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Los Ángeles, 1927
La muchacha estaba en el centro del plató y miraba alrededor con aire confundido. El pabellón estaba a oscuras. Solo una lámpara, que colgaba del entramado, alumbraba con su haz mortecino el centro del plató, trazando un círculo de contornos difuminados. La escenografía representaba con gran realismo el lavadero de un bloque popular. Una puerta desconchada, en el lado izquierdo de la pared del fondo, introducía en la habitación. A la derecha de la puerta, tres grandes fregaderos. En las dos paredes laterales, muy arriba, como si el lavadero se hallase en la entreplanta del edificio, había dos ventanas, estrechas y largas, tras las cuales se escondían dos cámaras. Una tercera cámara estaba situada detrás de la pared del fondo y seguía la escena por un agujero que simulaba un desagüe, a la altura de un hombre, entre dos fregaderos. Al revés que en otros platós —carentes de la cuarta pared, para rodar sin impedimentos—, aquí la escenografía se cerraba con una red metálica, tendida entre dos palos de hierro. Detrás de la red había dos cámaras, a los lados, para las tomas transversales, lo bastante apartadas para no entrar en el encuadre de la cámara oculta entre los dos fregaderos. Las cinco cámaras, tras la orden del director, empezarían a rodar simultáneamente, y filmarían la escena sin intervalos. Pues no iba a haber más claquetas. No era una escena que se pudiera repetir. Por tal motivo, las cámaras empezarían a rodar a la vez, cada una de ellas cargada con una cinta de veinte minutos de metraje. Un solo rollo. La acción no duraría más.
Había sido una idea de Arty Short. Estaba seguro de que con este sistema lograría un realismo irrealizable de cualquier otro modo. Y la escena que se disponían a rodar precisaba ser absolutamente realista. Resultaba caro, sin duda. Pero últimamente los negocios iban bien, muy bien. Y aquella nueva inversión daría aún más beneficios. «Ha comenzado una nueva era —había dicho Arty a su protegido, a quien todos conocían como Punisher, el Castigador—. Nosotros dos —había recalcado el director— estamos iniciando una nueva era. Tú y yo.»
Ahora la muchacha estaba parada en el centro del plató y se retorcía las manos. Se encontraba turbada, no sabía qué hacer. La tensión era alta. Procuraba sonreír, aparentar desenvoltura, pero todo estaba a oscuras y no podía ver al equipo ni al director detrás de la red metálica, y se sentía un poco incómoda. La habían contratado el día anterior, mientras hacía cola con otras decenas de extras para tratar de conseguir un papel en The Wedding March, una película del director Erich von Stroheim. Un hombre se le había acercado y le había dicho que le ofrecía la oportunidad de una prueba que, si la superaba, la haría salir del anonimato. Era un papel protagonista, le había asegurado. En una pequeña película, pero que verían los mayores productores de Hollywood. Y todos los que tenían algún peso en la industria. No había podido dormir, había pasado la noche presa de una agitación febril. Había confiado en que la maquilladora le borrase las huellas de la noche en blanco, pero nadie la había maquillado. Solo le habían dado un traje para la escena. Y ropa interior. La encargada del vestuario le había dicho que el director era un maniático del realismo. Pero le había parecido raro. Como también le había parecido raro que no hubiera más chicas para la prueba. Pero Hollywood no contemplaba que una muchacha se hiciera demasiadas preguntas si quería triunfar, se había repetido. Al fin y al cabo, ya había hecho algunas componendas desde que llegara a Los Ángeles y no se arrepentía. Había posado para GraphiC como modelo y, para conseguirlo, se había acostado con el fotógrafo. Había tenido además una relación con un hombre casado que era amigo del productor Jesse Lasky, y así había logrado ser figurante en aquella película. De esa manera se hacía carrera en Hollywood. Y para hacer carrera había dejado Corvallis, Oregón, en el corazón del Willamette Valley, tres años atrás. Bien es cierto que si en Corvallis se hubiese acostado con un fotógrafo y con un hombre casado, la habrían considerado una puta; pero en Hollywood las reglas eran distintas, y ella no se sentía una puta. No se acostaba con cualquiera. No lo hacía ni por placer ni por capricho. Solo lo había hecho con el fotógrafo y con el amigo de Jesse Lasky. En Corvallis, su belleza únicamente le habría valido para casarse con un funcionario del ayuntamiento en vez de con un leñador, como todas sus amigas. Eso era lo que se podía esperar de Corvallis, un pueblo cuyo emblema era el crisantemo. Una vez, en la biblioteca municipal, había leído que en ciertas partes del mundo el crisantemo era la flor de los muertos. Y ella no quería vivir como una muerta.
La puerta del plató se abrió y apareció el director. Tenía una cara fea, muy chupada, picada de viruelas, y una expresión desagradable. Sin embargo, ella quería más de la vida. Así que le sonrió.
—¿Ya estás lista? —le preguntó Arty Short.
—¿Qué debo hacer? —dijo riendo, como si se sintiese a sus anchas, como si fuese una actriz consumada—. ¿Hay un guión?
Arty la miró en silencio. Le tocó el pelo, estrechando los ojos. Luego se volvió hacia la puerta abierta.
—¡Quiero dos trenzas! —gritó.
Una mujer diminuta entró en el plató arrastrando los zapatos. Llevaba en una mano cuatro lazos. Dos rojos y dos azules.
—¿Las ato con un lazo? —preguntó.
Arty hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Rojo o azul? —preguntó la mujer, con un tono monocorde.
—Rojo.
La mujer extrajo un peine del bolsillo, fue detrás de la muchacha y comenzó a peinarla, sin el menor miramiento.
Arty siguió observando a la muchacha mientras la peluquera le anudaba las dos trenzas.
—Quiero que seas ingenua, ¿me entiendes? —dijo a la muchacha.
Ella asintió y sonrió. Detestaba las trenzas. Todas las chicas de Corvallis llevaban trenzas. Y estaba segura de que con trenzas tendría su misma cara de paleta. Pero era la prueba de su vida. Un papel protagonista. Estaba dispuesta a hacer mucho más por conseguir aquel papel.
—¿Cómo has dicho que te llamas? —le preguntó Arty.
—Bette Silk… —La muchacha se trabó. Rió—. O sea, ese es mi nombre artístico. En realidad, me llamo…
—Vale, Bette, escúchame con atención —la interrumpió Arty—. Lo que quiero de ti es lo siguiente… —De repente el director tuvo un arrebato de impaciencia—. ¿Cuánto se tarda en hacer dos trenzas?
La peluquera apretó el segundo lazo y enseguida se marchó.
—Perdóname, Bette —dijo Arty suavizando su voz—, pero cuando ruedo no quiero follones en el plató. ¿Estás tranquila?
—Sí.
—Bien. Tú eres una chica que huye. Cuando grite «acción», tú entras aquí, jadeante y aterrorizada. Cierras la puerta con este cerrojo —y Arty le mostró un cerrojo liviano, en la mitad de la puerta. Lo cerró.
—¿No esos otros dos? —preguntó la muchacha señalando dos cerrojos mucho más gruesos que había en los ángulos superior e inferior de la puerta—. Si estoy huyendo…
—Bette —la cortó, molesto, Arty Short—. Bette, no pongas nada de tu parte. Si te digo que solamente cierres ese, cierras solamente ese.
—Sí, perdóneme, es que yo…
—Si te digo que te tires por una ventana, lo haces, Bette. ¿Queda claro? —dijo Arty con voz severa.
Bette se ruborizó y bajó la mirada.
—Sí, perdóneme.
—De acuerdo. Esto es todo lo que tienes que hacer. —Y la voz de Arty volvió a suavizarse—. Estás huyendo. Y buscas refugio en este lavadero.
—¿De quién huyo? —inquirió la muchacha.
Arty la miró en silencio.
—¿Estás lista? —preguntó luego.
—Sí… —dijo tímidamente Bette.
—Muy bien.
—¿Debo decir alguna frase?
—Te saldrán solas, ya lo verás —le sonrió amablemente Arty—. ¡Luces! —gritó después hacia arriba.
Los focos que apuntaban hacia el escenario se iluminaron. Bette se sintió inundada por el calor de la luz. Y en aquel instante comprendió que estaba a punto de hacer cine. En serio. Como protagonista.
—Ven —le dijo Arty, cogiéndola por un hombro y conduciéndola fuera del plató. Accionó el cerrojo y abrió la puerta.
Bette miró el escenario iluminado antes de pasar a la oscuridad de los bastidores. Y sintió que el corazón se le aceleraba.
—Él es tu pareja —le dijo Arty.
Bette se volvió y vio a un muchacho de unos veinticinco años, que la miraba a los ojos, sin demostrar la menor emoción. Se sintió como envestida por una ola de frío y enseguida volvió a mirar el escenario y las luces fulgurantes de los focos.
—¡Motor! —gritó Arty.
El corazón de Bette se aceleró más.
—¡Acción! —gritó Arty.
Su sueño se estaba haciendo realidad, pensó Bette. Aspiró profundamente y salió corriendo al escenario, con tanto ímpetu que cayó al suelo. Se levantó y se abalanzó hacia la puerta. La cerró y echó el cerrojo.
Entonces Arty Short se volvió hacia Bill.
—Es toda tuya —le dijo.
Bill se puso una máscara de cuero negro, ceñida, con ranuras para los ojos, la boca y la nariz.
—Ve, Punisher —dijo Arty.
Bill dio un empellón a la puerta. El cerrojo cedió. La puerta se abrió. Bill se quedó inmóvil mirando a Bette, sus largas trenzas, su cuerpo escultural. La vio retroceder hacia una pared, con una expresión de fingido terror en el rostro. Era una actriz pésima. Se giró hacia la puerta y la cerró. Con un pie corrió el grueso cerrojo del extremo inferior de la puerta. Luego echó también el de arriba. Y entonces miró de nuevo a su víctima. Oía el zumbido de la cámara. Sonrió detrás de su máscara de cuero. La muchacha se había llevado teatralmente una mano a la boca, como hacían las actrices del cine mudo. Se le fue acercando poco a poco. La muchacha susurraba con voz implorante: «No… no… se lo ruego… márchese… no…». Bill la asió por una trenza y la arrojó al centro del plató. Cuando la muchacha se levantó, su expresión de miedo era más verosímil. Pero aún no era suficiente. Bill entonces le asestó un puñetazo en el estómago. La muchacha se dobló en dos, gimiendo. Y en el momento en que Punisher le alzó la cabeza, poniéndola hacia la cámara, el dolor y el terror eran perfectamente realistas. Bill rió y a continuación le arrancó la ropa, mientras la seguía sacudiendo, mientras seguía oyendo el zumbido de las cámaras, mientras sentía crecer su excitación.
—¡Corten! —gritó Arty Short diez minutos después.
En el silencio que siguió sonó el interruptor del generador. Los focos se apagaron, chirriando mientras se enfriaban. El pabellón quedó sumido en la oscuridad. La lámpara que colgaba del techo, en el centro del plató, alumbró de nuevo con su haz mortecino. Y en el círculo de contornos difuminados, en el suelo —al tiempo que Bill se quitaba la máscara de cuero negro y abandonaba el plató—, la muchacha permaneció inmóvil unos segundos, como muerta. Luego se llevó una mano a la ingle, que se tapó, con una lentitud pasmosa. Y con el otro brazo se rodeó el pecho desnudo. Empezó a sollozar. Volvió la cabeza hacia las cámaras que ya no zumbaban y dijo:
—Oh, Dios…
Alrededor de ella, en la oscuridad, todos callaban.
—¡Doctor Winchell! —gritó Arty Short.
En el débil círculo de luz apareció un hombre de unos sesenta años, pocas canas en las sienes, gafitas doradas, redondas, traje gris, con un maletín en una mano y dos mantas en la otra. Se arrodilló al lado de la muchacha, le puso encima una manta, la otra se la colocó enrollada debajo de la cabeza y abrió el maletín. Extrajo una jeringa y la llenó de un líquido claro, viscoso. La muchacha seguía con la cara girada hacia la oscuridad, hacia las cámaras apagadas. Cuando notó que el médico le agarraba un brazo, con delicadeza, y se lo apretaba con un torniquete, se volvió a mirarlo.
—Es morfina —dijo el doctor Winchell—. Te quitará el dolor.
Luego introdujo la aguja en la vena que se le había hinchado, soltó el torniquete e inyectó el líquido. Extrajo la aguja y tapó la pequeña herida con un apósito de algodón empapado de desinfectante.
Mientras el médico guardaba sus instrumentos en el maletín, se acercó Arty Short. Sacó de su bolsillo un fajo de billetes, se agachó hacia ella y se lo puso en la mano.
—Son quinientos dólares —dijo—. Y ya he hablado con un productor que me ha prometido darte un papel en una película. Eso sí, si vas a la policía, te perjudicarás a ti misma. —El director se incorporó—. Has estado soberbia —dijo a la muchacha. Luego se alejó y sus pasos resonaron en la oscuridad del pabellón.
El doctor Winchell sonrió a la muchacha, incómodo, después cogió una gasa y comenzó a taponar y desinfectar las heridas de la cara, con suavidad, limpiando la sangre.
—¡Has estado sensacional! —se oyó exclamar más allá a Arty Short—. Ya verás lo que saco en el montaje. Vamos a beber algo, Punisher. Te convertirás en una leyenda, créeme —y su carcajada retumbó en el pabellón.
La muchacha miraba al doctor Winchell, que seguía ocupándose de sus heridas.
—Usted se parece a mi abuelo… —dijo.