11
Manhattan, 1910-1911
—¿Ahora somos novios? —preguntó Cetta, con los ojos radiantes de alegría.
Enfrente de ella, sentado en la cama, con un viejo sombrero de hombre demasiado grande, que le tapaba gran parte de la cara, estaba el pequeño Christmas.
—Claro, nena —dijo Cetta, bajando la voz para que se pareciera a la de Sal, al que Christmas interpretaba en su juego—. Y a partir de ahora ya no trabajarás de puta. Quiero que solo seas mía.
—¿En serio? —preguntó Cetta con su propia voz.
—Puedes apostarte el culo —respondió con el tono más bajo del que era capaz y agitando las manitas de Christmas, que había tiznado para que parecieran negras como las de Sal.
Christmas frunció los labios y luego rompió a llorar, justo en el instante en que Tonia y Vito entraban. Cetta le quitó enseguida el sombrero, lo cogió en brazos y se puso a hacerle carantoñas.
—¿Qué le has hecho en las manos? —le preguntó Tonia.
—Nada —respondió Cetta, risueña—. Las ha metido en las cenizas.
—Ah, allí está mi sombrero —exclamó Vito—. Esta mañana no lo encontraba.
—Estaba debajo de la cama —mintió Cetta.
—Hace un frío del carajo en la calle —dijo Vito mientras se encasquetaba el sombrero.
—Lávate la boca delante del niño. Qué bonita manera de hablar —rezongó Tonia—. Dámelo a mí —le dijo luego a Cetta. Cogió a Christmas en brazos, se sentó a la mesa, le introdujo las manos sucias en el barreño y empezó a limpiárselas—. Qué feo estás, pareces el tío Sal —le dijo al niño.
Cetta sonrió y se sonrojó. No creía en su juego, aunque le gustaba creérselo.
—Prepárate, Cetta, que Sal está a punto de llegar para recogerte —dijo Tonia mientras secaba las manos de Christmas, que ahora reía contento. Luego miró a su marido, que se había tumbado en la cama—. Y tú, quítate ese sombrero.
—Tengo frío.
—El sombrero en la cama trae la muerte —dijo Tonia.
—Lo tengo en la cabeza.
—Y la cabeza la tienes en la cama. Quítatelo.
El viejo farfulló unas palabras incomprensibles. Se levantó, fue a sentarse a la mesa, enfrente de su mujer, y, con un gesto desafiante, se caló más el sombrero.
Cetta reía mientras se cambiaba de traje.
Christmas también rió, mirando a su madre, luego se volvió hacia Vito y trató de quitarle el sombrero.
—Abuelo —dijo.
A Vito le salieron los colores a la cara; tenía los ojos arrasados en lágrimas.
—Anda, dámelo —le dijo a su mujer. Cogió a Christmas y lo montó sobre sus piernas, estrechándolo conmovido.
En la calle se oyó el claxon de un automóvil que tocaba con insistencia.
—Es Sal —dijo Cetta.
Pero ni Vito ni Tonia le prestaron atención. Tonia había estirado una mano sobre la mesa y había apretado la de su marido. Y los dos, con la mano que les quedaba libre, acariciaban el pelo fino y claro de Christmas.
Sal estaba de nuevo tocando el claxon cuando Cetta llegó corriendo a la acera. Subió al coche.
—Perdona —dijo.
Sal partió. En la calle, la gente, incluso en aquel gueto miserable, se estaba preparando para la Navidad, ya inminente. Los vendedores ambulantes habían variado sus mercancías, los escaparates habían desempolvado viejos adornos, chicos manchados de cola pegaban carteles que anunciaban fiestas baratas.
Cetta, siempre mirando al frente, estiró una mano y la apoyó en el muslo de Sal, que siguió conduciendo sin la menor reacción. Cetta sonrió. Luego desplazó la mano y la puso en el brazo. Por último, apoyó la cabeza en su hombro. Permaneció unos minutos en esa posición. Cuando estaban cerca del burdel, volvió a sentarse derecha en el asiento.
Una vez que pararon, Cetta, antes de apearse, se volvió hacia Sal. Pero este ya le daba la espalda, había abierto su puerta y estaba saliendo del coche. Lo siguió escalones arriba y luego por el interior del burdel. Las chicas los vieron entrar. Sal no las saludó, cogió a Cetta de un brazo y la arrastró a una habitación. La tiró sobre la cama, le subió la falda, le quitó las bragas y se inclinó entre sus piernas.
Fue rápido, sin palabras, sin preámbulos. Un placer que llegó sin anunciarse y que dejó a Cetta sin aliento. Intenso, casi brutal. Cuando Cetta aún gemía, Sal ya se había levantado, recogía las bragas y se las lanzaba.
—Llama a la Condesa —le dijo—. Tengo ganas de cambiar de sabor.
Cetta lo miró perpleja. No sabía qué hacer. Estrechaba en una mano las bragas. Seguía oyendo el eco de las contracciones en su vientre. Apretaba las piernas.
—No te metas ideas raras en la cabeza. No hay nada entre nosotros —dijo mientras iba a la puerta y la abría, invitándola a salir con un gesto de la cabeza—. Yo me tiro a todas las chicas de aquí.
Cetta se puso de pie con esfuerzo, humillada, y con las bragas en la mano se dispuso a abandonar la habitación.
—No te olvides de llamar a la Condesa —dijo Sal antes de que cerrara la puerta.
Cetta seguía mojada cuando se acostó con su primer cliente. Luego, muy despacio, se secó y todo volvió a ser como antes.
—Puedo ir sola al burdel —dijo Cetta cuando regresaban a casa, ya muy entrada la noche.
—No —contestó Sal.
A partir de aquel día Sal no la volvió a tocar. Iba a buscarla y la llevaba de regreso a casa, como siempre. Y, como siempre, hablaba lo menos posible. Pero no la probó más. Y Cetta ya no estiraba la mano para tocarlo en el coche, ni le apoyaba la cabeza en el hombro ni tiznaba las manos de Christmas para jugar a los novios. Y el día en que se acordó de aquel billete que había comprado y que guardaba en su bolsito de charol, lo quemó en la estufa de la cocina económica.
Dos días antes de Navidad le compró a un vendedor ambulante un collar de corales de imitación para Tonia y un sombrero de lana para Vito. Luego fue a una tienda para niños, en la esquina entre la calle Cincuenta y siete y Park Avenue, y se quedó largo rato mirando el escaparate. Todo tenía precios desorbitados. Era una tienda para gente rica. Veía salir mujeres elegantes cargadas de paquetes enormes. Y en eso que, a los pies de una cuna que costaba tanto como un año de alquiler de un piso en el Lower East Side, descubrió dos calcetines de lana con los colores de la bandera americana, con las barras y estrellas. Comprobó en su bolsito que tenía suficiente dinero y entró.
Era la primera vez que pisaba una tienda para ricos. Olía a un perfume maravilloso.
—Lo lamento, pero no nos quedan plazas —le dijo un hombre de unos cincuenta años, con un traje oscuro y una gruesa cadena de oro que le cruzaba el chaleco.
—¿Cómo? —preguntó Cetta.
—No necesitamos dependientas —respondió el hombre atusándose el bigote.
Cetta se sonrojó, hizo ademán de marcharse pero enseguida se detuvo.
—Quería comprar un regalo —dijo—. Soy una clienta.
El hombre enarcó una ceja y la miró de hito en hito. Luego hizo un gesto altivo a un dependiente y se fue sin dirigirle la palabra.
Cuando el dependiente le mostró los calcetines, Cetta se quedó palpándolos largo rato. Jamás había tocado nada tan suave.
—Envuélvalos bien —le dijo al dependiente—. Póngales un lazo grande —dijo y a continuación sacó el dinero, orgullosa.
Antes de marcharse vio al dueño de la tienda, que en ese instante le enseñaba obsequiosamente una manta bordada a mano a una dama elegante, y se les acercó.
El hombre y la dama advirtieron su presencia y se volvieron para mirarla.
—Ya tengo un trabajo —dijo Cetta, sonriendo educadamente—. Soy puta. —Luego salió con su paquete en la mano.
Al llegar a casa, encontró nerviosa a Tonia.
—Siempre hemos tenido solamente tres sillas —le dijo la vieja—. Pero resulta que este año somos cuatro.
—¿Este año? —dijo Cetta, que no entendía a qué se refería.
—Cada año viene Sal a pasar la Nochebuena con nosotros —intervino Vito—. Por eso tenemos tres sillas. Dos para nosotros y una para Sal en Navidad.
—Y la señora Santacroce no nos puede prestar una silla —concluyó Tonia.
—Yo resolveré el problema. No os preocupéis —les dijo a los dos viejos. Luego escondió los calcetines americanos debajo del colchón, junto con los otros dos regalos, y salió.
Cuando empezó a recorrer las calles del barrio, Cetta no acertaba a comprender por qué los dos viejos estaban tan nerviosos. Pero al momento dejó de buscar una respuesta, los nervios se estaban apoderando de ella. La idea de cenar con Sal le hacía temblar las piernas. Además, no le había comprado ningún regalo. ¿Le habría comprado él algo? Durante unos instantes, Cetta acarició la imagen de Sal entregándole con sus modales bruscos un estuche de piel que contenía un anillo de compromiso. Pero no tardó en ahuyentar esa tonta ocurrencia. Miró dentro de su bolsito. Todavía le quedaba un poco de dinero. Le hubiera gustado ahorrarlo, pero casualmente pasó delante de una chamarilería y vio una horrible silla con brazos y respaldo alto, como un trono, y entonces, imaginándose a Sal sentado en ella, empezó a reír. «Aquí está tu regalo», se dijo contenta y entró en la pequeña tienda. Regateó tenazmente y al final, por un dólar y medio, compró la silla de rey, dos candelabros de vidrio —con la base desportillada—, con sus correspondientes velas, y un mantel usado con el borde de macramé. Y regresó a casa con todas sus compras a cuestas.
—No, el sitio de honor le corresponde al dueño de la casa —dijo Sal aquella noche, negándose a sentarse en el trono que Cetta le había comprado—. Vito, este sitio es tuyo. Como no te sientes aquí, yo me sentaré en el suelo.
Vito estaba ridículo en aquella silla enorme. Pero en su cara ajada se dibujaba una sonrisa ufana. Llevaba puesto el sombrero de lana que le había regalado Cetta; Tonia, el collar de corales de imitación, y Christmas, los calcetines con la bandera americana.
El mantel era demasiado grande para la mesa y tuvieron que doblarlo en dos, pero en general parecía cosa de ricos, pensaba Cetta. Los candelabros tenían las velas prendidas. Sal había llevado comida y bebida. Tenían pasta al horno, pastel de atún y patatas, quesos, salami y vino. Cetta había bebido y se sentía un poco achispada. Mojó un dedo en su vaso y se lo dio a chupar a Christmas, que puso una mueca de asco. Todos rieron, hasta Sal, mostrando sus dientes blancos y perfectos. Cetta lo estuvo mirando de reojo durante toda la noche. Le sirvió la comida con una atención especial, jugando a hacer de esposa. Le rellenaba siempre su vaso de vino. Y también Tonia y Vito estuvieron alegres. Hasta que llegó el momento de la tarta y Sal descorchó una botella de espumoso italiano. Cetta no lo había probado nunca. Era dulce y con burbujas, hacía unas agradables cosquillas en el paladar. Cerró los ojos y sintió que la cabeza le daba muchas vueltas. Cuando abrió los ojos, Sal tenía el vaso levantado y una expresión seria.
—Por Mikey —dijo Sal mientras alzaba el vaso para brindar.
—¿Quién es Mikey? —preguntó riendo Cetta, antes de reparar en que también Tonia y Vito se habían puesto serios y en que los ojos de la vieja se llenaban de lágrimas.
Siguió un silencio incómodo.
—Mikey era mi hijo —dijo Tonia en voz queda.
—Por Mikey —repitió Sal y chocó su copa con la de Tonia y con la de Vito. Pero no con la de Cetta.
Cetta permaneció con el vaso en el aire, mirando a Sal, Tonia y Vito, que bebían pausadamente, con un peso en el corazón. La fiesta había terminado.
Sal sacó de su bolsillo un pañuelo de seda para Tonia, con un gesto de prestidigitador, pero ya sin alegría, y se lo puso en los hombros. A Vito le había comprado un par de mitones.
—Son de cachemira. La lana más caliente que hay —le dijo al viejo—. Luego le entregó a Cetta una cadenita fina con una pequeña cruz.
—¿Es de oro? —preguntó excitada Cetta.
Sal no le respondió.
Tonia abrazó a Sal, pero ya sin alegría. Vito tenía la mirada perdida en el vacío y los ojos enrojecidos por la bebida. Se puso de pie y se tambaleó un poco. Sal lo llevó a su cama y lo ayudó a echarse. Luego besó a Tonia en las dos mejillas, le hizo un gesto con la cabeza a Cetta y se marchó.
Cetta siguió a Sal fuera del cuarto sin ventanas. Caminó a su lado por el oscuro pasillo y subió con él los escalones que llevaban a la acera. Sal abrió la puerta de su coche.
—No te metas ideas raras en la cabeza —le dijo Sal.
—¿Qué le pasó a Mikey? —le preguntó Cetta.
—No te metas ideas raras. No hay nada entre nosotros.
—Lo sé —respondió ella, apretando los puños detrás de la espalda. Y en uno de los puños, la cadenita con la cruz.
Sal la miró un instante en silencio.
—¿Lo has entendido bien?
—Sí. Tú me lames el coño y punto.
—Cuando a mí me apetece.
Cetta, inmóvil, mantenía la cabeza erguida. Sus ojos, bajo la luz de la farola, refulgían como ascuas. No bajó la mirada, no se mostró herida.
—¿Cómo murió Mikey?
—Lo asesinaron.
—¿Ya está? ¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—¿Y tú pasas la Navidad con todos los padres de los que han sido asesinados?
—Métete en tus asuntos.
—Eso es todo lo que sabes decir.
Sal subió a su coche y cerró la puerta.
—¡Pues entonces se lo preguntaré a Tonia! —le gritó Cetta.
Sal abrió la puerta con ímpetu, bajó del coche, la agarró del pelo, la arrastró hasta el muro y le plantó la cabeza con violencia contra los ladrillos rojos, roídos por el hielo.
Cetta le escupió a la cara.
Sal levantó la mano derecha y le asestó una bofetada.
—¿Qué quieres saber, nena? —le dijo sin limpiarse el escupitajo ni soltarle el pelo. Luego le acercó la boca a un oído y habló en voz baja—: Le clavaron un punzón de hielo en el cuello, en el corazón y en el hígado. Y luego le dispararon un tiro en la oreja, justo aquí. —Introdujo su gruesa lengua en el oído de Cetta—. Medio cerebro le salió por el otro lado, y como seguía moviéndose, lo estrangularon con un alambre. Después lo metieron en un coche robado. La policía encontró el coche en una parcela en construcción en Red Hook. Mikey era mi único amigo. ¿Y sabes quién conducía ese coche robado? —Sal giró la cabeza de Cetta para que lo mirase a los ojos—. ¡Yo! —bramó y dio un puñetazo en los ladrillos rojos con toda su fuerza. Soltó el pelo de Cetta—. Una vez que abandoné el coche crucé los campos —siguió hablando Sal, pero ahora quedamente, sin rabia. Y también sin dolor. Como si hablase de otro—. No quería que nadie me viese. Fui por las vías del ferrocarril elevado, me escondía entre los matorrales cada vez que oía un tren. Me metí en un túnel y al amanecer aparecí aquí, en el gueto. Alquilé una habitación segura y me tumbé a dormir. Fin de la historia.
Cetta le cogió la mano con la que había pegado el puñetazo en la pared. Tenía los nudillos heridos. Se llevó la mano a la boca y le lamió la sangre. Luego le limpió el esputo de la cara.
Sal la miró durante un instante, se dio la vuelta y subió a su coche.
—Buenas noches, nena —dijo sin mirarla y arrancó.
Cetta lo vio doblar por Market Street y desaparecer. Se ató al cuello la cadenita con la cruz. Tenía en la boca el sabor de la sangre de Sal.
Entró en la habitación. Christmas dormía. Vito dormía, roncando. Tonia estaba sentada a la mesa, con una fotografía en la mano. Cetta empezó a recoger los platos.
—Déjalo —dijo a media voz Tonia, sin levantar la vista de la foto—. Ya lo haremos mañana.
Cetta comenzó a desnudarse.
—Este es Michele —le dijo Tonia—. Mikey, como lo llama Sal.
Cetta se acercó a Tonia. Se sentó a su lado. La vieja le dio la foto. No era más que un chico. Con un traje bastante hortera y una camisa blanca, con tirantes y un sombrero echado hacia atrás, para dejar la frente al descubierto. Parecía bajo. Era delgado, con cejas negras muy pobladas. Y reía.
—Siempre estaba riendo —dijo Tonia cogiendo de nuevo la foto—. Ya no la puedo poner en el salón, porque cuando la tenía aquí, Vito se atormentaba. Se pasaba el día delante de la foto y lloraba. Vito es bueno pero también débil. Se estaba dejando morir y yo no quería quedarme sola. Por eso la quité.
Cetta no sabía qué hacer. Abrazó a Tonia.
—Sal se lo había dicho —continuó Tonia, como si canturrease un estribillo—. Cien veces le dijo que no le robase ese dinero al jefe. Pero Mikey era así. No se conformaba. Siempre quise tener dos hijos. Sal es el segundo hijo que nunca tuve. Me alegra que él condujera el coche donde estaba mi pobre Mikey. Por lo menos estoy segura de que lo acarició antes de abandonarlo. Y que le dijo algo amable, como que no tuviera miedo de la noche, que a la mañana siguiente lo encontrarían y que me lo devolverían. Sal no lo podía salvar. Lo único que le quedaba era morir también. —Tonia cogió la mano de Cetta. Con la otra apretaba la fotografía de su hijo—. Sal ni se imagina que sé que él conducía el coche —dijo en voz baja—. Vito tampoco sabe que Sal conducía. Solamente lo sé yo. Y ahora también tú lo sabes. Pero guárdatelo para ti. Esto es lo que las mujeres somos capaces de hacer. Guardarnos para nosotros las cosas importantes.
—¿Por qué me lo has contado, Tonia?
—Porque estoy vieja. Y cada vez tengo menos fuerza.
Cetta miró la mano de Tonia. Movía el pulgar de un lado a otro sobre el rostro de su hijo muerto, lenta, automáticamente, con la misma distraída habilidad de las viejas del pueblo que desgranaban el rosario.
—¿Por qué precisamente a mí? —le preguntó.
Tonia dejó de sobar la fotografía, estiró la mano hacia la cara de Cetta y se la acarició con tosquedad.
—Porque tú también tienes que perdonar a Sal.
Cetta se pasó esa noche en vela, con Christmas apretado a su pecho. Y rezó para que no se convirtiese en un muchacho con ropa hortera.
Tonia murió antes de Año Nuevo. De improviso, una mañana, se cayó al suelo. Vito estaba fuera, jugando a las cartas con otros viejos. Cetta la vio tambalearse. Un instante antes, Tonia tenía en brazos a Christmas. Se lo pasó abanicándose la cara con una mano. «Virgen santa, tengo sofocos a mi edad», dijo sonriendo. Pero Cetta vio en sus ojos cierta angustia. Y, segundos después, Tonia se desplomaba en el suelo. Sin una queja. De mala manera. El cuerpo se le puso flácido, se dio un golpe violento con la cabeza, su ancho vientre se movió como un flan en su vestido negro, y sus piernas primero se agitaron y luego se quedaron rígidas.
Cetta permaneció inmóvil, mirándola. La falda de Tonia se había levantado de forma indecente y enseñaba las piernas blancas, surcadas por una telaraña de varices, por encima de las medias oscuras.
Christmas lloraba.
—¡Calla ya! —le gritó Cetta.
Y Christmas paró de llorar.
Entonces Cetta lo dejó en el suelo e intentó levantar a Tonia. Pero pesaba demasiado. La puso boca arriba y le arregló la falda. Luego le cruzó las manos sobre el pecho, le colocó un mechón de pelo y le limpió un hilo de saliva que le había salido de la boca.
Cuando Vito regresó a casa, encontró a Cetta sentada en el suelo y a Christmas jugueteando con un botón del vestido de Tonia.
—Abuelo —dijo Christmas señalando con un dedo al viejo.
Vito no dijo nada. Se limitó a quitarse el sombrero y a sujetarlo en la mano. Luego se persignó.
Sal se encargó del funeral, también del féretro. A Vito y a Cetta les compró trajes negros y a Christmas una cinta negra para que se la pusiera en un brazo. En la iglesia nadie lloró. Además de ellos, solo estaba la señora Santacroce, la única vecina con la que Tonia había trabado cierta amistad.
Aquella noche Cetta oyó a Vito llorar quedamente, con dignidad, como si se avergonzase de su inmenso dolor.
Cetta se levantó y fue a acostarse en la cama grande, con él y con Christmas. El viejo no dijo nada. Después de un rato se durmió. Y, en el sueño, estiró una mano y palpó el culo de Cetta. Cetta lo dejó hacer. Sabía que no la estaba tocando a ella, sino a su mujer.
A la mañana siguiente, Vito se despertó con una especie de pequeña felicidad en su dolor.
—He tenido un bonito sueño —le dijo a Cetta—. Era joven.
Y cada noche mientras estaba despierto lloraba quedo, cada vez más quedo ahora que Cetta se acostaba siempre en su cama, luego, cuando se dormía, le tocaba el culo.
Cuando no había pasado ni un mes, Cetta notó, como cada noche, que la mano del viejo la palpaba. Sin embargo, esa noche también advirtió una respiración entrecortada: queda y discreta como las lágrimas que Vito lloraba a escondidas. Y un largo suspiro. Apagado. Luego, nada. La mano del viejo estrechó su nalga, casi como si la pellizcara, y ya no se movió. Por la mañana, Vito estaba muerto. Y Cetta y Christmas estaban solos.
—¿Nos podemos quedar aquí? —le preguntó Cetta a Sal.
—Sí, pero no quiero que el meoncete dé el coñazo.
Cetta vio que tenía los ojos rojos. Y comprendió que ahora también Sal estaba solo.