40

Newhall, Los Ángeles, 1926-1927

El domingo, su padre y su madre la visitaban. Su padre apenas la saludaba; la besaba en una mejilla, apresuradamente, y luego se quedaba en un rincón. Ruth y su madre se sentaban en el patio. Observaban merodear a los otros fantasmas por el jardín, seguidos por la atenta mirada de los enfermeros en bata blanca. La madre hablaba. Pero sin decir nada. Hablaba simplemente porque había que hacerlo. Al cabo de una hora, se marchaban. «Es tarde», decía su madre. «Es tarde», decía su padre. «Hasta el próximo domingo», decía su madre. Su padre ya estaba en el coche, con la puerta abierta. No el Hispano-Suiza H6C. Ni el Pierre-Arrow. Otro coche. Más viejo. Menos brillante. Sin chófer.

Sin embargo, aquel domingo su madre le habló de algo.

—El fracasado de tu padre ha perdido casi todo nuestro dinero con el Phonofilm. No lo quiere nadie en Hollywood. La Warner Brothers usa el Vitaphone. William Fox usa el Movietone. Y la Paramount usa el Photophone. Nadie quiere el Phonofilm y DeForest ha quebrado. Y nosotros con él… prácticamente…

—Déjalo —intervino el padre, por primera vez desde que la iban a ver—. ¿Cómo pretendes que le interese eso en el estado… en el estado…?

—Tiene que saber —prosiguió la madre.

—¿No ves que ni te oye? —dijo el padre meneando la cabeza.

—Tiene que saber —repitió la madre, gélida como siempre.

—Déjalo —insistió el padre. Con voz severa. Casi fuerte. Casi firme.

Y entonces se volvió por primera vez a mirarlo.

Y el padre casi le sonrió.

Y durante un instante a Ruth le pareció que se parecía a su abuelo.

—Es tarde —dijo su madre, levantándose y poniéndose los guantes.

—Voy enseguida. Espérame en el coche —añadió su padre, rompiendo la liturgia dominical, sin dejar de cruzarse miradas con su hija.

—Es tarde —insistió su madre, poniéndose tensa y dirigiéndose hacia el automóvil, aparcado en la grava del paseo.

Entonces su padre se sentó al lado de Ruth. Por primera vez en esos meses. Sacó de su bolsillo una caja de cartón duro, negro. La abrió y extrajo una pequeña cámara fotográfica.

—Es una Leica I —empezó a decir, como cualquier padre en cualquier situación, girando la cámara entre sus manos—. Es alemana. Tiene un carrete. Y un objetivo de cincuenta milímetros. Y un telémetro… aquí, ¿lo ves? Sirve para enfocar, para medir las distancias. —Tendió la cámara fotográfica a su hija—. Tienes que poner el ojo en este visor. Lo que ves es lo que fotografías. Solo hay que apretar este botón. Pero antes se tiene que calcular el tiempo de apertura del diafragma. A menor luz, mayor es el tiempo que se le debe dar.

Ruth permanecía inmóvil, con la mirada gacha sobre las manos del padre que sostenían la cámara fotográfica. Sin cogerla. La voz inesperadamente dulce de su padre vibraba en sus oídos. Y se dijo que se parecía un poco a la de su abuelo.

—Una vez que hayas hecho la foto —continuó su padre—, tienes que cargar el fotograma siguiente girando esta rueda, así… en este sentido.

Ruth no se movió.

Entonces su padre le puso la cámara fotográfica sobre su regazo y se quedó unos segundos en silencio.

—Lo que ha dicho tu madre es verdad —prosiguió al fin, pero con una voz distinta, cansada, derrotada. Débil—. Lo hemos perdido casi todo. Estamos vendiendo las cosas valiosas. Pero es como si te olfatearan, ¿sabes? Son buitres. Me ofrecen cifras ridículas a sabiendas de que no puedo negarme. Y he tenido que poner en venta también la mansión de Holmby Hills… —y calló, como si no tuviese fuerzas para seguir.

Ruth se volvió a mirarlo. En silencio.

Su padre tenía la cabeza agachada, hundida entre los hombros. Alzó la vista hacia su hija.

—Procura restablecerte pronto, cariño —dijo. Su voz era otra vez dulce—. No sé cuánto tiempo más podré mantenerte aquí. —Bajó de nuevo la cabeza, como en un gesto automático. Estiró una mano y acarició con suavidad la pierna de su hija.

Ruth le miró la mano. Los nudillos se le empezaban a abultar. Como los del abuelo. Y ya tenía las primeras manchas en el dorso de la mano. Como las del abuelo.

—Lo siento… —dijo su padre al tiempo que se ponía de pie y se dirigía hacia el automóvil.

Ruth oyó el ruido de las puertas al cerrarse. Y el del motor al ser arrancado. Y el del coche al ponerse en marcha. Y el de las ruedas que crujían en la grava. Sin levantar la cabeza. Con la mirada clavada en aquella caricia que aún le daba calor a la pierna.

Y entonces, sin saber siquiera por qué, cogió la cámara fotográfica y miró por el visor el automóvil en el que iban sus padres. Y luego tomó una foto.

Su primera foto.

Y cuando la hizo revelar, vio el automóvil y la verja en blanco y negro. Y en blanco y negro figuraba el letrero NEWHALL SPIRIT RESORT FOR WOMEN de la clínica para enfermedades nerviosas en la que la habían ingresado.

Y sintió que había conquistado una pequeña porción de paz.

La señora Bailey tenía unos sesenta años y desde hacía más de diez estaba internada en la Newhall Spirit Resort for Women. Pasaba la mayor parte del tiempo sentada en un rincón de la sala común reservada a las pacientes consideradas «no molestas». Las otras, las «molestas», estaban encerradas en celdas acolchadas y casi nunca se las veía. Las no molestas eran las pacientes, como la señora Bailey y Ruth, que reaccionaban bien a los tratamientos farmacéuticos, que en realidad consistían en la administración de tranquilizantes que debían producir un efecto sedante. Las molestas eran las pacientes ingresadas por motivos de alcoholismo, drogadicción y esquizofrenia, peligrosas para sí mismas y para los demás. Se las sometía a frecuentes baños helados y confinaba en celdas, donde se reducía al mínimo la probabilidad de que pudieran causar daño. Ello no impedía que los robustos enfermeros, con el consentimiento de los médicos, las pegaran y maltrataran. Ya que la violencia, unida a la forzada abstinencia, era en realidad la única terapia que se aplicaba. Y la única diferencia entre la Newhall Spirit Resort for Women y los hospitales psiquiátricos donde eran olvidados los enfermos de las clases menos pudientes consistía en la comida, las mantas, los colchones, las sábanas; en resumen, en la fachada exterior de la estructura que debía librar de sentimientos de culpa a las familias que se desembarazaban de sus hijas, esposas, madres. Aunque la mayor diferencia, por supuesto, residía en la cifra que había que desembolsar por los tratamientos, o, dicho de otro modo, por cerrar los ojos.

A Ruth —superficialmente clasificada como candidata a suicida y mantenida en aislamiento durante un breve período de observación—, una vez que los médicos se convencieron de que no era molesta y de que no constituía un peligro para las otras internas, se le había asignado una habitación doble. La otra cama la ocupaba la señora Bailey. A la señora Bailey se le había diagnosticado un tipo de esquizofrenia que fluctuaba entre la hebefrénica y la catatónica. Además de la mayoría de los síntomas de pensamiento disonativo de la primera, también sufría algunos de los trastornos de la voluntad y el desajuste conductual de la segunda. Al principio, Ruth había tenido miedo de la señora Bailey y de su profundo silencio.

Desde el primer día de convivencia había notado que la señora Bailey no aguantaba los zapatos. En cuanto podía, se los quitaba. Y, una vez sin ellos, montaba los dedos gordos sobre los contiguos. En ese instante el rostro de la mujer se relajaba. Y adquiría una expresión de distraída serenidad.

—Cada cual debe encontrar su equilibrio —dijo pasada una semana de muda convivencia la señora Bailey, sin dejar de mirar fijamente hacia el frente, a un punto impreciso, como si hubiese notado la mirada de Ruth.

La señora Bailey fue la primera paciente que Ruth fotografió con su Leica.

—¿Puedo sacarle una foto? —le preguntó aquel día.

—Las gallinas no piden permiso para poner huevos —respondió la mujer.

—¿Cómo?

—Y el zorro no pide permiso para comérselos.

—Entonces, ¿puedo hacerle la foto?

—Y el campesino no pide permiso al zorro para colocar el cepo.

Ruth levantó la cámara y encuadró a la señora Bailey, de perfil.

—Por eso estoy aquí —dijo la mujer, con los ojos fijos en el mismo punto—. Por culpa del cepo… —y una lágrima le corrió por su arrugada mejilla.

Ruth tomó la foto y recargó el carrete.

La señora Bailey se volvió a mirarla.

Ruth hizo otra foto. Y cuando la mandó revelar, los maravillosos y dramáticos ojos azules de la señora Bailey la contemplaban desde el papel. Como aquel día. Pero sin asustarla. Ruth había estado mucho tiempo observándola y le había parecido que sabía quién era la señora Bailey. Mirarla a través del objetivo establecía al mismo tiempo una mayor y menor distancia. Le permitía indagar sin que la indagaran. Tenía la sensación de ver, pero no de que la vieran. Como si su Leica fuese una armadura, un biombo, un escondite. Como si el carrete conciliase sus emociones, como si estas se simplificaran en el blanco y negro de la impresión.

Y las volviese soportables. Aceptables.

Tras la señora Bailey, fue el turno de la joven Esther, que cada vez que era enfocada por la Leica se llevaba una mano a su boca fina y se mordía las uñas, inquieta, y enseguida preguntaba: «¿Le puedes sacar una también a mi madre?», pese a que Ruth había descubierto que su madre había muerto al darla a luz. Estaba además la señora Lavander, que se dejaba fotografiar solamente con los ojos cerrados. Y Estelle Rochester, a la que siempre preocupaba el fondo, pues no quería que su marido viera ninguna grieta en la pared de detrás, dado que era constructor y daba suma importancia a las paredes. O Charlene Summerset Villebone, que no reparaba en Ruth ni en nadie. O Daisy Thalberg, que le pedía que contara en voz alta hasta tres antes de disparar la foto porque no soportaba ignorar el momento en que se le iba a tomar y contenía el aliento, presa de una agitación creciente, hasta que oía el clic de la cámara fotográfica.

—Hazme a mí también una foto —le pidió pasado un tiempo un médico joven.

—No —dijo Ruth.

—¿Por qué?

—Porque usted sonríe.

Sin embargo, el motivo preferido de Ruth siguió siendo la señora Bailey.

Le había tomado más de cincuenta fotos en sus tres semanas de convivencia. Y las guardaba todas en el cajón de su mesilla, separadas de las otras internas de la Newhall Spirit Resort for Women. Quizá porque la señora Bailey era su compañera de habitación. Quizá porque le gustaba más que las demás. Quizá porque tenía en la mirada algo que le recordaba a sí misma. Quizá porque era la única a la que le hablaba —de noche, cuando los enfermeros cerraban con llave la habitación— de ella y de Bill y de Christmas, aunque la señora Bailey nunca le respondía ni daba muestras de escucharla. O quizá justo por eso.

—Enséñaselas a él —le dijo un día la señora Bailey.

Era un domingo. Y era el primer domingo que los padres de Ruth no iban a visitarla. El padre le había mandado un telegrama. Tenían que ver a un posible comprador de la mansión de Holmby Hills.

—¿A quién? —preguntó Ruth mecánicamente, sin curiosidad, acostumbrada a las frases incongruentes que decía la mujer, rompiendo de vez en cuando su silencio.

En ese instante la puerta de su habitación se abrió y entró un hombre de unos sesenta años, rechoncho, bajo, de nariz chata, cejas blancas muy pobladas y ojos minúsculos y claros, hundidos y avispados.

—Clarence —dijo la señora Bailey—, mira las fotos de Ruth.

El hombre exhibió una sonrisa que rebosaba dicha.

—¿Cómo estás, cariño? Me encanta oírte hablar —dijo con el mayor entusiasmo, mientras se acercaba a su esposa y la besaba tiernamente en la cabeza—. Te quiero —susurró tenuemente, para que no lo oyera Ruth.

Pero la señora Bailey se había encerrado de nuevo en su mundo y otra vez miraba con fijeza hacia un punto impreciso.

—Cariño… —dijo el hombre—. Cariño…

La sonrisa que había brotado de sus labios se esfumó de golpe. Agarró una silla y la colocó al lado de la de su mujer. Con delicadeza, sin hacer ruido. Se sentó y puso la mano de su mujer entre las suyas, acariciándola suavemente. En silencio.

Permaneció así una hora, al cabo de la cual se levantó, besó de nuevo a su mujer en la cabeza y otra vez le susurró: «Te quiero». Entonces salió, con paso cansino, y cerró despacio la puerta tras sí sin mirar ni una sola vez a Ruth.

—¿Cómo sabía que iba a llegar su marido? —le preguntó Ruth en cuanto estuvieron solas.

La mujer no contestó.

A la semana siguiente, la señora Bailey le dijo:

—Porque siempre lo he oído, incluso antes de conocerlo.

Era domingo y su padre le había anunciado, con un nuevo telegrama, que tampoco ese día irían a visitarla. Ruth, como el domingo anterior, no había bajado al patio, sino que se había quedado en su habitación con la señora Bailey.

—¿Quién? —preguntó Ruth.

Luego Clarence Bailey entró en la habitación.

—Mira las fotos de Ruth, Clarence —dijo la señora Bailey.

Entonces el hombre, por primera vez desde que iba a visitarla, desvió la mirada de su esposa y se volvió hacia Ruth.

—Ayúdala, Clarence —dijo la señora Bailey.

Mientras regresaban a casa, tras cuatro meses de estancia en la Newhall Spirit Resort for Women, Ruth se sentía tan desorientada como excitada. Su padre y su madre estaban sentados delante, su padre al volante y su madre mirando por la ventanilla de su lado, aparentemente pendiente del paisaje. Ruth ocupaba el asiento trasero. El coche no tenía el habitual olor a cuero y a limpio que había caracterizado siempre los vehículos de la familia. No era lujoso como habían sido siempre los coches en los que había viajado Ruth, desde su infancia. Pero a Ruth no le importaba. Era el coche de su primera foto. Y delante de ella estaba su padre, el hombre que le había regalado la Leica, el hombre que le había hablado dulcemente, con una voz que se parecía a la de su abuelo Saul, el hombre que le había acariciado una pierna y que la iba a cuidar. Su padre. Su nuevo padre. Porque en eso pensaba Ruth cada día desde aquella visita que había cambiado su vida en la clínica. Tenía un nuevo padre. Que la abrazaría, le daría calor, la protegería.

—Prepárate —dijo de repente su madre, rompiendo el silencio, dándose la vuelta y clavando los ojos en su hija—. Encontrarás grandes cambios en casa. —Luego volvió a mirar por la ventanilla, durante un instante—. Y todo gracias a tu padre…

—Sarah, no empieces de nuevo —protestó con tono cansado su padre, sin apartar la mirada de la carretera.

—… y a su olfato para los negocios —continuó impertérrita la mujer.

—Acaba se salir de aquel sitio.

—Manicomio para ricos —dijo gélida la señora Isaacson, y de nuevo se volvió a mirar a su hija.

Ruth bajó los ojos y apretó el paquete de fotografías que sujetaba.

—Conviene que sepa que ya no somos ricos gracias a ti…

—Sarah… por lo que más quieras.

—Mírame a los ojos, Ruth —prosiguió su madre.

Ruth alzó la vista. Habría querido ocultarse detrás de su Leica.

—Si te ocurriera de nuevo —dijo mirándola fijamente—, ya no podríamos permitirnos mandarte a aquel sitio, como lo llama tu padre…

Habría querido ocultarse detrás de su Leica. Pero jamás habría fotografiado a su madre, pensó Ruth.

—¡Sarah, basta ya! —gritó el señor Isaacson y dio un puñetazo contra el volante.

En aquel chillido no había fuerza, se dijo Ruth. La voz de su padre no resonaba con la fuerza de su abuelo Saul.

—Quiero que tu hija… que al menos ella —respondió entonces su madre, observando a su marido con una gélida sonrisa de desprecio— tenga el valor de mirar a la realidad cara a cara.

—No le hagas caso, Ruth —intervino su padre, buscando la mirada de su hija en el espejo retrovisor.

Ruth vio que su padre tenía los ojos débiles de siempre. No la centelleante luz de su abuelo Saul.

—No le hagas caso, cariño…

Ni su misma dulzura.

—Estoy a punto de entrar en un proyecto interesante —indicó su padre y enseguida se detuvo, balbuceó, eludió la mirada de su hija—. Voy a producir una película —añadió al fin, en voz baja.

La madre de Ruth lo miró y estalló en una carcajada cruel.

—Para, Sarah…

—Anda, cuéntaselo, gran productor —y rió de nuevo—. Cuéntale a tu niña. Cuéntale qué película vas a producir.

—¡Sarah, cierra la boca!

La señora Isaacson miró fijamente a su marido. En silencio, largamente. Luego se puso a mirar de nuevo por la ventanilla.

—Tu padre va a invertir el poco dinero que nos ha quedado… —empezó a decir con voz plana.

—¡Sarah! —gritó su padre y frenó violentamente. El coche desbandó, mientras paraba en el arcén de la carretera.

La madre de Ruth se golpeó la frente contra el parabrisas. Ruth pegó una sacudida, se dio de cara contra el asiento delantero y se le cayó el paquete de fotografías. Las fotos se desparramaron por el suelo.

—No te lo consiento —soltó el señor Isaacson, apuntando un dedo tembloroso hacia su esposa.

La mujer se tocó la frente, en el nacimiento del pelo. Después se miró el dedo. Estaba manchado de sangre.

—Acostúmbrate, cariño —dijo con voz fría y sosegada a su hija, mirándola por el espejo retrovisor que había doblado para examinar la herida que se había hecho en su piel cuidada—. La atmósfera que vas a respirar es esta. Tu padre se ha olvidado de quién es hijo, de dónde procede, quiénes somos.

El señor Isaacson apoyó la cabeza en el volante.

—Por favor, Sarah… —imploró con voz llorosa.

Su esposa no lo miró. Se pasó un pañuelo inmaculado por su herida, con elegancia.

—Tu padre va a hacer una película solo para hombres, Ruth…

Ruth se agachó y comenzó a recoger sus fotografías. No quería oír, se repetía, no quería oír.

—Una película llena de putas. Para depravados…

—Por favor, Sarah…

—Y a partir de ahora nos trataremos con putas y depravados…

—Sarah…

Ruth seguía recogiendo sus fotos. El rostro de la señora Bailey. Y el de Estelle Rochester y Charlene Summerset Villebone y Daisy Thalberg y la joven Esther, y además Clarisse, Dianne, Cynthia. «No hables, mamá —pensaba—. Cállate.»

La señora Isaacson abrió su bolso y cogió un frasquito de metal, brillante y fino.

—No delante de ella, por favor, Sarah…

La mujer desenroscó el tapón, mojó el pañuelo y se lo pasó por la frente. Luego le dio un generoso trago.

Y Ruth comprendió de dónde procedía aquel olor tan distinto al de los coches que habían tenido hasta entonces.

—No delante de ella… —repitió su padre.

La señora Isaacson enroscó el tapón y guardó el frasquito metálico en su bolso.

—Y conseguirá fracasar también en esta sórdida empresa —añadió con una especie de mohín. Se repasó los labios con carmín y se peinó—. Llévanos a casa, perdedor.

El señor Isaacson permaneció un instante inmóvil. Después puso en marcha el coche y aceleró, obediente. Con la mirada perdida en la carretera.

Ruth terminó de recoger las fotos y las estrechó contra su pecho.

—Tienes talento —le dijo Clarence Bailey a Ruth, tras mirar con atención las fotos aquel domingo—. Sé de esto. Tienes talento. Sabes ver el alma de las personas. —Luego cogió una foto de su esposa y sus ojos pequeños y vivaces se humedecieron—. ¿Me la puedo quedar? —le preguntó—. Es ella como era… antes. —Y, antes de marcharse, Clarence Bailey apuntó detrás de una foto de su mujer unas señas y le dijo—: Te ayudaré. Ven a verme si… cuando…

—No ha caído en el cepo —dijo entonces la señora Bailey—. Ella saldrá. Ayúdala, Clarence.

—La ayudaré, amor mío —respondió el señor Bailey, y, como cada domingo, salió de la habitación cerrando suavemente la puerta tras la cual se quedaba su esposa desde hacía diez años.

Ahora en el coche nadie hablaba, mientras Ruth recordaba aquel domingo de hacía dos meses, con las fotos apretadas a su pecho.

Cuando avistaron la imponente verja de la mansión de Holmby Hills, Ruth agarró una foto. Los ojos de la señora Bailey la miraban inexpresivos. Ruth giró la foto. La letra del señor Bailey era pequeña y clara. «Wonderful Photos - 1305 Venice Boulevard - cuarta planta.»

El padre de Ruth paró el coche. Bajó, abrió la verja y volvió al coche.

—Tengo un trabajo —dijo entonces Ruth—. No voy a regresar al instituto ni voy a quedarme a vivir aquí.

Ni su padre ni su madre se volvieron a mirarla. Su madre se quedó inmóvil, elegante como siempre, sin perder la compostura. Su padre aferró con fuerza el volante. Ruth vio que los nudillos se le volvían blancos.

—Vamos —dijo su madre.

El señor Isaacson arrancó.