—Para su información, le diré, amable señora, que no soy sepulturero, sino chófer profesional con el uniforme oficial, y esta es una limusina de lujo acostumbrada a transportar a personas de gran nivel —replica Augusto.

—Para su información, jovencito, le diré que odio el negro y que no permito que me trasieguen chóferes embutidos en trajes y corbatas —rebate enojada Violette.

—¡Y yo no trasiego a mujeres que les roban el sombrero a los espantapájaros y dejan que los perros les rasguen los pantalones! —replica todavía más disgustado Augusto.

Sara y Lara se tapan la boca para ahogar la risa.

—¿Cómo se atreve? —exclama la pintora, antes de echarle encima el ramo de verduras al pobre chófer y dirigirse hacia un taxi.

—Ya te lo había advertido, Augusto. Mi hermana tiene mucho carácter… —comenta Gaston Champignon extendiendo los brazos.

El chófer se quita un cogollo de lechuga que se le ha quedado colgado de la gorra.

—¡Mirad! —exclama Nico, señalando la verja—. ¡Tomi ha conseguido convencerlo!

El capitán acaba de entrar en la parroquia de San Antonio de la Florida con Julio, el rapidísimo extremo derecho que ha jugado con los Tiburones Azules y luego en el Real Madrid con Tomi. Los dos llevan una bolsa en la mano.

Los Cebolletas se levantan de los bancos que ocupaban y van a su encuentro.

—¡Vengo del mercado de fútbol y he comprado el mejor extremo derecho que había en circulación! —anuncia Tomi con una sonrisa.

—El mejor después de mí, naturalmente… —precisa Becan.

—Pero ¿cómo te las has apañado para arrancárselo al Madrid? —pregunta Fidu.

—Le he prometido que con nosotros podrá comer todos los merengues que quiera —responde el capitán—, lo que significa que tú tendrás que comer unos pocos menos…

—¡Ni lo sueñes! —protesta el portero.

Todos se echan a reír.

—No he disputado nunca un campeonato con once jugadores y me apetece mucho probar —explica Julio—. En el Real Madrid estaba muy bien, como sabe Tomi, pero formar un nuevo equipo es un reto interesante. Además, estos años he visto que sois un grupo muy unido y jugáis con deportividad, como me gusta a mí. O sea que, si vuestro entrenador está de acuerdo, podéis contar conmigo. Y espero poder echaros una mano…

—Lo primero —responde Nico— es que nos choques la mano así: con el puño cerrado y el índice levantado. Es nuestro saludo y se llama «chocar la cebolla».

Julio sonríe y «choca la cebolla» a todos sus nuevos compañeros.

Los Cebolletas son ahora once, como un verdadero equipo de fútbol, pero no los suficientes para afrontar toda una liga. Les hacen falta por lo menos tres o cuatro jugadores más.

Fidu y Nico han ido un montón de veces a buscar a Aquiles al salón de juegos, pero no han logrado dar con él. Han preguntado a los chicos del barrio, pero parece haber desaparecido.

Gaston Champignon da la bienvenida a Julio y luego conduce a los Cebolletas al campo para equipos de once jugadores de la parroquia, que, a diferencia del de siete, está cubierto por entero de hierba.

—Aunque esté todo pelado, me duele abandonar nuestro viejo campito —confiesa Nico—. Al fin y al cabo, es donde nacieron los Cebolletas.

—Eres un romántico… —comenta Fidu, asestándole una de sus poderosas palmadas en el hombro.

—¡Tú, en cambio, eres un oso! —rebate Nico.

Gaston Champignon ordena a los Cebolletas que se sienten en el centro del terreno de juego y les explica lo siguiente:

—Este es nuestro primer entrenamiento en un campo grande. Tenemos que empezar a conocerlo y a coger confianza. Os he dicho a menudo que los que sudamos somos nosotros, no el balón. Así que, en lugar de que corramos nosotros, lo mejor es que sea el balón el que corra. Esta regla vale el doble en campo grande, porque las distancias son mayores y uno se cansa más. ¿Por qué llevar la pelota encima a lo largo de cincuenta metros si puedo hacerla llegar cincuenta metros más allá a base de pases? Pero para ello nos tenemos que repartir por todas las zonas del campo. Eso es lo que vamos a hacer. Hoy y los próximos días entrenaremos este aspecto fundamental: ocupar bien todas las zonas del campo. Pero lo haremos jugando, naturalmente…

El cocinero-entrenador se ha traído de su cocina una cincuentena de boles de plástico, que usará para delimitar los espacios de los ejercicios. Ahora, por ejemplo, los ha colocado boca abajo uno detrás de otro, dibujando un gran cuadrado en una mitad del campo. Luego ha dividido a los Cebolletas en dos equipos: Julio, Tomi, Becan, João y Nico llevan un chaleco amarillo. Fidu se entrena en la portería con Augusto.

—Ahora disputaréis un encuentro sin porterías —explica Champignon—. Cada equipo tratará de mantener la posesión del balón, y os aconsejo que aprovechéis todo el espacio del cuadrado. Antes de empezar, poneos en fila delante de mí y meteos con las botas en este cubo.

Los Cebolletas se miran y sonríen, divertidos. Uno tras otro van metiéndose en el cubo lleno de yeso y salen con las botas blancas…

—¿Para qué quiere que lo hagamos, míster? —pregunta con curiosidad Sara.

—Luego os lo diré —responde Champignon—. Ahora entrad en el cuadrado y a jugar. ¡Ánimo!

Los chicos se ponen a perseguir la pelota, a pasársela y disputársela. Al cabo de un cuarto de hora, el cocinero-entrenador pita el final del ejercicio, reúne a los Cebolletas y les dice:

—¿Lo veis? En el centro del cuadrado habéis dejado una especie de círculo blanco, pero en las esquinas hay poquísimas huellas blancas: la hierba está verde. ¿Qué significa eso?

—Que nos hemos desmarcado poco y no hemos ocupado todo el espacio del campo —responde Nico.

—Exacto —asegura Champignon—. Y es un error que, en un equipo de once, puede salirnos caro, porque, si no nos repartimos bien por el campo, los adversarios podrán encontrar huecos para llegar hasta nuestra portería. El campo para siete jugadores era como una pequeña habitación, pero ahora tenemos un piso enorme, y sería una tontería quedarnos todos apiñados en la cocina. ¡Repartámonos por todas las habitaciones y estaremos más cómodos! Ahora repetiremos el ejercicio con una pequeña variación.

El cocinero-entrenador llama a Fidu y a Augusto, les entrega un chaleco rojo y les pide que se sitúen en los dos extremos del cuadrado.

—Cada tres pases —explica Champignon—, el equipo que está en posesión del balón tendrá que hacer una pared con Fidu y luego con Augusto.

Así los chavales están obligados a recorrer a menudo el perímetro del cuadrado y se reparten mejor por el campo. Poco a poco, también la hierba de los lados se va blanqueando.

Los chicos están aprendiendo a aprovechar todo el espacio del campo.

Gaston Champignon se atusa el bigote por el extremo derecho.

Un nuevo ejercicio.

En el interior del gran cuadrado, el cocinero-entrenador dispone otras cuatro filas de boles que se cruzan, de manera que se forman nuevas casillas.

—¡Y ahora, un emocionante torneo a base de eliminaciones! —anuncia Champignon—. Empezad a pelotear. En cuanto pite, cada uno ocupará una casilla. Sois diez. Quien se quede fuera será eliminado, ¿de acuerdo?

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Deja su balón en el centro de una casilla, que no podrá volver a ser ocupada, y sale del cuadrado. De modo que siguen en liza nueve Cebolletas, con ocho casillas por ocupar.

El juego es cada vez más divertido y emocionante. Los chicos se echan a reír cuando se cruzan y chocan al buscar un espacio libre, y celebran gritando sus conquistas.

Al final solo quedan Julio y João, que gana el torneo con un último salto fulminante.

Ha sido un ejercicio muy útil para ejercitar los reflejos y acostumbrarse a ocupar los espacios libres del campo, pero sobre todo ha sido un juego divertido. Por ese motivo, Gaston Champignon se vuelve a acariciar el bigote por el lado derecho. De un campeonato de equipos de siete jugadores al nuevo de once cambiarán muchas cosas, pero no la fundamental: los Cebolletas seguirán jugando para divertirse, porque ¡el que se divierte siempre gana!