Capítulo 11
No escuches el canto de las sirenas
Navegaron durante siete días y siete noches, sin novedad. Lila descubrió que le gustaba ser vigía, y se pasaba las horas muertas encaramada al palo mayor. Ratón y Baldomero pescaban atunes desde la popa; Adelfo y Griselda estudiaban la ruta que debían seguir; de vez en cuando, tenían que preguntarle a Maldeokus si torcían a la derecha o a la izquierda, lo cual no era tan sencillo, porque el mago se pasaba la mitad del tiempo con Robustiano, asomados los dos a la borda, con el rostro verdoso; y es que el enano no era el único que se mareaba en los barcos. Calderaus los seguía desde el aire, y Colmillo-Feroz pasaba día y noche colgado en el mástil, muy serio y tieso, añorando su cueva con su lecho de oro, mirando cómo volaba Calderaus y pensando que se las pagaría todas juntas en cuando él volviese a ser un dragón de verdad. Hasta que un día Lila bajó corriendo al camarote del capitán.
Adelfo estaba hablando con Griselda sobre si pararían en las Islas de las Hadas, cuando notó que alguien le tiraba de la manga. Miró hacia abajo y vio a Lila con carita-de-preocupada.
―¿Qué ocurre, pequeña humana? ¿Qué te tiene tan turbada?
―Es que hay algo muy grande, muy feo y muy negro en el cielo…
―Niña, no hay nada que temer.
Calderaus no nos va a comer.
―No, no es Calderaus. Es mucho más grande, mucho más negro y mucho más feo. Aún está lejos, pero se acerca a nosotros muy deprisa…
Y puso su carita-de-preocupada. Adelfo salió corriendo a cubierta, sin darse cuenta de que alguien le acababa de robar su bonito reloj de sol.
―¡Marineros, a cubierta subid ya! ―gritó―.
¡Se acerca una terrible tempestad!
De pronto, se oyó un trueno y empezó a llover a cántaros. En menos que canta un gallo, toda la tripulación del Calderaus I estaba calada hasta los huesos.
―Y ahora, ¿qué hacemos? ―preguntó Maldeokus.
Todos miraron a Adelfo, que se puso colorado de pronto. Eso no le impidió, sin embargo, responder en verso como siempre.
―No sé qué decir ni qué hacer;
nunca en la mar había navegado,
mi velero yo llevaba por un lago
y nunca lo saqué de él.
―¡Aaaaaaaaarggg! ―gritó Robustiano―. ¡Tenía que haberme quedado en tierra, lo sabía!
―¡Aaaaaaaaarggg! ―se lamentó Maldeokus―. ¡Vamos a morir todos ahogados!
De pronto, una ola gigante barrió la cubierta, y, antes de que pudieran darse cuenta, los tripulantes del Calderaus I estaban chapoteando en la mar salada.
―¡Socorro, no sé nadar! ―aullaba el mago.
―¡Socorro, yo tampoco! ―gritaba el enano.
―¡Socorro, húndeme mi gravosa armadura hasta el fondo! ―decía el caballero.
Baldomero y Robustiano se subieron a un tonel que flotaba; Maldeokus iba a hacer lo mismo, pero de pronto algo le agarró del pie y tiró de él hacia abajo.
―¡Socor…, glub, glub!
Y el mago desapareció bajo las aguas. Ratón no tuvo tiempo de ayudarlo, porque de repente algo tiró del él también y lo hundió en el fondo del mar.
―¡Eh, eh! ―protestó Calderaus desde arriba, mientras intentaba ver, entre la lluvia torrencial, lo que estaba pasando sobre el mar―. ¡Que sois mis prisioneros! ¿Adónde vais?
Pero una ráfaga de viento huracanado lo arrastró lejos de allí.
Mientras tanto, Ratón intentaba volver a la superficie; pero se enredó en unas algas muy suaves, de color azul, y vio cerca de él la cara de una niña que le sonreía.
―Hola ―dijo la niña, con una risita.
Ratón quiso decir también «Hola», pero de su boca solo salieron burbujas.
La niña volvió a reírse. Ratón intentó nadar lejos de ella, pero enseguida se vio envuelto en algas de color verde, rojo y fucsia, que le hacían cosquillas en la nariz.
―¡Eh! ―protestó una voz, y pronto apareció ante él otro rostro de niña.
Ratón descubrió que las algas no eran algas, sino matas de pelo. Varias niñas nadaban a su alrededor con elegancia, arrastrando tras de sí largas cabelleras de colores.
―¿Quiénes sois?
―Somos sirenas.
Y Ratón vio entonces que las niñas nadaban con hermosas colas de pez. Se vio cada vez más enredado entre sus cabellos y pataleó para liberarse, pero no lo consiguió. Mientras seguía escuchando las burbujeantes risas de las sirenas, pensó de pronto que ya no le parecían tan guapas ni tan simpáticas.
***
Entretanto, en la superficie del mar, el tiempo se había calmado un poco. Griselda y Lila habían encontrado refugio sobre unos tablones, restos del malogrado Calderaus I.
―¿Ves algo? ―preguntó la princesa.
Lila, muy en su papel de vigía, escudriñaba el horizonte.
―No, solo agua por todas partes. Ni siquiera está Calderaus dando la lata desde arriba.
―¡Vaya! Y ahora, ¿qué vamos a hacer?
Un rayito de luz asomó entre las nubes. Lila sacó un reloj de sol para consultar la hora.
―¡Hala, qué bonito! ―comentó Griselda―. ¿De dónde lo has sacado?
Lila se puso colorada.
―Pues… ―empezó, pero calló de pronto, porque notó que algo topaba con su tablón.
Una cara bigotuda asomó cerca de ellas.
―¡Es una foca! ―dijo Griselda.
―Sí, soy una foca ―dijo la foca, y las dos se quedaron con la boca abierta.
―¡Anda, pero si habla usted!
―Sí, ¿y qué? Tú también.
―Pero yo soy una niña. Las niñas hablan; las focas, no.
―¿Quién te ha dicho que las focas no hablamos?
―Bueno, nadie ha oído nunca hablar a una foca.
―Eso es porque a lo mejor la foca no tenía nada importante que decir, o nadie interesante a quien decírselo. ¿Y qué hacéis vosotras por aquí?
―Nuestro barco ha naufragado.
―Suele pasar.
―Hemos perdido a nuestros amigos. ¿Por casualidad sabe usted dónde están?
―Hmmm…, he visto que las sirenas se llevaban a un muchacho, a un elfo y a un tipo huesudo con barbas. Si caen bajo su embrujo, podrían quedar hechizados para siempre. Pero, como veo que estáis preocupadas, puedo llevaros hasta ellos, si queréis.
Griselda y Lila aceptaron y, agarradas al cuello de la foca, se sumergieron en las aguas.
Ratón abrió los ojos; estaba en una casa de coral. Junto a él se hallaban Adelfo y Maldeokus.
―¡Nos han capturado las sirenas! ―gimió Maldeokus.
―Poderoso hechicero, no te lamentes más y usa tu magia para ayudarnos a escapar.
―No puedo; se me ha mojado la magia y no funciona.
―No sabía que pasaran esas cosas con la magia ―comentó Ratón.
―Porque eres un aprendiz ignorante.
En aquel momento llegaban las sirenas.
―Dejadnos marchar ―suplicó Ratón.
Las sirenas se rieron y, de pronto, empezaron a cantar. Y Ratón se olvidó de todo; se sentó sobre el coral y pensó que podría pasarse toda la vida escuchando aquella música tan bonita. Y después no pensó nada más, hasta que la música cesó de pronto porque las sirenas se habían callado.
―¿Por qué? ―lloriqueó Adelfo, que solo quería que volvieran a cantar. Estaba tan confuso que ni se acordó de hablar en verso.
Pero las sirenas se fueron nadando rápidamente, abandonando a sus prisioneros. Enseguida aparecieron por allí Griselda y Lila, agarradas a la foca.
―¡Vámonos de aquí, Ratón, antes de que vuelvan! ―dijo Lila tirando de él con una mano, mientras con la otra se metía en el bolsillo un precioso coral de conchas que había encontrado por allí.
Las chicas se llevaron a rastras a Ratón, a Adelfo y a Maldeokus, que todavía estaban medio atontados pensando en la música que acababan de escuchar. Y fue una suerte, porque si hubiesen visto a la enorme ballena que se paseaba por allí, se habrían llevado un buen susto; después de todo, no sabían que era amiga de la foca ni que gracias a ella las sirenas se habían marchado; y, la verdad, Griselda y Lila habrían perdido mucho tiempo explicándoselo.
La foca los acompañó de nuevo a la superficie. Una vez allí, agarrados al tablón, Ratón preguntó:
―¿Se te ha secado ya la magia, Maldeokus?
―Mmmmm…, creo que no.
―Pues probaré yo ―y Ratón empezó a pronunciar el hechizo de teletransportación.
―¡No, no, no, n…!
Segundos después, solo quedaban unas nubecillas de humo sobre las aguas.
***
No muy lejos de allí, Robustiano abrió los ojos. Se encontró con que Baldomero y el cuervo estaban a su lado, con caras largas.
―¿Dónde estamos?
―En un islote ―dijo Colmillo-Feroz.
―¡Ah! ¿Está habitado?
―Sí; por nosotros.
―¿Y no hay nadie más?
―Es un islote, hombre.
El enano miró a su alrededor. Efectivamente, era un islote. Cabían ellos tres y poco más en un enorme pedrusco que sobresalía del mar.
―¡Pues vaya! ―protestó Robustiano―. ¿Tenéis al menos la baraja de cartas?
―Hállase toda calada, mi buen enano ―respondió el caballero.
―¡Mecachís!