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Manhattan, 1928

Estaba sin aliento. Las piernas le dolían. Pero no podía parar, no podía dejar de correr, los oía a sus espaldas. Al doblar en Water Street, vio a un trabajador del puerto que se recogía con su bolso de herramientas al hombro.

—¡Oye! —gritó desesperado—. ¡Ayúdame!

El hombre se volvió hacia el muchacho del traje chillón que corría a trompicones, ya extenuado, perseguido por dos individuos que empuñaban una pistola. Y vio que más atrás venía un coche, con los faros apagados.

—¡Ayúdame! —gritó el muchacho.

El hombre miró alrededor, luego se metió en un portal y cuando lo estaba cerrando el muchacho le dio alcance e intentó entrar.

—¡Ayúdame! ¡Quieren matarme! —volvió a gritar el muchacho.

El hombre lo miró a la cara. La cara del muchacho estaba demudada a causa del miedo y la carrera. Tenía los ojos hundidos. Y ojeras profundas y muy oscuras. El hombre lo seguía mirando, mientras los jadeos del muchacho se colaban por la rendija abierta.

—Ayúdame… —susurró el muchacho, con lágrimas en los ojos.

El hombre dio un empujón a la puerta y lo dejó en la calle.

Joey se volvió hacia sus perseguidores. Reanudó su carrera. Pero ya tenía las piernas entumecidas por el esfuerzo. Dobló por Jackson Street. Podía ver enfrente las aguas oscuras del East River y, más allá, la silueta ondulada de Vinegar Hill. Se resbaló. Cayó. Se levantó y siguió corriendo, pero cuando aún no había llegado debajo del viaducto de South Street, el coche negro lo adelantó y bruscamente le cerró el paso. Las puertas se abrieron.

Joey se quedó inmóvil. Miró hacia atrás. Sus dos perseguidores habían dejado de correr. Sonreían jadeando y avanzaban con calma. De repente era como si el tiempo se hubiera detenido. Joey miró hacia abajo y vio que en la caída se le habían roto los pantalones, a la altura de las rodillas, de su traje de ciento cincuenta dólares. Y se acordó de la vez que, de niño, tras una caída, Abe el Tonto, su padre, le había limpiado la rodilla escupiendo sobre su propia corbata y después, en casa, le había remendado los pantalones. Y entonces cayó desmoronado al suelo y comenzó a llorar.

Del coche salieron Lepke Buchalter y Gurrah Shapiro. Y, detrás de ellos, un hombre de rostro anónimo y con un sombrero de fieltro en la cabeza. El conductor se quedó al volante.

—Joey, Joey… —dijo con voz cantarina Gurrah—. ¿Qué haces? ¿Te pones a llorar como una niña?

Joey no conseguía levantar la vista.

—¿Dónde está el dinero? —preguntó con voz amable Gurrah.

Joey hacía un gesto negativo con la cabeza y no hablaba. Tenía la cara anegada de lágrimas y se sorbía la nariz.

Gurrah se agachó. Las rodillas le crujieron. Sacó su pañuelo de bolsillo, agarró a Joey por la barbilla, le levantó la cara y le apretó el pañuelo contra la nariz.

—Suénate —dijo.

Joey lloraba.

—Suénate, Joey —repitió Gurrah, con voz menos amistosa.

Joey se sonó en el pañuelo.

—Más fuerte.

Joey se sonó más fuerte.

—Así me gusta —dijo entonces Gurrah—. Y bien, Joey, ¿dónde has metido el dinero? Lansky lo quiere.

Joey se llevó una mano al bolsillo interior y extrajo un fajo de billetes enrollados.

—¿Está todo? —inquirió Gurrah sin cogerlo.

Joey hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—¿Ves qué fácil ha sido? —dijo Gurrah, divertido—. ¿A que ahora te sientes más ligero? Di la verdad. Te has quitado un peso de la conciencia, ¿no? —Luego lo agarró de un brazo—. Ven, Joey. Dale tú mismo el dinero a Lansky. Es más simpático que se lo des tú, ¿no te parece? —Lo empujó hacia el hombre con el sombrero de fieltro—. Lansky, mira al muchacho. Te lo trae él. Te lo ha robado, es verdad, pero ahora te lo devuelve. Es un buen chico —dijo cuando estuvieron frente a Lansky.

Lansky miraba a Joey sin expresión, con las manos en los bolsillos.

Joey le tendió el fajo enrollado de dinero.

—Guárdalo en su sitio —le dijo sin sacar las manos de los pantalones.

Joey le introdujo el fajo en el bolsillo de la chaqueta.

Lansky lo miró.

—Te has roto los pantalones —dijo.

Y entonces Joey de nuevo se puso a llorar.

—Disculpa, Lansky —dijo Gurrah, sacándole su pañuelo de bolsillo—, el mío está sucio. —A continuación cogió a Joey del brazo y lo llevó a un machón del viaducto—. Suénate —le dijo poniéndole el pañuelo en la nariz.

Joey trató de soltarse. Pero Gurrah lo tenía bien sujeto. Al girar la cabeza, Joey vio a Lepke justo cuando este se disponía a entrar en el coche.

—¡Soy amigo de Christmas! —gritó llorando—. ¡Lepke, soy amigo de Christmas!

Lepke se volvió a mirarlo. Le sonrió. Una sonrisa franca, tranquilizadora.

—Lo sé, Joey. Descuida. —Después entró en el coche y cerró la puerta.

Lansky también cerró su puerta.

—Suénate —repitió Gurrah.

Joey se sonó.

—Más fuerte.

Y Joey se sonó con más fuerza.

—Toma todo el aliento que puedas —dijo Gurrah amistosamente—. Abre la boca, toma aliento y después suénate.

Joey abrió la boca. Gurrah le introdujo el pañuelo de Lansky. Y enseguida le metió también el suyo. Joey, cogido desprevenido, se revolvió, con los ojos abiertos como platos, y no reparó en que uno de los dos individuos que lo había perseguido a pie le rodeaba la garganta con un alambre y comenzaba a apretarlo. Joey pataleó, quiso gritar, se llevó las manos al alambre. Pero cuanto más se revolvía, más se debilitaba. Y en un instante los ojos se le salieron de las órbitas y los pantalones se mojaron de orina.

Gurrah lo miraba.

—Qué asco —dijo al final. Acto seguido se dirigió al verdugo de Joey y le dijo—: No ensucies el East River con esta mierda. Déjalo en la basura. —Y después fue al coche, que al momento partió con los faros apagados.

—Así que esta es la última vez —dijo Christmas, atrayendo hacia sí a María.

María se desperezó lentamente y luego se acurrucó sobre el pecho de Christmas.

—Sí.

—Echaré de menos esta cama —dijo Christmas pasándole una mano entre sus largos rizos negros.

—¿En serio? —preguntó María.

—La cama de mi casa no es tan cómoda.

María rió.

—Sinvergüenza —bromeó y le dio un pellizco—. Yo te echaré de menos a ti —dijo luego.

Christmas se escurrió bajó las mantas y la besó entre los senos.

—¿Vas a invitarme a la boda? —le preguntó.

—No.

—¿Por qué? —inquirió Christmas volviendo a abandonarse sobre la almohada.

María le despeinó el mechón rubio y lo miró a los ojos, en silencio.

—Por esto.

—¿Qué es esto?

—Ramón notaría cómo nos miramos. —María sonrió—. Y no le gustaría.

—¿Me mataría?

María sonrió.

—Estoy enamorada de Ramón. No quiero que sufra.

—Seréis felices —dijo Christmas con una pizca de tristeza.

María apoyó su mejilla en la de él. Le rozó el cuello con los labios.

—¿Estás pensando en ella? —balbuceó con voz dulce.

Christmas se levantó de la cama y empezó a vestirse.

—Cada día. A cada instante —respondió.

—Ven aquí —dijo María abriendo los brazos—. Despídete antes de irte.

Christmas se abotonó la chaqueta, después se inclinó hacia María y la besó tiernamente en los labios.

—Eres hermosa —le dijo, con los ojos velados por la melancolía del adiós—. Lamentaré no volver a reír contigo.

—Sí… —repuso María.

—Me voy…

—Sí…

Se miraron. Se sonrieron. Dos amantes que se dejaban sin sufrimiento. Dos amantes que se perdían. Dos compañeros de juego cuyos caminos se separaban. Se sonrieron por aquel dolor ligero que se estaban infligiendo.

—Es pronto… ¿no quieres quedarte un rato más? —preguntó entonces María.

Christmas le acarició el rostro, moviendo la cabeza.

—No. Tengo una cita antes de la emisión.

—¿Qué puede haber más importante que estar conmigo? —bromeó María.

Christmas sonrió sin responder.

—¿Y bien?

—Tengo que despedirme de un amigo.

—Ah…

Se miraron.

—Me voy… —dijo Christmas.

—Sí…

Y se miraron de nuevo.

—La encontrarás —se despidió entonces María y le estrechó la mano.

Christmas le sonrió, se dio la vuelta y salió del piso y de la vida de María.

Subió a un tren de la BMT y desde su asiento miraba un perno oxidado, sin prestar atención a la gente que entraba y salía del vagón, con la mente en blanco y a la vez saturada. Se preparaba para otro adiós. Definitivo. Doloroso. Inevitable.

Pero su cabeza, ahora como cuando estaba con María, no podía dejar de darle vueltas a lo que había hecho Karl el traidor. «Cabrón», pensó con coraje. Quería venderlos. «Habrá tiempo también para ti», se dijo.

Cuando llegó a su parada, bajó y echó a andar despacio, sin prisa. Cruzó la verja del Cementerio Monte Sion, recorrió las veredas silenciosas y al fondo —en una zona aislada del camposanto judío— vio a un hombre con el que no había coincidido nunca pero del que había oído hablar muchas veces y a una mujer con la que sí había coincidido una vez pero que no quiso estrecharle la mano al saber que no era judío. El hombre, con un traje gris oscuro, con las mangas y el cuello raídos, estaba tocado con un yarmulke. La mujer, con un velo. Y vestía de negro. Los dos llevaban ropa invernal. Y sudaban en el bochorno del verano.

Christmas se acercó a los dos y preguntó:

—¿Puedo quedarme?

El hombre y la mujer giraron la cabeza y lo miraron sin expresión. Ni de estupor ni de enfado. Luego volvieron a mirar la lápida, pequeña, blanca, en la que estaba grabada la estrella de David.

«Yosseph Fein. 1906-1928», rezaba la inscripción de la lápida.

Nada más. Ni «amado hijo» ni que todos lo llamaban Joey ni que su apodo era Mugre porque todas las carteras se le pegaban a sus grasientas manos ni que era asquerosamente flaco o que tenía unas ojeras profundas y negras. «Cuando Abe el Tonto estire la pata lo tirarán a un hoyo del cementerio Monte Sion y en su tumba escribirán: “Nacido en 1874. Muerto en…”, yo qué coño sé… “1935”. Punto final. ¿Y sabes por qué? Porque no hay una mierda que decir sobre Abe el Tonto», dijo un día Joey, lleno de desprecio. Y ahora Joey tenía la tumba que había imaginado para su padre. No estaba escrito que quería comprarse un bonito coche. Ni que cobraba la mordida de las tragaperras de otros, ni que pasaba droga, ni que ganaba más que su padre haciendo schlamming, pegando a su gente con un tubo de hierro oculto en un ejemplar del New York Times. No estaba escrito que tenía el miedo pintado en los ojos y la debilidad del traidor. No estaba escrito que le había robado a Meyer Lansky una tajada del dinero que el sindicato pasaba a la organización para tener la protección de la mafia judía. No estaba escrito que había muerto estrangulado y que lo habían arrojado a la basura, ni que llevaba un traje de seda de ciento cincuenta dólares, demasiado chillón para ser de una persona decente. No había nada escrito. Nombre, fecha de nacimiento, fecha de defunción.

Tampoco estaba escrito que Christmas había sido su único amigo.

Y allí, en aquella zona aislada del cementerio, no había nadie aparte de su padre y su madre, inmóviles delante de la tierra removida. Como dos estatuas de sal que sudaban en sus trajes invernales. Nadie más. Nadie que añorara a Joey. Nadie que fuera lo bastante amigo de Abe el Tonto y de su esposa para compartir su dolor. Solo estaban ellos tres.

—Era… un muchacho… —empezó a decir Christmas, porque no quería que Joey se fuese sin una palabra. Pero se trabó, sin saber cómo continuar.

La madre de Joey se volvió a mirarlo. Durante un instante. Sin reprobación ni esperanza. Luego se puso a contemplar de nuevo la tierra que cubría la fosa y el ataúd.

«Era un muchacho», pensó Christmas al tiempo que se alejaba. Porque no había mucho más que decir.

Y entonces, en aquella quietud sin olvido, de pronto resonó un aullido desgarrador. Desenfrenado. Como un mugido reprimido.

Christmas miró hacia atrás y vio que los hombros de Abe el Tonto eran sacudidos por otro sollozo breve, casi ridículo, que hizo que el yarmulke se le cayera de la cabeza. Su mujer se agachó, lo recogió y lo puso otra vez en la cabeza de su marido. Luego los hombros de Abe el Tonto se enderezaron y ambos se transmutaron nuevamente en dos estatuas de sal que miraban en silencio la tierra removida.