63

Los Ángeles, 1928

A la noche siguiente Nick apareció en la puerta del despacho que la MGM le había asignado provisionalmente a Christmas.

Christmas, con la cabeza inclinada sobre la máquina de escribir, levantó la mano hacia él, haciéndole señas de que callara. Terminó frenéticamente de escribir la frase que estaba mecanografiando, apretando con fuerza las teclas con los índices derecho e izquierdo, los únicos dedos con los que se sabía manejar.

Nick rió.

—Pareces un pianista loco —bromeó.

Christmas levantó la cabeza. Tenía el mechón rubio revuelto sobre la frente y una luz intensa, como de brasas, en los ojos.

—Se diría que te estás divirtiendo —dijo Nick.

—¿Tú crees? —preguntó Christmas serio.

—Anda, reconócelo, te lo estás pasando en grande —declaró Nick.

Christmas sonrió. Acto seguido, su mirada se posó de nuevo sobre la hoja que se estaba entintando de palabras. A su lado había una decena de hojas ya escritas, apiladas desordenadamente.

—Me he informado sobre Isaacson —dijo Nick.

La mirada de Christmas se apartó en el acto de la hoja que había en la máquina de escribir. Se levantó de un salto y se acercó a Nick, ansioso.

—Apostó por el caballo perdedor —prosiguió Nick—. Invirtió en Phonofilm y lo perdió todo. Era un «apestado», como llaman a los perdedores. Alguien de la Fox ha sido caritativo con él. Ahora es director del West Coast Oakland Theater…

—¿Oakland? —preguntó Christmas interrumpiéndolo.

—Oakland —afirmó Nick—. Telegraph Avenue.

Christmas movió la cabeza, se volvió, recorrió la habitación de arriba abajo, con la mirada perdida y la mente confundida. Luego se dio la vuelta y miró a Nick.

—Tengo que ir a Oakland.

Nick lo miró en silencio.

—Primero termina aquí.

—Es importante…

—También es importante lo que estás haciendo para nosotros, Christmas. Acaba aquí y luego te dejo el coche… —bromeó—, con la condición de que lo devuelvas.

Christmas lo miró.

—¿Sabes de qué marca es el coche? Oakland…

Nick sonrió.

—Una señal del destino —añadió—. En la vida no pasa casi nunca. En el cine, siempre.

—Trabajaré día y noche —dijo entonces Christmas, decidido. Luego plantó un dedo en el pecho de Nick—. Pero dile a Mayer que lo lea enseguida. Ponle pimienta en el culo. No voy a esperarlo.

—¿Así hablan tus personajes? —bromeó Nick—. Ya me gusta.

—Que te den, Nick —dijo Christmas, volvió al escritorio y se hundió con la cabeza gacha sobre las teclas—. No me hagas perder tiempo.

Cuando oyó que la puerta se cerraba, Christmas paró y acarició las cuatro teclas que componían el nombre de Ruth. «Oakland», dijo en voz baja mientras los ojos se le empañaban de lágrimas de alegría.

Christmas trabajó toda la noche, sin volver a casa. Cuando notaba que no podía más, se reclinaba en el sillón y cerraba los ojos. Se abandonaba a sueños breves y ligeros, de los que se despertaba con la sensación de haber perdido un tiempo precioso. Entonces se levantaba, se mojaba la cara con un poco de agua fresca y bebía una taza de café, negro y fuerte, sin azúcar. Y enseguida volvía a su escritorio. Cuando llenaba una hoja, la arrancaba de la máquina de escribir con furia y sin pausa introducía otra. Al amanecer había escrito veinte páginas. Y a la noche siguiente las páginas ya eran treinta y cinco. Nick fue a verlo y le dijo que debía aflojar, que no podía trabajar a ese ritmo, que iba a reventar. Christmas, con una mirada alucinada, ni siquiera le respondió. Siguió tecleando. Las yemas de los índices se le iban quedando insensibles, solo había comido un sándwich y había dado cuenta de una jarra entera de café. Cuando se hizo de nuevo de noche, Christmas no se rindió, aunque los ojos se le cerraban solos. Escribió hasta las cuatro de la madrugada. Hasta que concluyó el último relato. Después se tumbó en el suelo de madera, donde se quedó profundamente dormido y no soñó.

A la mañana siguiente, Nick entró en el despacho. Christmas seguía durmiendo y no lo oyó. Nick se acercó a la máquina de escribir, en la que seguía habiendo una hoja, en cuya parte inferior leyó la palabra «fin». Sonrió satisfecho. Sacó la hoja silenciosamente del rodillo y cogió el montón que había sobre el escritorio. Después bajó la persiana de la ventana, sumiendo el despacho en la penumbra, y se marchó.

Christmas se despertó sobresaltado a las tres de la tarde, tras pasar quince horas durmiendo. Tenía los huesos molidos y la cabeza pesada. En la boca, el sabor amargo del café. Llevaba el traje ajado y una sensación de náusea y mareo. Se levantó y se enjuagó la cara. Luego se volvió hacia el escritorio. En lugar del montón de hojas había una nota: «A las cinco, en el despacho de míster Mayer. Puntual. Nick».

Así, después de dos días, Christmas regresó a la casa de Sunset Boulevard. La doncella hispana le preparó un sándwich de pollo y le planchó el traje mientras Christmas se aseaba y se afeitaba. Comió y luego fue al coche. A las cinco menos cinco estaba sentado en el sofá que había enfrente de la secretaria de Mayer.

—Haz pasar a míster Luminita —dijo la voz de Mayer por el interfono a las cinco en punto.

Christmas se levantó del sofá y entró en el despacho. Mayer estaba sentado detrás de su escritorio. A su derecha, de pie, apoyado contra una librería, Nick le hizo un gesto con la cabeza a Christmas.

—Nick me ha puesto pimienta en el culo —dijo Mayer.

Nick sonrió.

—He leído —continuó Mayer.

Christmas estaba de pie, enfrente de la librería.

—¿Cree que tendrá tiempo de sentarse y de oír lo que pienso, míster Luminita, o tiene demasiada prisa por ir a Oakland? —dijo Mayer sonriendo.

Christmas se sentó en uno de los dos sillones que había enfrente del escritorio. Seguía atontado, pero al mismo tiempo sintió una especie de calambre en el estómago cuando vio que Mayer agarraba el montón de hojas que había escrito.

—Si aprendiese a numerar las páginas o por lo menos a ponerlas en orden, ayudaría a quien debe leerlas —le indicó.

Christmas, incómodo, hizo un gesto con la mano que en realidad no quería decir nada.

—Es la primera vez que dejo que un principiante me meta pimienta en el culo —repuso Mayer.

—Sí, bueno… —balbuceó Christmas—. Yo tengo…

—… que ir a Oakland, claro, Nick me lo ha contado —declaró Mayer—. Y al parecer va a ir con uno de los coches de la MGM.

—O en tren… —Christmas se puso tenso—. O a pie. Eso me da igual…

—Frene, frene —lo interrumpió Mayer y rió—. Eso es lo que me gusta de usted. Aquí nos sobra gente de pluma fácil. Pero usted no es un plumífero. Usted tiene corazón. Y conoce la vida… pese a lo joven que es. —Mayer asintió satisfecho, bajando la mirada hacia las hojas que sujetaba. Después volvió a mirar a Christmas—. Ha hecho un trabajo excelente —y le sonrió abiertamente.

Christmas sintió que la sangre se le helaba en las venas. Una sensación de frío que le subía de los pies a la cabeza. Una descarga de adrenalina que lo paralizaba. Abrió la boca pero no pudo decir nada.

Nick rió.

—Usted tiene talento, míster Luminita —dijo detrás de sus gafas Mayer—. Yo prefiero las comedias. Pero usted ha hecho… —se detuvo y sonrió como un niño— ha hecho una obra de la leche, como diría uno de sus personajes. Tiene vida, tiene drama. Tiene chicha. No es pura palabrería.

Nick miró a Christmas con expresión orgullosa.

Christmas, tras el hielo de la adrenalina, sintió que una vaharada de calor le abrasaba las mejillas.

Mayer rió.

—Ajá, conque también los gángsteres se enrojecen.

Nick rió, se apartó de la librería y dio a Christmas una palmada en el hombro.

Mayer se reclinó en el respaldo del sillón y abrió un cajón.

—Ahora vaya a Oakland. Pero antes… —y sacó una hoja del cajón— lea y firme el contrato que le he mandado preparar. —Alargó la hoja a través del escritorio.

—No… yo… ahora no tengo tiempo —dijo Christmas levantándose—. Dispénseme, míster Mayer, pero yo…

—No sé qué es lo que está buscando, míster Luminita. Pero no pierda la oportunidad de su vida.

—Cuando regrese de Oakland —dijo Christmas resuelto, cogiendo el contrato y guardándolo en un bolsillo.

El interfono chirrió.

—Míster Barrymore ha llegado —dijo la voz de la secretaria.

Mayer se inclinó hacia el interfono, apretó el botón y dijo:

—Hazlo pasar. —Luego se levantó y fue hacia la puerta del despacho, que abrió—. Ven, John —dijo abriendo los brazos—. Quiero presentarte a alguien.

John Barrymore, en un impecable traje gris de chaqueta cruzada, entró en la habitación.

—Su majestad John Barrymore —dijo Mayer señalando al actor—. Y Christmas Luminita, astro naciente de la escritura.

John Barrymore tendió la mano a Christmas, arrugando las cejas.

—Christmas… —dijo en voz baja, como si estuviese siguiendo un pensamiento—. Christmas… —repitió. Y luego su atractivo rostro compuso una sonrisa—. Creo que tenemos una amiga común.

Christmas ya no pensaba en Mayer ni en Hollywood ni en las nuevas emociones de la escritura mientras subía los escalones del edificio de Venice Boulevard de dos en dos. Únicamente pensaba en que no iba a necesitar ir a Oakland. Pensaba en que su vida estaba constelada de señales del destino, la última de las cuales había sido John Barrymore. Llegó jadeante a la cuarta planta. Fue corriendo por el pasillo hasta la puerta con la placa «Wonderful Photos». Y entonces llamó con ímpetu. Luego se puso una mano en el costado derecho y se dobló en dos, sin aliento.

La puerta se abrió.

—¿Sí? —dijo el señor Bailey.

Christmas se enderezó.

—Estoy buscando a Ruth Isaacson —dijo con una luz de poseso en los ojos, casi presionando para entrar.

—¿Quién es usted? —preguntó el señor Bailey, receloso.

—Tengo que verla, se lo ruego —contestó Christmas aún jadeando por la carrera—. Soy un amigo de Nueva York.

—¿Ha pasado algo? —inquirió alarmado el señor Bailey.

Y solo entonces Christmas se dio cuenta de la impresión que debía dar, sin aliento, con aquel apremio que le inflamaban los ojos. Rió.

—Sí, ha pasado algo —dijo—. Ha pasado que la he encontrado.

Y Clarence, por su parte, solo entonces discernió aquel apremio que lo había alarmado. Y reconoció aquella luz en los ojos. La misma que él había tenido cuando conoció a la señora Bailey. Sonrió y se hizo a un lado.

—Pase, jovenzuelo —dijo—. Pero Ruth todavía no ha vuelto a casa.

Christmas, que ya tenía un pie en la agencia fotográfica, se detuvo.

—¿No está?

—No, ya se lo he dicho.

—¿Y cuándo vuelve? —De nuevo el apremio en la voz.

—No lo sé —respondió el señor Bailey, sonriendo apenado porque sabía que el tiempo se había inventado para torturar a los enamorados—. Pero nunca llega muy tarde —aseguró—. Pase, puede esperarla dentro.

Christmas dio otro paso hacia el interior de la agencia. Miró alrededor. Las paredes estaban repletas de fotos.

—Esa la ha hecho Ruth —dijo Clarence, señalando un retrato de Lon Chaney.

Christmas asintió distraído, mientras seguía mirando alrededor, con un nudo en el estómago y un temblor que le recorría las piernas y que le impedía estarse quieto.

—Pero ¿normalmente a qué hora vuelve? —preguntó.

Clarence rió.

—Llegará pronto, ya lo verá, jovenzuelo —repuso—. Pase, sentémonos en mi despacho. Tómese un té…

—Yo creo…

—… y mientras tanto me habla de Nueva York.

—No —dijo Christmas, meneando la cabeza—. No, perdone, es que… —Se interrumpió, se imaginó oyendo el interminable transcurso del tiempo, segundo tras segundo, mientras conversaba sentado con aquel viejo amable—. No, perdone, yo… prefiero volver. —Dio media vuelta y fue hasta la puerta de la agencia.

—¿Qué le digo a Ruth? —le preguntó el señor Bailey.

Pero Christmas ya había abierto la puerta y estaba saliendo.

—¿Cómo se llama, jovenzuelo? —le gritó el señor Bailey por el pasillo.

Christmas no respondió. Corrió escaleras abajo y cuando se encontró en la calle respiró hondo. Luego se llevó una mano a los ojos. «Cálmate», se dijo. Sin embargo, era incapaz de soportar la espera. Como si aquel último y breve tramo de calle que lo separaba de Ruth fuese todo un océano, como si aquel reducidísimo espacio de tiempo fuese insoportable, mucho más que los cuatro años durante los cuales había sobrevivido sin ella. Y Christmas sabía por qué. Porque ahora todo iba a ser de verdad.

Miró las aceras. A derecha e izquierda. Y de nuevo sintió aquel temblor que le electrizaba las piernas. Se movió. Fue hacia la izquierda. Hacia Ruth. A grandes zancadas llegó al final de la calle. Miró una vez más a derecha e izquierda. ¿Por dónde llegaría? Se volvió de golpe hacia el portal del edificio de la agencia. ¿Y si llegaba por el lado opuesto? Regresó corriendo. Y caminó en la dirección contraria, de nuevo hacia la otra bocacalle, pero sin parar de girarse. ¿Y si entraba en el portal mientras él se alejaba en su busca? Miró otra vez alrededor, luego volvió sobre sus pasos y se detuvo en el portal, con la espalda contra la pared, sin dejar un solo instante de mirar hacia un lado y otro.

¿Y si llegaba con un hombre? ¿Y si no estaba sola? ¿Qué haría? Pegó un puñetazo al muro que tenía detrás. Ya no podía esperar más. Si había otro, lo sabría enseguida. Si ella no quería verlo más, se lo diría al momento. Se desabrochó el primer botón de la camisa, se quitó la chaqueta y se la echó al hombro. El contrato de Mayer crujió en el bolsillo. «¡Vete a tomar por culo, Mayer!», pensó irritado. En una fracción de segundo la tensión de la espera se transformó en rabia. Y pensó que Ruth jamás había respondido a sus cartas. Que lo había borrado, rechazado. Después de lo que se habían prometido, ella lo había olvidado. Y en ese instante se convenció de que Ruth estaba con otro, que había sido un tonto por no habérselo preguntado a aquel viejo capullo de la agencia de fotos, pues, de haberlo sabido, ya se habría ido y a tomar por culo también Ruth, que todo el mundo se fuera a tomar por culo.

Y mientras sentía que la rabia le enardecía el alma, el corazón y el rostro, sonrojándolo, se volvió hacia su izquierda. Y entonces, al fondo, entre la gente de Los Ángeles, la vio.

Avanzaba lentamente, sin prisa. Llevaba un macuto grande en bandolera. Y un traje color lila un poco por debajo de las rodillas. Y se había cortado el pelo. La vio caminar cabizbaja, mientras rebuscaba en el macuto. Y se dijo que estaba guapísima. Más guapa aún que cuando se había marchado. Ahora era una mujer. Y estaba preciosa, fue lo único que pensó al tiempo que sus ojos se enternecían de una forma que jamás habría imaginado. Y ya no le importaba que no hubiera respondido a sus cartas, no le importaba que estuviera con otro. Era Ruth. Su Ruth. La había encontrado.

Ruth andaba despacio, tras una jornada que había transcurrido fotografiando la vida que estaba aprendiendo a aceptar. Hurgó en el macuto en busca de las llaves. Tenía que poner un poco de orden, se dijo. El macuto estaba repleto de cachivaches, de migas, de papeles. Por fin oyó repiquetear las llaves. Las sacó y alzó la vista, sonriendo.

E inmediatamente la sonrisa se le congeló en la cara. ¿Era él? ¿Era realmente él o uno de los tantos con quienes lo había confundido en esos cuatro años? ¿Era él o solamente una ilusión, una esperanza que jamás habría creído que pudiera hacerse realidad? Sintió que la cabeza le daba vueltas. Lo miró detenidamente, como si de sopetón se hubiera vuelto miope. Observó con atención cada detalle. Lo hizo coincidir con sus recuerdos. Y luego se sintió estremecida por una emoción incontrolable, que la asfixiaba. Sí, él estaba ahí. En medio de la acera. A pocos pasos del portal en el que ella debía entrar. Y le cerraba el paso. Y la miraba. Él estaba ahí. Y aunque hubiese querido huir no habría podido, no habría podido esconderse. Ni habría podido hacer nada por dar un solo paso más. Las piernas se le habían quedado rígidas. No respiraba. Como cuando se ceñía las gasas para ocultar el pecho. No respiraba y el corazón le latía con fuerza. Como hacía años no le latía. Con tanta fuerza que los transeúntes podrían oírlo. Porque él estaba ahí. Y estaba ahí por ella.

Christmas la estaba aguardando. Pero Ruth se había detenido. A unos diez pasos. Estaba ahí, inmóvil, con las brazos caídos y los ojos fijos en él. Sus ojos verdes. Y Christmas tampoco podía moverse. Ahora que ella estaba ahí, a solo diez pasos, no podía moverse. La cabeza le vibraba. Tenía un nudo en la garganta. Sintió que los ojos le ardían, pero no parpadeó. Como si temiera que Ruth desapareciera durante esa breve fracción de segundos. Y aquel temor lo impulsó a dar el primer paso, luego el segundo. Y por fin estuvo a su lado.

Christmas la miró sin hablar. Sin saber qué decir.

Y también Ruth lo miraba. Y tampoco a ella le salía una sola palabra. Le miraba los ojos negros como el carbón, y el mechón rubio que flotaba al viento, y los pómulos altos, que se habían vuelto más pronunciados. Y aquella expresión de hombre.

—Estás preciosa —dijo entonces Christmas.

Ruth sintió un desgarro por dentro, como si las gasas que le cortaban la respiración se hubiesen roto de nuevo, definitivamente, dilatándole los pulmones. Y tuvo una punzada en el corazón, casi dolorosa.

—Me… siento mal… —susurró.

Y luego apoyó la cabeza en el hombro de Christmas.

—Ven —dijo Christmas. Le rodeó la cintura con un brazo y experimentó una violenta sensación a aquel contacto, muy semejante a la del día en que la había llevado en brazos al hospital. La primera y única vez que la había tocado. Miró alrededor. En la acera de enfrente vio una cafetería—. Ven —repitió.

Ruth se puso imperceptiblemente tensa cuando la mano de Christmas le ciñó la cintura. Pero duró apenas un instante. Mientras cruzaban la calle se dejó llevar por su brazo fuerte y seguro, aunque no lo necesitaba para caminar. Aunque en realidad, se dijo sorprendida, sí lo necesitaba. Siempre lo había necesitado. No sabía por qué había dicho que se sentía mal. A lo mejor porque se sentía bien, y se trataba de una sensación a la cual ya no estaba acostumbrada. A lo mejor porque la mayor sorpresa era aquella felicidad que había estallado en su interior como una punzada en el corazón. Y entonces, tímidamente, fingiendo que se sostenía en él, le pasó el brazo en torno de la cintura. Y mientras se acercaban a la cafetería se vio reflejada a su lado en el escaparate y pensó que parecían dos chicos corrientes, que se amaban libremente. Se ruborizó pero no apartó la mirada del escaparate, ya sin oír el estruendo de los coches y de la gente. Y se reflejó con Christmas hasta que ya no pudieron verse en el escaparate y entraron en la cafetería.

—Ahí —dijo señalando la mesa de un rincón, enfrente de la cual había colgado un espejo grande. Y cuando se hubieron sentado, se volvió un poco y con el rabillo del ojo se vio. Allí, con Christmas.

—¿Te sientes mejor? —le preguntó él.

Ruth no le respondió. Se limitó a mirarlo. Habría deseado extender una mano y tocarle el mechón rubio, las largas pestañas que protegían los ojos negros, los pómulos. Los labios que cuatro años atrás había decidido besar. «Entonces no tenía eso», pensó mirándole la cicatriz del labio inferior.

Y Christmas no esperaba una respuesta. Porque quizá no la habría oído. Porque tenía los ojos fijos en los de Ruth. Porque no los recordaba tan verdes. Porque ya no había ni preguntas ni explicaciones. Porque todo lo de antes, el pasado y los pensamientos y las preocupaciones, era como el dibujo que hace un niño en la arena y que borra en un santiamén el impetuoso presente de las olas del mar. Y ellos eran ese mar. Sin principio ni fin.

—He leído sobre ti —dijo Ruth.

—Hago una emisión en la que se habla —dijo Christmas.

Ruth sintió que los ojos se le humedecían. Recordó el día en que le regaló la radio. El día en que Christmas le dijo al abuelo Saul que hablaría en la radio y luego la había mirado a través de la mesa, sin pudor, para decirle con los ojos que lo haría por ella.

—Son las que más me gustan —murmuró.

—He visto una foto tuya de Lon Chaney —dijo Christmas.

Ruth bajó la mirada.

—Nunca recibí tus cartas. Ni tú las mías. Fue cosa de mi madre. Lo supe hace poco.

Christmas la miró sin hablar. Y súbitamente todo le pareció lógico. La única explicación posible. Como si siempre lo hubiese sabido en su fuero interno.

—Es una foto estupenda —añadió.

Ruth levantó la vista y rió. Acto seguido se volvió de golpe hacia el espejo. Y vio que aún tenía una luz en los ojos y que Christmas reía con ella. Como en su banco de Central Park.

En cambio, Christmas no apartaba la mirada del rostro de Ruth. Notaba que su pecho, ya brotado, subía y bajaba en el traje lila. Y sabía que los pies de Ruth estaban cerca de los suyos, debajo de la mesa. Y veía la mano de Ruth apoyada al lado de la suya, tan cerca que tenía la impresión de tocarla. Le miró los labios. Rojos, perfectos. Y experimentó un irresistible deseo de besarla. Y se sintió como desorientado, porque sabía que ninguna de las mujeres a las que había besado tenía sus labios.

Ruth se puso seria, como si hubiese oído los pensamientos de Christmas, como si fuesen los suyos. Sintió una punzada en el abdomen, pero no dolorosa. Cálida. Emocionante. Sus ojos se posaron en los labios de Christmas. Y sin darse cuenta cerró levemente los suyos, como saboreando aquel beso que duraba desde hacía cuatro años.

—¿Qué os traigo? —dijo un camarero que se acercó a la mesa.

Christmas miraba a Ruth sin hablar, sin volverse hacia el camarero. Y Ruth no apartaba la mirada de Christmas.

—¿Qué os traigo? —preguntó de nuevo el camarero.

—Nada —dijo Christmas levantándose.

Ruth se puso de pie, casi en el mismo momento, y le tendió la mano.

Christmas la asió y la sacó de la cafetería, con ímpetu, sin dejar de mirarla ni un segundo, caminando hacia atrás, el uno frente al otro.

En cuanto estuvieron en la acera, Christmas pasó el pulgar por el labio inferior de Ruth, procurando ser delicado. Pero la mano le temblaba. Ruth cerró ligeramente los ojos y se inclinó hacia él. Christmas la atrajo hacia sí y la besó. Y solo cerró los ojos cuando las manos de Ruth se le aferraron a la espalda y lo estrecharon.

Ruth sintió que el calor de Christmas invadía su cuerpo. Se le ciñó con fuerza, sin saber dónde estaban las manos de él ni dónde caían las suyas. Estaba como ebria. Los labios le ardían, la cara le ardía, el cuerpo le ardía. Los pulmones se le henchían. Respiraba, respiraba como no había respirado nunca, sin miedo a que el aire entrara y saliera de su cuerpo. Y el corazón le latía frenéticamente pero no tenía miedo de que estallase. Y una mano subió a la cabeza de Christmas, introdujo los dedos entre su pelo, apretando y tirando del mechón rubio que jamás había acariciado, indiferente a las miradas de la gente, a lo que pasaba en su interior, empujando su pecho contra el fuerte tórax de él, tratando de convertirse en una unidad con el hombre al que había amado siempre. Y mientras los labios se mezclaban, enredándose, mordiéndose, acariciándose, seguía repitiendo:

—Christmas… Christmas…

Ruth retiró la boca jadeando y, con una mano sobre su cara y estrechándolo con la otra, le dijo:

—Llévame a tu casa.

Y antes de que Christmas pudiese responderle volvió a besarlo, con más fuerza, con más pasión, sintiendo que su cuerpo estallaba en mil sensaciones nuevas y hasta entonces reprimidas.

Sin dejar de besarse y de tocarse, sin perder un solo instante el contacto entre sus cuerpos, llegaron al coche. Christmas abrió la puerta acariciándole el pelo, pasándole una mano por el rostro, secándole los labios brillantes con las yemas de los dedos. Entraron en el coche, Christmas encendió el motor. Ruth se puso de rodillas en el asiento, le rodeó el cuello con sus brazos, lo besó en las mejillas, en los ojos, lo atrajo hacia sí.

—Corre —le dijo. Y rió mientras seguía besándolo.

Y Christmas tocaba el claxon y reía y en cuanto la calle se despejaba se daba la vuelta y la besaba en los labios.

—Corre… corre… —repitió Ruth.

El Oakland fue como una bala por Sunset Boulevard y cruzó la verja de la casa de invitados de Mayer.

Christmas y Ruth se bajaron del automóvil besándose y agarrados de la mano, como si tuvieran miedo de perderse. Atravesaron el jardín y Christmas llamó con impaciencia a la puerta.

—Buenas noches, señor —dijo la doncella al abrir.

Ruth, mientras subía la escalera de la casa abrazada a Christmas, se percató de que nunca había pensado, ni siquiera durante un instante, en la gente que la rodeaba. Que no se había planteado el problema de lo que podían pensar. De lo que hubiera podido decir su madre de ese comportamiento. Estaba sola con Christmas en medio de la gente.

Sin embargo, cuando estuvieron realmente solos, en el dormitorio, con la puerta cerrada, repentinamente Ruth vio otra vez el rostro de la doncella hispana que les había abierto la puerta. «Buenas noches, señor.» Se volvió hacia la puerta cerrada, que los aislaba definitivamente del mundo. Luego miró a Christmas.

—¿Cómo se llama? —le preguntó.

—¿Quién?

—La doncella.

—No lo sé…

—Creerá que vamos a hacer el amor —dijo en voz queda Ruth y bajó la mirada.

—Supongo que sí… —afirmó Christmas y estiró una mano, cogiendo la de Ruth entre la suya.

—Y creerá que lo hemos hecho aunque no lo hagamos.

—Supongo que sí.

Ruth miró a Christmas. Ahora tenía miedo.

—Ruth… —dijo Christmas.

Ruth tenía miedo de acordarse de Bill. Que fuese doloroso como con Bill. Humillante como con Bill. Que fuese sucio como con Bill. Tenía miedo de abrir los ojos y de ver a Bill.

Christmas la miró. Le sujetó la mano entre las suyas pero sin atraerla hacia sí. Y vio el terror en los ojos verdes de la chica que amaba desde siempre.

—Tengo miedo, Ruth… —le dijo entonces. Después le soltó la mano, bordeó la cama y se sentó dándole la espalda. Permaneció inmóvil, en silencio, unos segundos. Luego se echó, sobre la colcha anaranjada, y se acurrucó en posición fetal, sin dejar de darle la espalda—. Tengo miedo… —repitió.

Ruth se quedó quieta, atónita. Durante un instante se sintió asaltada por la rabia, como si reivindicase el pleno y absoluto monopolio del miedo. Como si se dijera que el miedo le pertenecía únicamente a ella. Pero algo cambió enseguida. Christmas tenía miedo, se dijo. Tenía miedo de ella. O de ellos.

Ruth se sentó muy despacio en la cama y alargó un brazo. Le acarició el hombro. Le pasó los dedos entre el pelo. Christmas no se movía. Estaba metido en un caparazón, pensó Ruth. Entonces se tumbó a su lado y lo abrazó, por atrás, ocultando el rostro en su nuca. La mano de Christmas se movió lentamente y cogió la de Ruth. La apretó contra su pecho. Luego la llevó a sus labios y la besó. Y Ruth no la retiró. Tampoco pensó que era la mano que había mutilado Bill. Porque sentía que era la mano de Christmas, no la suya. Porque siempre había sido de él. Porque no se avergonzaba de nada cuando estaba con Christmas. Porque no se sentía sucia. Se le arrimó aún más, dejándose impregnar por su olor. Y pensó que sus cuerpos se acoplaban a la perfección. Como si hubieran nacido en aquella posición. Como si todo fuese natural. Entonces soltó su mano de la de Christmas y le desabrochó el primer botón de la camisa. Luego desabrochó el segundo y el tercero. E introdujo la mano debajo de la camisa, para acariciar la piel tersa de Christmas, para acariciar la cicatriz del pecho, aquella P que equivalía a la mutilación de su dedo. Y sus dos heridas entraron en contacto.

Christmas se deshizo del abrazo y se sentó, mirándola. Ruth se echó de espaldas sobre la cama, con los brazos un poco abiertos, tímidamente seductora. Christmas desabrochó el primer botón del traje de Ruth. Luego se detuvo a mirarla de nuevo. Ruth no apartó la mirada de Christmas y empezó a desabrocharle los otros botones. Entonces Christmas se puso de pie y se quitó la camisa, quedando con el tórax desnudo. Ruth se despojó del traje. Y lo observaba, sin apartar la vista de él un solo instante. Y Christmas la observaba mientras se quitaba los pantalones. Y así, sin dejar de mirarse —él de pie, ella tumbada en la cama—, acabaron desnudos.

Christmas se echó de nuevo a su lado, de costado, sin tocarla.

Ruth se dio la vuelta y también se puso de costado, para seguir perdiéndose en los ojos de él. Después estiró una mano y le tocó el mechón rubio que caía sobre su frente.

Christmas entornó los ojos, le cogió una mecha de pelo negro entre dos dedos y se la pasó despacio detrás de la oreja. Luego le acarició el lóbulo, con delicadeza, siguiendo todo el perímetro.

Los dedos de Ruth trazaron el arco de las cejas, después se posaron sobre la línea recta de la nariz y descendieron hasta los labios.

Los dedos de Christmas marcaron la línea de la mandíbula, llegaron a la barbilla, subieron a los labios, los acariciaron, penetraron en ellos.

Los dedos de Ruth parecían seguir a los de Christmas. Y cuando sintió que sus dedos entraban entre los labios, ella también hurgó en los de él, con los ojos cerrados.

Los dedos de Christmas bajaron del rostro de Ruth. Rozaron el cuello, acariciaron las clavículas hasta los hombros y volvieron hacia el centro, por el esternón, colándose entre los pechos, sin tocarlos.

Y la mano de Ruth repitió los movimientos de Christmas sobre el cuerpo de él. Luego la llevó al pecho y la giró alrededor de los pezones, pellizcó suavemente uno, abrió la mano abarcando un pectoral, que apretó, como trazando las caricias que enseguida Christmas reproducía. Como si ella misma se acariciara con las manos de él. Como si fueran una sola persona.

Entonces Ruth dejó el tórax de Christmas y bajó por su abdomen, invitando sin palabras a su mano a que hiciera lo mismo, y guiándola —por medio de las caricias que le hacía a su cuerpo— hacia donde sentía que aumentaba una languidez cálida, intensa. Donde jamás se había imaginado que pudiera anidar un deseo tan ardiente, un placer tan irresistible. Y mientras sentía que la mano de Christmas alcanzaba aquel escondite tan temido, acallado durante años, ahora que descubría que era mujer, oyó cómo todo su miedo se disolvía en un líquido denso y pegajoso, turbio y cautivador, que la envolvía y que estimulaba cada una de sus sensaciones.