Capítulo 5
Si es grande, feo y peludo, y encima huele mal, lo más probable es que se trate de un troll
En el Bosque-Tan-Peligroso-Que-De-Él-No-Vuelve-Nunca-Nadie, el mago Calderaus descansaba muy calentito junto a la hoguera, hecho un ovillo de plumas.
—Lila, despierta —susurró Ratón—. Calderaus se ha dormido.
En silencio, los dos recogieron sus cosas, prendieron una antorcha y abandonaron el claro, dejando atrás al cuervo. Paso a paso, avanzaron por el bosque durante un buen rato, hasta que Ratón vio algo que le llamó la atención.
—¿Eso que llevas colgado al cuello no es el amuleto de Calderaus?
Ella puso su carita-de-inocente.
—¡No, no, qué va! —mintió—. De noche, todos los amuletos se parecen.
—¡Lila! —la riñó Ratón—. ¿Qué has hecho?
—¡Lo he robado según el Código!
Ratón iba a seguir protestando, pero Lila arrugó la nariz y husmeó en el aire.
—¡Caramba, qué mal huele! Ratón, eres un guarro.
—¡Yo no he hecho nada!
—¿Ah, no? Entonces, ¿quién…?
—¡Mira, una luz!
Intrigados, Ratón y Lila se acercaron al lugar de donde provenía la luz y se asomaron con cautela entre los árboles.
En el claro había una hoguera, y en torno a ella se sentaban cuatro individuos muy grandes, altos y peludos. Uno de ellos se rascaba los pies; otro se hurgaba las narices; el tercero le pegaba mordiscos a un pedazo de carne grasienta, y el último se estaba despiojando la cabezota.
Era una familia de trolls; pero, como ni Ratón ni Lila habían visto nunca un troll, no lo sabían.
—¡Qué feos son, y qué mal huelen! —susurró Lila—. ¿Por qué no se lavan?
—No lo sé. ¿Nos acercamos?
—¡Ni hablar, qué asco!
De pronto ambos sintieron que el olor se hacía más intenso, y se pusieron en guardia.
Demasiado tarde: tras ellos había un quinto troll, mirándolos un tanto sorprendido.
—¡¡¡Aaaaaahhhh!!! —chilló Lila.
—¿Ein? —dijo el troll, rascándose la cabeza.
Los niños salieron corriendo, uno por cada lado. El troll alargó los brazos y los pescó limpiamente.
—¡Suéltame, suéltame, suéltame…! —gritaba Lila.
—¡Te convertiré en un sapo! —lo amenazó Ratón.
El troll los levantó como si fuesen plumas, y se quedó mirándolos con una cierta expresión estúpida, mientras ellos pataleaban en el aire.
—Aahmm —hizo entonces el troll; se los echó a los dos al hombro y se los llevó hacia el claro.
Lila y Ratón forcejearon, pero no pudieron evitar que el troll los arrojara ante los demás. A la madre troll le brillaron los ojos cuando los vio.
—Ñam —dijo, y a pesar de que ni Ratón ni Lila entendían el idioma troll, aquello lo comprendieron a la perfección.
—¡Haz algo, Ratón! —exclamó Lila, mientras el padre troll los ataba para que no se escaparan—. ¡Tienes poderes; úsalos!
Ratón cerró los ojos y se concentró para llevar a cabo su truco más espectacular, esperando que asustase a los trolls y los hiciese salir huyendo.
¡Kabuuumm…!
La explosión de fuego llenó todo el claro.
Cuando Ratón abrió los ojos, vio a cinco trolls chamuscados y muy pero que muy mosqueados.
—Grrrrr… —hizo el padre troll, enseñando los colmillos.
Aquello significaba, en el idioma troll, que estaba bastante enfadado.
—Creo que no les ha gustado, Lila.
—Pero ¿por qué no le das más potencia al hechizo, tonto?
—¡Pues porque no sé!
No pudieron seguir discutiendo. Los trolls se los cargaron al hombro para lanzarlos de cabeza a la hoguera que avivaba la madre troll.
—¡Yo soy muy joven para moriiiiir…! —lloriqueaba Lila.
—¡Alto ahí, engendros de la noche! —gritó entonces una voz desde las alturas.
Los trolls se detuvieron y miraron a su alrededor.
Calderaus descendió volando desde una rama, con expresión terrible.
—¡Soy el gran mago Calderaus! —proclamó—. ¡Y os ordeno que dejéis libres a mis aprendices!
Los trolls se miraron unos a otros.
—¡Obedeced al gran mago Calderaus, criaturas de la oscuridad! —exigió el cuervo.
Uno de los trolls se encogió de hombros y estiró la zarpa.
—¡¡¡Aaaarggg!!! —chilló Calderaus cuando se vio atrapado por la peluda garra del troll—. ¡Suéltame, pedazo de patán, cerebro de mosquito!
El troll estudió el escandaloso cuervo parlante desde todos los ángulos, y frunció el ceño.
—Uggg —dijo, y fue a lanzarlo a la hoguera.
—¡No, no, no, no, espera! —gimió Calderaus—. Querido amigo, mi buen colega, ¿no podemos reconsiderarlo?
El troll lo miró de nuevo.
—¡Quédate con ellos y déjame libre! —suplicó Calderaus—. Yo sólo quiero mi amuleto, ¿eh? Puedes comerte a mis aprendices si quieres, que seguro que están de rechupete… Pero a mí déjame marchar, que soy un viejo cuervo insípido, todo huesos y plumas…
—Grung —hizo el troll, y, cogiendo al cuervo como si estuviese apestado, fue a enseñárselo a su madre.
—¡No, por favor, suéltame…! —lloriqueaba Calderaus.
—Uggg —le explicó el troll a la madre.
—Ñam —decretó ella.
—¡¡Noooooo…!! —chilló Calderaus.
Ratón pensó que tenía que hacer algo para salir de aquel atolladero. Así que decidió volver a probar con su explosión de fuego, ya que no tenía nada que perder. Se concentró.
¡¡Kabuuumm!!
Los trolls quedaron aún más chamuscados que antes, y bastante más mosqueados, pero Calderaus aprovechó la confusión para zafarse de los grasientos dedos del troll:
—¡Ja, ja, monstruo peludo, no me coges…!
El troll, enfadado porque aquel molesto cuervo se le había escapado, descargó su rabia sobre Ratón.
—¡¡¡Grrrrr…!!!
Aquello quería decir, en el complejo lenguaje de los trolls, que estaba muy, pero que muy enfadado.
Entonces Calderaus entró en acción: cogió una rama entre las garras y la acercó a la hoguera hasta que prendió; después alzó el vuelo y se fue derecho al troll que amenazaba a Ratón; el troll aulló y trató de espantárselo de encima.
Pronto reinó la más absoluta confusión en el claro. Calderaus se dedicaba a volar de aquí para allá persiguiendo a los trolls para darles con la antorcha encendida en el trasero, y los trolls corrían de aquí para allá escapando de él o persiguiéndolo para darle caza. Pronto el aire quedó inundado de olor a pelo de troll chamuscado.
—Vámonos de aquí —dijo Ratón.
Lila no necesitó que se lo dijese dos veces. Los dos se alejaron todo lo rápido que pudieron, teniendo en cuenta que estaban atados de pies y manos. Por eso avanzaban dando saltitos en la oscuridad, y pegándose algún que otro batacazo.
—¿Quién anda ahí fuera a estas horas? —refunfuñó al cabo de un rato una voz conocida.
La casa-seta se iluminó como una linterna, y el duendecillo se asomó a la ventana.
—¿Otra vez vosotros? ¿Es que no me vais a dejar dormir esta noche?
—Lo sentimos, señor.
—¡Cómo apestáis a troll, niños! ¡No me digáis que habéis tropezado con la familia Grurr!
—Pues… eso parece. ¿Sería tan amable de desatarnos?
El duende salió de su casa y, en dos brincos, se plantó sobre las manos atadas de Ratón. Tras un buen rato trabajando con su diminuto pero afilado cuchillo, el chico quedó libre, y se apresuró a desatar a Lila.
—¡Bueno, ya está! —dijo el duende—. ¡Buenas noches! ¡Ah! Y un consejo: ¡daos un buen baño!
Y cerró de golpe la ventana.
La casa-seta se apagó, y Ratón y Lila se pusieron en marcha de nuevo y se perdieron en la oscuridad del Bosque-Tan-Peligroso-Que-De-Él-No-Vuelve-Nunca-Nadie.
***
Mientras tanto, la princesa Griselda y su tropa de héroes se habían detenido en los lindes del bosque.
—¡Mago real! —llamó Griselda.
Maldeokus compareció ante ella; su rostro aún estaba algo verdoso.
—¿Sí, alteza?
—¿Estás seguro de que han entrado ahí?
—Sí, alteza. Puedo sentir el poder que ese amuleto emana desde el fondo del bosque.
—Entonces no deben de ser muy listos —comentó Robustiano, el enano.
—¿Por qué? —preguntó la princesa.
El elfo Adelfo se adelantó, se aclaró la garganta y recitó:
Dice la historia, que nadie se espante,
que este es el tan horrible, pavoroso
y terrible Bosque-Tan-Peligroso
Que-De-Él-No-Vuelve-Nunca-Nadie.
Nunca con vida volveremos a ver
a esos bribones que enojaron al rey.
Ni la princesa ni sus compañeros sabían por qué a los elfos les gustaba hablar en verso, pero estaban acostumbrados a las manías de Adelfo y entendieron enseguida lo que quería decir. Maldeokus gimió, dando ya por perdido el amuleto que podría convertirlo en el hombre más poderoso del mundo.
—Témome que determinéis adentraros en aquesta floresta, nobles amigos —dijo Baldomero, preocupado.
También él hablaba de forma peculiar; por algo era un caballero de la vieja escuela, y usaba palabras que habían pasado de moda hacía un montón de tiempo.
—¿Por qué? —se burló Robustiano—. ¿Es que tienes miedo?
—¿Qué insumáis, mi buen enano? ¿Preocúpame la seguridad de la princesa? ¡Mi honor desconoce qué cosa es el miedo!
—¡Basta ya, los dos! —intervino Griselda—. Rodearemos el bosque y los esperaremos al otro lado. Si logran salir, los capturaremos allí.
Y Maldeokus suspiró, aliviado.