Capítulo 2

Nunca hagas tratos con el Gremio de Ladrones

Al oír los gritos, el posadero subió en tres zancadas, mientras Calderaus, de la desesperación, se arrancaba las plumas con el pico.

—¿Qué ocurre? ¿Quién ha gritado?

Ratón señaló al cuervo, que graznó y salió volando por la ventana.

—No me tomes el pelo, Ratón. Los cuervos no hablan.

—Este, sí. Dice que le han robado.

—¿Cómo van a robarle a un cuervo? Los gritos vendrán de… ¡Oh, no! ¡La habitación de sir Guntar!

Y se fue a todo correr. Enseguida se oyeron voces en el cuarto de al lado; Ratón se asomó a ver qué se cocía por allí y se topó con una escena curiosa. Sir Guntar seguía en camisa de dormir, y corría por la habitación, descalzo, dando saltitos y gritando:

—¡Yo no he sido! ¡Yo no he sido!

Y es que el cuervo se había liado a picotazos con el pobre hombre, y lo perseguía por todo el cuarto. Detrás corría el posadero, escoba en mano, tratando de ahuyentar a aquel molesto pajarraco; pero tenía poca puntería, y la mayor parte de los escobazos iban a parar a la reluciente calva de sir Guntar.

Ratón volvió a la habitación de Calderaus en busca de alguna pista, porque pensaba que un Maldito Pedrusco no podía desaparecer así como así. Entonces vio en el suelo algo que brillaba, y lo recogió.

Era una moneda. La cara mostraba la figura de un zorro, y la cruz, una luna en cuarto menguante.

—La insignia del Gremio de Ladrones —dijo una voz junto a su oído.

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Ratón dio un respingo del susto. Calderaus estaba posado en su hombro, mirándolo tranquilamente.

—Gracias, niño —dijo el mago-cuervo—. Ahora ya sé dónde buscar. Iremos a la ciudad y hablaremos con el jefe de esa pandilla de rateros.

Ratón nunca había estado en la ciudad, pero para chinchar a Calderaus dijo:

—¿Y si no quiero ir contigo?

—Una terrible maldición caerá sobre ti y sobre tu familia.

—No tengo familia. Además, tú ya no puedes lanzar maldiciones porque te has quedado sin poderes.

Calderaus le picoteó la oreja. Luego se quedó pensativo y finalmente dijo:

—¿Y tú no quieres aprender magia, muchacho? Si me ayudas a recuperar el amuleto, te enseñaré a usar esos poderes que tienes.

Ratón pensó que sería mucho más divertido ser aprendiz de mago que seguir trabajando en la posada del Ogro Gordo, así que aceptó, y no tardaron en ponerse en marcha.

Al anochecer del día siguiente llegaron a la ciudad.

Como nunca había estado allí, Ratón empezó a mirarlo todo con los ojos muy abiertos. Pero cuando Calderaus lo guio por las laberínticas callejas de los bajos fondos, se sintió un poco perdido.

—Qué mal huele —comentó, tapándose las narices.

—Claro, es que esto son los bajos fondos.

Se detuvieron frente a una pequeña puerta de madera.

—Llama cuatro veces, luego haz una pausa y llama otras dos —indicó el cuervo.

—¿Por qué?

—Es la contraseña, tonto.

—¡Ah!

Ratón llamó: cuatro golpes, pausa, dos más. Y esperó.

Se oyó como si alguien arrastrase algo por el suelo. La mirilla se abrió y se asomó un ojo feroz.

—¿Quién se atreve? —bramó desde dentro una voz no menos feroz.

—El gran mago Calderaus quiere hablar con el jefe del Gremio de Ladrones —dijo Calderaus.

—Yo solo veo a un niño y a un cuervo.

—Es que venimos de incógnito.

—¡Ah! —el ojo parpadeó, confuso—. Pues verás, es que ahora estamos algo ocupados.

Dentro se oyó un ruido como de platos rompiéndose y a alguien que gritaba:

—¡Te he dicho que me la devuelvas, que es mía!

—¡No me da la gana! —chillaba una voz infantil—. ¡La he robado como dice el Código!

—Bueno, ejem… —carraspeó el portero—. El jefe está ahora… atendiendo otros asuntos.

—¡A Calderaus nunca se le hace esperar!

—Podrías abrir la puerta —intervino Ratón—. Es muy incómodo tener que hablarle a un ojo.

Enseguida se oyó un chasquido, y la puerta se abrió.

—Pasen, pasen —los invitó el portero.

Ratón ya miraba hacia arriba, esperando ver un individuo muy grande y fornido, pero tuvo que bajar la vista hasta encontrarse frente a frente con un tipo barbudo más o menos de su misma estatura: acababa de bajar del taburete al que se había subido para asomarse a la mirilla de la puerta.

—¿Y tú qué miras, niño? —rezongó el portero—. ¿Nunca has visto un enano?

—Sí, muchas veces. Pero es que por la voz y la mirada feroz parecías mucho más grande.

—Me sale bien, ¿verdad? —se pavoneó el enano—. Es muy útil para asustar a los enemigos y los repartidores de propaganda.

Los hizo pasar hasta una sala que parecía el escenario de una batalla campal.

—Disculpen si esto está un poco desordenado —se excusó el portero.

Parapetado tras una mesa volcada, un hombretón de barba negra se protegía de las piezas de vajilla que volaban por los aires. Ratón esquivó un plato, intentó descubrir quién lo había arrojado y logró vislumbrar una nariz respingona que asomaba tras una alacena.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó, confuso.

—El jefe se ha vuelto a enfadar con la mocosa —suspiró el enano—, y ella se ha enfadado con el jefe. Si quieres que te diga la verdad, no sé qué es peor.

—¡Manolarga! —graznó entonces Calderaus.

Enseguida, el hombretón se giró hacia ellos. En aquel momento de distracción, una jarrita de leche le acertó en la cabeza y le hizo un buen chichón.

—¡Niña, ya basta! —aulló en dirección a la alacena—. ¡Qué tenemos invitados!

De pronto, todo volvió a la normalidad, y los platos dejaron de volar de un lado para otro.

—Manolarga —dijo Calderaus—, he venido aquí a hablarte de un asunto muy importante.

—¿Un pajarraco medio desplumado quiere hablar conmigo? —exclamó el hombretón.

—Es el mago Calderaus, jefe —le dijo el enano—. Viene de incógnito.

—¡Ah, caramba! —Manolarga se rascó la barba, pensativo—. ¡Por los bigotes de Caco! Pues sí que es un buen disfraz. ¿Y qué te trae por aquí, viejo amigo?

—¡Ejem! Conocido, nada más. Pues bien, lo que me trae por aquí… Enséñaselo, niño.

Ratón, obediente, se llevó la mano al bolsillo para sacar la insignia del Gremio de Ladrones que había cogido en la posada. Pero se encontró con que no tenía nada dentro.

—¡Me han robado! —se lamentó.

—Pues claro que te han robado —gruñó Manolarga—. Esto es el Gremio de Ladrones.

Estiró el brazo y agarró algo que se escabullía tras él.

—¡Suéltame! —chilló una voz ahogada.

Manolarga levantó su presa en alto: era una chiquilla de unos ocho años, vestida como un chico y con el cabello corto, sucia y desgreñada, que pataleaba por liberarse.

—Esta es Lila, mi sobrina.

Ratón pensó que la niña no se parecía mucho a una flor.

—Lila, devuélvele a este joven lo que le has robado.

—Pero ¡se lo he robado según el Código!

—Ya lo sé, pero él y su cuervo han venido aquí a hablar de negocios. Devuélveselo, anda.

De mala gana, la niña le devolvió la insignia a Ratón.

—Lila… —gruñó Manolarga por lo bajo, amenazadoramente.

Ella se hizo la despistada al principio. Luego, al ver que su tío no la soltaba, a regañadientes, se sacó algo del bolsillo y se lo dio a Manolarga, que lo agarró con avidez.

—¡Por fin! —aulló, y soltó a la niña sin contemplaciones—. ¡Mi pipa de la suerte!

Se apresuró a encenderla, muy contento por haberla recuperado. Lila, refunfuñando, fue a esconderse detrás de la alacena.

—Y ahora —dijo Manolarga, soltando dos bocanadas de humo—, dime qué es lo que quieres.

Calderaus le explicó lo que había pasado con todo lujo de detalles.

—Exijo que me devuelvas mi Maldito pedrusco —concluyó—, o te convertiré en sapo.

—Pero si tú no puedes… —empezó Ratón; el cuervo le picoteó la oreja para que se callara.

—¿Maldito Pedrusco? —repitió Manolarga, rascándose la coronilla.

—Sí, verás, se llama así porque… —empezó Calderaus—. ¡Mil rayos! ¡No me hagas enfadar, Manolarga, y devuélvemelo!

—Lo robé según el Código —se defendió él.

Los ojos de Calderaus relampaguearon de furia. Alzó el vuelo y se lanzó sobre el jefe de los ladrones para picotearlo sin piedad.

—¡Basta! —jadeó finalmente Manolarga, ahogado en una nube de plumas negras—. Ya no lo tengo. Lo he vendido.

—¿A quién? —tronó Calderaus.

Manolarga se quedó pensativo un buen rato. Luego, su mirada fue, alternativamente, de su amada pipa a su alacena, y de ahí a sus invitados.

—¡Lila, ven aquí! —llamó.

La pequeña ladronzuela se acercó, mirándolo con desconfianza.

—Te vas a ir de viaje con estos señores —le explicó Manolarga.

—¡¡Qué!! —gritó Calderaus—. ¡¡Ni hablar!!

—¡Es la mejor ladrona del Gremio! Pero a veces… hummm… nos causa algunos problemillas, ya sabes… Así que yo te digo dónde está ese pedrusco y tú te llevas a la niña, ¿hace?

Calderaus frunció el ceño.

—Está bien —dijo por fin—. Y ahora, ratero de tres al cuarto, ¿qué has hecho con mi Maldito Pedrusco?

—Se lo vendí a Maldeokus, el mago de la corte. Se puso muy contento.

Calderaus gimió como si le arrancasen las tripas.

—¡Mi Maldito Pedrusco en poder de ese ilusionista petardero! —se lamentó—. ¡Y yo convertido en cuervo, sin poderes y cargando con dos críos…!

La oreja de Manolarga pareció hacerse más grande.

—¿He oído bien? ¿Has dicho «sin poderes»?

Calderaus cerró el pico, pero era demasiado tarde: Manolarga los echó a escobazos de la casa y cerró la puerta (y la mirilla) a cal y canto. Cuando Calderaus se recuperó del susto y miró a su alrededor, no solo vio a Ratón, sino también a la pequeña Lila mirándolo con los ojos muy abiertos.

—Está bien —suspiró—. Vámonos.

—¿Adónde?

—A la corte.

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