64

Los Ángeles, 1928

Ya era de noche cuando Christmas se levantó de la cama.

—Voy a la cocina a buscar algo de comer —dijo a Ruth sonriendo—. Llegó a la puerta y se detuvo. Regresó, saltó a la cama y abrazó a Ruth con ardor. Luego la besó en los labios.

Ruth se abandonó al beso.

—Volveré ahora mismo —le dijo Christmas.

—No voy a huir —aseguró Ruth, que experimentó una extraña sensación tras pronunciar esas palabras.

Christmas rió, volvió a levantarse de la cama y desapareció en el pasillo.

—No voy a huir… —repitió Ruth. Seria. Como si aquellas palabras la concernieran íntimamente. Mucho más íntimamente de lo que hubiera podido suponer. Y entonces el fragor de las emociones que la habían llevado a aquella cama, que la habían hecho olvidar el miedo y vuelto sorda a sus pensamientos, de repente se apagó. Y en aquel silencio nuevo e impenetrable Ruth oyó que sus pensamientos y su conciencia se despertaban y resurgían—. No voy a huir… —volvió a decir, pero ahora en voz más baja, como si ella misma tratara de no oír aquella frase que le había abierto una brecha en su interior. Sintió que un desagradable escalofrío le recorría la espalda. Y luego una sensación de desazón. Y además se le hizo un nudo en la garganta y tuvo la impresión de que el corazón, más que acelerar los latidos, vibraba, como compelido por un ligero picor, por la reminiscencia de una preocupación, por el principio de una inquietud. Se sentó. Dobló las rodillas sobre el pecho, las rodeó con los brazos y escondió su cara entre ellas. Respiró hondo. Con los ojos cerrados.

Y por primera vez desde que había encontrado a Christmas en Venice Boulevard pensó en Daniel. No lo había llamado. Había desaparecido. Ni un solo instante había pensado en él. Su tibio sentimiento por Daniel lo había borrado su furiosa pasión por Christmas. Estaba desbordada. Recordó el beso en la playa. Aquel casto, inocuo encuentro de labios, salados de mar. Recordó las manos tímidas de Daniel apoyadas en sus hombros. Recordó su reacción de miedo. Y en un segundo se vio con Christmas, bajo las sábanas, sin la menor vergüenza, sin el menor pudor, hambrienta de amor. Loca de amor. Desnuda. Con la piel aún ardiente de los besos de Christmas.

Y por primera vez desde que lo había encontrado se sintió embargada por una incontrolable, peligrosísima felicidad. Que la aterrorizaba. Que la asfixiaba. Que la dejaba sin aliento. Que la aplastaba. Que la colmaba. Que la desgarraba. Que la hacía añicos. Como un río en crecida, como una tormenta de suspiros.

Los ojos se le llenaron de lágrimas calibrando aquella felicidad que la excedía, que excedía a su corazón y a su alma. Y no bien las lágrimas empezaron a derramarse por sus mejillas, borrando los besos de Christmas y la huella de sus manos deseosas, notó un dolor que escocía como una herida por la que se pasa una lija.

Porque era una felicidad que la enloquecería.

Al instante el dolor gritó en su interior, tan ensordecedor como silencioso, en lo más hondo, donde aún conservaba el calor de Christmas. Y enseguida el dolor fue arrasado por un embate de desesperación. Le costaba tanto respirar que a punto estuvo de sofocarse.

Se levantó de golpe, incapaz de pensar, incapaz de dominarse, y se vistió deprisa, las lágrimas aún surcándole la cara. Recogió el macuto con sus cámaras fotográficas y abandonó sin hacer ruido, cual ladrona, aquel dormitorio donde había encontrado la felicidad. Y la locura.

Ganó de puntillas la salida, conteniendo la respiración pese a que habría querido gritar. Oyó la voz de Christmas en la cocina, luego cruzó el jardín, abrió la verja y echó a correr desesperadamente por Sunset Boulevard. Huyendo, tropezando, cayendo, levantándose, escondiéndose cada vez que oía llegar un coche por atrás, arañándose con la maleza, incrustándose las uñas de tierra, raspándose las rodillas. Y mientras escapaba de aquella felicidad que no podía soportar seguía llorando, ya con sollozos.

Cuando la carrera la dejó sin aliento, se detuvo detrás de un seto para respirar. Había huido porque sí, aunque en realidad lo había hecho a sabiendas. Ahora tenía miedo. Solo miedo. De oír aquel crac que chasqueaba dentro de ella, haciéndola perder el equilibrio. Aquel crac de un dedo que se rompe, cortado como una rama seca. Aquel crac que sonó en su interior el día que se arrojó desde la ventana de la mansión de Holmby Hills. Aquel ruido siniestro que se asemejaba a los puñetazos de Bill, al que hicieron sus bragas cuando Bill se las arrancó, a toda su violencia. Que se asemejaba a una cuerda demasiado tensa que se parte de repente, como una felicidad demasiado intensa, como una pasión incontrolable, como un amor que no podía contener. Que la habría destrozado.

Porque ella no había nacido para la felicidad, se dijo. Porque la felicidad era lo más parecido a la violencia. Porque ni una ni otra tenían límites. Porque ni una ni otra tenían un perímetro, un recinto, porque no podían sobrevivir en cautividad. Porque ambas eran salvajes. Como una bestia feroz.

Se incorporó. Y en ese momento vio pasar como una bala un Oakland Sport Cabriolet. Y, en el coche, el pelo rubio de Christmas. Ruth se agachó tras el seto.

«No debe encontrarte», pensó. Pues si la encontraba, ella no habría sabido oponerse a la felicidad que Christmas podía ofrecerle. Y se hubiera vuelto loca, habría oído aquel crac. Porque ella no había nacido para la felicidad. Desde que, una noche, se escapara de casa con un jardinero, solamente porque reía, solamente porque la hacía reír. Pues todo había empezado aquella noche, cuando buscó una felicidad superior a ella, que no le pertenecía, que no podía pertenecerle. Pues su búsqueda de la felicidad había coincidido con la desgracia, con la violencia. Con un crac.

Miró el final de Sunset Boulevard. Los faros del Oakland ya estaban lejos. Seguramente Christmas estaba corriendo hacia Venice Boulevard, despertaría a Clarence, se quedaría esperándola. Y al final la encontraría. Y entonces, de nuevo, se acordó de Daniel. Si se hubiese ido con Daniel, pensó Ruth, habría estado protegida. Sin felicidad. Sin violencia. Envuelta en aquella tibia emoción, que era cuanto podía permitirse.

Se incorporó y echó a andar hacia las casitas adosadas, todas iguales, habitadas por familias también iguales, que olían a harina y tartas de manzana y a bolsitas de lavanda para perfumar la ropa blanca.

Huyendo de la infección de la felicidad.

—Carne asada y guacamole; no he entendido lo que es, pero huele bien. —Christmas rió mientras entraba en el dormitorio con un plato grande en la mano. Al no ver a Ruth en la cama, habló hacia la puerta del cuarto de baño—. Y la doncella se llama Hermelinda. Es mexicana. —Como no recibió ninguna respuesta, se sentó en la cama y metió un dedo en la salsa que había junto a la carne y la probó—. Como no te des prisa, me la acabaré —dijo en voz alta, luego sonrió feliz y cerró los ojos, buscando en el aire el olor de la piel de Ruth. Aquel olor que había absorbido y que jamás lo saciaría. Pero la carne irradiaba su intenso aroma. Entonces se levantó de un salto y se acercó al sillón en el que Ruth había dejado su traje lila, para olerlo hasta que ella apareciera. Para no notar su ausencia un solo instante. Pero el traje no estaba ahí—. Ruth —llamó hacia la puerta del cuarto de baño, con voz débil y tono alarmado. Miró alrededor y enseguida reparó en que también faltaba el macuto de las cámaras fotográficas. Salió corriendo al pasillo—. ¡Ruth! —llamó con más fuerza.

—¿Señor? —dijo desde la planta baja la doncella.

Christmas no le respondió. Volvió al dormitorio y se asomó a la ventana.

—¡Ruth! —gritó en la oscuridad de la noche—. ¡Ruth! —Y luego vio la verja abierta. Se vistió deprisa, bajó, encendió el motor del Oakland y partió a toda velocidad.

Recorrió un trecho de Sunset Boulevard y después paró. Viró el coche y volvió en sentido contrario, por la calzada de enfrente, oteando en la oscuridad. Pero no había rastros de Ruth.

—¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?! —gritaba dando puñetazos al volante, de camino hacia Venice Boulevard. Solo podía estar ahí. Tenía que estar ahí, se repetía mientras conducía a velocidad de vértigo.

Pero ahora, tras detener el coche en la acera, tras subir las escaleras, mientras llamaba furiosamente a la puerta de la agencia fotográfica, ya no estaba seguro de encontrarla.

—¡Ruth! ¡Abre! ¡Ruth! —gritó con todo el aliento que tenía en la garganta.

—¡Oiga, como no se calle llamaré a la policía! —chilló una voz detrás de él.

Christmas se volvió furioso. Vio el rostro de un hombre asustado tras la puerta entornada del piso de enfrente.

—¡Que te den por culo, gilipollas! —le gritó a la cara.

El hombre cerró la puerta de golpe.

Christmas se lanzó con más ira contra el cartel «Wonderful Photos», y se puso a llamar con todas las fuerzas que tenía.

—¡Sé que estás ahí, Ruth! —gritó, con la voz quebrada por la esperanza que se desvanecía.

—Jovenzuelo, va a tirarme la puerta —dijo Clarence, que apareció por las escaleras, con expresión alarmada, embutido en una bata a rayas azules y rojas.

Christmas se abalanzó sobre él.

—¿Dónde está Ruth? —le preguntó asiéndolo por el cuello.

La puerta del piso de enfrente se abrió de nuevo.

—¿Llamo a la policía, señor Bailey? —inquirió el hombre.

—No, no, señor Sullivan —contestó Clarence, con la voz entrecortada por la presión de las manos de Christmas—. No ocurre nada.

—¿Está seguro?

Clarence miró a Christmas a los ojos.

—Suélteme, jovenzuelo —le ordenó.

Christmas lo soltó y se abandonó contra la pared del pasillo.

—No está aquí, ¿verdad? —preguntó con voz derrotada.

—Cierre, señor Sullivan —dijo Clarence al hombre que seguía husmeando asustado.

—Presentaré una queja al administrador… —comenzó a decir el hombre.

—¡Cierra! —prorrumpió Christmas.

El hombre cerró la puerta.

—¿Dónde está Ruth? —preguntó entonces Christmas. Sin esperanza. Como un autómata.

—Creía que estaban juntos —respondió Clarence, receloso.

Christmas se cubrió la cara con las manos y se dejó caer al suelo, resbalando contra la pared.

—¿Por qué? —murmuró.

—¿Le ha hecho daño a Ruth? —le preguntó Clarence, con una voz repentinamente seria.

Christmas levantó la cabeza y lo miró pasmado.

—Yo… yo amo a Ruth.

Clarence lo examinó un instante y luego movió la cabeza.

—Jovenzuelo, yo necesito un café bien fuerte —dijo—. Y creo que también a usted le sentaría bien.

Christmas ya lo miraba sin verlo.

—Suba a mi casa —propuso Clarence tendiéndole una mano.

—Si no está aquí, ¿dónde puede estar? —preguntó Christmas.

Clarence suspiró.

—No quiere ese café, ¿verdad? —dijo. A continuación se dobló sobre sus viejas rodillas, con una mueca de cansancio, y se sentó al lado de Christmas—. ¿Qué ha pasado? ¿Ruth está bien?

—No lo sé…

—¿Por qué no me lo cuenta todo?

—Volverá aquí, ¿verdad?

—Estoy empezando a preocuparme, jovenzuelo. Voy a preguntárselo solo una vez más, después llamaré a la policía —dijo Clarence, con voz firme—. ¿Ruth está bien?

—No lo sé… yo… nos reíamos, éramos felices y después… después ya no estaba. Ha huido. —Christmas miró a Clarence—. ¿Por qué? —le preguntó—. Ayúdeme…

—Ayúdame, Daniel —susurró Ruth.

Daniel la miraba asustado. Ruth tenía el pelo revuelto, las rodillas heridas. Estaba sucia, sudada.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó.

Cuando llegó a la casita, Ruth no llamó a la puerta. No quería que los Slater la vieran de esa guisa. No quería preguntas. No quería que le leyeran la pasión en los ojos. Fue hasta la parte trasera de la casa y lanzó un palito a la ventana de Daniel. La luz seguía encendida y el muchacho abrió enseguida la ventana. Ruth se llevó un dedo a los labios y le pidió con un gesto que bajara.

Y ahora estaban de pie, frente a frente, junto a la verja pintada de blanco, ocultos detrás de un árbol alto.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Daniel de nuevo.

—Ahora no, Daniel —dijo Ruth, mirando preocupada hacia la casa—. Ayúdame…

—¿Qué tengo que hacer?

—Escóndeme. —Ruth lo miró—. Y abrázame fuerte.

Daniel se volvió hacia la casa. Luego estrechó a Ruth entre sus brazos.

—¿Por qué tienes que esconderte? —preguntó en voz baja.

—Ahora no, Daniel. Ahora no.

—Ven, entremos —la invitó Daniel, cogiéndola de una mano.

—Dormiré en el garaje —dijo Ruth, oponiéndose.

—No digas tonterías. Dormirás en mi cuarto.

Ruth retrocedió un paso.

—Yo dormiré en el cuarto de Ronnie —la tranquilizó.

—¿Y qué dirán tus padres?

—¿Por qué tienes que esconderte, Ruth?

Ella bajó la mirada.

—A mi padre y a mi madre les diremos que el canalla de tu casero te ha echado —dijo entonces Daniel.

—¿De un día para otro?

—Es un canalla, ¿no? —bromeó Daniel.

Ruth sonrió ligeramente.

—Pero mañana tendrás que contarme lo que te ha pasado —insistió Daniel con seriedad.

Ruth lo miró. Debería abrazarlo. Era su salvador.

—Mañana… —murmuró en voz baja.

Debería besarlo. «Con el tiempo», pensó y se dejó conducir al interior de la casita que olía a harina, levadura, manzanas y lavanda.

Subieron las escaleras sin hacer ruido. Daniel permaneció vigilando delante del cuarto de baño mientras Ruth se lavaba las manos sucias de tierra y se desinfectaba los arañazos. Después Daniel la hizo pasar a su habitación, le enseñó dónde estaba el interruptor de la luz, se ruborizó al sacar de un cajón ordenado y perfumado un pijama de hombre y le señaló el cuarto de Ronnie.

—Estoy ahí —le dijo. Se quedó mirándola quieto. Luego acercó despacio su rostro al de Ruth.

Ruth se volvió ligeramente y le puso la mejilla.

Daniel se la besó.

—Buenas noches —dijo con una sonrisa empachada y enseguida salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

Ruth apagó la luz, se aproximó a la puerta, la entornó y pegó el oído al resquicio.

—¿Qué pasa? —oyó que preguntaba somnoliento Ronnie.

—Apártate un poco y cierra el pico —dijo Daniel.

—Maldito cabrón, te lo haré pagar… —gruñó Ronnie.

—Duérmete —dijo Daniel.

Ruth vio después apagarse el rayo de luz que se filtraba por debajo de la puerta y la casa quedó entonces sumida en la oscuridad. Fue a la cama, se desnudó, se puso el pijama y se metió bajo las sábanas. La luz de la luna iluminaba ligeramente la habitación, trazando sombras y redondeando los rincones.

Ruth hundió la cara en la almohada y aspiró el olor a limpio de Daniel. Pero perduraba en su nariz el olor acre del amor, del sexo, de la pasión. El olor de la piel de Christmas. Y si cerraba los ojos veía su rostro, tenso y sudado. Veía su boca, sus labios húmedos. Sentía sus manos, el calor de su cuerpo. Y oía el eco de sus respiraciones jadeantes aumentar al unísono, volverse una, como si un animal mitológico soplara su aliento sobre sus cuerpos acoplados, ligados, fusionados. Prisioneros el uno del otro. Unidos por el deseo. Por una promesa de éxtasis que aún ahora abrigaba entre sus piernas, arrolladora y primitiva. Que aún ahora le latía impetuosa allí donde antes experimentara solo dolor y humillación. Que le cortó la respiración cuando la ardiente sensación de placer alcanzó el clímax y la privó de toda luz en los ojos, de todo sonido en los oídos. Que dejó sin voluntad a sus músculos, totalmente crispados, acometidos por una descarga eléctrica que la hizo temblar y estremecerse, como si su alma se hubiese vuelto de carne palpitante. Aquel candente caos sin tiempo, tan parecido a la muerte. Tan cercano a la vida plena.

Ruth abrió los ojos. Encendió la luz, turbada. Se sentó en la cama. Contuvo las lágrimas.

Se levantó y se acurrucó en un sillón floreado al lado de la ventana. Se sentía incómoda en la cama de Daniel, entre aquellas sábanas que olían a limpio. Le parecía que las ensuciaba con su olor a mujer que ningún lavado podía eliminar. Que ella misma jamás lavaría, se confesó oliéndose y acariciándose despacio, buscando en aquel gesto imitado algo que la recompensara de la dicha a la que había resuelto renunciar para siempre, para no enloquecer. Aunque, recordándolo, de todas formas enloquecería. Siempre. Recordando lo que ni Daniel ni ningún otro hombre jamás podrían darle. Lo que jamás consentiría recibir de Daniel ni de nadie.

Al amanecer se despertó sobresaltada. No sabía cuándo se había quedado dormida. Los primeros rayos de sol habían despejado la niebla que enturbiaba la luz lunar.

Se levantó del sofá. Sentía la cabeza pesada, los huesos doloridos, los arañazos de las rodillas tiraban. Miró de nuevo la cama de Daniel. Pasó una mano por la almohada, con ternura. Sin pasión. Imaginó el momento en que los Slater se despertarían. Se imaginó el desayuno, a todos juntos, con las tortitas y la miel. Y el aroma del café mezclado con el del jabón de afeitar. Se imaginó el calor de aquel despertar, turbado por su presencia, por las mentiras, por la sensación de incomodidad. Se imaginó contándole a Daniel que había estado con un hombre, que se había sentido mujer. Se imaginó hablándole de Christmas, de su promesa, de su sintonía, de su ser únicos, de su banco en Central Park, del corazón pintado de rojo, de Bill, del hospital, de su marcha de Nueva York cuando decidió besar al duende del Lower East Side. E inmediatamente después se imaginó el rostro delicado de Daniel, sus expresiones. Sus hombros hundiéndose, dispuestos a soportar aquel peso.

Y entonces Ruth supo que también le mentiría a Daniel.

Se vistió. Cogió su macuto negro. Entornó la puerta de la habitación y aguzó el oído. La casa de los Slater seguía sumida en el silencio. Todos dormían, arrullados por el limpio olor de su familia, soñando que vendían coches, que surcaban las olas del mar en una barca de vela, calentados por el sol de la playa, con la piel salada. Soñaban los sueños de una familia.

Bajó silenciosamente las escaleras. Abrió la puerta trasera y salió a hurtadillas.

Otra vez se estaba fugando, se dijo. Pero no se detuvo.

—Ruth volverá aquí. Esta es su casa —le dijo Clarence.

Y Christmas pasó la noche en el coche, delante del portal de Venice Boulevard. Despierto. Porque no podía perderla. No quería arriesgarse a no verla. Tenía que saber por qué había huido.

Pero ahora el sol naciente le quemaba los ojos. Christmas sentía que la cabeza empezaba a pesarle. No podía dormirse, se repetía. Sin embargo, los párpados se le cerraban y las ideas se le volvían cada vez más confusas. Miraba la calle y veía llegar a Ruth, la veía doblar la esquina. Tenía un traje lila y un macuto negro en bandolera. Y entonces él salía a su encuentro. ¿Cuándo había pasado eso? Apenas el día anterior. Pese a lo cual le parecía un recuerdo que el tiempo había vuelto borroso. Como si hubiera ocurrido mil años atrás, toda una vida antes.

Christmas cerró los ojos. «Solo un instante», se dijo.

Sintió como un mareo. Abrió los ojos de golpe, para recuperar el equilibrio. Se agarró al volante. Parpadeó. Y de nuevo tuvo la impresión de verla, a contraluz, doblando la esquina con su traje lila y el pelo corto y negro. Estaba guapísima. Y luego Ruth paraba y lo reconocía. Christmas cerró los ojos. Le pareció oír sus pasos ligeros en la acera. Sonrió mientras se abandonaba al mareo del sueño. Ruth ahora corría. Pero no corría hacia él. Corría en la dirección contraria. Huía.

—Ruth… —llamó en voz baja Christmas, en el duermevela que lo estaba venciendo, aprisionándolo en la pesadilla.

Respiró hondo, como si hubiera estado largo rato conteniendo la respiración. Abrió cuanto pudo los ojos. Se los frotó. Volvió a mirar el final de la calle. Estaba desierta. Se apeó del coche. De la cafetería de enfrente empezaba a irradiarse en el aire aroma a café. Cruzó la calle con andar pesado y entró en el local. Y ahí, al fondo de la sala, vio a Ruth sentada a una mesa. Y a su lado a un hombre de pelo rubio. El muchacho se dio la vuelta y le sonrió. Era él mismo. Un Christmas que ya no existía. El Christmas del día anterior. De toda una vida previa. Sintió que las piernas le flaqueaban.

—¿Se encuentra bien? —preguntó la camarera desde detrás de la barra.

Christmas se volvió hacia ella y tardó unos segundos en distinguirla. Luego miró de nuevo la mesa del fondo. Una vieja desdentada se atiborraba la boca con una porción de tarta de arándanos. El relleno le chorreaba por la barbilla.

—Café —dijo Christmas acodándose vacilante en la barra.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó de nuevo la camarera.

Christmas la miró con ojos ausentes.

—Café —repitió.

Mientras la camarera llenaba una taza blanca, de porcelana gruesa, Christmas miró por el escaparate, hacia el portal en el cual antes o después entraría Ruth. El Oakland estaba aparcado un poco más allá. El sol se reflejaba en las ventanillas, transformándolas en brillantes espejos.

—Aquí tiene su café —dijo la camarera—. ¿Quiere algo de comer?

Christmas, sin responder, agarró la taza y le dio un sorbo. El café estaba hirviendo y se quemó el paladar. Dejó la taza y se introdujo una mano en el bolsillo, buscando calderilla para pagar. Notó una hoja de papel. La extrajo, la desplegó y la miró. Era el contrato de Mayer. Lo había olvidado por completo. De aquello también había pasado una vida. Lo extendió sobre la barra, lo alisó con una mano y enderezó las puntas. Lo leyó, lenta y dificultosamente, procurando recordar el placer que le había proporcionado escribir. Procurando resucitar aquella emoción electrizante de ver surgir la vida en el papel. Procurando recordar el impacto de las teclas de la máquina de escribir, el ruido del rodillo que corría, el crujido de la hoja. Leyó la cifra que la administración de la MGM estaba dispuesta a pagar por sus historias. Pero todo le parecía demasiado lejano. Sin sentido. Se guardó el contrato en el bolsillo, bebió el café, dejó un puñado de monedas sobre la barra sin contarlas y fue al servicio, tras mirar una vez más hacia el portal de Ruth. Se enjuagó la cara con agua fría y se miró largamente al espejo. Sin lograr ver nada en sus ojos. Era como si no estuviese ahí. Estaba como petrificado. Era como si no estuviese vivo.

Salió del servicio y se dirigió hacia el coche. Mientras se acercaba se veía reflejado en las ventanillas inundadas de sol. El traje arrugado, el paso cansado, los hombros encorvados. Empuñó el pestillo. Miró hacia lo alto, hacia las ventanas de la agencia fotográfica. Seguían cerradas. Entonces se volvió hacia la calle por la que esperaba ver aparecer a Ruth. Nadie. Abrió la puerta del coche y entró.

—Sabía que te encontraría aquí.

Christmas abrió los ojos como platos, casi asustado.

—Ruth… —Fue cuanto dijo.

Estaba sentada en el asiento del pasajero, hacia la acera.

—Te he visto en la cafetería.

—Te estaba esperando.

—Sí, lo sé.

Se miraron en silencio. Cercanos y, sin embargo, lejanos.

Christmas le cogió una mano entre las suyas. Con suavidad, con dulzura.

—¿Por qué? —le preguntó.

—No es culpa tuya —respondió Ruth, entrelazando sus dedos con los de Christmas.

Él tenía la mirada baja y observaba la mano de ella entre la suya.

—¿Por qué? —repitió.

—Estoy maldita —contestó Ruth volviendo la cabeza hacia la ventanilla—. Nunca podremos tener un futuro…

—Eso no es verdad —dijo Christmas, casi con vehemencia. Rebelándose, apretándole la mano—. Eso no es verdad, Ruth.

Ruth permaneció mirando la nada por la ventanilla. Inmóvil.

—Podemos conseguirlo —añadió Christmas—. Debemos.

—No, Christmas. Yo no soy como las otras, no tengo un futuro como las otras mujeres. —La voz de Ruth era baja. Desesperada. Y contenida—. Estoy maldita.

—Ruth…

—No es culpa tuya.

Christmas le estrechó la mano.

—Mírame —le dijo.

Ruth volvió la cabeza.

—¿Me amas? —le preguntó Christmas.

—¿Eso qué importancia tiene?

—La tiene para mí.

Ruth guardó silencio.

—Necesito oírtelo. Me lo debes, Ruth.

Ruth soltó su mano de la de Christmas y abrió la puerta.

—Jura que no me buscarás —dijo.

Christmas sacudió la cabeza.

—No puedes pedírmelo.

Ruth lo miró intensamente, como si quisiera retener las facciones de Christmas en su mente para siempre.

—Puede que algún día esté lista. Y entonces yo te buscaré. Esta vez me toca a mí.

Christmas intentó cogerle la mano, pero Ruth bajó del coche.

—Me voy de aquí. No se adónde iré —dijo Ruth, con una voz repentinamente severa y una prisa que delataba todo su dolor—. No me esperes.

—Te esperaré.

—No me esperes —añadió y entró en el portal.