29
Dearborn-Detroit, 1923-1924
Todos los cuartos de alquiler eran iguales. Las condiciones, las mismas: pago por adelantado, prohibido llevar mujeres a las habitaciones. Bill había estado en cuatro desde su llegada al condado de Wayne, Michigan. A él eso le traía sin cuidado. Si cambiaba de cuarto no era sino porque encontraba otro más cercano a la fábrica de River Rouge. La fábrica donde se fabricaban los Ford. El Model T.
Sin embargo, todo era muy diferente de como Bill había imaginado cuando lo habían contratado. La fábrica estaba en construcción. Un espacio inmenso. Miles de obreros. Solo una pieza, insignificante y anónima, para cada obrero. No un coche completo. A Bill le había tocado una parte del bastidor. Tenía que apretar tres tuercas de metal a tres pernos. Nada más. En eso residía toda su contribución al Model T.
El día que fue contratado, en la entrada de su sección estaba colgada la página de un periódico. El título del artículo decía: «Más Tin Lizzie que bañeras en las granjas americanas». El periodista escribía que el Model T había dado a los americanos de las zonas rurales la posibilidad de desplazarse desde sus granjas casi veinte kilómetros, la máxima distancia que normalmente recorrían con un caballo. Gracias al Model T las ciudades estaban al alcance de la mano. Y, en el curso de sus investigaciones, el periodista había constatado que prácticamente en cada granja había un Ford, mientras que con frecuencia no había bañera. Cuando trató de pedir una explicación a la esposa de un agricultor, esta respondió: «No se llega a la ciudad con una bañera».
Bill se había reído con ganas. El supervisor le había dado un golpe en el hombro y se había llevado un dedo a los labios. Bill había aprendido que la fábrica estaba regida por lo que los obreros llamaban el «Ford whisper». El susurro. Estaba terminantemente prohibido apoyarse en las máquinas, sentarse, hablar, cantar e incluso silbar y sonreír. Por ello, los obreros habían aprendido a comunicarse sin mover los labios, para eludir la vigilancia de los supervisores. El susurro.
Lo que no contaba el periodista en su artículo era que el Model T había iniciado una nueva costumbre. Los muchachos iban a recoger a las chicas a casa, las sacaban de las mecedoras que había en los porches y las llevaban a dar una vuelta. Y luego las tumbaban en los asientos traseros. Los obreros, durante los descansos, hacían guasa de aquello. Los que fabricaban los asientos contaban divertidos a sus compañeros que ya podían oler los culos desnudos de las chicas. Hasta que un día —después de que la directiva, precisamente por esa causa, hubiera decidido fabricar asientos traseros más estrechos—, algunos de ellos consiguieron robar uno de los asientos nuevos y detrás de una nave en construcción hicieron pruebas para comprobar si Ford iba a ser capaz de interrumpir la nueva moda.
Bill se contaba entre ellos. No reía como los demás, se mantenía más apartado, pero se lo estaba pasando bien. Una de las obreras que se prestó a imitar las posturas posibles, una chica rubia de mirada provocadora, lo agarró de la mano.
—Anda, enséñame lo que sabes hacer —dijo en voz alta, riendo.
Los obreros jaleaban y silbaban. Bill se sintió abrasado por todos aquellos ojos fijos en él, como si estuviese en la cárcel. La muchacha reía, mientras lo arrastraba hacia el asiento. El mono le ceñía el pecho turgente. Entonces Bill le torció un brazo, con violencia, y la forzó a volverse. Luego la empujó al asiento y, sujetándola del pelo, la montó por detrás.
—¡Eh, esa postura se llama «Agarra el toro por los cuernos»! —gritó un obrero.
—¿Qué toro? ¡Vaca, dirás! —lo corrigió otro obrero.
Y todos volvieron a jalear y silbar.
En cambio, la muchacha se había puesto repentinamente seria. Había sentido una punzada caliente en el vientre. Y una emoción intensa. Al soltarla Bill, se volvió a mirarlo.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Cochrann.
Un obrero de aspecto débil y tímido se les acercó.
—Ya basta, Liv —dijo a la chica. Era casi un ruego.
—Quítate de en medio, Brad —respondió la muchacha, sin dejar de mirar a Bill a los ojos.
—Liv…
—Olvídame, Brad —le interrumpió la chica—. Lárgate.
El obrero miró a Bill.
Bill se volvió hacia él.
—¿Estás sordo?
El obrero bajó la vista, luego se marchó.
Esa misma noche Liv se convirtió en la amante de Bill. Hicieron el amor en un prado. Con violencia. Y si Bill aflojaba sus arremetidas, Liv le clavaba las uñas en la espalda, hasta herirlo. Después, no bien Bill volvía a hacerle daño, Liv apretaba con menos fuerza. Como si no concibiese más que dolor en el acto sexual.
Y con Liv cesaron las pesadillas de Bill. Ruth había dejado de atormentarlo de noche.
Liv se dejaba pegar, atar, morder. Gritaba de placer cuando Bill la agarraba del pelo, hasta arrancárselo. Y cuando Bill estaba cansado, Liv lo maltrataba. Lo ataba, le pegaba, lo mordía. Y Bill aprendía a gritar de dolor. Y a descubrir el placer del dolor. Dejó su cuarto de alquiler y se fue a vivir a la chabola de Liv. Y hasta la noche de Año Nuevo pensó que quizá la amaba. Y pensó que podría vender las piedras preciosas y construir una casa mejor que aquella y vivir juntos. A lo mejor, casarse con ella.
Sin embargo, la noche de Año Nuevo Liv le dijo:
—Espero un hijo. Estoy preñada.
Aquella noche Bill, haciendo el amor, la golpeó brutalmente. En la cara. Y la sodomizó con tanta rabia que Liv casi se desmayó. Después, ya muy entrada la noche, Bill se despertó sudado. Ruth había vuelto a visitarlo. Y de nuevo lo había matado. Se levantó de la cama en silencio y se sentó en una silla de la cocina, con los codos sobre la mesa tambaleante y la cabeza entre las manos. Cerró los ojos y vio a su padre sacándose el cinturón de los pantalones y zurrando a su madre y a él. Abrió los ojos. Encontró media botella de coco-whisky, un destilado fermentado durante tres semanas en la cáscara de una nuez de coco, y se la bebió de un trago. Cuando el alcohol lo mareó, volvió a cerrar los ojos. Y de nuevo vio a su padre, de espaldas, zurrando a su madre y a él, borracho. Apenas con un segundo de retraso, cuando ya no podía abrir los ojos, se dio cuenta de que no era su padre, sino él. Él mismo zurrando a Liv y a su hijo. El hijo que iba a nacer.
Entonces Bill abrió la caja de hojalata en la que Liv guardaba sus ahorros de obrera y los robó. Cogió sus propios ahorros y las piedras preciosas, metió su ropa en una maleta, en silencio, sin despertar a Liv, y salió de la chabola.
Llegó a Detroit al amanecer y alquiló un cuarto. Dedicó el día a estudiar las distintas joyerías de la ciudad, hasta que dio con la que más le convenía. Estaba en una zona periférica de la ciudad. Y había visto entrar a dos individuos de aspecto siniestro. Había fisgado por el escaparate. Y había comprendido. Al día siguiente, tras ver que entraba en la tienda otro tipo que parecía un gángster, pasó detrás de este. Al otro lado del mostrador, una mujer gorda sacaba brillo a una urna con dijes de cristal y porcelana.
—Monaco te manda dos regalos —dijo el gángster al joyero.
Antes de que repararan en él, Bill había salido de la tienda. Esperó oculto detrás de una esquina, y cuando vio que el gángster salía, dejó que pasaran unos diez minutos.
—Monaco se ha olvidado del pez gordo —dijo al joyero.
El joyero lo miró con recelo, con un cigarrillo pendiente de un labio.
—¿Quién eres? —le preguntó.
La gorda miraba fijamente a Bill desde el otro lado del mostrador.
—Da igual quién sea yo. Lo que no da igual es que Monaco se enfade, ¿no crees? —respondió Bill en voz baja, inclinándose sobre el mostrador.
El joyero se dirigió hacia la trastienda.
—Ven —dijo con voz ávida, al tiempo que abría una pequeña puerta que había tras una cortina.
Bill miró a la gorda y a continuación lo siguió.
—Mil —dijo el joyero tras alzar la vista de la lupa. Las piedras preciosas brillaban bajo la luz. El cigarrillo del joyero ardía en un pesado cenicero de bronce.
—¿Mil por los diamantes? Vale —contestó Bill—. Ahora ponle precio a la esmeralda, porque Monaco se muere de ganas de saber si tú también crees que todo junto vale al menos dos mil.
—¡Dos mil! —exclamó el joyero meneando la cabeza.
Pero Bill supo al momento que se los iba a dar.
—¿Y yo qué gano? —gimoteó el joyero.
—La salud.
El joyero juntó las piedras y se volvió hacia la caja fuerte. La abrió y comenzó a contar el dinero. Bill lo golpeó en la cabeza con el cenicero de bronce. El joyero se desplomó dando un gemido. El fajo de billetes crujió en el aire. Mientras una mancha roja y densa empezaba a extenderse sobre el suelo desde la nuca del joyero, Bill recogió todos los billetes, se los guardó en el bolsillo y salió corriendo de la tienda, arrollando a su paso a la gorda, que se había asomado a la trastienda.
Fue a un revendedor de coches y compró uno de los mejores Model T en circulación, con ruedas desmontables y encendido, por 590 dólares, que pagó al contado. Condujo hasta la pensión en la que se alojaba, recogió su maleta y abandonó Detroit. Cuando estuvo en campo abierto contó el dinero del joyero. Cuatro mil quinientos dólares. Rió. Oyó expandirse su carcajada en el viento y morir. «Soy rico», pensó. Y entonces, cuando todo fue de nuevo silencio, volvió a reír y puso el coche en marcha.
Sabía adónde ir. Liv le hablaba siempre de aquel lugar. Decía que el clima era maravilloso y el agua del océano estaba siempre caliente. No hablaba sino de palmeras, arena inmaculada, sol.
—¡Espérame, California! —gritó por la ventanilla mientras el Tin Lizzie corría como una bala por la carretera.