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Manhattan, 1922

—¿Qué clase de nombre es ese?

—Métete en tus asuntos.

—Es nombre de negro.

—¿Te parezco negro?

—Tampoco pareces italiano.

—Soy americano.

—Sí, claro… —bromearon los chicos que lo rodeaban.

—Soy americano.

—Si quieres entrar en nuestra banda tienes que cambiarte ese nombre de mierda.

—Que os den por culo.

—Que te den por culo a ti, jodido Christmas.

Christmas Luminita se alejó con paso cansino e indolente, las manos en los bolsillos, el mechón de pelo rubio revuelto sobre la frente y una sombra de pelusa que se le empezaba a formar sobre el labio y en la barbilla. Tenía catorce años pero ojos de adulto, como muchos de los chicos de su edad que se habían criado en los pisos sin ventanas del Lower East Side.

—¡Formaré mi propia banda, idiotas! —gritó cuando tuvo la seguridad de que ya no estaba al alcance de una pedrada.

Fingió que no le importaba el coro de befas que lo seguía desde el fondo de la calle sin empedrar, hasta que torció hacia un callejón sucio. Entonces, una vez solo, Christmas desfogó su rabia dando una patada a un cubo de basura, de lata, oxidado y lleno de agujeros, que había en la parte trasera de una tienda de la que emanaba el olor dulzón a carne despiezada. Una perra pequeña, gorda y pelada por la sarna, con los ojos saltones y rojos, que parecía que iban a salírsele de las órbitas en cualquier momento, surgió como un rayo por la puerta de la tienda, ladrando furiosamente. Christmas se agachó, sonriéndole y tendiéndole una mano abierta. La perra, acostumbrada a esquivar las patadas, frenó, se quedó un poco lejos y lanzó un último ladrido, pero con fuerza, como sorprendida. Casi un aullido. A continuación, abrió aún más sus horribles ojos saltones y alargó su cuello ancho, para acercar el hocico tembloroso hacia la mano. Gruñendo quedamente, dio un par de pasos tímidos, olfateó las yemas de los dedos de Christmas y luego el rabo corto y mocho se agitó despacio, con dignidad. El chico rió y le rascó el lomo.

Un hombre con un mandil ensangrentado se asomó por la trastienda, con un cuchillo enorme en la mano. Miró a la perra y al chico.

—Creí que me la habían matado —dijo.

Christmas apenas levantó la cabeza, en un gesto mudo, y siguió rascando a la perra.

—Te va a contagiar la sarna —dijo el hombre.

Christmas se encogió de hombros y no dejó de acariciar a la perra.

—Tarde o temprano me la matarán —continuó el carnicero—. ¿Eres uno de ellos?

—¿De quiénes? —preguntó Christmas.

—Uno de esos gamberros que rondan por aquí. ¿Eres uno de ellos?

El chico negó con la cabeza. Su mechón rubio flotó al viento. Sus ojos se ensombrecieron durante un instante, luego se iluminaron de nuevo y sonrieron a la perra, que gruñía de placer.

—¿A que es espantosa? —dijo el hombre al tiempo que limpiaba la hoja del cuchillo en su mandil.

—Sí —respondió Christmas—. Sin ofender.

—Me la vendió un tipo, hace diez años. Me dijo que era de raza —afirmó el hombre, moviendo la cabeza—. Pero me he encariñado con ella —y dio media vuelta para entrar en la tienda.

—La puedo proteger —dijo Christmas, sin pensarlo.

El carnicero se volvió y lo miró con curiosidad. Un chico de catorce años, flaco, con los pantalones remendados y zapatos demasiado grandes sacados a saber de dónde, manchados de barro y de estiércol de caballo.

—Tiene miedo de que se la maten, ¿no? —dijo Christmas poniéndose de pie. La perra se frotó contra su pierna—. Si la quiere tanto, la puedo proteger.

—¿Qué dices, chico? —respondió el carnicero, echándose a reír.

—Medio dólar a la semana y yo protejo a su perra.

El hombre, fuerte y enérgico, meneó la cabeza con incredulidad. Quería regresar a su trabajo, no le gustaba dejar la tienda sin vigilancia, llena de miserables trozos de carne que contados de los miserables habitantes del barrio podían permitirse. Pero se quedó donde estaba. Lanzó una rápida ojeada al interior de la tienda y luego se dirigió a aquel extraño muchacho.

—¿Y cómo lo harías?

—Tengo una banda —dijo de sopetón Christmas—. Los… —vaciló, mirando a la perra que se frotaba contra sus piernas—. Los Diamond Dogs —se le ocurrió decir.

—No quiero saber nada de guerras de bandas —concluyó el hombre con severidad, y miró de nuevo el interior de la tienda, pero no se marchó.

Christmas se metió las manos en los bolsillos. Removió un poco de polvo con la punta de un zapato. Luego le dio una última caricia a la perra.

—Bueno, como prefiera. Antes he oído… No, nada… —y fingió que se daba media vuelta.

—¿Qué has oído, chico? —lo detuvo el carnicero.

—Esos de allí —y con una mirada rápida Christmas señaló la esquina hasta la que aún llegaba el griterío de la banda que lo acababa de rechazar— decían que hay un perro que está siempre ladrando, que monta mucho jaleo y…

—¿Y…?

—Nada… a lo mejor hablaban de otro perro.

El carnicero alcanzó a Christmas en medio del callejón, con el cuchillo en la mano. Agarró al muchacho por el cuello de su chaqueta raída. Tenía manos fuertes y grandes, de estrangulador. Le sacaba a Christmas un par de palmos. El perro aulló, preocupado.

—A esta sarnosa no le gusta nadie. Pero tú sí le gustas, palabra de Pep —dijo con voz amenazadora el carnicero, con sus ojos clavados en los de Christmas—. Y yo le tengo cariño. —El hombre volvió a examinar al muchacho, en silencio, mirándolo fijamente, al tiempo que una expresión asombrada le suavizaba los rasgos. Asombrada porque no terminaba de convencerse de lo que se disponía a hacer—. Es verdad, esta monta más jaleo que una mujer —dijo señalando a la perra, que jadeaba con la lengua fuera—. Pero al menos no me la tengo que joder —y rió satisfecho de aquel chiste que seguramente ya había contado un montón de veces. Luego apartó el mandil hacia un lado, hurgó con sus dedos manchados de sangre en el chaleco, meneando la cabeza por lo que estaba haciendo, extrajo del bolsillo una moneda de medio dólar y la puso en la mano de Christmas—. Debo de haberme vuelto loco. Estás contratado —y siguió meneando la cabeza—. Vámonos, Lilliput —le dijo por último a la perra y entró en la tienda.

No bien el carnicero desapareció, Christmas miró la moneda. Con ojos centelleantes, la escupió y le sacó brillo con las yemas de los dedos. Se apoyó de espaldas contra la pared de enfrente de la tienda. Y rió. No como un adulto, ni como un chico. De la misma manera que su pelo rubio no era de italiano y sus ojos oscuros no eran de irlandés. Un chico con nombre de negro, que no sabía bien quién ser. «¡Los Diamond Dogs!», se dijo riendo. Estaba contento.