libros, porque prefería empezar honestamente, con un sueldo humilde, que arriesgar un dinero prestado.

Meg, que había dedicado el tiempo de espera a trabajar, se había vuelto más femenina y más ducha en las artes del ama de casa, y estaba más guapa que nunca porque el amor es el mejor tratamiento de belleza. Tenía las ambiciones y esperanzas propias de la juventud, y por eso la había descorazonado un poco la humildad con la que había de iniciar su nueva vida en pareja. Ned Moffat acababa de contraer matrimonio con Sallie Gardiner y Meg no podía evitar comparar su elegante casa, su carruaje, sus muchos regalos y su espléndido vestido con los suyos, y deseaba, secretamente, poder tener algo igual. Pero la envidia y el desencanto desaparecían enseguida cuando pensaba en el paciente amor y la entrega con la que John había logrado adquirir la pequeña vivienda que ya estaba lista para ella. Y cuando se sentaban juntos, al atardecer, y conversaban sobre sus planes, su futuro le parecía tan hermoso y lleno de luz que el esplendor de la vida de Sallie quedaba atrás y se sentía la muchacha más rica y feliz de la cristiandad.

Jo no volvió a cuidar a la tía March, porque la anciana se encaprichó tanto con Amy que la convenció de que le hiciese compañía sobornándola con clases de dibujo con los mejores profesores, algo por lo que Amy hubiese aceptado servir a la señora más exigente. Así, la joven dedicaba las mañanas al deber y las tardes, al placer, y mejoraba a buen ritmo. Jo se dedicó en cuerpo y alma a la literatura y a cuidar de Beth, que al cabo de tanto tiempo aún no se había recuperado del todo de aquella fiebre. No era exactamente una enferma, pero ya no tenía el aspecto sonrosado y saludable de antaño. Aun así, seguía siendo una criatura llena de esperanzas, feliz y serena, atareada con las labores que tanto le agradaban, una amiga excelente para todos y un auténtico ángel en la casa, aunque los que tanto la querían no siempre lo supiesen apreciar.

Como The Spread Eagle le pagaba un dólar por columna por sus «bazofias», como ella llamaba a sus historias, Jo se sentía una mujer de posibles y escribía tantos relatos románticos como era capaz. No obstante, su inquieta mente cobijaba planes más ambiciosos, por lo que la vieja cocina del desván se fue llenando de manuscritos llamados a situar el apellido March entre los grandes y famosos.

Laurie, que había cursado estudios universitarios para satisfacer a su abuelo, buscaba ahora la forma de cumplir sus propios deseos. Su dinero, sus modales, su gran talento y su buen corazón, que siempre le llevaba a meterse en líos para salvar a otros, le granjearon el cariño de todos, hasta el punto de correr el riesgo de echar a perder su vida. Y probablemente lo hubiese hecho, como les ocurre a tantos jóvenes prometedores, de no ser porque el recuerdo del venerable anciano preocupado por su futuro, el afecto maternal de su vecina, que cuidaba de él como de un hijo, y por último, pero no menos importante, el amor y la admiración que le profesaban cuatro inocentes muchachas que creían en él de corazón le servían para conjurar al demonio, como el más eficaz de los talismanes.

Aun siendo un buen muchacho, Laurie era humano y, por supuesto, le encantaba ir de fiesta y coquetear con muchachas. Siguiendo la moda de la universidad, fue dandi, sentimental o aficionado a la gimnasia y a los deportes acuáticos a conveniencia. Sufrió novatadas y las hizo, decía palabras vulgares y en más de una ocasión estuvo a punto de ser castigado e incluso expulsado. Pero como el origen de sus travesuras siempre era su buen humor o su amor por la diversión, le salvaban una oportuna confesión y un sincero arrepentimiento, o su gran dominio del arte de la persuasión, en el que era un auténtico experto. De hecho, estaba bastante orgulloso de sus escarceos y disfrutaba relatando a las cuatro hermanas sus triunfos sobre tutores coléricos, profesores muy serios y derrotados enemigos. Las muchachas veían como héroes a los «hombres de su clase» y no se cansaban de oír las proezas de aquellos seres excepcionales, cuyas sonrisas tenían ocasión de ver cuando Laurie invitaba a alguno de ellos a casa.

Amy disfrutaba más que nadie de aquel gran honor y pronto se convirtió en la reina del grupo. Su señoría aprendió enseguida a reconocer y sacar partido a la fascinación que despertaba. Meg estaba demasiado ocupada con su vida privada, y en particular con su John, para fijarse en ninguna otra de las creaciones del Señor, y Beth era demasiado tímida para hacer algo que no fuese mirarlos de lejos y maravillarse de que Amy se atreviese a tratarlos como lo hacía. Jo, por su parte, se sentía como pez en el agua y tenía que hacer un esfuerzo por no imitar sus gestos, frases y hazañas, que le parecían más propios de su persona que el decoro que se esperaba de una dama. Los muchachos apreciaban muchísimo a Jo, pero nunca se enamoraban de ella; sin embargo, pocos se iban sin lanzar un suspiro enamorado por la hermosa Amy. Y puesto que hablamos de sentimientos, no puedo dejar de citar el Dovecote.

Tal era el nombre de la casita marrón que el señor Brooke había elegido como hogar para Meg y él. Laurie la había bautizado así porque, según explicaba, era «el nido de amor perfecto para los arrumacos y arrullos de una pareja de tortolitos». Era una casa pequeña con un jardincito detrás y un trozo de césped del tamaño de un pañuelo en el frente. Meg pensaba colocar allí una fuente, un bosquecillo y gran profusión de hermosas flores. Por el momento, un cántaro viejo hacía las veces de fuente, en lugar del bosquecillo se veían unos cuantos alerces recién plantados, que todavía no habían decidido si iban a vivir o a morir, y un montón de palos que indicaban el lugar en el que había una semilla anunciaba la futura profusión de flores. Por dentro, la vivienda era acogedora y la feliz novia no encontró pega que ponerle del sótano al desván. La salita era tan estrecha que era una bendición que no tuvieran piano, ya que no hubiese entrado. En el comedor no cabían más que seis personas muy apretadas, y las escaleras de la cocina parecían construidas con el único propósito de hacer que tanto los sirvientes como la vajilla fuesen a dar a la carbonera. Pero, excepción hecha de esos defectillos, el resto no podía ser más completo, puesto que el buen gusto y el sentido común habían presidido la elección del mobiliario y el resultado era de lo más satisfactorio. En el pequeño recibidor no había ninguna mesa de mármol, grandes espejos o visillos de encaje, sino muebles sencillos, muchos libros, un par de hermosos cuadros, hileras de flores en el saliente de la ventana y, por todas partes, los regalos enviados por sus amistades, aunque lo más valioso no eran los presentes, sino los afectuosos mensajes que los acompañaban.

No creo que la blanca escultura de Psique, regalo de Laurie, perdiese un ápice de su belleza porque el señor Brooke hiciese más alto el soporte en el que venía originalmente, ni cabe imaginar mejor estampado para las cortinas de muselina que los artísticos dibujos trazados por Amy. Tampoco creo que haya habido despensa mejor surtida de buenos deseos, palabras alegres y buenos augurios que esa en la que Jo y su madre colocaron las pocas cajas, barriles y fardos de Meg. Y no me cabe duda de que la reluciente y nueva cocina no hubiese estado tan limpia ni hubiese resultado tan acogedora si Hannah no hubiese ordenado las ollas y sartenes por lo menos una docena de veces, y dejado el fuego listo para encenderse en el instante mismo en que «la señora Brooke entrase en casa». Asimismo, dudo que ninguna joven recién casada haya iniciado su vida con un surtido mayor de gamuzas, manoplas de cocina y bolsas de tela, porque Beth hizo suficientes para no tener que adquirir ninguna más hasta las bodas de plata, además de idear tres tipos de trapos distintos especialmente concebidos para secar las piezas de porcelana de la pareja.

La gente que compra todas esas cosas hechas no sabe lo que se pierde, porque las tareas del hogar son mucho más bellas cuando las llevan a cabo unas manos amorosas. La casa de Meg era una excelente prueba de ello porque todo, desde el rodillo hasta el jarrón de plata que decoraba la mesa de la sala, lo habían escogido con amor y ternura.

¡Cuántos momentos felices pasaban haciendo sus planes! ¡Cuántas veces iban de compras, con solemnidad, para terminar con un divertido cúmulo de objetos sin sentido, cómo se reían a costa de los saldos ridículos con que se hacía Laurie! La afición a las bromas del joven era tal que, aun estando a punto de terminar sus estudios universitarios, se comportaba como un niño. Entre sus últimas ocurrencias figuraba el llevar en su visita semanal a la joven pareja un objeto nuevo, útil e ingenioso. Así, les había regalado una bolsa de fantásticas pinzas para la ropa, un magnífico rallador de nuez moscada que se rompió la primera vez que intentaron usarlo, un limpiador para cuchillos que los estropeó todos, un cepillo que, en lugar de limpiar las alfombras, les arrancaba la lana, un jabón que prometía ahorrar trabajo y que, en realidad, despellejaba las manos; colas infalibles que solo pegaban bien los dedos del iluso comprador, y toda clase de objetos de hojalata, desde una hucha para guardar las monedas sueltas hasta una magnífica caldera pensada para limpiar distintos enseres con vapor, pero que corría el riesgo de estallar en pleno proceso.

Meg le rogó en vano que parara. John se reía de él y Jo le llamaba «señor Toodles». Parecía poseído por el extraño deseo de comprar ingenios yanquis, y el hecho de que sus amigos necesitasen un ajuar le brindaba la ocasión perfecta. Así, cada semana aparecía con algún nuevo y absurdo hallazgo.

Al final, todo quedó a punto. Amy llegó a disponer jabones a juego con los colores de las habitaciones y Beth dejó puesta la mesa para la primera comida del futuro matrimonio.

—¿Estás contenta? ¿Te gusta cómo ha quedado tu hogar? ¿Sientes que podrás ser feliz aquí? —preguntó la señora March mientras recorría el nuevo reino cogida del brazo de Meg, en un momento en que madre e hija estaban más unidas que nunca.

—Sí, mamá, estoy muy contenta, gracias a todos. Y me siento tan feliz que no encuentro palabras para expresarlo —contestó Meg, con una mirada que valía mil palabras.

—Si por lo menos tuvieses un par de sirvientes, todo iría mejor —dijo Amy al salir de la salita, donde había estado tratando de decidir si la figura de bronce de Mercurio quedaba mejor sobre la estantería o sobre la repisa.

—Mamá y yo hemos hablado de eso y he decidido seguir su consejo. Habrá muy poco que hacer. Lotty me echará una mano de vez en cuando y se ocupará de las compras, y yo tendré el trabajo justo para no volverme una perezosa ni echar de menos nuestra casa —explicó Meg tranquilamente.

—Sallie Moffat tiene cuatro —informó Amy.

—Si Meg tuviese cuatro sirvientes, ocuparían toda la casa y el señor y la señora tendrían que acampar en el jardín —intervino Jo, que llevaba un gran delantal azul y estaba terminando de pulir los picaportes.

—Sallie no es la mujer de un hombre pobre y, dada su posición, es lógico que tenga muchos sirvientes. Meg y John inician su vida en común humildemente, pero algo me dice que en su casita habrá tanta felicidad como en la más grande de las mansiones. Me parece un grave error que mujeres jóvenes como Meg no tengan nada mejor que hacer que probarse vestidos, dar órdenes y contar chismes. Cuando estaba recién casada, esperaba con ilusión que mi ropa nueva se gastase o se descosiese porque disfrutaba zurciéndola. Lo cierto es que estaba harta de dedicarme solo al bordado y de que mi mayor preocupación fuera que mi pañuelo de bolsillo estuviese impecable.

—¿Por qué no te metías en la cocina a hacer experimentos? Sallie lo hace para entretenerse, pero dice que todo le sale fatal y que las sirvientas se ríen de ella —comentó Meg.

—Lo hice al cabo de un tiempo, pero no por «experimentar», sino para aprender de Hannah y evitar así que mis criadas se burlasen de mí. En aquel momento no era más que un juego, pero con el tiempo, cuando quise cocinar para mis pequeñas, agradecí mucho saber hacerlo y poder ocuparme de todo cuando ya no me era posible pagar a alguien para que me ayudase. Querida Meg, tú empiezas en ese punto, pero las lecciones que aprendas ahora te serán de gran utilidad en un futuro, cuando John sea un hombre rico, ya que la señora de una casa debe saber hacer el trabajo que pide a sus sirvientes; así es como se consigue un servicio satisfactorio y honrado.

—Sí, mamá, estoy segura de ello —repuso Meg, que había escuchado con respeto las palabras de su madre; las tareas domésticas son un asunto tan complejo que la mejor de las mujeres podría hablar durante horas del tema—. Esta habitación es mi preferida —añadió Meg cuando, minutos después, subieron al dormitorio y se detuvo a contemplar su bien surtido armario de ropa blanca.

Beth estaba allí, formando blancas y suaves pilas en los estantes, exultante ante tan magnífica colección. Meg empezó a hablar y las tres rieron porque aquel armario era casi un chiste. Después de afirmar que si Meg se casaba con «ese señor Brooke» no vería un centavo de su dinero, la tía March se encontró en un buen dilema, porque, una vez que se calmaron los ánimos, se arrepintió de haber pronunciado semejante amenaza. Decidida a no contradecirse, se le ocurrió un plan. Pidió a la señora Carrol, madre de Florence, que encargara una generosa colección de ropa blanca, la mandase bordar con las iniciales de la pareja y la enviase como si fuese un regalo de su parte. La mujer cumplió fielmente el encargo, pero el secreto de la tía March era difícil de ocultar y toda la familia disfrutó mucho con la situación. La tía March fingía no saber nada e insistía en que solo le regalaría el collar de perlas anticuado que siempre había prometido entregar a la primera de las muchachas que contrajera matrimonio.

—Es un regalo muy práctico para un hogar, y eso me gusta. De joven, tuve una amiga que empezó su vida de casada con solo seis sábanas pero, como tenía lavafrutas para los invitados, estaba encantada —explicó la señora March mientras alisaba los manteles de damasco, cuya calidad no escapaba a su espíritu femenino.

—Yo no tengo ni un solo lavafrutas, pero Hannah dice que este conjunto me servirá toda la vida —dijo Meg con lógica satisfacción.

—Aquí llega el señor Toodles —exclamó Jo desde abajo, y todas fueron a dar la bienvenida a Laurie, puesto que su visita semanal era uno de los eventos más importantes en sus tranquilas vidas.

Un joven alto, de hombros anchos, pelo corto, sombrero redondo de fieltro y abrigo suelto caminaba a buen paso en dirección a la casa, saltó por encima de la valla baja sin detenerse a abrir la portezuela, fue directo hacia la señora March, con los brazos abiertos, y dijo emocionado:

—¡Aquí estoy, mamá! Sí, todo va bien.

Estas últimas palabras las pronunció en respuesta a la mirada dulce e inquisitiva de la mujer. En los bellos ojos del joven había tanta franqueza que la breve ceremonia terminó como de costumbre, con un beso maternal.

—Para la señora de John Brooke, junto con mi felicitación y mis mejores deseos. ¡Dios te bendiga, Beth! ¡Jo, verte es todo un espectáculo! Amy, estás demasiado bonita para seguir soltera.

Mientras hablaba, Laurie entregó a Meg un paquete envuelto en papel marrón, deshizo el lazo del cabello de Beth, se quedó mirando el gran delantal de Jo e hizo una reverencia teatral a Amy. Luego estrechó la mano de todas y empezaron a charlar animadamente.

—¿Dónde está John? —preguntó Meg, nerviosa.

—Ha ido a buscar el permiso para mañana, señora.

—¿Quién ha ganado el último partido, Teddy? —inquirió Jo, que, a pesar de tener diecinueve años cumplidos, seguía muy interesada por los deportes masculinos.

—Nosotros, por supuesto. Me habría encantado que estuvieses allí para verlo.

—¿Qué tal está la encantadora señorita Randal? —preguntó Amy con una sonrisa pícara.

—Más cruel que nunca, ¿no ves cómo sufro? —Y Laurie se propinó una sonora palmada en el pecho y exhaló un melodramático suspiro.

—¿Cuál es la última broma? Meg, abre el paquete y así nos enteraremos —propuso Beth mirando con gran curiosidad el paquetito.

—Se trata de un objeto que conviene tener en una casa por si se declara un incendio o entran ladrones —comentó Laurie, mientras todas recibían con carcajadas la aparición de un silbato de guardia—. A partir de ahora, si John se encuentra ausente y algo te asusta, bastará con que te acerques a la ventana y toques el silbato para alertar al vecindario. Bonito regalo, ¿verdad? —Dicho esto, Laurie hizo una demostración de las virtudes del producto que hizo que todas se llevaran las manos a los oídos—. ¡Menudas desagradecidas! Y hablando de gratitud, no olvides dar las gracias a Hannah por haber impedido que destruyese tu pastel de boda. Vi que lo llevaban a vuestra casa al pasar y, de no haber sido por su valiente defensa, le habría cortado un pedazo allí mismo. Tenía un aspecto delicioso.

—Me pregunto si algún día crecerás, Laurie —dijo Meg con voz de adulta.

—Hago lo que puedo, señora, pero parece que esta va a ser mi altura definitiva. Mucho me temo que, en estos difíciles tiempos, un hombre no puede aspirar a medir más de un metro ochenta —repuso el joven caballero, cuya cabeza rozaba la pequeña luz de araña—. Sospecho que comer algo en una casita tan nueva sería como profanarla pero, como estoy muerto de hambre, propongo que nos traslademos —añadió enseguida.

—Mamá y yo vamos a esperar a John. Aún quedan unas cuantas cosas por arreglar —explicó Meg, que se alejó enseguida.

—Beth y yo vamos a casa de Kitty Bryant a buscar más flores para mañana —añadió Amy después de probarse el pintoresco sombrero de su amigo sobre sus pintorescos rizos y disfrutar del efecto tanto como el resto.

—Venga, Jo, no abandones a un amigo. Estoy tan exhausto que no podría llegar hasta casa sin ayuda. No te quites el delantal; no sé para qué lo usas, pero te favorece mucho —comentó Laurie mientras Jo lo guardaba en su amplio bolsillo y le tendía el brazo para que su amigo se apoyase en ella.

—Bueno, Teddy, quiero que hablemos seriamente sobre mañana —empezó Jo mientras caminaban cogidos del brazo—. Quiero que me prometas que te comportarás como es debido, que no harás travesuras ni echarás a perder nuestros planes.

—No habrá travesuras.

—Y no digas tonterías cuando tengamos que mantener la compostura.

—Yo nunca hago nada semejante; ésa es tu especialidad.

—Y te ruego que no me mires durante la ceremonia, porque si lo haces me echaré a reír.

—Ni me verás. Seguro que te pasas el rato llorando, de modo que lo verás todo como envuelto en una espesa niebla.

—Yo no lloro a menos que tenga una pena muy grande.

—Como cuando un viejo amigo va a la universidad, ¿eh? —dijo Laurie sonriendo.

—No seas tonto. Eché unas lagrimitas para no desentonar con el resto.

—Claro. Jo, ¿qué tal está mi abuelo esta semana? ¿Está de buen humor?

—Mucho. ¿Por qué lo preguntas? ¿Te has metido en algún lío y quieres saber cómo se lo va a tomar? —preguntó Jo sin delicadeza alguna.

—Jo, no creerás que habría mirado a tu madre a los ojos y le habría dicho que todo iba bien de no ser así, ¿verdad? —Laurie se detuvo y adoptó un aire ofendido.

—No, por supuesto.

—Entonces, no seas tan suspicaz. Solo quiero pedirle un poco de dinero —explicó Laurie, que echó a andar de nuevo, con el ánimo más sereno gracias al tono cálido de Jo.

—Gastas mucho, Teddy.

—¡Por Dios! No lo gasto, el dinero se va solo, sin que haga nada. Desaparece sin que yo sepa cómo.

—Eres tan generoso y tienes un corazón tan bondadoso que no paras de prestar a los demás. Eres incapaz de decir «no» a nadie. Nos hemos enterado de lo de Henshaw y de todo lo que has hecho por él. Si gastas el dinero en cosas así, nadie te recriminará nada —apuntó Jo afectuosamente.

—Oh, Henshaw hizo una montaña de un grano de arena. No podía dejar que el pobre hombre se matara a trabajar cuando estaba en mi mano ayudarle y vale más que veinte caballeros vagos. Tú hubieras hecho lo mismo.

—Por supuesto. Pero no sé de qué te va a servir tener diecisiete chalecos, un sinfín de pajaritas y ponerte un sombrero nuevo en cada visita a casa. Pensé que habrías superado la fase de dandi, pero cada dos por tres aflora en otro punto. Ahora lo que está de moda es tener un aspecto horrendo, cortarte el pelo de manera que parezca que llevas un cepillo en la cabeza, usar chaquetas sin pinzas, guantes naranjas y botas con la punta cuadrada. Si las prendas feas fuesen baratas, no diría nada; pero cuestan tanto como la ropa elegante y no le veo la gracia.

En respuesta al ataque, Laurie echó hacia atrás la cabeza y rió con tantas ganas que su sombrero redondo cayó al suelo y Jo lo pisó, un insulto que el joven aprovechó para disertar sobre las ventajas de las prendas toscas mientras doblaba el maltrecho sombrero y lo embutía en su bolsillo.

—No me sermonees más, soy una buena persona. Ya tengo bastante con lo que debo aguantar durante la semana; cuando vuelvo a casa, me apetece divertirme. Mañana me vestiré de gala, cueste lo que cueste, y seré un orgullo para mis amigos.

—No volveré a darte la lata si te dejas el pelo un poco más largo. No soy una aristócrata, pero no me agrada que me vean en compañía de un joven que parece un boxeador profesional —sentenció Jo en tono severo.

—Este estilo modesto favorece el estudio, por eso lo usamos —afirmó Laurie, al que ciertamente no se podía acusar de ser vanidoso, puesto que había sacrificado voluntariamente su hermoso cabello ondulado—. Por cierto, Jo, creo que Parker está loco por Amy. No para de hablar de ella, le escribe poemas y se queda embobado pensando en ella. Sería mejor cortar este asunto antes de que vaya a más, ¿no te parece? —preguntó Laurie hablando como un hermano mayor tras unos minutos de silencio.

—Por supuesto, no queremos más bodas en la familia por ahora. Por amor de Dios, ¿en qué piensan hoy en día los críos? —Jo parecía escandalizada, como si Amy y Parker, en lugar de adolescentes, siguieran siendo niños.

—Hoy en día todo va deprisa. No sé a dónde iremos a parar, señorita. Tú no eres más que una cría, Jo, pero eres la siguiente, y cuando llegue el momento solo nos quedará lamentarnos —apuntó Laurie meneando la cabeza para indicar su preocupación por el estado de las cosas.

—¿Yo? ¡No temas por mí! Yo no soy de las que agradan a los hombres. Nadie me querrá, y es una suerte, porque en toda familia debe haber una solterona.

—No das a nadie la oportunidad de conocerte —repuso Laurie mirándola de reojo y con algo más de color en su rostro moreno—. No dejarás que nadie vea tu lado dulce y, si por casualidad un hombre llega a descubrirlo y no puede disimular su interés, lo tratarás tan mal como la señorita Gummidge a su pretendiente; le tirarás un jarro de agua fría y serás tan arisca que a todos se les quitarán las ganas de acercarse o de mirarte siquiera.

—No me gustan estas cosas. Estoy demasiado ocupada para pensar en tonterías y me parece horrible que las familias se separen por este motivo. Venga, no sigas hablando de esto. La boda de Meg nos ha trastornado a todos y solo hablamos de parejas enamoradas y estupideces parecidas. No quiero ponerme de mal humor, de modo que cambiemos de tema. —Y, en efecto, Jo parecía dispuesta a lanzar un jarro de agua fría a quien la volviese a provocar.

Fueran cuales fuesen sus auténticos sentimientos, Laurie se limitó a dejar escapar un largo silbido y, cuando se despidieron en la puerta, repitió su temible profecía:

—Recuerda mis palabras, Jo, tú serás la siguiente.