13
CASTILLOS EN EL AIRE
Era una cálida tarde de septiembre y Laurie se mecía plácidamente en su hamaca. Se preguntaba qué harían sus vecinas, pero se sentía demasiado perezoso para levantarse e ir a averiguarlo. Estaba de mal humor; el día no había sido satisfactorio ni de provecho, y le hubiese gustado tener la oportunidad de vivirlo nuevamente desde el principio. El calor le volvía indolente; no había prestado atención en clase, había puesto a prueba la paciencia del señor Brooke y, luego, enojado a su abuelo al practicar en el piano casi toda la tarde. Había aterrorizado al servicio al insinuar que uno de los perros se estaba volviendo loco y, después de quejarse ante el mozo de cuadra de que no cuidaban lo suficientemente bien de su caballo, se había tumbado en la hamaca para lamentarse de lo absurdo que resultaba el mundo en general, hasta que la belleza de aquella tranquila tarde serenó su ánimo aun a su pesar. Mientras contemplaba la verde copa del castaño del que colgaba la hamaca, se entregó a toda suerte de fantasías y, cuando se imaginaba en medio del océano, en un viaje alrededor del mundo, el sonido de unas voces le devolvió de golpe a la realidad. Echó un vistazo y, por el tejido de malla de la hamaca, vio a las hermanas March salir juntas, como si formasen parte de una expedición.
¿Qué tramarán ahora estas muchachas?, se preguntó Laurie abriendo los somnolientos ojos para observar con atención a sus vecinas, que tenían un aspecto curioso. Todas llevaban un gran sombrero, una bolsa de lino marrón colgada del hombro y algo en la mano. Meg llevaba un cojín, Jo un libro, Beth un cazo y Amy una carpeta. Recorrieron en silencio el jardín, salieron por la puerta pequeña y empezaron a subir por la colina que separaba la casa del río.
Vaya, ¡qué simpáticas!, se dijo Laurie. Organizan un picnic y ni me avisan. No podrán ir en bote porque no tienen la llave del cobertizo. Tal vez no lo recuerdan; se la llevaré y averiguaré qué planes tienen.
Aunque tenía media docena de sombreros, tardó un buen rato en dar con uno; luego se entretuvo buscando la llave, que al final encontró en su bolsillo, de modo que cuando saltó la valla ya no se veía a las jóvenes, por lo que echó a correr. Tomó un atajo hacia el cobertizo y esperó a que llegaran pero, al ver que no se acercaba nadie, subió a la cima de la colina para echar un vistazo. La colina estaba en parte cubierta por un hermoso pinar, y del corazón de aquel verde paraje llegó a sus oídos un sonido que se destacaba entre el murmullo de las ramas mecidas por el viento y el chirrido de los grillos.
¡Menuda escena!, pensó Laurie mirando entre unos matorrales, mucho más despierto y animado.
Y en verdad era una bonita estampa; las jóvenes se habían sentado en un lugar fresco, donde la luz del sol se alternaba con las sombras; el viento, cargado de fragancias, jugaba con sus melenas y aliviaba el calor de sus mejillas, mientras los habitantes del bosque seguían con su ir y venir, sin inmutarse, como si en lugar de intrusas, las hermanas fuesen viejas amigas. Sentada en el cojín, Meg cosía con sus blancas manos, muy elegante, y con su vestido rosa se la veía lozana y dulce como una flor en medio del verde paraje. Beth estaba recogiendo unas piñas que había bajo una planta de cicuta para hacer adornos con ellas. Amy dibujaba unos helechos y Jo calcetaba y leía en voz alta. Una sombra cruzó el semblante del joven mientras las observaba, y pensó que lo correcto era marcharse, puesto que nadie le había invitado; sin embargo, no se decidía a irse ya que su casa le parecía un lugar solitario y la pequeña reunión informal en el bosque resultaba mucho más atractiva a su ánimo inquieto. Continuó mirando a las jóvenes, sin moverse, hasta que una ardilla que estaba juntando comida bajó de un pino cercano, se asustó al verle y se retiró con un chillido tan agudo que Beth levantó la cabeza, vio el rostro de su amigo y sonrió.
—¿Puedo unirme a vosotras o sería un estorbo? —preguntó saliendo con prudencia de su escondite.
Meg arqueó las cejas, pero Jo lanzó a su hermana una mirada de reprobación y dijo al instante:
—Claro que puedes. Deberíamos haberte invitado de entrada, pero pensamos que te aburrirías con actividades tan femeninas.
—A mí me encanta estar con vosotras pero, si Meg no está cómoda, me iré.
—No tengo inconveniente en que nos acompañes, siempre que te ocupes en algo; aquí no se puede hacer el vago, va contra las normas —explicó Meg, muy seria pero en tono amable.
—Muchas gracias, haré lo que sea si me dejáis quedarme un rato. Mi casa es más aburrida que el desierto del Sahara. ¿Qué he de hacer? ¿Coser, leer, recoger piñas, dibujar o todo a la vez? Dadme algo, estoy listo. —Dicho esto, Laurie se sentó en una actitud sumisa que resultaba encantadora.
—Sigue leyendo mientras me acomodo mejor —dijo Jo tendiéndole el libro.
—A sus órdenes, señora —respondió él mansamente, y empezó a leer, esmerándose mucho para mostrar la gratitud que sentía al ser admitido en el Club de las Abejas Laboriosas.
El cuento no era largo y, al terminar, se atrevió a preguntar:
—Por favor, señoras… ¿podrían decirme si este encantador e instructivo club es nuevo?
—¿Quién se lo explica? —inquirió Meg a sus hermanas.
—Se reirá —advirtió Amy.
—¿Y eso a quién le importa? —apuntó Jo.
—Yo creo que le gustará —añadió Beth.
—¡Por supuesto! No me burlaré, tenéis mi palabra. Venga, Jo, cuéntamelo todo, sin miedo.
—¿Miedo yo de contarte algo a ti? ¡Qué gracia! Bueno, verás, solíamos jugar al Progreso del Peregrino en invierno y en verano.
—Sí, lo sé. —Laurie asintió con la cabeza.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Jo.
—Un pajarito.
—Yo se lo conté una tarde en la que no se encontraba muy animado y vino a casa a charlar pero no había nadie más que yo. Jo, ¡no pongas esa cara! La idea le gustó —explicó Beth con dulzura.
—Eres incapaz de mantener un secreto. Bueno, no importa, así me ahorro tener que explicárselo.
—Por favor, sigue —la animó Laurie al ver que Jo se entregaba de nuevo a su labor, un tanto enojada.
—Vaya, ¿mi hermana no te ha contado nuestro nuevo plan? Verás, hemos intentado no malgastar nuestras vacaciones y, por ello, cada una tenía asignada una tarea a la que se ha entregado en cuerpo y alma. Ahora, a punto de terminar las vacaciones, con la tarea cumplida, estamos muy contentas de no haber perdido el tiempo.
—Sí, yo debería haber hecho lo mismo —dijo Laurie, arrepentido del tiempo que había perdido holgazaneando.
—Mamá nos anima a que hagamos cosas al aire libre, por lo que decidimos traer aquí el trabajo y pasar un buen rato. Y, para que fuese más divertido, cada una metió sus cosas en una bolsa, se puso un sombrero viejo y subimos por la colina ayudadas con un bastón, como si fuésemos peregrinos, como hace años. Esta colina es nuestra montaña de las Delicias particular, ya que, como en el libro, desde ella podemos mirar a lo lejos y ver el país en el que esperamos vivir algún día.
Jo señaló el horizonte y Laurie se enderezó para contemplarlo; a través de un claro del bosque, al otro lado del río, ancho y azul, donde se extendían las praderas, y más allá de la ciudad, se divisaban unas verdes colinas que ascendían hacia el cielo. El sol estaba bajo y el cielo, iluminado con el esplendor de un crepúsculo otoñal. Sobre las cimas de las colinas descansaban nubes doradas y púrpuras, y en medio de aquella luz rojiza destacaban blancos picos plateados que se elevaban hacia el cielo como los etéreos pináculos de la Ciudad Celestial.
—¡Qué hermoso paisaje! —murmuró Laurie, que era muy sensible a la belleza.
—Casi siempre lo es y nos gusta mucho verlo. Cambia cada día, pero siempre es magnífico —apuntó Amy, que soñaba con poder pintarlo.
—Jo ha hablado del país en el que esperamos vivir. Se refiere al campo, con cerdos y gallinas y henares; ojalá ese hermoso lugar existiese de verdad y pudiésemos ir allí algún día —musitó Beth.
—Existe un lugar aún más hermoso al que iremos todas si nos portamos bien, cuando nos llegue el momento —repuso Meg con dulzura.
—Pero la espera es muy larga, y el camino difícil. Me gustaría echar a volar, como hacen esas golondrinas, y cruzar esa magnífica puerta.
—Llegarás, sin duda, Beth, antes o después. No temas —dijo Jo—. Yo no lo tengo fácil; tendré que trabajar, esforzarme, subir y esperar, y tal vez, a pesar de todo, no lo consiga nunca.
—Bueno, si te sirve de consuelo, yo te acompañaré. Tengo mucho camino que recorrer hasta llegar a la Ciudad Celestial de la que habláis. Si tardo mucho, ¿intercederás por mí, Beth?
Hubo algo en la expresión del muchacho que turbó a su amiga, que sin embargo contestó con alegría, mirando las nubes que se movían en el cielo:
—Creo que, si alguien desea de veras alcanzarla y se esfuerza toda la vida, al final no puede sino llegar. Estoy segura de que sus puertas no están cerradas ni tienen guardias custodiándolas. Siempre he pensado que debe de ser como este paisaje de la ilustración, donde los Resplandecientes tienden las manos para recibir al Pobre Cristiano que se acerca a ello tras atravesar el río.
—¿No sería estupendo que los castillos que construimos en el aire se volviesen reales y pudiésemos vivir en ellos? —apuntó Jo tras una breve pausa.
—Yo he construido tantos que me costaría elegir uno —afirmó Laurie, tumbado en el suelo, mientras lanzaba piñas a la ardilla que había delatado su presencia.
—Elige tu favorito. ¿Cuál sería? —preguntó Meg.
—Si te lo digo, ¿me dirás cuál es el tuyo?
—Sí, si las demás lo dicen también.
—Lo haremos. Laurie, empieza.
—Después de viajar por todo el mundo, me gustaría vivir en Alemania y dedicarme a la música. Me convertiría en un músico muy famoso y todos querrían oírme tocar; no tendría que preocuparme por el dinero o por los negocios, porque me ganaría la vida haciendo lo que más me gusta. Ése es mi sueño favorito. ¿Cuál es el tuyo, Meg?
A Margaret parecía costarle compartir el suyo, y agitó una hoja de helecho delante de su cara, como para apartar mosquitos imaginarios, mientras decía:
—Me gustaría tener una casa bonita, llena de toda clase de lujos, con buena comida, ropa hermosa, muebles elegantes, gente agradable a mi alrededor y montañas de dinero. Yo sería la dueña de todo y lo dirigiría a mi antojo pero, como tendría un ejército de criados a mi cargo, no tendría que trabajar. ¡Qué bien lo pasaría! Porque no estaría todo el día de brazos cruzados, sino que haría buenas obras por las que todo el mundo me querría.
—¿Y no habría un señor de la casa? —aventuró Laurie con picardía.
—Bueno, como he dicho, tendría «gente agradable» alrededor —dijo Meg atándose el zapato para ocultar su rostro.
—¿Y por qué no dices abiertamente que quieres un marido bueno, generoso e inteligente, y un coro de niños angelicales? Y que sin eso un hogar no sería perfecto —espetó Jo, que no compartía la visión romántica de su hermana y solo mostraba interés por las historias de amor que aparecían en los libros.
—Y en el tuyo solo habría caballos, recados de escribir y novelas —replicó Meg enfadada.
—¡Por supuesto! Yo tendría corceles árabes, habitaciones llenas de libros y utilizaría un recado de escribir mágico, con lo que mis obras serían tan famosas como la música de Laurie. Antes de morir espero hacer algo importante, algo heroico o maravilloso, que me permita seguir viva en el recuerdo. No sé qué es, pero no pararé hasta descubrirlo y, algún día, os asombraré a todas. Creo que escribir, hacerme rica y famosa es mi mayor sueño.
—El mío es estar en casa con papá y mamá y ayudarlos a cuidar de toda la familia —anunció Beth, satisfecha.
—¿No aspiras a nada más? —preguntó Laurie.
—Mientras tenga mi piano cerca, estaré contenta. Lo que más deseo es que podamos estar juntos y a salvo. Eso es todo.
—Yo tengo muchos sueños, pero el que más ilusión me hace es el de ser artista, vivir en Roma y pintar todo el día hasta ser la mejor del mundo. —Tal era el modesto deseo de Amy.
—Pues vaya grupo de ambiciosos, ¿no os parece? Salvo Beth, todos soñamos con ser ricos, famosos y estupendos en todos los sentidos. Me pregunto si alguno de nosotros lo logrará algún día —musitó Laurie mascando una brizna de hierba, cual ternero pensativo.
—Yo tengo la llave de mi castillo en el aire; queda por ver si podré abrir la puerta —comentó Jo, enigmática.
—Yo también tengo la llave del mío, pero no me permiten probar suerte. ¡Maldita universidad! —protestó Laurie con un suspiro de impaciencia.
—Pues ésta es la mía —dijo Amy blandiendo su lápiz.
—Yo no tengo ninguna —intervino Meg con tristeza.
—Claro que la tienes —repuso Laurie sin pensarlo dos veces.
—¿Cuál?
—Tu rostro.
—Tonterías, eso no sirve de nada.
—Espera y verás cómo te ayuda a conseguir algo que merezca la pena —afirmó el muchacho, y se echó a reír al recordar un pequeño secreto que había descubierto.
Meg se sonrojó pero no preguntó nada más, y miró hacia el río con la expresión esperanzada con que el señor Brooke lo había contemplado mientras explicaba la historia del caballero.
—Si estamos todos vivos, ¿por qué no nos reunimos dentro de diez años para ver quién ha cumplido su sueño o está más cerca de lograrlo? —propuso Jo, siempre dispuesta a hacer planes.
—¡Por Dios! ¡Qué viejos seremos! ¡Yo tendré veintisiete años! —exclamó Meg, que ya se sentía adulta a los diecisiete.
—Sí, Laurie y yo tendremos veintiséis; Beth habrá cumplido veinticuatro, y Amy, veintidós. ¡Un grupo de lo más venerable! —Comentó Jo.
—Espero que para entonces haya hecho algo de lo que sentirme orgulloso, pero soy tan perezoso que mucho me temo que solo habré haraganeado, Jo.
—Mamá dice que solo necesitas encontrar un propósito y que, cuando lo tengas, trabajarás de firme.
—¿Eso dice? Por Júpiter que lo haría si pudiera —exclamó Laurie, que se incorporó lleno de energía—. Sé que debería complacer a mi abuelo, y lo intento, pero lo hago a contrapelo y me resulta muy penoso. Quiere que vaya a la India y me haga comerciante, como lo fue él, pero yo preferiría que me pegasen un tiro; odio el té, la seda, las especias y todas las porquerías que transportan sus viejos barcos y, cuando sean míos, me traerá sin cuidado que se hundan. Supongo que quiere que vaya a la universidad porque así dispondrá de cuatro años más para preparar el traspaso del negocio. Todo está previsto y tengo que seguir el plan o, si quiero ser feliz, tendré que irme como lo hizo mi padre. Si no fuera porque el viejo se quedaría solo, me iría mañana mismo.
Laurie hablaba con pasión y parecía dispuesto a cumplir su amenaza al menor contratiempo; se estaba haciendo mayor muy deprisa y, a pesar de su naturaleza indolente, odiaba, como todos los jóvenes, la sumisión y deseaba conocer mundo y crear su propio camino.
—Te recomiendo que te escapes en uno de tus barcos y no vuelvas hasta que hayas logrado lo que quieres —dijo Jo, a la que se le disparaba la imaginación solo con pensar en una proeza semejante, y a la que inspiraba mucho lo que había dado en llamar «errores» de Laurie.
—Eso no estaría bien, Jo. No deberías hablar así y Laurie haría bien en no seguir un consejo tan malo. Querido muchacho, lo mejor es que hagas caso a tu abuelo —terció Meg con su tono más maternal—. Esfuérzate en la universidad y seguro que cuando vea cómo te esmeras por satisfacerle deja de ser tan duro o injusto contigo. Como bien dices, eres el único que le puede hacer compañía y quererle, y si te vas sin su consentimiento no te lo perdonarás en la vida. No te preocupes ni te desanimes, cumple con tu obligación y seguro que obtendrás tu recompensa, como la ha obtenido el bueno del señor Brooke, que se ha ganado nuestro cariño y respeto.
—¿Qué sabes de él? —preguntó Laurie. Agradecía el acertado consejo, pero le había molestado el tono de sermón y se alegraba de que dejaran de hablar de él, tras aquella espontánea y poco habitual confesión.
—Solo lo que tu abuelo le ha contado a mamá; que cuidó de su madre hasta que murió y no aceptó una buena oferta de trabajo en el extranjero por no dejarla sola, y que ahora se ocupa de una anciana niñera de su madre sin decir nada a nadie. Que es un hombre generoso, paciente y bueno.
—¡Caray con el bueno de mi amigo! —dijo Laurie sinceramente conmovido, mientras Meg, ruborizada, hacía una pausa, emocionada con la historia—. Es muy propio de mi abuelo averiguarlo todo de él sin decir nada y contar a los demás lo bueno que es para que le aprecien por lo que vale. Brooke no se explicaba por qué tu madre se mostró tan amable con él, le invitó a ir a casa conmigo y le acogió con cariño, como a un buen amigo. Lo interpretó como una muestra de la perfección de tu madre y no dejó de alabarla ni de hablar de ti durante días, muy impresionado. Si cumplo mi sueño, haré lo que pueda por ayudarle.
—Podrías empezar a hacer algo ahora no atormentándole —replicó Meg con dureza.
—¿De dónde sacas que le atormento?
—Lo veo en su rostro cuando sale de tu casa. Si te has portado bien, parece satisfecho y camina con garbo, pero si no le has hecho caso camina despacio y tiene un aire serio, como si tuviese ganas de volver a entrar y hacer mejor su trabajo.
—Vaya, me alegra saber que te fijas en la expresión de mi querido Brooke. Me he dado cuenta de que sonríe y saluda con la cabeza cuando pasa junto a tu ventana, pero no sabía que os entendierais tan bien.
—No lo hacemos. No te enfades y, por favor, no digas nada de esto al señor Brooke. Solo quería que supieras que me preocupo por cómo te va, pero ésta es una charla entre amigos y lo que decimos es confidencial, ¿sabes? —exclamó Meg, asustada ante las posibles consecuencias de sus indiscretas palabras.
—Yo no voy por ahí repitiendo lo que me dicen —protestó Laude con una actitud de soberbia que Jo conocía bien—. Pero ahora que sé que Brooke es el barómetro de mi carácter, lo tendré en cuenta y haré lo posible por que anuncie buen tiempo.
—Te ruego que no te ofendas; no pretendía darte un sermón, ni contar chismes ni comportarme como una tonta. Simplemente me ha dado la sensación de que Jo te alentaba a hacer algo de lo que te podrías arrepentir con el tiempo. Eres muy bueno con nosotras y te consideramos casi un hermano, por eso me animo a decirte lo que pienso. Te pido que me perdones, no tenía intención de herirte. —Y Meg le tendió la mano en un gesto que era a la vez afectuoso y tímido.
Avergonzado por haberse ofendido, Laurie le estrechó la mano y dijo con franqueza:
—Soy yo quien debe excusarse, llevo todo el día de mal humor. No dejes de señalarme mis defectos y considerarme un hermano, y no te preocupes si a veces me pongo un poco gruñón. Yo te lo agradezco igual.
El muchacho hizo una reverencia para mostrar que no estaba enfadado y a partir de entonces estuvo encantador. Devanó el hilo de algodón de Meg, recitó poesía para complacer a Jo, recogió piñas para Beth y ayudó a Amy con los helechos, de modo que hizo méritos suficientes para integrarse en el Club de las Abejas Laboriosas. Y cuando charlaban animadamente sobre los hábitos de las tortugas —tras ver a una de esas amigables criaturas salir del río— oyeron el lejano sonido de una campanilla que indicaba que Hannah estaba a punto de servir el té y tenían que volver a casa para cenar.
—¿Podré volver aquí, con vosotras? —preguntó Laurie.
—Sí, si te portas bien y estudias como hacen los buenos chicos —contestó Meg con una sonrisa.
—Haré lo posible.
—Entonces, serás bienvenido; yo te enseñaré a calcetar como los escoceses. Hay una gran demanda de calcetines —añadió Jo agitando un calcetín azul a modo de bandera, en el momento en que se despedían en la verja.
Aquella noche, mientras Beth tocaba para el señor Laurence, a media luz, Laurie se escondió tras una cortina y escuchó al pequeño David, cuya música tenía la cualidad de aquietar su agitado espíritu, y observó al anciano de cabellos grises sentado en la silla, que con la cabeza apoyada en la mano recordaba con ternura a la nieta perdida a la que tanto había querido. El joven recordó la conversación que había mantenido con Meg aquella tarde y se dijo, resuelto a hacer un sacrificio: Abandonaré mi sueño por estar con mi querido abuelo mientras me necesite. No tiene a nadie más.