Capítulo 3

Es de mala educación hacer brujerías en la corte

La corte estaba en un gran palacio en el centro de la ciudad. Ratón, Lila y Calderaus intentaron entrar por la puerta principal, pero los echaron porque molestaban a los lujosos carruajes que se detenían frente a la entrada. De ellos salían nobles y príncipes muy trajeados.

—Y toda esta gente, ¿quién es? —dijo Ratón, admirado.

—Son pretendientes a la mano de la princesa Griselda —respondió Lila—. Esta noche tiene audiencia para elegir a uno de ellos. Por eso no podemos entrar.

—Pues habrá que buscar otro camino —decidió Calderaus.

Al final se colaron por la puerta de la cocina, porque Lila puso su carita-de-pena (era experta en poner caras, y aquella le salía muy bien) ante la cocinera, y ella los dejó entrar para darles algo de comer. Como todos estaban muy atareados allí, no les prestaron atención cuando se escabulleron por los pasillos.

—¿Qué haremos cuando encontremos al mago real? —preguntó Ratón.

—Puedo robarle el pedrusco —se ofreció Lila—. Se me da muy bien.

—No sé —respondió Calderaus—; todos los magos llevan encima un montón de amuletos, y tú no sabes cuál es el mío.

—Y si se lo pedimos amablemente —intervino Ratón—, ¿no nos lo dará?

Calderaus batió las alas, enfadado.

—Pero, niño, ¿tú eres tonto? ¡El Maldito Pedrusco puede hacer a su poseedor el hombre más poderoso del mundo!

—Pues a ti te ha convertido en un pajarraco de mal genio.

Calderaus trató de picotearle la oreja, pero Ratón se lo quitó de encima de un manotazo.

—¡Eh, mirad! —dijo entonces Lila—. ¿No es ese el mago?

Calderaus miró. En una puerta lateral del salón del trono, un hombre daba órdenes a diestro y siniestro, muy nervioso.

—Pues sí, es Maldeokus… ¿Cómo lo has sabido, niña?

—Hombre, pues por la barba, y la túnica con símbolos raros, y los amuletos, y el gorro puntiagudo…

—¡Eh, muchacho! —exclamó de pronto Calderaus—. ¿Adónde vas?

Ratón ya se había plantado junto a Maldeokus y le tiraba de la túnica.

—¿Qué quieres? ¡Estoy muy ocupado!

—Me envía Manolarga, el jefe del Gremio de Ladrones…

Maldeokus se volvió inmediatamente hacia él.

—¡Chsss, no hables tan alto! Espera un momento.

El mago se llevó a los niños a una habitación privada, y el cuervo se fue tras ellos.

—Bueno, veamos —dijo Maldeokus, frunciendo el ceño—. ¿Dices que te envía Manolarga? ¿Y qué tripa se le ha roto esta vez?

—Dice que se equivocó con el amuleto que te llevaste —dijo Ratón—. No estaba en venta.

—¿Qué? Pero ¡yo pagué por él! Y me costó muy caro, ¿sabes?

—Pues por eso. Se equivocó de amuleto, y te dio el que no vale nada.

—¿Cómo que no vale nada?

Maldeokus sacó el amuleto del bolsillo y lo examinó con detenimiento. Luego volvió a ponerlo a buen recaudo y los miró, desconfiado. Y entonces se fijó en el cuervo.

—Caramba, Calderaus —comentó con una sonrisa taimada—. Cuánto tiempo sin verte, viejo chacal pulgoso.

—¿Cómo me has reconocido, hiena de la corte? —graznó el cuervo.

—No hace falta ser muy perspicaz, grajo malasombra. ¿Así que te interesa mi amuleto? ¿Y querías engañarme para que te lo diera?

Calderaus farfulló algo sobre no hacer caso de las tonterías que dicen los niños.

—Bueno, víbora con plumas —dijo Maldeokus—, hagámoslo como en los viejos tiempos: te reto a un duelo de magia.

—¿Un duelo de magia? —preguntaron Ratón y Lila a la vez.

—¡Un duelo de magia! —gimió Calderaus.

—¿No te gusta la idea? —lo mortificó Maldeokus—. ¿No será que te has quedado sin poderes, dromedario malcarado?

Calderaus se puso lívido…, bueno, todo lo lívido que puede ponerse un cuervo, claro. Maldeokus lanzó un aullido triunfal:

—¡Lo suponía! Entonces, mi querido buitre carroñero, no sé por qué te molestas en venir a verme… He ganado antes de empezar.

—¡No tan deprisa, rata de alcantarilla! —replicó Calderaus—. ¡Acepto el duelo! El chico luchará por mí —dijo señalando a Ratón con un ala, orgullosamente—. Es mi más aventajado alumno.

—Es el único alumno que tienes —comentó Lila, y Calderaus le dirigió una mirada amenazadora.

Ratón se había puesto blanco como el papel.

—Y el vencedor, escarabajo pelotero —prosiguió Calderaus—, ¡se quedará con el Maldito Pedrusco!

—¡Está bien, perro sarnoso! —aulló Maldeokus, rojo de furia—. ¡Qué comience el duelo!

El hechicero pronunció unas palabras mágicas y una gran bola de fuego verde apareció entre sus dedos. De un salto, Ratón fue a refugiarse detrás de un banco. La bola de fuego se estrelló muy cerca de su escondite. La alfombra quedó chamuscada y de color verde.

—¡Vamos, no te quedes ahí parado! —lo riñó Calderaus—. ¡Contraataca!

—Pero ¿cómo?

El mago de la corte se reía de los apuros de su rival. Levantó las manos y empezó a conjurar otra vez, pero Ratón no se quedó para ver el final: agarró la puerta y escapó por pies.

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Los momentos siguientes fueron confusos. Ratón corría que se las pelaba por el palacio; Maldeokus iba detrás, lanzado rayos y centellas que el aprendiz esquivaba como podía; tras ellos volaba Calderaus, gritando: «¡Contraataca! ¡Contraataca!», y, por último, corría Lila, no se sabe muy bien por qué.

Jadeando, Ratón entró por una enorme arcada sin saber lo que había detrás…, y fue a parar al salón del trono, a la elegante recepción organizada por el rey.

Se detuvo en seco. Maldeokus también tuvo que echar el freno de emergencia, pero un conjuro que llevaba medio lanzado se le escapó sin permiso, y de pronto uno de los invitados quedó convertido en una estatua de helado de piña.

El rey los miró fijamente. La reina los miró fijamente. La princesa los miró fijamente. Los invitados los miraron fijamente. Los criados los miraron fijamente. Hasta el perro los miró fijamente.

—¿Qué es esto, Maldeokus? —preguntó el rey, frunciendo el ceño.

De pronto sintió que alguien le tiraba del manto de armiño, y miró hacia abajo. Allí estaba Lila, ensayando su carita-de-asustada.

—¡Ese mago me ha robado mi amuleto y quiere convertir a mi amigo en un helado de piña! —lloriqueó, señalando a Maldeokus con un dedo acusador.

—Ay, ya está otra vez haciendo de las suyas —se quejó la reina, con un suspiro—. Estos magos son realmente molestos; me dan dolor de cabeza. Deberías mandarlo encarcelar, cariño.

Maldeokus se puso blanco. Los invitados murmuraban. El rey no sabía qué hacer.

—¡Fuera de aquí! —ordenó finalmente—. Ya hablaremos más tarde.

Maldeokus salió de la sala sin decir esta boca es mía. Ratón aprovechó para escabullirse sin ser visto.

La fiesta se reanudó, y los invitados siguieron divirtiéndose como si nada hubiera pasado. Pero la princesa se quedó mirando con curiosidad la puerta por la que había salido Ratón. No tenía intención de casarse por el momento, y aquellas recepciones para encontrarle marido le parecían muy aburridas.

Pensativa, embadurnó su dedo índice de halado de piña, antes de que la estatua se derritiese del todo, y se lo llevó a la boca.

Le gustaba mucho el halado de piña.

Mientras, Ratón se había refugiado en una enorme sala adornada por elegantes armaduras y cuadros de monarcas antiguos. Estaba admirando las piezas de museo cuando se topó de narices con Maldeokus, que acababa de materializarse allí mismo.

—¡Acabemos con nuestro duelo! —exclamó el mago.

Ratón, cansado de huir, decidió plantarle cara. Recordó cómo había salido un rayo de fuego de sus manos en la posada del Ogro Gordo, y trató de repetir el experimento.

De su dedo pulgar brotó una pequeña y temblorosa llamita.

Maldeokus se desternillaba de risa, y el chico se sintió muy humillado.

—¡Ahora verás! —gritó Ratón, y levantó las manos como le había visto hacer a él.

¡¡Kabuuumm!!

Y un enorme estallido de fuego salió de entre sus dedos. Ratón cerró los ojos.

Cuando los volvió a abrir, la sala estera estaba arrasada, y Maldeokus ya no se reía. Tenía la cara tiznada de hollín, y la túnica y las barbas chamuscadas.

—Oh… vaya —fue lo único que dijo el mago real.

—¡Ja, ja, toma eso, alacrán ponzoñoso! —se oyó la voz del cuervo Calderaus desde las alturas.

—¡Tú…! —empezó Maldeokus, pero no pudo seguir; seguramente no le quedaban más insultos animales en se repertorio—. ¡Tú… cucaracha pestilente! —soltó por fin, muy satisfecho—. ¡Aún no me has vencido! Yo tengo el amuleto y… —se llevó la mano al bolsillo y le cambió la cara—. ¡El amuleto! —gritó.

Empezó a registrar todos los bolsillos de su túnica, que no eran pocos, y a lanzar al suelo los trastos inútiles. Ratón se admiró de todo lo que cabía en una túnica de mago, y decidió que se compraría una igual.

Maldeokus empezó a tirarse de las barbas, desesperado. Entonces descubrió a Lila, que se alejaba de puntillas con el amuleto entre las manos.

—¡Tú! —gritó.

En aquel momento la puerta se abrió y entró el rey, con su corte detrás. Cuando vio lo que había pasado con su magnífica colección de armaduras, se puso rojo, luego azul y después verde, y bramó, aún más fuerte que Maldeokus:

—¡¡¡TÚÚÚ…!!!

El mago real pareció hacerse chiquitito como una hormiga.

—¡¡¡HAS DESTROZADO TODAS MIS ARMADURAAAS!!!

—¡Ha sido él! —se defendió Maldeokus, señalando a Ratón.

Ratón trató de imitar la carita-de-inocente de Lila. Le salió bastante. Entonces oyó que el cuervo le susurraba al oído:

—Ya tenemos el Maldito Pedrusco. Ahora, larguémonos de aquí.

Calderaus empezó a dictarle unas palabras en voz baja, y Ratón las repitió. El rey ya avanzaba hacia él a grandes zancadas cuando el muchacho terminó el hechizo.

Ratón, Lila y el cuervo desaparecieron de allí en una nube de humo.

—¡Cof, cof…! ¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó el rey entre toses, mirando a su alrededor, desconcertado.

—¡Terrible, majestad! —se lamentó Maldeokus—. Esos niños poseen un amuleto mágico que puede hacer del cuervo el hombre más poderoso del mundo…

—Querrás decir el cuervo más poderoso del mundo…

—Es que no es un cuervo, majestad: es un mago disfrazado.

—¡Ah, caramba, pues es un buen disfraz!

—Pero si los dejamos escapar, dominarán el mundo, nos dominarán a todos…

—¡Ah, eso sí que no! Aquí solo mando yo. Hay que darles caza inmediatamente. ¡A ver, que vengan los héroes del reino!

El rey sintió que le tiraban del manto, y miró hacia abajo. Allí estaba su hija, la princesa Griselda, mirándolo con expresión anhelante.

—¿Puedo, papá? ¿Puedo?

El rey suspiró.

—Porfi, porfi, porfi…

El rey suspiró de nuevo.

—Está bien, hija. Pero ten cuidado, ¿eh?

La princesa dio un brinco de alegría y corrió a su cuarto. Se quitó el vestido de princesa y se puso una armadura de caballero. Y es que a Griselda le aburría mucho ser princesa; ella quería vivir aventuras, como los príncipes valientes y los caballeros andantes, y, de hecho, llevaba tiempo entrenándose. Ya era una de las mejores heroínas del reino.

Lo malo de ser heroína era que siempre tenía que rescatar a otras princesas. A ella le hubiera gustado rescatar alguna vez a un príncipe… por si decidía casarse algún día.

Pero, en realidad, su mayor ilusión era matar un dragón.

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