47
Los Ángeles, 1927
—Tienes una visita, Ruth —dijo el señor Bailey, llamando a la puerta del cuarto oscuro sin abrirla.
—Voy —respondió con voz alegre Ruth. Se sentía satisfecha de la foto que estaba revelando, un retrato de Marion Morrison, que fuera un aclamado jugador del equipo de fútbol de la Universidad de California del Sur, que se hizo famoso bajo el nombre de Horda Tonante. Morrison era un muchachote alto y fornido que no había sonreído ni una sola vez durante la sesión fotográfica. Ni siquiera en los descansos. Ahora no era más que utillero en los estudios de la Fox, pero Clarence le había dicho que se convertiría en una estrella. Se lo había confiado Winfield Sheehan, el jefe de la Fox. Eso a Ruth le daba igual. Para ella lo único importante era que el joven no sonriera nunca. Le hizo posar al aire libre, no en el estudio. Clarence le había dicho que era perfecto para las películas del Oeste, así que Ruth lo llevó a un campo yermo, casi desértico, un día que se presagiaba lluvioso. Las fotos eran oscuras, con contrastes. La figura imponente de Marion Morrison se recortaba sobre el campo. Las manos en los bolsillos, actitud arrogante. Pero de las fotos de Ruth surgía algo más. Una sensación de enorme soledad. Como si fuera el último hombre que hubiera quedado sobre la tierra.
—Ven, Ruth —insistió el señor Bailey.
—Sí, ya he terminado —dijo Ruth poniendo la última foto a secar—. ¿Quién es? —preguntó contenta.
—Ven —se limitó a decir el señor Bailey.
Ruth percibió un tono crispado en la voz de Clarence. Abrió la ventana del cuarto oscuro y salió de la habitación.
—Te está esperando en mi despacho —dijo Clarence.
Ruth cruzó el pasillo y titubeó antes de entrar en el despacho. Asió el pestillo de brillante latón, lo giró y empujó la batiente de la puerta.
—Hola, cariño —dijo el señor Isaacson, de pie frente al escritorio.
—Hola, papá —dijo en voz baja Ruth, parada en la puerta.
—Hace mucho que no vienes a vernos.
Ruth entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí.
—Sí —respondió. No sabía qué hacer. No sabía si abrazar a su padre, si quedarse allí inmóvil, como una extraña—. ¿Y cómo está mamá? —preguntó por romper el silencio.
—Está en el coche —dijo el señor Isaacson volviendo la cabeza hacia la luminosa ventana del despacho de Clarence, que daba directamente a Venice Boulevard—. No le apetecía subir… últimamente no ha estado muy bien…
—¿Bebe mucho? —preguntó con brusquedad Ruth.
El señor Isaacson bajó la mirada, sin responder.
—Nos marchamos —dijo.
—¿Cómo que os marcháis? —inquirió sorprendida Ruth—. ¿Regresáis a Nueva York?
El padre de Ruth meneó la cabeza, con melancolía.
—No, tu madre no lo soportaría… —balbuceó, manteniendo la mirada gacha—. Nos vamos a Oakland. He vendido por una cifra ridícula la mansión de Holmby Hills y he aceptado una oferta en Oakland. Acaban de abrir un cine… en resumen, necesitaban un director y yo… ¿te acuerdas de esas películas solo para adultos? Tu madre tenía razón, como siempre. No es nuestro mundo. Es gente demasiado grosera y vulgar. Lo pasaba fatal y… bueno, las ganancias tampoco eran gran cosa. En Oakland hemos comprado un piso cerca del cine y… nos quedaremos ahí hasta que dure.
Ruth dio un paso hacia su padre. Rígida. Luego otro y después otro más. Cuando llegó a su lado, lo abrazó.
—Papá —le dijo—, lo siento.
El señor Isaacson pareció desinflarse al contacto con su hija. Los ojos se le humedecieron. Se metió una mano en el bolsillo, sacó un pañuelo y se sonó la nariz. Y en ese instante Ruth notó toda la debilidad de aquel hombre. Sin embargo, no lo odió. Pues, a fin de cuentas, era su padre. Y no tenía la culpa de no ser el padre que una hija habría deseado. De nuevo se le arrimó y le dio otro abrazo. Con fuerza. Perdonándolo por todo cuanto no había sido capaz de ser.
—Soy fotógrafa —le dijo, estrechándolo, más como a un hijo que como a un padre—. Y todo te lo debo a ti. Gracias, papá. Gracias.
El señor Isaacson rompió a llorar. Una breve serie de sollozos. Sin embargo, cuando alzó la mirada hacia su hija, en sus ojos había una especie de dicha.
—Qué lista es mi niña —dijo riendo y llorando a la vez—. Tú eres como mi padre. Eres como el abuelo Saul. —Le cogió la cara entre sus manos—. Eres fuerte, Ruth, y cada día doy gracias al cielo de que no te me parezcas. Para mí habría sido atroz cargar además con este peso.
—No digas eso, papá —le rogó Ruth, abrazándolo—. No lo digas…
—Si pasas por Oakland, ven a vernos. West Coast Oakland Theater, Telegraph Avenue —añadió el señor Isaacson zafándose del abrazo. Luego introdujo una mano en el bolsillo interior de su elegante chaqueta y extrajo un sobre—. Aquí hay cinco mil dólares. No puedo darte más, cariño —dijo tendiéndoselo.
—No los necesito, papá. Tengo un buen trabajo…
—Cógelos, Ruth. Por favor. Tu abuelo decía que somos personas que solo sabemos expresar nuestros sentimientos con dinero. Por favor…
Ruth estiró la mano y cogió el dinero.
—Pero también te he regalado la Leica, ¿no? —repuso el señor Isaacson.
—Es el regalo más bonito que me han hecho nunca —dijo Ruth.
—Hay una última cosa… —añadió su padre, con voz insegura. Tragó saliva con esfuerzo y de nuevo bajó la mirada—. Yo no lo sabía… —observó a Ruth, sonrió levemente, con amargura—. Aunque, de todas formas, tampoco habría hecho nada… —Se tocó la alianza y empezó a girarla nerviosamente en el anular, sin decidirse a continuar—. No sé si hago bien en contártelo… no la odies, Ruth. No la odies. Ella siempre ha creído que lo hacía por tu bien…
—¿De qué se trata, papá? ¿De quién hablas?
—De tu madre, Ruth —contestó el señor Isaacson—. Yo no lo sabía, pero en los últimos tiempos, desde que te marchaste, ella… habla mucho, ya sabes… el alcohol… y…
—Papá —lo apremió Ruth.
—Aquel muchacho que te salvó…
—Christmas.
—Aquel muchacho te escribió… muchas cartas. Al Beverly Hills y después a Holmby Hills, y tu madre… y tu madre te las ocultó. Y también las cartas que tú le escribiste… las rompió todas.
Ruth guardó silencio. Se había quedado sin aliento. Como si le hubieran pegado un puñetazo en el estómago.
—No la odies, Ruth… ella creía que lo hacía por tu bien…
—Sí —murmuró Ruth. Luego dio la espalda a su padre, fue a la ventana y miró a la calle. Vio un coche marrón estacionado en la acera de enfrente. Y en el coche le pareció vislumbrar un centelleo de metal, detrás del parabrisas, en el asiento de al lado del conductor. El centelleo de un frasquito de metal.
Cuando se volvió, su padre ya no estaba en la habitación.