68
Los Ángeles, 1928
—Barrymore me ha preguntado por ti —dijo el señor Bailey, con un paquete en la mano.
Ruth lo miró sin responder.
—Ha dicho que si tú también vienes esta noche, enseñará una de las fotos que nunca ha roto —prosiguió Clarence.
Ruth sonrió.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Clarence.
—Que es un divo valiente.
El señor Bailey meneó la cabeza y renunció a entender.
—¿Me quieres acompañar?
—No lo sé.
—Anda, hazlo por este pobre viejo —dijo el señor Bailey—. Odio las fiestas, pero esta vez no puedo negarme.
—De veras, no lo sé, Clarence.
—Yo quedaría muy bien si me presentara con una chica guapa —bromeó—. Y con una de mis fotógrafas más geniales.
Ruth sonrió.
—Caprichosa, lunática… pero rebosante de talento.
Ruth rompió a reír.
—No soy caprichosa.
—Vaya que si lo eres —dijo Clarence—. Tienes más berrinches que las estrellas. Y lo mejor del asunto es que te dejan hacer. Anda, acompáñame, así veré esa foto de Barrymore.
—No tengo nada que ponerme —dijo Ruth.
El señor Bailey dejó el paquete sobre el escritorio de Ruth.
—¿Qué es? —inquirió Ruth.
—Ábrelo.
Ruth se acercó al paquete. Lo desenvolvió. Dentro había un traje de seda. Verde esmeralda.
—Hace juego con tus ojos —añadió Clarence.
Ruth se quedó con la boca abierta.
—¿Por qué…? —preguntó.
Clarence se le aproximó y la abrazó, con ternura.
—Antes, lo que más me gustaba era comprarle trajes a la señora Bailey —dijo en voz baja—. Tendrías que haber visto lo bien que le sentaban.
—Pero… ¿por qué a mí?
El señor Bailey se deshizo del abrazo y sujetó a Ruth por los hombros.
—Eres la única mujer a la que puedo hacerle un regalo así sin parecer un puerco —respondió.
Ruth rió.
—Gracias, Clarence.
El viejo agente se encogió de hombros.
—Lo he hecho por mí. Para sentirme vivo.
—No me refiero al traje, Clarence —dijo Ruth—. Si no hubiese sido por ti…
—Entonces estamos de acuerdo, me acompañarás —la interrumpió el señor Bailey dando media vuelta y saliendo de la habitación.
Ruth se quedó mirando el traje verde. Luego se lo colocó por encima y se miró en un espejo. La última persona que le había regalado un vestido de noche había sido su madre. Un vestido rojo sangre. Que la había llevado a la Newhall Spirit Resort for Woman. Sin embargo, Ruth no sintió que el recuerdo le encogiera el estómago. En aquella clínica había conocido a la señora Bailey. Y a Clarence. Por doloroso que fuera aquel recuerdo, en la Newhall Spirit Resort for Women había comenzado su nueva vida. Había encontrado el valor de salir de la jaula de su familia. Ruth volvió a mirar el traje verde. «Te están abriendo de nuevo la jaula», se dijo.
Lo dejó sobre la cama y salió. Compró unas medias blancas, un par de zapatos de charol, negros, de tacón bajo, y una chaquetilla de seda, negra, con un cuello ancho y redondo y mangas estrechas, que cubrían solo hasta medio antebrazo. Luego fue a una mercería, compró cinco botones redondos, del mismo color verde del traje, y los sustituyó por los negros de la chaquetilla. En un perfumería compró un carmín delicado, un maquillaje claro, color perla, un lápiz negro para los ojos y un frasco de Chanel N.º 5. Por último, fue a una peluquería para que le alisaran el pelo.
Clarence, al entrar esa noche en la habitación de Ruth para recogerla para la fiesta, se quedó parado en la puerta, boquiabierto.
—Dispense —dijo—, ¿ha visto a la señorita Isaacson?
Ruth rió y se ruborizó.
—Estás preciosa —observó Clarence con el orgullo de un padre. Le dio el brazo—. ¿Nos vamos? —Luego, cuando ya estaban en el pasillo del edificio, se llevó una mano a la frente—. Espera —dijo y subió a la quinta planta. Al bajar llevaba en la mano un chal ligero y transparente, de tul. Se lo puso a Ruth al cuello y lo extendió por sus hombros—. Es de la señora Bailey —dijo—. Ahora estás perfecta.
Subieron al coche y llegaron a una mansión gigantesca en Sunset Boulevard, completamente iluminada. Tuvieron que parar casi al principio de la larga alameda. Un mozo les abrió la puerta, ellos se apearon y luego el chico aparcó el coche detrás de una fila interminable de automóviles de lujo. Cuando Ruth y Clarence no habían hecho más que empezar a andar, llegó otro coche que fue aparcado detrás del suyo.
Clarence se volvió a mirar.
—Fíjate —rezongó—. Esto es lo que más odio. Tendríamos que haber dejado el coche fuera de la verja. Estamos atascados. —Después ofreció su brazo a Ruth y se encaminaron por la alameda.
En ese instante apareció un coche oscuro. Mientras el mozo encargado del aparcamiento se acercaba para abrir la puerta, un gigante vestido de negro salió de la puerta delantera derecha, empuñando una pistola. Dio un empujón al muchacho y miró alrededor, con gesto receloso. Luego hizo una seña hacia el interior del coche. Por las dos puertas traseras se apearon dos hombres idénticos al primero. Llevaban las chaquetas abiertas y se entreveían las pistolas en las fundas de las axilas. Uno de los dos estiró una mano hacia el habitáculo y ayudó a bajar a una dama elegante y con un poco de sobrepeso. Por la otra puerta bajó un hombre calvo, bajo, con gafitas redondas, bronceado.
—El coche del senador debe quedar libre —dijo en tono insolente uno de los hombres con pistola al aparcacoches, al tiempo que otro vehículo cruzaba la verja.
—Los típicos enchufados —resopló Clarence—. El senador Wilkins —dijo a continuación a Ruth—. Ya se ha librado de dos atentados. Lucha contra el crimen organizado. —Movió la cabeza—. Pero él parece el mafioso. ¿Qué diferencia hay entre sus guardaespaldas y los gorilas de un gángster?
Mientras se acercaban a los escalones de la mansión, oyeron las notas de una orquesta que estaba tocando. Y luego el murmullo de la gente.
—Vaya gentuza —rezongó Clarence.
Ruth rió. Después entraron en el vestíbulo.
Las paredes de la mansión estaban tapizadas de fotografías de estrellas. A la manera de una inmensa, mundana exposición.
—Hollywood festejándose a sí mismo —gruñó Clarence—. Menuda bufonada.
Un hombre elegante —con andares femeninos, pelo color platino, teñido y engominado, y cejas finas— salió al encuentro de Clarence cuando lo vio llegar. Lo abrazó y lo besó, con exagerado entusiasmo.
—Aquí tenemos al rey de la velada. Casi todas las fotografías son de tu agencia.
Clarence se deshizo del abrazo y sonrió educadamente.
—La fotógrafa Ruth Isaacson —los presentó—. Blyth Bosworth, el hombre que ha tenido esta ocurrencia —añadió con aspereza.
Blyth Bosworth puso sus grandes ojos como platos y abrió los brazos, mirando a Ruth.
—Parece que también hemos encontrado a la reina de la fiesta —dijo—. Todos los invitados están congregados alrededor de una foto… adorablemente escandalosa —bromeó—. Ven, querida —dijo cogiendo a Ruth de una mano y levándola hacia una sala atestada de gente.
Ruth se volvió inquieta hacia Clarence. El señor Bailey le hizo un gesto de saludo con la mano, riendo divertido, como un niño travieso.
—¡Abrid paso, gente! —gritó Blyth al entrar en la sala.
Todos se volvieron a mirarlos.
—¡John, John! —bramó Blyth—. ¡John, ha llegado la Traidora!
Los invitados se abrieron en abanico y, al lado de una fotografía inmensa, Ruth vio a John Barrymore.
El actor llevaba una chaqueta oscura y una camisa blanquísima, con el primer botón del cuello desabrochado y la corbata ligeramente aflojada. Cuando vio a Ruth, sus labios de adolescente se estiraron en una sonrisa. Hizo una reverencia, lenta y teatral, luego le tendió una mano.
Ruth, con la cara roja, no se movió.
—Adelante, cariño. Las vírgenes tímidas no están de moda en Hollywood —dijo Blyth y la empujó hacia el gran actor.
Ruth, mientras se acercaba, miró la foto. Era una de las que había tomado en la casa de Barrymore, antes de que este se vistiera. El actor llevaba la bata de raso a rayas y observaba el objetivo con ojos distantes y melancólicos. El haz de luz que salía de la cortina levemente descorrida iluminaba los mechones despeinados, los pies descalzos y una botella que había en el suelo. La fotografía a ese tamaño parecía aún más dramática, más verdadera, con el crudo contraste de luz y oscuridad.
—Lógicamente, a nuestros amigos les he explicado —dijo Barrymore rodeando los hombros de Ruth con un brazo y mostrándola a los presentes— que en la botella no había más que té frío.
La gente de Hollywood rió. Luego aplaudieron.
Barrymore sonreía y retenía a Ruth.
—Bienvenida, Traidora —le dijo en voz baja—. Me los he ganado a todos. Lo único que miran es mi foto. Ni Greta Garbo ni Rodolfo Valentino dan la talla. Gloria Swanson está que trina. Creo que se ha ido —rió.
Ruth lo miró.
—Esta no me la ha pagado, míster Barrymore.
—Oh, sí que te la he pagado, Traidora.
Ruth frunció el ceño.
—Yo le dije a tu Christmas dónde podía encontrarte —añadió Barrymore.
Ruth bajó los ojos.
—¿He hecho mal? —le preguntó Barrymore.
—No —dijo Ruth en voz baja.
—¡Posad junto a la foto! —gritó excitado Blyth. Luego se apartó, dejando el terreno a los fotógrafos de las revistas que había invitado. Los fotógrafos dispararon sus flashes, como un luminoso pelotón de fusilamiento.
Ruth quedó cegada. Todo lo vio blanco. Luego, todo negro. Hasta que la gente que los rodeaba, que aplaudía y reía, empezó a aparecer de nuevo. Y en medio de todo aquel gentío risueño, Ruth vio durante un instante un rostro serio. Durante un instante. Los focos se encendieron otra vez. Una nueva descarga de flashes. Blanco. Negro. Después volvió a distinguir los rostros. Y, una vez más, aquellos ojos serios mirándola. Pasmados. Sombríos.
Ruth sintió que le flaqueaban las piernas. Y las carcajadas de la gente se convirtieron en una única, atroz carcajada que resurgía del pasado.
Bill había llegado pronto a la fiesta. Aparcó el coche en la alameda y entró, con un voluminoso paquete bajo el brazo. Fue recibido por el dueño de la casa en su estudio privado. Le entregó el paquete y cobró siete mil dólares. En efectivo. Luego, junto con el dueño de la casa, había abierto el paquete y se había hecho una raya de cocaína. No sabía cuántas se había metido a lo largo del día. Estar entre toda aquella gente lo sacaba de quicio. Había consumido al menos uno de sus frascos de cristal personales. Con la cocaína no se sentiría fuera de lugar, se había dicho. Y, en efecto, estaba a gusto bromeando con aquel tipo. O por lo menos lo estuvo hasta que apareció la esposa de este, una mujer joven, de unos treinta años, que había hecho un par de peliculitas antes de casarse con aquel millonario. La mujer no saludó a Bill, se limitó a mirar la cocaína y a coger un frasco que guardó en su bolso de noche, y luego se dirigió a su marido.
—¿El señor se queda? —le preguntó.
El dueño de la casa la cogió por un brazo y la acompañó amablemente a la puerta del estudio.
—¿Quién va a notarlo? —le dijo en voz baja.
—¿Vestido de claro y con esa espantosa camisa roja? —preguntó la mujer.
—Con toda la gente que hay… —replicó el dueño de la casa, en voz todavía más baja. Pero no lo bastante para que Bill no los oyese. Cuando la cocaína le circulaba por las venas, Bill lo oía todo. Y también lo veía todo. Por eso estaba convencido de ser invencible. Pero de repente se dio cuenta de que estaba sudando. Y tenía unas ganas irresistibles de meterse otra raya.
Cuando el dueño de la casa volvió al estudio tras despachar a su mujer, lo encontró inclinado sobre la mesa aspirando una raya de polvo blanco. El hombre rió. Luego fue a un armario y lo abrió. Cogió una botella de vidrio y dos vasos.
—Glenfiddich de dieciocho años —dijo—. He conseguido pasarlo por la aduana en uno de mis últimos viajes a Europa. Cocaína y scotch, ¿puede haber algo mejor? —Brindó con Bill y después le rogó que no contara a nadie que era el Punisher—. Es mejor que ciertas cosas se queden entre nosotros.
Y Bill, a medida que llegaban los invitados, se fue sintiendo más excluido. Irremediablemente excluido. Y, cuanto más aumentaba su sensación de incomodidad, más cocaína se metía por la nariz en uno de los cinco lujosos cuartos de baño de la planta baja. Y luego iba al estudio del dueño de la casa y bebía el Glenfiddich de dieciocho años. Sin pedir permiso a nadie. Se había apoderado de la botella de vidrio. Y cuando un criado lo encontró bebiendo, Bill lo miró con gesto rabioso y le dijo: «¿Qué coño quieres, soplapollas?». Terminó la botella y la dejó sobre el escritorio de cerezo rojo, manchando la valiosa madera. Y siguió bebiendo cuanto encontraba a su paso. Y no bien sentía la cabeza pesada volvía a un baño, se encerraba con llave y se metía una dosis cada vez mayor de cocaína.
Nadie le dirigía la palabra. Bill miraba las fotos colgadas en las paredes y pensaba: «Debería estar también yo. ¿Cuántas pajas os habéis hecho gracias a mí, panda de gilipollas? Yo soy una estrella». Sentía los músculos de la cara contraídos. Trataba de sonreír pero cada vez que se veía reflejado en un espejo le parecía que solo hacía una mueca. Y después, cuando se le terminó su segundo frasco de cocaína, tuvo la clara sensación de que todos estaban mirándolo. Y que unos a otros se murmuraban algo al oído. Y que volvían a mirarlo. «¿Qué coño miráis? —pensaba—. ¿Queréis que me folle a vuestras mujeres? ¿Queréis que les dé una paliza? Soplapollas, cobardes.» En un momento dado fue a la salida. Lo que tenía que hacer era irse de allí. ¿Qué coño pintaba él con todos aquellos mamones ricos? Cuando estaban juntos se avergonzaban de él. Fingían no conocerlo. Había saludado a un par de ellos. Gente a la que vendía cocaína. Todo sonrisas y obsequiosidad cuando necesitaban el polvo blanco. Y ahora hacían como si no lo conocieran. Tendría que haberles metido veneno para ratas en la cocaína. Sí, eso tendría que haber hecho. Porque eran unas ratas asquerosas. Gente sin cojones. Lo que debía hacer era irse, pensó de nuevo, procurando llenarse los pulmones de aire fresco. Pero no podía dejar que se salieran con la suya, coño. No, él era el Punisher. Era mejor que todos ellos. Apretó los puños, fue a un rincón oscuro del jardín y aspiró el fondo del frasco. «Que os den por culo, gilipollas —se dijo—. Veamos quién tiene más huevos.»
Al volver a la mansión oyó carcajadas y aplausos. «Tendrían que ser para mí», se dijo, siguiendo las luces de los flashes, que brillaban enloquecidos. Entró en la sala, se abrió paso entre la gente, con las fosas nasales dilatadas, los ojos vidriosos, desorbitados, los dientes mordiendo los labios insensibles. Los pensamientos le daban vueltas en el cerebro sin terminar de formarse. Quería ver quién era el inepto que se estaba apropiando de la fama que le correspondía a él.
Y entonces la vio.
Y ella lo estaba mirando.
Súbitamente Bill supo que todas sus pesadillas del pasado no eran sino una premonición. De ese momento. Las carcajadas de la gente, los aplausos, todo se acalló. Y cada flash que se encendía era como si Ruth se le acercase un poco. Sus propios pensamientos se acallaron. Como muertos de pronto. Fulminados por Ruth. Bill ya no tenía pensamientos. La miraba, inmóvil. Incapaz de apartar los ojos de ella. Hipnotizado.
Como si estuviese mirando su propio destino. Como si después de tanto correr se hubiese encontrado frente a la muerte. La muerte que lo había atormentado por la noche, despertándolo aterrorizado. Ella estaba ahí. Y estaba ahí por él. Solo por él.
Ruth había ido a detenerlo.
Estiraría un brazo hacia él. Lo señalaría. Abriría la boca para gritar: «¡Es él!». Y todos, en aquel silencio irreal, le clavarían los ojos. Y se enterarían de todo. «¡Es él!» Lo acorralarían como a un animal. Lo tumbarían al suelo. Lo inmovilizarían. Lo vejarían. Lo atarían, lo entregarían a la policía. Y la policía lo pondría en la silla, con las correas de cuero y el casquete apretado en el cráneo, con la espuma goteando agua. «¡Es él!», gritaría Ruth mientras conectaba la corriente. Y el Punisher moriría. Frito. Con los sesos desparramados. Las manos sujetas a los brazos de la silla. Como un perro. Como en sus pesadillas.
Un fotógrafo disparó una foto, justo detrás de él. El magnesio estalló, rasgando el silencio en la cabeza de Bill, que se volvió de golpe, con los ojos fuera de las órbitas. Dio un puñetazo al fotógrafo. Ahora todos lo miraban. Y ya no reían.
Bill se dio la vuelta y miró a Ruth. Y Ruth lo seguía mirando. Y sonreía. Estaba seguro de que Ruth lo miraba con una sonrisa. Una mueca atroz. Como en sus pesadillas. Todo era como en sus pesadillas.
Bill vio que un tipo afeminado, con las cejas finas como las de una mujer y el pelo teñido de rubio platino, se le aproximaba. Levantó una mano, con el puño cerrado. El tipo afeminado pegó un grito y se protegió la cara con una mano. Bill le dio un empujón y lo tiró al suelo. Luego salio corriendo, abriéndose paso entre aquellos ricos de mierda.
Ruth lo reconoció enseguida.
Sintió que le flaqueaban las piernas. Se le cortó la respiración. La acometió el pánico.
Bill la estaba mirando. Y él también la había reconocido.
El encuentro tan temido. El hombre de sus pesadillas. El pasado que volvía a absorberla en su torbellino. Ruth sintió una punzada en el dedo amputado. Tuvo miedo de que volviese a sangrar.
Bill la estaba mirando, con una expresión feroz.
La víctima y el predador se habían reconocido. Y era como si en la sala abarrotada estuviesen solamente ellos dos.
Ruth sintió una presión que la asfixiaba. Las manos de Bill. Las manos que la habían metido en el fondo de la furgoneta, aquella noche. Las manos que habían hurgado en ella, que le habían pegado, hecho sangrar. Las manos que le habían partido la nariz, el labio, las costillas. Que le habían roto un tímpano. Las manos que habían empuñado las tijeras de podar y la habían mutilado. Que habían ensuciado y marcado su vida. Y las imágenes que evocaba, vívidas y brutales, la inmovilizaron como habían hecho las manos de Bill aquella noche, sin dejarle la posibilidad de huir, de sustraerse a la humillación ni a la violencia.
Entre un flash y otro Ruth miraba a Bill y no podía gritar, llorar, escapar. Lo único que era capaz de hacer era quedarse ahí, mirándolo a los ojos, petrificada por el horror. Y era como si respirase el aliento alcohólico de Bill, como si sintiese arder el cuerpo de él en el suyo, como si en sus oídos sonase solamente la voz de él. Y aquella terrible carcajada.
Bill la seguía mirando y en sus ojos Ruth leía toda su fuerza, el poder que tenía sobre ella.
Con exasperante lentitud se aferró a la manga de la chaqueta de Barrymore. Casi sin darse cuenta. Pero apenas establecido el contacto con la tela ligera y suave, los ojos se le anegaron de lágrimas. Podía moverse, pensó. Aún podía moverse. A lo mejor podía huir. A lo mejor podía darse la vuelta, sustraerse a la mirada inhumana de Bill, se dijo. Podría encontrar un poco de valor, o al menos un poco de rabia. Podría señalarlo a la gente. Hacer que lo arrestaran. Podría vengarse. Podría vencerlo. Podría aplastarlo. Con que solo pudiera sustraerse un segundo, un segundo solamente, a aquella mirada despiadada.
Pero cuanto era capaz de hacer era seguir aferrada a la manga de Barrymore, mientras los flashes disparaban sin parar, borrando durante un breve instante con sus destellos la cara de Bill. Pero él estaba ahí, se decía Ruth, y la miraba. La paralizaba. La tenía dominada. Como si fuera suya. Algo suyo. Privándola de voluntad, de la posibilidad de liberarse de su presión.
Hasta que, de repente, vio que Bill se daba la vuelta hacia un flash. Lo vio golpear a un fotógrafo, abalanzarse sobre Blyth cuando este acudía a ver qué pasaba, y luego huir. Perderse entre la multitud.
Estaba huyendo. Bill estaba huyendo.
Ruth sintió que las piernas se le estiraban y se encontró de puntillas, observando cómo Bill se abría paso entre los invitados. Vio que durante un segundo se daba la vuelta antes de salir de la sala. Y en sus ojos vio algo animal. Algo que se asemejaba a su propio miedo. Y en el miedo de Bill se diluyó el suyo. Como si en su historia pudiera haber un solo miedo. Y ahora el miedo ya no era suyo.
Se notó sudada. Una gélida, impalpable capa de sudor. Como un rocío de miedo. Pero su cuerpo volvía a caldearse. Soltó la manga de Barrymore. Y aquella sensación de calor, de sangre que circula otra vez por las venas, le provocó una sacudida, casi eléctrica. Respiró larga, violentamente. Como después de contener mucho rato el aliento. Como un nacimiento.
Bill había huido. Era él, ahora, quien tenía miedo. De ella.
Y entonces Ruth sonrió ligeramente. Como por un regalo inesperado, como por un tesoro muy valioso. Nada más que un fruncimiento de labios, que todavía temblaban por la reminiscencia del miedo. Una sonrisa que aún no tenía un pensamiento. Como una flor brotada antes de la salida del sol. Y mientras la sonrisa se le formaba en los labios y se le contagiaba a los ojos, ya no recordó tampoco el miedo. Como si jamás lo hubiera tenido. Como si Bill se lo hubiera llevado todo consigo. Y sintió que había llegado al final de su fuga. Sintió —hasta en los laberintos más recónditos de su alma— que ya era hora de que el tiempo avanzase de nuevo.
Y supo que había quedado apresada en un fotograma. Y que en aquel fotograma había apresado también a Bill. Condenando a los dos. Que su vida había quedado fijada en una noche de seis años atrás.
«Pero ahora yo ya no soy yo. Y ahora tú ya no eres tú», pensó, asombrada de la simplicidad de aquel pensamiento.
Con una especie de ligereza en el corazón, o tal vez tan solo con una promesa de ligereza, se volvió hacia Barrymore.
—Debo irme —le dijo al oído y luego se acercó a Clarence. Le pidió que la llevase a casa. Cogió del brazo del viejo agente y juntos se dirigieron hacia la salida.
El aire era fresco. Límpido. El cielo estaba estrellado.
—El coche está allí abajo —dijo Clarence señalando la larga alameda.
A Ruth le pareció ver que un hombre con un traje claro y una chillona camisa roja corría entre los vehículos aparcados, paraba en mitad de las filas, miraba alrededor y enseguida continuaba huyendo. Puede que también se cayera. Pero Ruth no le prestó atención. No conocía a aquel hombre. Ya no lo conocía. Era uno cualquiera.
Ruth sonrió y empezó a bajar los escalones.
«Ya no soy tuya —pensó. La sonrisa abría la jaula—. Adiós, Bill.»
Bill tropezó. Cayó. Se levantó.
Su LaSalle estaba bloqueado por docenas de otros coches.
—¿Se tiene que marchar? —preguntó uno de los mozos—. Si me da diez minutos, se lo saco.
Bill le dio un empujón.
—¡Que te den por culo! —rugió. No tenía diez minutos. No tenía ni un segundo.
Se volvió hacia la mansión. Ruth estaba en la entrada y miraba en su dirección. Lo había visto. Estaba con un hombre. Un policía, seguramente. El policía levantó un brazo y lo señaló. Y Ruth rió.
Bill se precipitó hacia la verja. Debía huir. No dejaría que lo prendieran. Mientras corría, chocando contra los coches aparcados, despotricando de la grava que se le metía en los zapatos, una vez más miró hacia atrás.
Ruth estaba bajando los escalones de la mansión con el policía. Avanzaban sin prisa. Jugaban con él. Había caído en una trampa. Y no tenía escapatoria. Bill sentía que el cerebro le estallaba. Veía fulgores cegadores, luego oscuridad, luego más fulgores. El alcohol le adormecía las piernas. Reanudó su carrera. La verja ya estaba cerca. Pero ¿qué haría una vez que estuviera en Sunset Boulevard? No podía escapar a pie. Lo detendrían. Miró hacia atrás. El policía estaba señalando de nuevo hacia él. Y el criado se volvía y también lo señalaba. Y Ruth reía. Reía. Se reía de él.
Bill se escondió detrás de un seto. Mientras recuperaba el aliento, miró alrededor. Si solo le quedara aún una raya de coca. Con otra raya no lo cogerían. Sería de nuevo invencible. Introdujo una mano en el bolsillo. Palpó algo. Sacó la mano. Un poco de polvo blanco en la yema del dedo. Seguramente uno de los frascos se había abierto. Se quitó la chaqueta, volvió del revés el bolsillo sobre la palma de la mano. No era mucha, pero sí suficiente. Rió. Luego se puso la mano en la nariz y aspiró, con toda la fuerza que tenía. Notó el amargor en la garganta. Aspiró la tela del bolsillo. Rió otra vez. Se mordió un labio, con fuerza. Notó la sangre. Pero no el dolor. «Coño, sigo siendo invencible», se dijo.
Miró por el seto. Unos hombres en traje oscuro estaban charlando y fumando en el prado. Tonteaban con una doncella. Sabía quiénes eran. Los guardaespaldas de un jodido senador. Soplapollas. Estaban a unos veinte pasos del coche negro. Uno se había quitado la chaqueta. Bill podía verle la pistola en la funda. Para cualquier otro, conseguirlo sería imposible. No para él. Él era invencible. Les sacaba veinte pasos de ventaja, pobres gilipollas. Se arrastró por el suelo, sobre la grava de la alameda, ocultándose detrás de los automóviles apiñados. Llegó a la puerta del coche del senador, el último de la fila. Abrió sigilosamente la puerta. Entró agachado. Solo tenía que encenderlo y meter la marcha atrás. A aquellos pobres gilipollas no les daría tiempo de pillarlo.
Se sentó, con la mano en la llave de encendido. Se detuvo.
Ruth avanzaba por la alameda. Miraba hacia él.
Y solo en ese instante Bill cayó en la cuenta de que esa noche no la había llamado «puta». De que no había pensado en ella como en una prostituta, desde el mismo instante en que la había visto. Y no sabía por qué ahora pensaba en eso. Solo sabía que algo le parecía raro. Y entonces sintió una especie de picor en la piel. Y aquel algo se convirtió en una emoción.
Ruth caminaba por la alameda. Estaba cerca, ahora. Llevaba un traje verde esmeralda. Como la sortija que Bill le había arrancado junto con el dedo. Como sus ojos. Andaba y sonreía. Estaba radiante. La mujer más hermosa que Bill había visto jamás.
La chiquilla por la que había perdido la cabeza.
Tenía los dedos inmóviles en la llave de encendido, vacilantes.
Bill sintió que la emoción invadía cada parte de su cuerpo. El tiempo se detuvo. Y de repente ya no tenía miedo. Hubiera podido bajar del coche e ir al encuentro de Ruth. Estaba tan cerca, ahora. Todo hubiera podido volver a comenzar desde el principio.
Se lo decía la emoción.
«Estás preciosa, Ruth», pensó.
Y con aquella desgarradora emoción en el corazón, giró la llave.
No oyó el estruendo. Solo un misterioso silencio. Y luego sintió un calor que lo devoraba vivo.
Cuando el coche estalló, Ruth fue arrojada al suelo por la onda expansiva. Y el estruendo de la bomba y de la metralla casi la ensordeció.
Mientras Clarence la ayudaba a levantarse, Ruth vio a los guardaespaldas correr empuñando las pistolas. Y a los criados correr y gritar. Y a la gente salir de la mansión y mirar y correr y gritar. Y, pasado un momento, empezaron a oírse también las sirenas de los coches patrulla aparcados en Sunset Boulevard.
—¿Dónde está el senador? —bramó un policía.
—El senador está vivo —gritó uno de los guardaespaldas.
—¡Preparad un coche! —profirió el capitán de la policía.
Y después los otros dos guardaespaldas se lanzaron hacia la mansión, empujando a los curiosos. Cogieron al senador y a su mujer y los escoltaron hasta la verja. Los metieron en un coche patrulla y este partió haciendo sonar la sirena.
Los cristales estaban diseminados por todas partes. Las puertas habían sido arrancadas de las bisagras. Los hierros chirriaban, retorciéndose. El calor era insoportable.
—Es el tercer atentado —dijo alguien detrás de Ruth.
—Más vale no invitarlo más —repuso otro.
Y un tercero rió.
La gente en traje de noche se aglomeraba en la alameda. Los fotógrafos disparaban. Los flashes iluminaban la noche como luciérnagas enloquecidas. El aire se llenaba de vapores nauseabundos, de gasolina y aceite, de hierro fundido y cuero.
Hasta que el fuego se apagó. Solo. De repente. Como si alguien se hubiese tirado encima un enorme, invisible cubo de agua. Únicamente quedaron pequeñas llamas aquí y allá. Y un ruido suave, crepitante.
«Como el de las brasas de una chimenea», pensó Ruth.
Dio un paso hacia el coche retorcido.
El cuerpo carbonizado aún se sujetaba al volante. La cabeza abrasada, reclinada.
—Tenga cuidado, señorita —le dijo un policía.
—Tenía que verlo —murmuró Ruth.
—¿Lo conocía? —le preguntó el policía.
«Ya soy libre», pensó Ruth.
—Señorita, ¿lo conocía? —volvió a preguntar el policía.
Ruth lo miró sin expresión.
—No —le dijo. Luego dio la espalda a Bill.