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NUESTRO CORRESPONSAL EN EL EXTRANJERO
Londres
Querida familia:
En este momento, estoy sentada junto a uno de los ventanales del Bath Hotel, en Piccadilly. No es un lugar elegante pero el tío estuvo aquí hace unos años y no quiere ir a ningún otro. No me preocupa porque, de todas formas, no vamos a estar demasiado tiempo en la ciudad. ¡Lo estoy pasando tan bien que no sé por dónde empezar a contaros! Como no se me ocurre, sacaré algunas ideas de mi cuaderno de notas. Desde que el viaje empezó no paro de dibujar y garabatear.
Cuando os envié la carta desde Halifax, me sentía muy desdichada, pero después tuve un viaje estupendo, con muy pocas molestias, y me pasé casi todo el tiempo en cubierta, entretenida con personas muy agradables. Todo el mundo era muy amable conmigo, sobre todo los oficiales. Jo, ¡no te rías! En un barco, los caballeros son de gran ayuda, te ofrecen su apoyo, te sirven y, como no tienen nada que hacer, agradecen que les hagas sentirse útiles puesto que, de lo contrario, lo único que hacen es fumar y fumar.
La tía y Flo lo pasaron muy mal durante la travesía y prefirieron quedarse a solas. Así que, una vez atendidas en la medida de lo posible sus necesidades, me dediqué a mí, con idea de disfrutar un poco. ¡Qué paseos por cubierta, qué puestas de sol, qué aire y qué olas! Cuando el barco va a toda máquina, es casi tan emocionante como galopar en un caballo muy veloz. Me hubiese encantado que Beth hubiese venido con nosotras, le hubiese sentado muy bien. Y en cuanto a Jo, la imaginaba subida al foque o como sea que llamen a esa cosa tan alta, haciéndose amiga de los tripulantes y pasándolo en grande hablando por la bocina del capitán.
A pesar de lo delicioso que resultaba todo, me alegró mucho ver la costa de Irlanda, que es un país precioso, verde y soleado, con alguna que otra cabaña marrón, colinas coronadas por antiguas ruinas y casas de campo de nobles en los valles, con ciervos en los parques. Era muy temprano, pero no me arrepentí de haber madrugado para ver aquella bahía llena de barquitos, el muelle tan pintoresco y el cielo rosado. Era un espectáculo inolvidable.
Uno de mis nuevos amigos, el señor Lennox, se bajó en Queenstown. Cuando mencioné los lagos de Killarney, suspiró melancólico y me cantó una balada que decía:
¿Has oído hablar de Kate Kearney? |
Vive en la orilla del lago Killarney. |
Si te mira, huye del peligro, echa a correr. |
Dicen que una mirada suya, puede ser fatal. |
Menuda tontería, ¿no os parece?
En Liverpool solo nos detuvimos unas horas. Es un sitio sucio y ruidoso, y me alegré de dejarlo atrás. El tío bajó corriendo del barco y compró un par de guantes de piel de perro, unos zapatos bastos y feísimos y un paraguas, y se cortó el pelo à la mutton. Volvió muy orgulloso, jactándose de tener el aspecto de un auténtico británico. Pero el joven limpiabotas negro que le limpió de barro los zapatos no tardó ni dos segundos en ver que era norteamericano y dijo con una mueca: «Ya está, señor, el mejor lustre yanqui». Al tío le hizo muchísima gracia. ¡Ah, que no se me olvide contaros la última ocurrencia de Lennox! Le pidió a su amigo Ward, que viajaba con nosotros, que comprara un ramo para mí, y cuando entré en mi habitación me encontré con las flores y una tarjeta que decía: «Con mis mejores deseos, Robert Lennox». ¿No os parece encantador, chicas? Me gusta mucho viajar.
Si no me doy prisa, no llegaré nunca a hablaros de Londres. De camino hacia la ciudad, tuve la sensación de recorrer una galería de arte, llena de paisajes espectaculares. Las granjas me entusiasmaron, con sus tejados de paja, la fachada cubierta de hiedra, ventanas con celosías y mujeres robustas asomadas con sus sonrosados hijos a la puerta. Hasta el ganado parecía más manso que el nuestro. Las vacas viven a cuerpo de rey y las gallinas cloquean satisfechas, como si, contrariamente a lo que ocurre con las nuestras, nunca se alborotasen. No había visto nunca una gama de colores tan perfecta: la hierba tan verde, el cielo tan azul, el trigo tan amarillo, los bosques tan oscuros. Pasé el día extasiada. Flo también, íbamos de un lado a otro intentando no perder detalle. ¡Y eso que nos desplazábamos a ciento diez kilómetros por hora! La tía, que estaba muy cansada, se durmió y el tío no tenía ojos más que para su guía de viajes. Imaginad la escena. Yo emocionada, exclamo: «¡Oh, esa mancha gris que se ve más allá de los árboles debe de ser Kenilworth!»; Flo, asomada a mi ventanilla, apunta: «¡Qué bonito! Papá, ¿iremos allí?», y el tío, mirando tranquilamente sus zapatos contesta: «No, querida; salvo que pretendas beber cerveza. ¡Es una destilería!».
Tras una pausa, Flo dice: «¡Mira, una horca! ¡Y un hombre que va hacia ella!». «¿Dónde, dónde?», pregunto yo, y entonces veo dos postes altos con una viga atravesada y unas cadenas colgando. «Es una mina de carbón», explica el tío con un guiño. «Fijaos en ese rebaño de corderitos tumbados en la hierba, ¡qué bonitos!», comento. «Sí, papá, mira. ¿No te parecen preciosos?», dice Flo emocionada. «Son gansos, jovencitas», observa el tío con un tono que invitaba a no añadir nada más. Después de eso, Flo se sentó y empezó a leer The flirtations of Capt. Cavendish, y yo seguí disfrutando del paisaje.
Como era de esperar, al llegar a Londres llovía y lo único que alcanzamos a ver fue niebla y paraguas. Descansamos, deshicimos el equipaje y fuimos de compras. La tía Mary me regaló algo de ropa, pues salí de casa con tanta precipitación que me hacía falta un poco de todo. Ahora tengo un hermoso sombrero blanco con una pluma azul precioso, un estupendo vestido de muselina a juego y la capa más bonita que podáis imaginar. Ir de compras por Regent Street es una delicia, todo es muy barato; hay lazos preciosos por solo seis peniques la yarda. Me hice con unos cuantos, pero para los guantes prefiero esperar a París. ¿Acaso no parece que quien os cuenta esto sea alguien elegante y rico?
Aprovechando que la tía y el tío estaban fuera, Flo y yo pedimos un cabriolé para dar un paseo y divertirnos un rato. Después nos enteramos de que no está bien visto que las jovencitas vayan solas en esos coches. ¡Fue muy divertido! En cuanto estuvimos dentro de la caja de madera, el cochero arrancó tan deprisa que Flo se asustó y le rogó que se detuviera. Pero, como el pescante estaba detrás, el hombre no oía ni nuestros gritos ni los golpes que dábamos con la sombrilla en la pared, por lo que seguimos recorriendo la ciudad, sin poder remediarlo, doblando esquinas a una velocidad de vértigo. Por fin, en medio del desespero, vi que había una portezuela en el techo y me asomé. Unos ojos rojos se clavaron en mí y una voz que olía a cerveza me preguntó: «¿Qué quiere la señora?». Le transmití mis instrucciones con la máxima seriedad. El hombre cerró la portezuela de golpe con un «ay, madre» y frenó al caballo, que empezó a caminar tan lento como si fuésemos en una comitiva fúnebre. Volví a asomar la cabeza y pedí: «Un poco más rápido», y el hombre volvió a correr como un loco, por lo que decidimos resignarnos y aceptar nuestro destino.
Hoy ha hecho un buen día y hemos ido a Hyde Park, que queda cerca del hotel, porque somos más aristocráticas de lo que podría parecer. El duque de Devonshire vive cerca. Veo con frecuencia a sus lacayos haraganear en la puerta trasera. La casa del duque de Wellington tampoco queda lejos. ¡Menudas escenas encontramos en el parque, queridas! Duquesas viudas y gordas que paseaban en carrozas rojas y amarillas, con impresionantes criados que visten medias de seda y chaquetas de terciopelo situados en la parte trasera y un chófer con la cara empolvada delante. Elegantes doncellas que cuidaban de los niños más sonrosados que he visto nunca, hermosas jóvenes que parecían soñolientas, dandis indolentes con divertidos sombreros de estilo inglés y guantes de cabritilla de color morado, y soldados muy altos vestidos con chaquetillas rojas y sombreros redondos que se atan a un lado y les dan un aspecto de lo más cómico. ¡Estaba deseando hacerles un retrato!
Rotten Row significa Route de roi, es decir, «la ruta del rey», pero ahora es sobre todo una escuela hípica donde enseñan a montar. Los caballos son espléndidos y los hombres montan bien, pero las mujeres van rígidas y rebotan sobre la montura, lo que no es acorde con nuestras costumbres. Al verlas trotar muy serias arriba y abajo con sus ropas ligeras y sus sombreros altos, como mujeres en un arca de Noé de juguete, me entraron ganas de mostrarles un buen y raudo galope americano. Aquí todo el mundo monta a caballo: los ancianos, las damas robustas, los niños y los jóvenes, que lo aprovechan para coquetear. Vi a una pareja intercambiar capullos de rosas, que aquí se llevan en el ojal, y me pareció una idea encantadora.
A mediodía, fuimos a la abadía de Westminster, pero no esperéis que os la describa. Es imposible. Me contentaré con deciros que es ¡sublime! Esta tarde iremos a visitar Fechter, el actor francés, lo que sin duda pondrá el broche de oro a este día, que ha resultado el más feliz de mi vida.
Medianoche
Es muy tarde, pero no puedo enviar esta carta mañana sin contaros lo que ha ocurrido esta última tarde. ¿A que no adivináis quién vino a visitarnos mientras tomábamos el té? ¡Los amigos ingleses de Laurie, Fred y Frank Vaughn! Menuda sorpresa; de no ser por las tarjetas, no los habría reconocido. Ambos están muy altos y llevan bigote. Fred es ahora un joven apuesto al estilo inglés, y Frank está mucho mejor, puesto que apenas cojea y no usa muletas. Laurie les había facilitado nuestra dirección y vinieron a invitarnos para que nos quedáramos en su casa. El tío declinó la oferta, pero iremos a visitarlos en cuanto podamos. Nos acompañaron al teatro y lo pasamos muy bien. Frank se dedicó a hablar con Flo, y Fred y yo charlamos animadamente como si nos conociésemos de toda la vida. Decidle a Beth que Frank preguntó por ella y que le entristeció mucho saber de su enfermedad. Cuando le hablé de Jo, Fred rió y me pidió que transmitiese «un afectuoso saludo a la dama del sombrero grande». Ambos recordaban lo mucho que nos divertimos en el campamento que organizó Laurie. Parece que todo eso ocurrió hace siglos, ¿verdad?
Es la tercera vez que la tía golpea la pared, así que tengo que dejar de escribir. Me siento como una dama londinense, elegante y disoluta, escribiendo a horas tan tardías, en una habitación repleta de cosas hermosas y con la cabeza llena de imágenes de parques, teatros, vestidos nuevos y galantes caballeros que exclaman «¡Ah!» y se atusan el rubio bigote con genuina altivez londinense. Tengo muchas ganas de veros a todos y, a pesar de mis tonterías, sabéis que os quiero de todo corazón,
AMY
París
Queridas hermanas:
En mi última carta os hablé de mi estancia en Londres, de lo amables que fueron los Vaughn y de las salidas tan agradables que nos organizaron. Hampton Court y el museo de Kensington me gustaron especialmente, porque en Hampton vi unos dibujos de Rafael y en el museo de Kensington, una sala llena de cuadros de Turner, Lawrence, Reynolds, Hogarth y otros grandes artistas. En Richmond Park pasamos un día delicioso. Comimos el clásico picnic inglés y había más ciervos y robles majestuosos de los que podía pintar; además oí cantar a un ruiseñor y vi alzar el vuelo a un grupo de alondras. Nos sentíamos tan a gusto en Londres, gracias a Fred y Frank, que nos dio pena marcharnos. Los ingleses no te acogen de inmediato pero, cuando se deciden, no hay quien los supere en hospitalidad. Los Vaughn esperan reunirse con nosotros en Roma, en invierno, y me llevaré un gran disgusto si no es así, porque Grace y yo nos hemos convertido en grandes amigas y los chicos son estupendos, sobre todo Fred.
De hecho, apenas llegamos a París, nos encontramos nuevamente con él. Dijo que estaba de vacaciones y que iba camino de Suiza. A la tía no le hizo demasiada gracia al principio, pero él se mostró tan encantador que era imposible ponerle pegas. Ahora se entienden de maravilla y todos nos felicitamos por su presencia, porque habla perfectamente francés; no sé qué sería de nosotras sin él. El tío apenas conoce unas frases y se empeña en hablar en inglés a gritos, como si al alzar la voz los demás fuesen a entenderle mejor. La tía tiene un acento arcaizante y Flo y yo, a pesar de que nos jactábamos de saber mucho francés, hemos descubierto que no es cierto y agradecemos mucho que Fred nos sirva de intérprete, o como dice el tío, «parlamente en nuestro nombre».
¡Qué bien lo estamos pasando! Visitamos monumentos de la mañana a la noche, a mediodía hacemos una pausa para comer en alegres cafés y vivimos aventuras divertidísimas. Cuando llueve, vamos al Louvre, a disfrutar de los cuadros. Jo torcería el gesto ante algunas de estas obras maestras porque no tiene sensibilidad artística, pero yo sí la tengo y me esmero por cultivar mi vista y mi gusto a buen ritmo. Seguro que ella preferiría ver las pertenencias de personajes importantes. He visto el sombrero de tres picos de Napoleón y su abrigo gris, la cuna en la que durmió de niño y un cepillo de dientes suyo; también he tenido ante mí un zapatito de María Antonieta, el anillo de san Dionisio, la espada de Carlomagno y otros muchos artículos interesantes. Cuando vuelva, os lo contaré todo con detalle pero, ahora por escrito, no puedo dedicarle más tiempo a todo esto.
El Palais Royal es un lugar de ensueño que alberga tanta bijouterie y cosas maravillosas que casi me vuelvo loca por no poder comprar nada. Fred pretendía regalarme alguna pieza pero, por supuesto, no se lo permití. Luego fuimos al Bois de Boulogne y a los Champs Elysées, que son magnifiques. He visto a la familia imperial en varias ocasiones. El emperador es un hombre feo y de aspecto serio, la emperatriz es pálida y hermosa, pero tiene un gusto horroroso para vestir; una vez llevaba un vestido púrpura, un sombrero verde y unos guantes amarillos. El pequeño Napoleón es un niño guapo que se pasa el rato charlando con su tutor y saluda con la mano a la gente cuando desfila en una carroza tirada por cuatro caballos, con postillones vestidos con chaqueta de satén rojo y guardia montada delante y detrás del vehículo.
Solemos pasear por los preciosos jardines de les Tuileries, aunque yo prefiero los de Luxembourg, más antiguos. Père la Chaise es un cementerio de lo más curioso; muchas de las tumbas parecen habitaciones pequeñas y, al mirar en su interior, descubres una mesa con imágenes del fallecido y sillas para los que acuden a llorar su muerte. ¡Qué francés resulta todo eso! ¿No os parece?
Nuestras habitaciones dan a la rue de Rivoli; desde el balcón vemos la calle, larga y magnífica de principio a fin. Es tan agradable que cuando estamos cansadas de las visitas nos quedamos en el hotel y pasamos la tarde charlando y descansando en el balcón. Fred es de lo más entretenido y, además, es el joven más encantador que conozco —excepción hecha de Laurie—. Sus modales son exquisitos. Preferiría que fuese moreno porque no me gustan los muchachos rubios, pero los Vaughn son una familia excelente y muy rica, así que no seré yo quien ponga pegas a su cabello claro, sobre todo cuando el mío es aún más rubio que el suyo.
La semana que viene partiremos rumbo a Alemania y Suiza y apenas pararemos durante el viaje, de modo que solo podré enviaros unas cuantas líneas. Pero escribiré mi diario y procuraré «recordar y describir con la máxima precisión las maravillas que tenga la suerte de contemplar», tal y como me aconsejó papá. Ésta es una práctica muy útil para mí; cuando veáis mi cuaderno de apuntes, los bocetos os ayudarán a entender mi viaje mejor que mis torpes palabras.
Adieu, recibid todas mi más tierno abrazo.
VOTRE AMIE
Heidelberg
Querida mamá:
Aprovecho que hacemos un breve descanso antes de salir hacia Berna para contarte lo que ha ocurrido últimamente, porque algunos hechos son muy importantes, como tendrás ocasión de comprobar.
El recorrido en barco por el Rin resultó excelente y lo disfruté mucho. Estuve leyendo algunos de los viejos libros de viaje de papá sobre la zona. No encuentro palabras para describir su belleza. En Coblenza lo pasamos de maravilla con unos estudiantes de Bonn que Fred conoció en el barco y nos dieron una serenata. Era una noche de luna llena y, a eso de la una, Flo y yo nos despertamos al oír una música deliciosa bajo nuestra ventana. Nos acercamos corriendo y, ocultas tras las cortinas, miramos tímidamente hacia fuera, donde vimos a Fred y los estudiantes cantando. Es la escena más romántica que he visto en toda mi vida: el río, el puente, los barcos, la enorme fortaleza enfrente, la luna y una música que hubiese derretido al corazón más duro.
Cuando terminaron, les lanzamos flores y les vimos luchar entre sí por ellas, besar la mano de unas damas invisibles y alejarse riendo… para ir a fumar y beber cerveza, supongo. A la mañana siguiente, Fred se sacó del bolsillo una flor estrujada para enseñármela y se puso muy sentimental. Me burlé de él y le expliqué que no había sido yo quien la había lanzado, sino Flo, y al parecer eso le molestó porque arrojó la flor por la ventana y volvió a mostrarse sensato. Temo que este chico me va a dar problemas.
Los baños de Nassau estaban muy animados, al igual que Baden-Baden, donde Fred perdió una suma de dinero y yo le regañé por ello. Ahora que Frank no está con él, necesita que alguien le cuide. Kate comentó en una ocasión que esperaba que se casase pronto y yo coincido con ella en que sería lo mejor para él. Frankfurt me pareció precioso. Visitamos la casa de Goethe, la estatua de Schiller y la famosa Ariadna de Dannecker. Lo encontré encantador, pero lo habría disfrutado más aún de haber conocido mejor la historia. No quise preguntar porque todos estaban al corriente o fingían estarlo. Tal vez Jo me pueda contar algo, tendría que haber leído más. Ahora descubro que no sé apenas nada y me avergüenzo de ello.
Ahora viene lo más serio… Es muy reciente, y Fred se acaba de marchar. Es un joven tan alegre y dulce que todos le tenernos mucho cariño. Yo siempre le vi como un compañero de viaje y nada más, hasta la serenata de la otra noche. Entonces, comencé a intuir que los paseos a la luz de la luna, las conversaciones en el balcón y las aventuras diarias eran algo más que un simple entretenimiento para él. Mamá, te prometo que no he coqueteado con él… Recuerdo lo que me advertiste y he procurado seguir tus consejos. Yo no tengo la culpa de gustarle a alguien. No hago nada para que eso se produzca y me duele no sentir nada, aunque Jo opine que no tengo corazón. Mamá, supongo que estarás meneando la cabeza y que las chicas dirán ¡Menuda picara interesada!, pero he tomado una decisión; si Fred se declara, le aceptaré aunque no esté locamente enamorada. Me cae bien y nos sentimos muy a gusto juntos. Es joven, apuesto, bastante inteligente y muy rico, más rico incluso que los Laurence. No creo que su familia se oponga, y yo sería muy feliz porque son personas amables, bien educadas y generosas que me aprecian. Dado que Fred es el mayor de los gemelos, supongo que heredará buena parte del patrimonio, ¡que es enorme! Tienen una casa estupenda en la ciudad, en una de las calles más elegantes; no es tan vistosa como las grandes casas norteamericanas, pero es el doble de cómoda y tiene muchos más lujos, como les gusta vivir a los ingleses. Me encanta, y todo es auténtico. He visto la vajilla, las joyas de la familia, los viejos sirvientes y cuadros de la propiedad que tienen en el campo, una mansión con un amplio jardín, situada en un bello enclave, con buenos caballos. ¿Qué más podría pedir? Prefiero eso a uno de esos títulos que hacen enloquecer a las muchachas pero que no tienen nada detrás. Puede que sea una interesada, pero detesto la pobreza y no pienso soportarla ni un segundo más de lo imprescindible. Es preciso que una de nosotras se case con un hombre rico. Meg no lo ha hecho, Jo no lo hará y Beth todavía no puede… De modo que lo haré yo y así todos llevaremos una vida más confortable. No me casaría con un hombre al que detestase o despreciase. Podéis estar seguras de ello. Aunque Fred no sea mi ideal, está muy bien y, con el tiempo, llegaría a apreciarle si él me tratase bien y me dejase hacer lo que quisiese. He estado dando vueltas al asunto durante toda la semana pasada —era imposible no darse cuenta de que le gusto a Fred—. Él no dijo nada, pero sus gestos le delataban. Nunca va con Flo, siempre está a mi lado, en los coches, en la mesa, cuando paseamos. Cuando nos quedamos a solas, se pone emotivo, y si algún joven me dirige la palabra, frunce el entrecejo. Ayer, a la hora de la cena, un oficial austríaco nos miró y luego le comentó a su amigo, un barón con pinta de libertino, algo acerca de ein wonderschönes Blöndschen, y Fred se enfureció como un león y cortó la carne tan enérgicamente que casi la tira del plato. No es uno de esos ingleses flemáticos y estirados, se enfada con facilidad; supongo que debe de llevar sangre escocesa en las venas o eso parece a juzgar por sus hermosos ojos azules.
En fin, ayer fuimos al castillo al caer la tarde, todos menos Fred, que tenía que reunirse con nosotros allí después de ir a buscar unas cartas a la oficina de correos. Lo pasamos bien curioseando entre las ruinas, las bodegas, donde hay un enorme tonel, y los hermosos jardines que el noble propietario mandó hacer al gusto de su esposa, que era inglesa. Pero lo que más me impresionó fue la gran terraza y las hermosas vistas que ofrecía. De modo que, mientras el resto del grupo visitaba las habitaciones, yo me quedé allí, sentada, haciendo un esbozo de una cabeza de león de piedra gris que había en un muro, rodeada de ramas de madreselvas de color escarlata. Me sentía como el personaje de una novela romántica, viendo cómo el río Neckar cruzaba el valle, deleitándome con la música de una banda austríaca y esperando a mi enamorado. Presentí que estaba a punto de ocurrir algo y me supe preparada para ello. Aguardé tranquila, sin enrojecer ni temblar, aunque sí algo nerviosa.
Al poco, oí la voz de Fred y le vi atravesar corriendo el gran arco en dirección a mí. Parecía tan alterado que me olvidé de todo y le pregunté qué le ocurría. Me explicó que acababa de recibir una carta en la que se le urgía a regresar a casa porque Frank estaba gravemente enfermo. Pensaba marchar de inmediato, en el tren de la noche, y solo venía a despedirse. Lamenté mucho la noticia y me sentí decepcionada… aunque solo por unos segundos, porque me estrechó la mano y dijo con un tono que no dejaba lugar a dudas: «Volveré pronto… No me olvidarás, ¿verdad, Amy?».
No le prometí nada, pero le miré y pareció bastarle con eso. No hubo tiempo para nada más porque apenas disponía de una hora para preparar su partida. Todos le echamos mucho de menos. Sé que quería hablar conmigo, pero intuyo, por algo que comentó en una ocasión, que ha prometido a su padre no hacer nada sin consultárselo. Es un muchacho muy impulsivo y el anciano señor teme que le imponga una nuera extranjera. Pronto nos reuniremos con él en Roma y entonces, si no he cambiado de idea, le aceptaré cuando se declare.
Por supuesto, todo esto es confidencial, pero quería que estuvieras al corriente. No te preocupes por mí; sigo siendo tu «sensata Amy» y te aseguro que no haré nada sin pensarlo bien. Me encantaría recibir tus consejos y los tendría muy en cuenta. Ojalá pudiera conversar contigo largo y tendido, mamá. Te quiero mucho, confía en mí.
Tu hija,
AMY