Capítulo 8
Nunca confíes en un trasgo
—¡Magnífico! —aulló Calderaus—. ¡Nos vamos a la Isla de los Magos Torpes! ¡Hala, hala, en marcha!
—¿Y quién cuidará de mi tesoro? —gimió el cuervo, Colmillo-feroz.
—¡Yo! —se ofreció Lila.
—No, ni hablar, tú no, que seguro que me lo robas todo.
—¡Yo! —dijo Ratón.
—No, tú tampoco —intervino Calderaus—. Tienes que venir conmigo, porque tú tienes mis poderes, y yo quiero recuperarlos.
—Pues, si nadie cuida de mi tesoro, ¡yo no voy! —se plantó el cuervo.
—Pues, si no vienes, nunca podrás volver a ser un dragón.
Colmillo-Feroz se miró las plumas y suspiró. Luego miró a Calderaus y volvió a suspirar. Y, por último, miró su gran tesoro, y suspiró por tercera vez.
—Está bien, vámonos —decidió por fin.
Salieron al exterior. Ya había amanecido y, bajo la luz del sol, el Bosque-Tan-Peligroso-Que-De-Él-No-Vuelve-Nunca-Nadie no parecía Tan-Peligroso-Que-De-Él-No-Vuelve-Nunca-Nadie.
—Bueno —dijo el dragón—, ¿por dónde se sale de aquí?
Mientras Colmillo-Feroz se lo explicaba, Ratón y Lila empezaron a dar pequeños pasitos hacia atrás, aprovechando que Calderaus no miraba.
—¡Pssst, niños! —se oyó entonces una voz desde la espesura.
Ellos miraron a todas partes, y vieron que de un matorral salía una pequeña mano oscura de largas uñas que les indicaba que se acercaran.
—¡Por aquí! —les dijo la voz.
—¿Por dónde?
—¡Pues por aquí, caramba!
Ratón y Lila cruzaron una mirada. No se fiaban mucho de una mano a la que no le veían la cara.
—¿Y adónde vamos por ahí?
—¡Lejos del terrible Dragón-De-La-Montaña!
—No creas, no es tan terrible. Si yo te contara…
—¡Maldición! —refunfuñó la voz—. ¿Os vais a dejar rescatar, sí o no?
—¡Niños! —tronó de pronto Calderaus—. ¿Se puede saber qué estáis haciendo?
Ratón y Lila dieron un salto del susto. La mano misteriosa agarró entonces a Ratón y tiró de él…
… Y, sin saber muy bien cómo, el chico cayó en un agujero más oscuro que la boca de un lobo. Resbaló por el túnel a una velocidad endiablada, hasta que fue a dar con sus huesos sobre un colchón de paja. Se puso en pie de un salto y miró a su alrededor. Junto a él había un hombrecillo de unos veinte centímetros de altura, todo vestido de oscuro, con las orejas tan puntiagudas como el pequeño gorro que llevaba sobre la cabeza. Su piel era de color pardusco; su pelo, muy negro, y bajo sus pobladas cejas relucían unos ojillos pequeños y redondos como botones.
—Y tú, ¿quién eres?
—Soy un trasgo.
—¡Ah! Yo soy Ratón.
Hubo un largo silencio. Entonces, el trasgo le dijo:
—Bueno, ¿no me vas a dar las gracias por haberte rescatado?
—¿Dónde está Lila?
—No he podido traerla. La hemos dejado atrás.
—Pues vaya rescate. ¿Podrías llevarme arriba otra vez?
El trasgo arrugó la nariz, disgustado, pero no dijo que no. Se metió por un túnel, y Ratón lo siguió.
Dieron vueltas y más vueltas hasta que, finalmente, salieron a la superficie. Ratón saltó fuera del agujero, se sacudió la tierra de la ropa y miró a su alrededor.
—¿Dónde estamos?
—Cerca del límite del Bosque-Tan-Peligroso-Que-De-Él-No-Vuelve-Nunca-Nadie.
Si Lila hubiese estado con él, Ratón se habría alegrado mucho de oír estas noticias. Pero le preocupaba un poco que su amiga se hubiese quedado atrás.
—¿Qué pasa? —refunfuñó el trasgo—. ¿Es que no me lo vas a agradecer?
—Bueno, gracias. Encantado de conocerte, y hasta pronto.
Y Ratón se dio media vuelta y se puso en marcha. El trasgo echó a correr tras él y se colgó de su camisa.
—¡Espera, espera! ¿Adónde vas?
—Vuelvo a buscar a Lila.
El trasgo se dejó caer al suelo, y lo miró, pensando que le tomaba el pelo. Pero Ratón seguía caminando, así que apretó el paso y volvió a colgarse de su camisa.
—¡Espera, espera! ¿Y si te come el dragón?
—No va a comerme. Me necesita para dejar de ser un dragón.
El trasgo se descolgó otra vez y se lo quedó mirando, sin comprender. Pero, al ver que Ratón se dirigía a lo más profundo del bosque, se apresuró a correr tras él, y se enganchó de nuevo a su camisa.
—¡Espera, espera!
—Y ahora, ¿qué quieres?
—Yo puedo llevarte otra vez donde el dragón.
—¿Por qué tienes tanto interés en ayudarme?
El trasgo se dejó caer; intentó contestar, pero se le trabó la lengua.
—Pu… pues… po… porque… me… me caes bien. ¡Sí, eso es! Porque me caes muy bien.
Pero Ratón no lo escuchaba. El trasgo volvió a colgarse de su camisa.
—¡Espera, espera!
—Pero ¿qué bicho te ha picado a ti?
Ratón trató de quitárselo de encima, pero esta vez el trasgo no se soltó.
—Es que te equivocas de camino: es por ahí.
Ratón se paró en seco y miró, dudoso, en la dirección que le señalaba el trasgo. Finalmente se encogió de hombros y decidió hacerle caso. Caminó un buen rato, con su nuevo amigo aún colgado de su camisa, hasta que oyó una voz conocida.
—¡Vaya, pero si es mi exdesayuno! ¿Qué haces aquí?
Ratón miró hacia arriba. Posado sobre una rama se hallaba el cuervo que antes había sido un dragón.
—Hola, Colmillo-Feroz.
—Calderaus te está buscando. Está muy enfadado y… ¡vaya, por las garras de mi bisabuelo!, ¿qué llevas ahí?
El pequeño trasgo trataba de ocultarse entre los pliegues de la camisa de Ratón, pero era tan negro que el cuervo lo vio enseguida.
—Es un trasgo —explicó Ratón.
—Ya veo. ¿Sabes una cosa, hijo? No debes fiarte de los trasgos: por unas monedas de oro venderían hasta a su abuela.
—¡Yo no soy así! —chilló el trasgo—. ¡Yo soy un trasgo muy bueno!
—Me llevaba otra vez hacia tu cueva. Íbamos a rescatar a Lila.
—Pues te llevaba por el camino equivocado: vais hacia la salida del bosque.
Ratón miró al trasgo, que se puso todo rojo, más rojo que un tomate. Iba a quitárselo de encima de una vez por todas cuando, de pronto, la voz de Calderaus tronó por encima de las copas de los árboles.
—¡¡Aprendiz traidor y chaquetero!! Te me has escapado, pero no vas a ir muy lejos.
Una sombra planeó sobre ellos. Era Calderaus, que sobrevolaba el bosque buscando a Ratón.
—No podrá aterrizar aquí, con tantos árboles —le dijo Colmillo-Feroz a Ratón en voz baja.
—¡¡Aprendiz ingrato y desleal!! —rugió de nuevo Calderaus—. ¡Tengo a tu amiga y, si no acudes a mi encuentro…, me la comeré! Grita, niña, que te oiga.
La voz de Lila sonó desde arriba:
—¡¡Ratóóón!! ¿Estás ahí? ¡Esto es genial! ¡Estoy volando sobre el lomo de un dragón!
—¡Así, no! —la riñó Calderaus—. Estás secuestrada, ¿es que no lo entiendes? ¡Y te voy a comer!
Ratón y Colmillo-Feroz cruzaron una mirada. Calderaus planeaba de nuevo sobre ellos.
—¡Así que escúchame bien! —gritó desde arriba—. ¡Te propongo un cambio: yo la dejo libre y tú te vienes conmigo a la Isla de los Magos Torpes! ¡Si estás de acuerdo, acude al límite del bosque al anochecer! ¡Si no vienes, me la zamparé de un bocado!
El dragón se alejó de ellos. Ratón aún oyó su voz en la lejanía.
—¡Recuerda: en el límite del bosque, al anochecer!
—¿Ves como yo te llevaba al sitio correcto? —susurró el trasgo.
—No parece un buen tipo —comentó Colmillo-Feroz, refiriéndose a Calderaus—. ¿Qué vas a hacer?
—Lo acompañaré hasta la isla. Cuando sea otra vez un mago con poderes, me dejará en paz.
—Pues yo voy contigo. Cuando recupere mi forma de dragón, se la va a ganar, por causarme tantos dolores de cabeza. ¡Con lo bien que estaba yo en mi cueva, durmiendo sobre mi cama de oro!
Al oír la palabra «oro», los ojillos del trasgo brillaron siniestramente.
—¡Venga, deprisa! —los apremió—. Tenemos que acudir a la cita.
Colmillo-Feroz lo miró sin fiarse un pelo; pero Ratón tenía prisa, y no tardó en ponerse en marcha. Guiados por el trasgo, pronto llegaron al límite del bosque.
—Es por aquí —dijo Colmillo-Feroz.
—No, por aquí —discrepó el trasgo, señalando otra dirección.
—¡Poneos de acuerdo! —protestó Ratón.
—¡Manos arriba! —dijo entonces la voz de la princesa—. ¡Quedas preso en nombre del rey!
Ratón miró a su alrededor: estaba rodeado por el grupo de héroes de la princesa Griselda, que le apuntaban con sus armas.
—Pues al final sí que ha sido útil el bicho este… —comentó el enano, dándole unas monedas al trasgo—. Gracias, majo, por haberlos traído hasta aquí. Hasta otra.
El trasgo agarró las monedas de oro y en dos saltos se perdió en la espesura.