Capítulo 10
No intentes hacer razonar a un enano
—¿Dónde está Lila? —preguntó Ratón.
La expresión de Calderaus cambió por completo. Pasó de ser un dragón amenazador a ser un dragón sufrido y mortificado. Bajó un poco la cabeza y todos pudieron ver que Lila se había encaramado sobre su cresta de negras agujas, y lo espoleaba, gritando:
—¡Arre, arre, dragoncito! ¡Vuela un poco más!
—Por favor, hagamos el cambio rápido —suplicó Calderaus.
Entonces se fijó en Maldeokus, que se había escondido tras el caballero, y sonrió otra vez.
—¡Vaya, pero si es el mago real! ¿Cómo te va, lechuzo de corte?
Maldeokus reaccionó ante el insulto.
—¡Mejor que a ti, orangután engreído!
Pero la cabeza de Calderaus bajó tan cerca de Maldeokus que podría habérselo zampado de un bocado sin el menor esfuerzo.
—¿Cómo has dicho, vieja polilla inmunda?
De pronto Maldeokus consideró que tenía que cambiar sus modales.
—Ejem…, pues nada…, que me va muy bien, querido amigo…, pero no tan bien como a ti, por lo que veo…, tan poderoso…, tan magnífico…, tan inconmensurable…, tan… tan…
—Tan dragón —lo ayudó Calderaus, amablemente.
Se relamió en las mismísimas barbas de Maldeokus, que empezó a temblar como un flan.
—Me han dicho que te vas de vacaciones a la isla de los Magos Torpes, Calderaus —dijo, para distraerlo y ganar tiempo.
—Sí, así es. ¿Y qué?
—Sabemos cómo llegar hasta allí, ¿no? —tanteó Maldeokus.
Calderaus se puso tieso y miró a Colmillo-Feroz, que negó con la cabeza.
—¿No lo sabes? —dijo Maldeokus, sin acabar de creerse su buena suerte—. ¿Y el pajarraco tampoco?
—¡No, no lo sé! —admitió Calderaus a regañadientes—. ¿Por qué?
—Bueno, porque yo…, ¡ejem!, sí que sé dónde está, ¿sabes? Y podría guiarte, si, ¡ejem!, si tienes a bien no comerme, mi muy poderoso amigo.
Calderaus lo miró como si fuese un piojo, pero consideró la propuesta. Y aunque tenía tantas ganas de comerse a Maldeokus que se le hacía la boca agua solo de pensarlo, dijo finalmente:
—Está bien, sabandija con barbas. Vendrás con nosotros a la Isla de los Magos Torpes. Mi aprendiz vendrá también, y pronto yo seré… ¡el mago más poderoso del mundo, ja, ja, ja, ja!
Su risa era tan siniestra que todos se estremecieron de pies a cabeza. Pero la princesa Griselda se repuso enseguida.
—¡No te saldrás con la tuya, malvado dragón! —lo amenazó, mientras el elfo y el caballero la sujetaban para que no se lanzara contra él.
—¡No os perdáis, princesa! —la detuvo Baldomero—. El rufián ha cometido un gran yerro. ¡Ahora que nos ha desvelado sus infames propósitos, podremos contárselos al rey!
Calderaus los miró con interés, pensado que serían un buen aperitivo; pero, de pronto, recordó lo que había dicho Colmillo-Feroz sobre las armaduras que se quedan entre los dientes, y decidió que esperaría a que el caballero y la princesa se quitasen las suyas, por si acaso.
—¡Ah! —dijo—. ¡Conque esos son tus planes: contarle los míos al rey!
Baldomero se dio cuenta enseguida de que había metido la pata, y se quedó blanco como el papel.
—¡Bocazas, que eres un bocazas! —gruñó el enano.
—¡Es cierto! —decía el dragón—. ¡Si os dejo libres, me delataréis ante el rey! Veamos…, tendré que devoraros, entonces.
—¡Los enanos tenemos la carne muy dura! —se apresuró a informarle Robustiano.
—¡Los elfos somos todo huesos y piel! —añadió rápidamente Adelfo—. ¡No hallarás en mí nada para comer!
—¡Y los cuervos solo tenemos huesos y plumas! —dijo Colmillo-Feroz.
—¡Un caballero nunca acomete una gesta sin vestir su armadura! —le recordó Baldomero.
—¡Y yo soy la hija del rey! —exclamó Griselda—. ¡Atrévete a comerme y te haré picadillo las tripas!
—¡Yo tengo tu amuleto mágico! —intervino Lila.
—¡Y yo, tus poderes! —dijo Ratón.
—¡Y yo sé dónde está la isla! —añadió Maldeokus.
—¡Y yo no he oído nada de nada! —se oyó la voz del trasgo desde la espesura.
Calderaus miraba a unos y a otros, muy ofuscado.
—Pero ¿qué ocurre aquí? —berreó—. ¿Es que no me voy a poder comer a nadie? Pues entonces, está decidido: ¡nos iremos todos a la Isla de los Magos Torpes!
Y los incordió para que recogieran el campamento y emprendieran la marcha. Pronto, el singular grupo caminaba, vigilado de cerca por el dragón, hacia las costas del reino. Tres días más tarde llegaron a una aldea pesquera que estaba completamente desierta porque los lugareños habían puesto pies en polvorosa al verlos llegar.
Había un pequeño barco junto al muelle, pero ni rastro de la tripulación.
—Es que no puedes ir por ahí con esa pinta, Calderaus —comentó Lila—. Así, claro, todos huyen de ti.
—Ya huían de él cuando era humano —dijo Maldeokus—. El aspecto siniestro le sale natural.
Calderaus le disparó una mirada tan terrible que el mago fue rápidamente a esconderse detrás del caballero.
Todos miraban el barco sin saber muy bien qué hacer.
—Yo, de joven, navegaba en un velero —se le ocurrió decir a Adelfo—; soy de una familia de elfos marineros.
Ocho pares de ojos se clavaron en él; Adelfo, al darse cuenta de lo que había dicho, intentó esconderse detrás de Baldomero; pero se encontró allí con Maldeokus, que le dijo:
—¡Búscate otro escondite, que este ya está ocupado!
Adelfo corrió entonces a ocultarse tras la princesa; pero Calderaus ya se había fijado en él.
—¡Solucionado! —decretó—. El elfo será el capitán de este barco, que a partir de hoy se llamará… ¡Calderaus I!
—Tú no cabes en el barco, Calderaus.
—Pero os vigilaré desde el aire, ¡y ay, como os desviéis un pelo de la ruta!
Uno por uno, los del grupo fueron subiendo al Calderaus I. El dragón se había plantado junto a la escalerilla y pasaba lista según iban embarcando.
—A ver…, una ladrona…, un aprendiz…, una princesa…, un mago…, un cuervo…, un caballero…, un elfo… ¿eh? ¡Me falta alguien!
Calderaus miró a su alrededor y descubrió un par de cuernos que sobresalían tras un bote de madera que había sobre el muelle. Al asomar la cabeza vio allí, agazapado, al enano Robustiano.
—Hola —lo saludó.
Robustiano pegó un salto.
—¿Cómo me has descubierto?
—Se te ven los cuernos del casco.
—¡Mecachís! ¡Siempre me pasa lo mismo!
Robustiano se quitó el casco y lo tiró al suelo, muy enfadado. Calderaus carraspeó y dijo:
—Bueno, basta de jueguecitos. Es hora de embarcar.
Pero el enano plantó bien los pies, cruzó los brazos, levantó la barbilla, lo miró con decisión y soltó:
—No me da la gana.
El dragón parpadeó, sorprendido.
—¿Cómo has dicho?
—Que no pienso subir ahí.
Calderaus rugió, y el suelo tembló.
—Que no, que no y que no —insistió Robustiano.
Calderaus sacó las garras.
—Que no, que no y que no.
Calderaus echó humo negro y pestilente por las narices.
—Que no, que no y que no.
Calderaus golpeó el muelle con la cola.
—Que no, que no y que no.
Calderaus se echó a llorar de desesperación.
—¡Jo, vaya birria de dragón estoy hecho! ¡Nadie me hace caso!
La princesa Griselda desembarcó y se acercó a Robustiano.
—A ver, ¿qué te pasa? ¿Por qué no quieres venir?
—Porque los de mi raza nunca… nunca… nunca nos hacemos a la mar.
—¿Y eso por qué? ¿Es porque vuestras costumbres os lo prohíben?
—No, es porque nos mareamos y echamos por la borda hasta la primera papilla.
Calderaus se rascó la cabezota, para ver si conseguía sacar de ella alguna idea brillante.
—¡Ya está! —dijo por fin—. Viajarás sobre mi lomo.
—Que no, que no y que no —se plantó Robustiano—. Si ya me mareo en el mar, imagínate en el aire.
De pronto, se oyó un sonoro ¡croc!, y el enano cayó al suelo, viendo a su alrededor las estrellas, los planetas y el cometa Halley.
—Hemos de partir con gran premura —se excusó Baldomero, guardando la porra que llevaba escondida bajo la armadura; como Robustiano se había quitado el casco, le había acertado de lleno.
Cargaron con Robustiano y lo subieron al barco sin contemplaciones.
Y al despuntar el alba, puntual como la alergia primaveral del rey, el Calderaus I, capitaneado por Adelfo y vigilado desde el aire por Calderaus, se hizo a la mar, en busca de la Isla de los Magos Torpes.