Capítulo 4
No es recomendable adentrarse en un bosque tétrico y oscuro
Ratón, Lila y Calderaus reaparecieron en medio de una nube de humo violeta. Cuando pudieron dejar de toser, miraron a su alrededor.
—Qué oscuro está esto —comentó Lila, escondiéndose detrás de Ratón.
—Y qué frío hace.
—Y qué ruidos tan raros se oyen.
—Y qué solos estamos.
Los dos se estremecieron y se arrimaron el uno al otro.
—¡No, no, no! —se lamentó entonces Calderaus, arrancándose las plumas a picotazos—. Ya sé dónde estamos: ¡en el Bosque-Tan-Peligroso-Que-De-Él-No-Vuelve-Nunca-Nadie!
Lila parpadeó, sorprendida. No sabía que los bosques tuviesen nombres tan largos.
—¡Se supone que teníamos que aparecer en una isla tropical! ¡Has vuelto a hacer mal el hechizo, aprendiz!
——Bueno, entonces pronunciaré otra vez las palabras mágicas y nos iremos a cualquier otra parte…
Calderaus dejó de lamentarse y respondió rápidamente:
—Este…, no, muchacho, mejor será que no lo intentes otra vez…, ¡ejem! Cruzaremos el bosque a pie.
—Pero ¡si tú has dicho que es un Bosque-Tan-Peligroso-Que-De-Él-No-Vuelve-Nunca-Nadie! —protestó Lila.
—Aquí mando yo, y se hace lo que yo diga, ¿estamos? Así que, ¡andando!
—Pero está muy oscuro —dijo Ratón—. ¿No hay ningún hechizo para encender una luz, o algo así?
—Sí —respondió el cuervo—, pero no me fío un pelo de ti. Seguro que terminamos todos chamuscados.
—Eh —dijo entonces Lila, temblando de miedo—. Mirad.
Ratón y Calderaus miraron a su alrededor, y se les pusieron los pelos y las plumas de punta: estaban rodeados por cientos de pares de ojillos brillantes que los observaban desde la espesura.
—¿Qué es eso? —dijo Lila en voz baja.
—¡No lo sé, pero no me voy a quedar para averiguarlo! —replicó Calderaus, y, alzando el vuelo, se perdió en la oscuridad.
Los niños se quedaron solos. Los ojillos parpadearon en las sombras.
A Lila le castañeteaban los dientes.
—Po-podríamos ma-marcharnos de aquí —sugirió.
—Me-me pa-parece mu-mu-muy bu-buena idea —aprobó Ratón.
Los dos se levantaron muy despacio y, cogidos de la mano para no perderse, se alejaron de aquel lugar, paso a paso, con cuidado de no tropezar. Al cabo de un buen rato dejaron los ojos brillantes atrás, pero seguía estando oscuro. Ratón y Lila se detuvieron.
—No sé qué hacer —dijo Ratón.
—Yo tampoco —dijo Lila.
—Pues es una pena —dijo una voz misteriosa.
Ratón y Lila miraron hacia todos los lados, pero no vieron nada, porque estaba muy oscuro.
—Ah, es verdad —dijo la voz misteriosa—. Siempre olvido que los humanos no veis en la oscuridad. Esperad, que voy a sacar una luz.
Apenas unos segundos después vieron una débil lucecita frente a ellos, y se acercaron con curiosidad.
En el nudoso tronco de un árbol había crecido una pequeña seta, pero no era una seta cualquiera: era una seta-casa, con ventanitas, chimenea y todo lo demás. Y, sentado sobre el tejado, había un duendecillo que sostenía un diminuto farolillo encendido.
—Ante todo, buenas noches —saludó el duendecillo.
—Buenas noches —respondieron los niños.
—¿Qué hacéis vosotros aquí?
—Pues, en realidad, no Io sabemos. Queremos salir de este bosque.
—Je, eso es gracioso.
—¿Por qué?
—Porque todo el mundo dice lo mismo: «¡Señor duende, queremos salir del bosque!», y yo no lo entiendo, porque es un sitio fenomenal para vivir.
—Pero está muy oscuro.
—Ah, claro, eso es una pega para vosotros, los humanos. Pero si no os gusta, ¿por qué habéis venido?
—Por equivocación.
—Todos dicen lo mismo. ¡Os equivocáis mucho, los humanos! ¿Es que no sabéis ahí fuera que este es el famoso Bosque-Tan-Peligroso-Que-De-Él-No-Vuelve-Nunca-Nadie?
—Bueno, ¿nos va a echar una mano, o no? —se impacientó Lila.
—Y también un pie, si os apetece. Pero no puedo ayudaros a salir de aquí. El bosque es muy grande, y yo soy muy pequeño: nunca he visto sus límites.
—Ah —dijo Ratón, desilusionado—. Bueno, gracias de todas formas.
—De nada. Y a ver si encontráis pronto la salida del bosque y me dejáis dormir de una vez.
Y el duende entró de nuevo en la seta, llevándose consigo la lamparilla.
Ratón y Lila siguieron adelante. Al cabo de un rato llegaron a un pequeño claro donde se filtraba algo de la luz de las estrellas.
—Aquí podemos descansar y encender un fuego —dijo Ratón—. Cuando se haga de día, habrá más luz.
Así lo hicieron. Tanteando en la penumbra, lograron reunir bastantes ramas; pronto, los dos estuvieron calentándose a la lumbre de una pequeña hoguera.
Ratón miró a su alrededor.
—¿Sabes que hemos perdido a Calderaus, Lila?
—Para lo que servía… No hacía más que reñirnos por todo. Yo no lo echo de menos.
—Tienes razón. Era un pesado.
—Y un escandaloso.
—Y un mandón.
—Y un gruñón.
—Era un cuervo con muy malas pulgas —concluyó Ratón.
—¡¡Soy un cuervo con muy malas pulgas!! —corrigió la voz de Calderaus desde la oscuridad—. ¿Creíais que os ibais a librar de mí tan pronto?
Calderaus descendió planeando desde lo alto de una rama y se posó sobre una seta gigante que crecía al pie de un árbol.
—Uy, qué bien, si habéis encendido una hoguera… —comentó, y avanzó un poco a saltitos para calentarse las plumas del trasero.
—Qué cara tienes —gruñó Lila—. Nos has abandonado en el bosque.
—¡Yo nunca haría eso, querida niña!
—Ah, bueno, menos mal; ya pensaba que eras un cuervo malvado.
—¿Cómo voy a marcharme sin mi Maldito Pedrusco? —prosiguió Calderaus—. ¡Ni que fuera tonto!
Ratón susurró al oído de Lila:
—Dáselo; así nos dejará tranquilos.
Ella, a regañadientes, se sacó el amuleto del bolsillo y se lo dio a Calderaus, que lanzó un graznido de triunfo y lo agarró bien entre las patas.
—Y ahora, niños, a dormir, que es tarde —dijo—. Mañana trataremos de salir del bosque.
Ratón y Lila cruzaron una mirada. No aguantaban más al mago, y no hizo falta que hablaran entre ellos para saber que se escaparían en cuanto pudieran. Así que se tumbaron en el suelo e hicieron como que se dormían.
***
Mientras tanto, un grupo de valientes héroes salía de la ciudad a galope tendido. Allí estaban el famoso caballero Baldomero, el fuerte enano Robustiano, el hábil arquero elfo Adelfo, y la bella princesa Griselda… ¡Ah! Y detrás trotaba una vieja mula llevando sobre su lomo a un mareado Maldeokus, que refunfuñaba y se quejaba a partes iguales, porque él no estaba acostumbrado a aquellos animalejos… Donde estuviera una buena alfombra mágica, un hechizo de teletransportación o, incluso, una escoba de bruja…
El rey les había ordenado capturar a tres delincuentes muy peligrosos: dos niños y un cuervo.
—Por todos los caballeros de la Tabla Redonda, mi querido amigo —le susurró Baldomero al arquero elfo, mirando de reojo al mago real, que se iba poniendo verde por momentos—. Aquesta es la gesta más extraña que he acometido en mi vida.