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Manhattan, 1927

La gente del barrio sonreía mientras miraba de reojo el gran reloj que marcaba las siete y media. Los policías blancos que pasaban por allí alzaban la vista e indefectiblemente comentaban: «Negros, quién los entiende. Montan un reloj que no anda». El motivo por el cual los habitantes del barrio sonreían era que sabían qué había detrás de aquel reloj falso, pintado por Cyril. La primera patrulla que paró delante del bloque de la Ciento veinticinco, el día que el señor Filesi levantó sobre el tejado el repetidor de radio, hizo un montón de preguntas. Entonces a Christmas, que no sabía qué responder —ya que la estación de radio era clandestina—, se le ocurrió decirles que era el armazón para un gran reloj. «¿Qué pasa? ¿Es que los negros de Harlem no pueden tener un reloj?», preguntó agresivamente Cyril. Los policías, rodeados por la multitud de curiosos que se habían congregado aquel día, no querían líos, así que se marcharon, aunque no sin decir que tendrían que dar parte de la incidencia. Y efectivamente lo hicieron, presentando en el departamento correspondiente una denuncia mal redactada en la que consignaban que los negros de Harlem habían construido un gran reloj sobre un edificio de la Ciento veinticinco. A partir de ese momento, los policías tomaban el pelo a los negros y los negros aceptaban de buen grado las burlas, sabedores de que los blancos estaban haciendo un papelón.

Al cabo de otro mes, la estación ya funcionaba y estaba lista para emitir. En aquellos dos meses —como contó María a Christmas, Cyril y Karl—, la N. Y. Broadcast había recibido infinidad de cartas de oyentes a los que les había encantado la emisión de Diamond Dogs y que preguntaban por qué no emitían más episodios. La junta directiva de la N. Y. Broadcast se había reunido y había decidido acceder a las peticiones del público. Ninguno de los directivos había pensado en ningún momento en contratar a Christmas. «Es un aficionado», se habían limitado a decir. Así pues, encargaron a dos autores de comedias radiofónicas la redacción de textos. Luego contrataron a un autor de voz profunda y dicción perfecta, y por fin autorizaron la emisión, bajo el título de Gángster por una noche. Sin embargo, las historias resultaron monótonas. No tenían sustancia ni realismo. Los autores se habían criado en Nueva Inglaterra, en pueblos anónimos, en familias pudientes. Eran dos jóvenes que, salidos de la universidad, soñaban con Hollywood y escribían programas de radio para cubrir el expediente, con el entusiasmo de dos funcionarios. El actor era un don nadie que redondeaba su sueldo leyendo anuncios y que buscaba infructuosamente ser contratado en los teatros de Broadway. Ninguno de los tres había pisado jamás las sucias calles del Lower East Side o de Brownsville. Los términos que usaban eran artificiales, sacados de la jerga de los gángsteres de películas de cuarta categoría. Estereotipos que no podían enganchar a los oyentes como había hecho Christmas en aquel primer episodio. Así, poco a poco los oyentes fueron disminuyendo, la junta directiva de la N. Y. Broadcast decidió suspender el programa y la gente se conformó de nuevo con los viejos chistes de Skinny y Fatso en Cookies.

—Venid a ver —dijo transcurridos esos dos meses Cyril, en la acera agujereada de la Ciento veinticinco, una noche en que la luna llena resplandecía en un cielo límpido e intenso, cruzando orgulloso los brazos sobre el pecho y levantando los ojos hacia la antena camuflada de reloj. Acto seguido, cruzó la calle y entró en el portal del bloque seguido por Christmas y Karl.

Subieron al quinto piso y Cyril llamó a una puerta pintada de marrón.

Pasado un instante, una mujer de unos treinta años, de una belleza provocadora, con un traje de seda sintética azul eléctrico, ceñido y muy escotado, abrió y sonrió.

—Pasad —dijo.

—Ella es la hermana Bessie —dijo Cyril haciendo las presentaciones—. Era la mujer de mi hermano, solo que a él le gustaba más la botella. La última vez que tuve noticias suyas, estaba en Atlanta. Pero no tenemos noticias suyas desde hace dos años.

—Y desde entonces soy puta —añadió la hermana Bessie, con dos grandes ojos negros que temblaban de ira y de orgullo a la vez, levantando ligeramente la barbilla, con un gesto procaz.

Christmas se sintió súbitamente incómodo. Se llevó una mano a la cicatriz del pecho, a aquella P de «puta» que le habían grabado por culpa del oficio de su madre y que arrastraba desde niño como una mácula. Miró el suelo, turbado. El mechón le cayó sobre los ojos.

—¡Fíjate qué pelo tiene este blanco! —exclamó la hermana Bessie al tiempo que se lo desordenaba con una mano.

Christmas apartó la cabeza de golpe.

La hermana Bessie lo miró.

—No quiero seducirte, tranquilo —dijo con su tono provocador—. No trabajo en casa —y rió.

Christmas tuvo una arcada.

La hermana Bessie lo cogió de la mano e invitó también a Karl a seguirla. Los condujo hacia una puerta cerrada, pidiéndoles con señas que no hablaran. Abrió una puerta y señaló dos camas.

—Son mis hijos —dijo en voz baja.

Christmas vio en la penumbra a dos niños que dormían plácidamente.

La hermana Bessie, sin soltarle la mano, lo introdujo en el cuarto. Acarició la cabeza de una niña de cinco años con una gran mata de rizos negros que dormía chupándose el pulgar, abrazada a una muñeca de trapo.

—Es Bella-Rae —susurró a Christmas a un oído. Luego acarició la cabeza rapada del otro niño.

El niño abrió los ojos, grandes y somnolientos.

—Mamá —dijo.

—Duerme, cariño —respondió la hermana Bessie.

El niño cerró los ojos y se acurrucó bajo las mantas.

—Y él es Jonathan —susurró la hermana Bessie a Christmas—. Tiene siete años.

Christmas sonrió cohibido. Y al tiempo se vio, de noche, cuando se despertaba llorando, en la casa de la señora Sciacca —tras la muerte de sus abuelos de Nueva York, como llamaba a Tonia y Vito Fraina—, y aquella culona y sus hijos lo miraban enfurruñados, haciendo que se sintiera un extraño. Y luego se vio, con unos años más, despertándose de una pesadilla en su catre, en la cocinita de Monroe Street, y llamando a su madre, que no estaba, y metiéndose en su cama para al menos notar su olor en la almohada y en las sábanas, hasta que Cetta volvía del trabajo.

La hermana Bessie lo condujo fuera del cuarto. Esperó a que Karl también saliera y entonces, mientras cerraba la puerta, dijo:

—Son unos ángeles, ¿verdad?

Christmas fue asaltado por una profunda melancolía y tuvo la sensación de experimentar de nuevo, como una enfermedad, la terrible soledad de su niñez.

—Sí —dijo soltando con brusquedad su mano de la de la hermana Bessie.

—Es huraño el chavalín —bromeó la hermana Bessie mirando a Cyril.

—Hermana Bessie, nosotros ahora tendríamos que… —comenzó Cyril.

—¿Habéis venido a trabajar o a charlar? —lo interrumpió la hermana Bessie, de mal humor—. Os dejo la habitación pero no tengo tiempo para tertulias. —Les dio la espalda y desapareció en su dormitorio.

Cyril rompió a reír. Luego fue con Christmas y Karl a la habitación que les había ofrecido la hermana Bessie, justo debajo de la gran antena. Una serie de cables forrados entraban y salían de la pared, y trepaban por el techo. Dos borriquetas de madera, con un tablero liso clavado, sostenían un artefacto rudimentario y artesanal.

—¿Funciona? —preguntó Karl levantando una ceja.

—Hermana Bessie, ¡enciende la radio! —gritó Cyril.

—Como despiertes a Jonathan y a Bella-Rae con ese vozarrón, os echo a los tres —dijo la hermana Bessie apareciendo en la puerta. Y, antes de que Cyril abriese la boca, añadió—: Ya la he encendido. Era lógico que al ver ese cachivache no creyeran que funcionara.

—Ve al otro lado, Karl —repuso Cyril. Luego miró a Christmas—. Tú también.

Christmas y Karl fueron al dormitorio de la hermana Bessie. Toda la casa, observó Christmas, se veía muy limpia y discreta.

—Ya te lo he dicho, no trabajo en casa —apuntó la hermana Bessie guiñándole un ojo.

«Tampoco mi madre lo hacía», pensó Christmas, sonrojándose.

La radio, que la hermana Bessie tenía sobre una cómoda pintada de blanco, no era de las que se vendían en los comercios.

—Esta la ha hecho también aquel loco —dijo señalándola. Luego giró un dial hecho con un tapón de corcho.

—¿Me oís, papanatas? —resonó en la habitación la voz de Cyril—. Por supuesto que me oís. Estáis sintonizados al canal pirata de Harlem, frecuencia 540… al lado del 570 de la WNYC, así, quien se equivoque, nos encuentra… Inteligente vuestro negro, ¿eh? Cubrimos todo Manhattan y Brooklyn. —Una pausa—. Vale, ya estoy hasta los huevos de hablar. Volved aquí. Estamos listos para emitir.

—No, no estamos listos —dijo Karl mientras entraba en la habitación y cerraba la puerta.

Christmas y Cyril lo miraron asombrados.

—¿Qué pensáis hacer? —continuó Karl—. ¿Sencillamente empezar a emitir?

—¿Y qué otra cosa se supone que debemos hacer? —preguntó Cyril en tono hosco.

—Poner a la gente en condiciones de oírnos —dijo Karl.

—¿O sea?

—Hacerles saber que emitimos, Cyril —dijo Christmas, que había comprendido dónde quería ir a parar Karl.

—Mis negros ya lo saben y no están esperando otra cosa —aseguró Cyril.

—Pero el resto de la ciudad no lo sabe y no podemos limitarnos a esperar a que den con nuestra frecuencia por casualidad o buscando la WNYC —dijo Karl en tono conciliador.

—¿Tengo que recorrer todo Nueva York para comunicarlo? —preguntó Cyril.

—Algo así —respondió Karl sonriendo.

—Bueno, id vosotros dos —rezongó Cyril—. Yo ya he hecho mi parte.

—No va a ir ninguno de los tres, Cyril —prosiguió un sonriente Karl—. Este es mi terreno.

—Si tú lo dices…

—Pero ahora necesitamos dinero —continuó Karl, ya serio—. Yo puedo poner quinientos dólares.

—Yo no tengo un céntimo —dijo Christmas, humillado.

—Ni yo —dijo Cyril.

—Pues entonces tendremos que encontrar otros mil en algún lado —contestó divertido Karl.

—¿Qué tienes que hacer con todo ese dinero? —inquirió Cyril.

—Yo me he fiado de ti, Cyril —dijo Karl, poniéndole una mano en el hombro—. Y has estado sensacional.

Cyril no pudo evitar una expresión de complacencia.

—Pero ahora ha llegado el momento de que tú te fíes de mí —continuó Karl—. Ayúdame a encontrar mil dólares.

—Mil dólares… —farfulló Cyril.

—Tú también, Christmas. —Karl lo miraba con expresión seria—. Es importante.

—Mil dólares no crecen debajo de las piedras, me cago en la puta —rezongó Cyril, con un tono porfiado en la voz.

—Se me ha ocurrido algo —dijo Karl—. Pidamos un dólar a mil personas.

—¿Qué cuernos dices? —preguntó Cyril.

—Un dólar es la cuota mínima por poseer un trocito de nuestra radio —prosiguió Karl—. Nos comprometeremos a devolver el dólar al final del año. Y si hay más beneficios… puede que sean dos dólares.

—Vaya chollo.

—Cyril, escúchale —dijo Christmas, excitado—. Es una buena idea.

—¡No, es una idea de mierda! —prorrumpió Cyril—. Somos una radio clandestina, ¿cómo piensas obtener beneficios? ¿Con publicidad ilegal? ¿Qué coño tenéis en la cabeza vosotros dos?

—No vamos a ser siempre ilegales —protestó Karl—. Estamos en un país libre…

—¡Mira a tu alrededor, polaco! —gritó Cyril—. ¿Crees que estos negros son libres? ¿Libres para hacer qué? Para morirse de hambre. ¿Y quieres que les saque un dólar?

—Les sacas un dólar y les das una esperanza —dijo Christmas.

—¿Por eso tendría que encontrar mil negros dispuestos a comprar un trocito de radio?

—Mil no —repuso Christmas—. Alguno dará diez dólares, alguno cien…

—¡Cien dólares! Sí, coño, sois un par de memos.

—Iré a ver a Rothstein —apuntó Christmas—. Rothstein es rico. Solo él podría darme hasta mil dólares.

—Sí, eso te crees tú —rezongó Cyril.

En ese instante se abrió la puerta de la habitación y la hermana Bessie apareció con un bolsito en la mano. Lo abrió, rebuscó entre la calderilla y la contó. Luego dejó sobre el tablero un puñado de monedas.

—Ya tenéis el primer dólar —dijo.

Christmas la miró y fue como si la viese por primera vez. Como una mujer. Y por primera vez leyó en los ojos de aquella mujer todo cuanto no había podido aceptar de su madre.

La hermana Bessie había vuelto la cara para mirarlo, al sentirse observada.

Christmas, turbado, con los colores subidos, bajó los ojos. Luego miró otra vez a la hermana Bessie.

—Mi madre también era puta —dijo tratando de mostrar su mismo porte altivo.

Cyril y Karl se volvieron para mirarlo.

Los anchos labios rojo oscuro de la hermana Bessie descubrieron sus dientes inmaculados, se acercó a Christmas y le cogió la cara entre sus hermosas y gráciles manos. Con un pulgar le acarició una ceja y luego le dio un beso en la mejilla. De nuevo sonrió y exhibió sus dientes rectos, perfectamente alineados. A continuación se volvió hacia Cyril y Karl.

—Un hijo de puta vale lo que cien hijos de papá, recordadlo —dijo en tono agresivo.

Cyril y Karl abrieron las manos, en señal de rendición.

—Has de sentirte orgulloso de tu madre —dijo entonces la hermana Bessie.

—Sí —respondió Christmas.

La hermana Bessie le asió de nuevo la cara entre sus hermosas manos y le dio otro beso en la mejilla. Luego se volvió hacia Cyril.

—¿Y bien? ¿Coges o no este dólar?

—Bueno, vale —cedió Cyril, dando un puñetazo contra el tablero. Las monedas tintinearon—. El que anda con memos, acaba memo. Intentémoslo. Yo pasaré el cepillo entre mis negros. Christmas entre sus gángsteres. —Meneó la cabeza—. Menuda radio de mierda…

Christmas, Karl y la hermana Bessie rompieron a reír…

—Sí, reíd, reíd… —dijo Cyril sonriendo—. Yo sigo sin saber para qué se necesita todo ese dinero.

—Ya lo verás —contestó Karl.

—La CKC será grande —dijo Christmas.

—¿La qué? —preguntaron al unísono Karl y Cyril.

—La CKC. Así se llamará nuestra radio —añadió orgulloso Christmas—. Las iniciales de nuestros nombres. Sencillo, ¿no?

—¿Y la primera C a quién corresponde? —preguntó receloso Cyril—. ¿A Christmas o a Cyril?

—¿Quieres estar en primer lugar? —Christmas rió—. Vale, la primera C es tuya.

—Me estás mintiendo.

—No, socio —dijo Christmas.

—Socio… —silabeó Cyril, degustando la palabra en la boca con gesto ensoñador.

—Socio —repitió Karl, radiante.

—Socio de dos blancos, hermana Bessie. ¿Te lo puedes creer? —Cyril rió—. Me iré al infierno, poco a poco pero inevitablemente.

En la semana siguiente Cyril recaudó ochocientos dólares. La gente del barrio se vaciaba los bolsillos con entusiasmo en cuanto oía la propuesta. Pero la idea de poseer una minúscula parte de aquella radio que representaba la libertad le emocionaba mucho menos que la de saber que, comprando un trocito de aquel reloj falso, jodía personalmente a los blancos que ignoraban lo que aquel era en realidad. Ninguno de aquellos infelices reclamó una garantía para la devolución del dólar. Era un dólar bien invertido si valía para dar por culo a los blancos.

Christmas recaudó mil cuatrocientos dólares. Quinientos los puso Rothstein. Christmas sabía cómo camelarlo. Le dijo que era como una apuesta. Y Rothstein puso el dinero. Otros setecientos los juntó entre Lepke Buchalter, Gurrah Shapiro y Greenie. Con ellos no surtió efecto el argumento de la apuesta, pues no tenían la misma enfermedad de Rothstein. Sin embargo, no bien les dijo que se trataba de un asunto ilegal, a los tres les produjo un entusiasmo enorme la perspectiva de formar parte de algo aún desconocido para ellos que infringía la ley. Por último, Cetta le entregó ochenta y cinco dólares que había ahorrado con su trabajo y luego no paró de atosigar a Sal hasta que lo convenció para que diera ciento quince dólares y alcanzar así la cifra redonda de doscientos.

—¡Dos mil doscientos dólares! —exclamó satisfecho Karl al final de aquella semana—. Con mis quinientos llegamos a dos mil setecientos. Y mi padre me ha asegurado trescientos. ¡Tres mil dólares justos! Podremos hacer las cosas a lo grande —dijo y rió como un niño, frotándose las manos.

Al día siguiente, una serie de carteles colocados en zonas estratégicas pero baratas de la ciudad, entre Harlem, el Lower East Side y Brooklyn, anunciaban, en grandes caracteres: «CKC - Vuestra radio clandestina».

A la semana siguiente los carteles fueron reemplazados y todos los neoyorquinos leyeron: «CKC - Vuestra radio clandestina - Empezad a contar. Solo faltan siete días». Al día siguiente, el siete fue sustituido por un seis, sin cambiar el cartel. Luego pasó al cinco, al cuatro, al tres, al dos y, por último, al uno.

Por los dos carteles publicitarios —incluidos los cambios de números— gastaron novecientos veinte dólares. Quedaban dos mil ochenta, que a la semana siguiente fueron íntegramente invertidos en nuevos carteles con colores llamativos que, además de los datos ya referidos, anunciaban: «Hoy es el día que esperabas, Nueva York. A las 7.30 p. m., sintoniza la frecuencia 540 AM y escucha Diamond Dogs. Te convertirás en uno de los nuestros». Y las letras y números de CKC, 540 AM y Diamond Dogs se encendían y apagaban rítmicamente.

Harlem estaba en ebullición mucho antes de las siete y media. Todas las radios que Cyril había hecho en aquellos años se encontraban encendidas y sintonizadas. También Cetta había encendido una hora antes la Radiola que Ruth le había regalado a Christmas, y Sal estaba sentado a su lado, más pálido y emocionado que ella, mientras la radio irradiaba por el aire únicamente el zumbido de las válvulas. En la sede central de la N. Y. Broadcast, María, junto con los dos técnicos de sonido que habían participado en la primera emisión de Diamond Dogs, estaba encerrada en una pequeña salita de la tercera planta y había sintonizado el aparato de radio en el 540 AM. Cyril estaba en el dormitorio de la hermana Bessie y los niños se apretujaban a su madre, sin comprender bien por qué había que oír por la radio a un blanco que hablaba al otro lado de la pared.

La habitación equipada para la emisión se había dejado en penumbra, para brindar a Christmas la oscuridad que precisaba. La ventana y la puerta se habían insonorizado con centenares de huevos duros que todo el barrio había cocido en las semanas previas.

—¿Estás listo? —preguntó Karl a Christmas.

Christmas le respondió con una sonrisa tensa.

—Todo saldrá bien —lo tranquilizó Karl.

—Sí —dijo Christmas y cerró los ojos, respirando hondo y empuñando con firmeza uno de los tres micrófonos que Cyril había robado del almacén de la N. Y. Broadcast.

Al lado del equipo radiofónico habían colocado un viejo gramófono. Karl dio cuerda a la manilla y accionó el freno. En el plato, un disco comprado por Christmas.

En el dormitorio de la hermana Bessie, Cyril miraba el reloj.

—Ahora —dijo en voz baja.

—Estamos en directo —añadió Karl.

—Adelante —susurró Christmas.

—Buenas noches, amigos. Bienvenidos a esta primera, histórica emisión clandestina —dijo Karl por su micrófono, con voz apenas temblorosa—. Nos disponemos a transmitir Diamond Dogs. Feliz audición desde la CKC.

Hubo unos segundos de silencio durante los cuales Cyril se revolvió en la cama, luego una voz joven y cálida dijo:

—Buenas noches, Nueva York…

—Es mi Christmas —dijo emocionada Cetta.

—Calla, cretina —respondió Sal, tenso.

—Antes de empezar, quiero daros un consejo —dijo Christmas por el micrófono.

Karl lo miró, en la penumbra de la habitación.

Cyril se levantó de la cama e hizo una mueca de satisfacción.

Cetta contenía el aliento. Sal le apretó con fuerza las manos, sin apartar la vista de la radio.

—Quiero que penséis en todas las prostitutas de Nueva York. Pero no en el sexo. Quiero que las veáis como yo las veo. Como Mujeres —resonó la voz de Christmas en las radios de Harlem y del Lower East Side y de Brooklyn—. Yo les debo mucho. Y todo Nueva York está en deuda con ellas. Respetadlas… tienen corazón incluso para quienes no lo tienen.

La hermana Bessie abrazó a sus hijos y se volvió hacia Cyril, riendo.

—Y ahora una canción especial —dijo la voz melodiosa de Christmas—. Después os dejaré entrar en nuestro siniestro y peligroso mundo de gángsteres callejeros…

Christmas hizo una seña a Karl, que situó el micrófono en el altavoz del gramófono y soltó el freno.

—Esta es para ti, mamá —dijo la voz de Christmas.

Karl puso suavemente la aguja sobre el disco.

En su salón, Cetta oyó el rasgueo de la aguja en los surcos y luego la voz de su hijo.

—Fred Astaire me ha dicho personalmente que te la dedique. ¿La reconoces?

La radiola comenzó a difundir las primeras notas.

Lady… —exclamó Cetta, pero un sollozo le impidió seguir—. Lady… Be… —balbuceó llorando—. Lady, Be Good! —consiguió decir al fin. Luego se abandonó del todo a las lágrimas, abrazando a Sal, que permanecía rígido y petrificado, aún con los ojos clavados en la radio, como hipnotizado.

—Me han dicho que Fred Astaire es marica —dijo Sal, en voz baja, mientras se sacaba del bolsillo el pañuelo y se lo tendía a Cetta.

Cetta rió entre las lágrimas.

—Gracias, mamá —dijo la voz de Christmas al final de la canción—. Y ahora gritad conmigo, todos juntos: ¡sube el trapo! ¡Y que empiece la función, Nueva York!