41

Manhattan, 1927

—Puedes estar tranquilo. El próximo 10 de marzo, para honrar la muerte de Harriet Tubman, no voy a escupir sobre ninguna de tus cosas —dijo Cyril riéndose, al tiempo que agitaba un viejo diario en las narices de Christmas—. ¿Sabes por qué?

—Porque soy un estupendo ayudante de almacenista y gracias a mí ya no tienes que ir a las plantas superiores —contestó sonriendo Christmas.

—No digas bobadas. No voy a escupir sobre tus cosas porque no eres blanco —respondió Cyril, riendo con ganas, y abrió el diario sobre la mesa de trabajo—. Fíjate. Alabama, 1922. Jim Rollins, un negro más negro que yo, se acuesta con una blanca. Miscegenation, mezcla de razas, un delito grave. Antes te colgaban por algo así, muchacho. Pero luego se descubre que la mujer con la que Jim Rollins se ha acostado es italiana. Lee aquí… Edith Labue. Y es absuelto. Porque los italianos no sois blancos para los americanos. Tenéis la que ellos llaman «gota negra». —Cyril rió de nuevo—. Somos casi hermanos, muchacho, así que el 10 de marzo no voy a incluirte en la lista de los blancos a los que escupiré.

—¿De dónde has sacado este diario? —preguntó Christmas.

—Del archivo de mi cuñado. Es un activista de los Derechos Civiles de los pobles neglos, amito Chlistmas —bromeó Cyril—. Le estaba hablando de ti y salió esta historia.

—¿Y por qué hablabas de mí con tu cuñado, hermano?

—Le decía que para ser un blanco resultabas pasable. Y lo cierto es que todo se explica porque no eres blanco. —Cyril rió de nuevo—. Y ahora, holgazán, ponte a trabajar. Salta a la vista que en ti hay sangre negra, no tienes ganas de trabajar como los auténticos blancos. —A continuación le tendió una caja—. Supongo que no te molestará mucho ir a montar este mezclador a la sala de Conciertos —dijo—. Pero no te pases la mañana entera con tu chica. Hoy hacemos media jornada y todavía tenemos un montón de trabajo.

Christmas cogió la caja.

—Si me doy prisa, ¿me enseñarás a hacer una radio? Quisiera regalarle una a un amigo que va a casarse.

Cyril lo miró durante un instante en silencio, como si hubiera tenido que tomar una decisión importante.

—Ya que hoy trabajamos media jornada —dijo—, si no tienes nada mejor que hacer, ¿quieres venir a comer a mi casa? Debo de tener un par ya listas.

—¿A tu casa? —preguntó Christmas asombrado.

—¿Qué pasa, te da asco ir a la casa de un negro?

Christmas rió.

—¿Cuánto me vas a cobrar?

Cyril hizo un gesto de desprecio.

—Sí que eres medio blanco, muchacho. Si un negro como yo te dice que tiene una radio y te invita a su casa a comer, es porque te la regala. No sabes una mierda sobre los negros.

—¿En serio? —dijo Christmas sorprendido.

—¿En serio qué? ¿Que no sabes una mierda sobre los negros? Pues no.

—Eres fantástico, Cyril —dijo Christmas—. Tú sí que eres un amigo. Te corresponderé. Te lo juro. Algún día te corresponderé.

—Que te den, padrino —rezongó Cyril y se inclinó sobre su mesa de trabajo—. Ahora apresúrate con ese mezclador. ¿Al menos recuerdas cómo se monta?

—Claro —respondió Christmas dirigiéndose hacia la puerta interior.

—Primero tienes que desconectar…

—Ya lo sé, hermano, ya lo sé. —Christmas salió del almacén, haciendo oídos sordos a los gruñidos de Cyril. Luego subió corriendo las escaleras y llegó a la sala de Conciertos.

«Christmas, no hagas planes sobre nosotros», le había dicho María cuando ya llevaban dos semanas viéndose y metiéndose en todos los sitios de la N. Y. Broadcast donde podían hacer el amor. «Me voy a casar con un portorriqueño como yo.» Y Christmas, sonriendo, le respondía: «Me parece bien, María, porque yo me voy a casar con una judía». A partir de ese momento su relación, despojada de la ansiedad sentimental, se había vuelto aún más apasionada.

María, que se encargaba de contactar a los artistas contratados para los distintos programas, le había abierto las puertas de los estudios, y Christmas por fin había visto cómo se hacía la radio. En sus ratos libres asistía a las grabaciones o la transmisión en directo. Escuchaba música pero también programas cómicos o debates. Y en poco tiempo se había familiarizado con cada uno de los estudios en los que había estado. Había hecho buenas migas con los técnicos, con los directores de comedias e incluso con algún artista. Se sentaba en un rincón, en la oscuridad de la sala, y escuchaba. Aprendiendo. Fantaseando.

—Tengo que montar un mezclador —dijo a María cuando se encontró con ella en la sala de Conciertos.

María estaba radiante, como siempre. Agitó su tupida cabellera y le señaló el panel desmontado, en la salita del técnico de sonido.

—Es toda tuya —dijo y luego, justo cuando el técnico salió, le acarició la espalda—. Anoche soñé contigo —le susurró al oído.

—¿Y qué hacía? —le preguntó Christmas, enfrascado en desenredar un lío de cables.

—Lo de siempre —contestó María.

—¿También en sueños? —bromeó Christmas.

María se restregó contra su cuerpo, ciñéndolo entre sus brazos.

—Claro —dijo—. Tanto es así que hoy no tengo ganas.

Christmas se volvió a mirarla.

—Haré que las recuperes.

María le arregló el mechón rubio.

—¿Quieres acompañarme al teatro esta noche? —le preguntó seria.

—¿Al teatro?

—Sí, al teatro. Victor Arden, un excelente pianista que también toca para nosotros, cuando está libre, me ha dado dos entradas para esta noche.

—¿Y tú quieres ir conmigo al teatro? —inquirió Christmas, asombrado.

—Sí… ¿te apetece?

—Hoy es el día de las invitaciones —dijo Christmas.

—¿Cuál es la otra?

Christmas rió.

—De Cyril. Voy a comer a su casa.

María inclinó la cabeza, sus ojos negros centelleaban.

—Eres diferente a todos los que conozco. Ningún blanco iría a comer a la casa de un negro.

—Si es por eso, tú tampoco eres tan blanca, y sin embargo… —Christmas le guiñó un ojo.

—Para hacer eso, los blancos no se complican mucho.

—De todas formas, acabo de descubrir que los italianos no son blancos. —Christmas sonrió, la atrajo hacia él y la besó—. Tú, Cyril y yo somos americanos. Punto pelota.

—Un bonito sueño.

—Es así, María —dijo Christmas con firmeza.

María lo miró fijamente.

—Tienes el don de hacer creíbles las historias que cuentas, ¿sabes?

Christmas la miró serio.

—Es así —repitió.

María bajó la mirada y se apartó.

—Bueno, ¿vienes al teatro? —le preguntó mientras Christmas se agachaba de nuevo sobre la maraña de cables.

—¿Dónde?

—Al Alvin. Acaban de terminar de edificarlo. Lo inauguran esta noche. Estrenan Funny Face, un musical con Adele y Fred Astaire, aquellos dos hermanos…

—«Lady, Be Good!» —exclamó Christmas—. Mi madre la canta siempre. Cuando le diga que los voy a ver, se morirá de envidia.

—A lo mejor consigo dos entradas para otra noche…

—Te adoro, María —dijo Christmas abrazándola—. Sería maravilloso.

—¿Esta noche, entonces?

—Pero… ¿cómo debo vestirme? —dijo Christmas frunciendo el ceño.

Ella le sonrió.

—Así estás guapísimo. Todo el mundo me envidiará.

—¡María! —llamó un hombre en chaqueta y corbata, que apareció en la sala de Conciertos—. Estamos a punto de comenzar.

—Me tengo que ir —dijo rápidamente María—. Cincuenta y dos Oeste. Alvin Theater…

Funny Face —concluyó Christmas haciendo una mueca.

María rió y desapareció.

Ya era de noche. Christmas caminaba por las oscuras calles de Manhattan, sin una meta precisa, pensando en el día que había pasado.

La comida en la casa de Cyril había sido una caja de sorpresas sin fin. Había conocido una parte de la ciudad que le era completamente ajena. A partir de la calle Ciento diez, donde finalizaba la superficie verde de Central Park, el panorama de las zonas ricas se transformaba radicalmente y pocas manzanas más adelante comenzaban los denominados Negro Tenements, feos edificios en torno a la Ciento veinticinco que no se diferenciaban en nada de los del gueto del Lower East Side, donde él se había criado. Sin embargo, Cyril no vivía en uno de esos bloques. Tenía una casa de madera y ladrillos, del estilo de aquellas que Christmas había visto en Bensonhurst y, por lo general, en Brooklyn. Y en esa casa desvencijada, de dos plantas, con la fachada carcomida por el frío húmedo del invierno y el calor asfixiante del verano neoyorquino, Cyril vivía con su mujer Rachel, con la hermana de su mujer, Eleanore, con su cuñado Marvin —activista de los Derechos Civiles—, con sus tres hijos de cinco, siete y diez años, con la anciana madre de Cyril, la abuela Rochelle —hija de dos esclavos del Sur y viuda de un esclavo liberado— y con el padre de su cuñado, Nathaniel, quien de joven había sido amigo del padre de Count Basie y que se había pasado todo el rato aporreando un piano vertical, pintado de verde brillante, colocado en la cocina, acompañado de la leve protesta de la abuela Rochelle, que repetía sin cesar que todos los artistas eran unos estafadores inútiles. Christmas había comido con ellos un pastel de boniato y un gigantesco pez gato. Con todo, lo que más había asombrado a Christmas —sin contar la naturalidad con que lo recibieron— fue el chamizo que Cyril llamaba su «taller». Eran en realidad unos viejos tablones mal plantados sobre el trocito de tierra situado detrás de la casa, que antaño habría sido la letrina, y que Cyril había ampliado uniendo materiales de desguace, hasta convertirlo en una pequeña cabaña. Dentro del laboratorio el caos era aún mayor que el que reinaba en el almacén de la N. Y. Broadcast. Y había una serie de aparatos rarísimos. Christmas los estuvo examinando de uno en uno, admirado por la ingeniosidad de Cyril.

—Son prototipos —dijo orgulloso Cyril—. Todos funcionan perfectamente. Fíjate —y cogió dos finos palos de madera que se acoplaban entre sí alcanzando los seis metros de altura, luego fijó la vara resultante a la pared exterior del chamizo. En su extremo superior había una antena rudimentaria. Cyril conectó la corriente a una caja negra que comenzó a zumbar. Luego introdujo en esta un micrófono y desenrolló el cable hasta la cocina, donde colocó aquel al lado del viejo Nathaniel, que seguía aporreando impertérrito el piano mientras las mujeres fregaban los platos. Por último, condujo a Christmas al otro lado de la calle y hacia un bloque de casas. Llamó a la puerta de una droguería cerrada—. ¡Abre, negro! —gritó, y, una vez que el dueño de la pequeña tienda le hubo abierto la puerta, con una risa cascada y afónica, Cyril hizo pasar a Christmas. Y en la trastienda, cuando las válvulas de un destartalado radiorreceptor terminaron de calentarse, Christmas oyó con claridad las notas del piano y a la abuela Rochelle gritar desesperada al viejo Nathaniel que parara y a este responder que no podía porque era amigo del padre de Count Basie—. Y bien, ¿qué te parece, blanco? —preguntó Cyril con los brazos en jarras y sacando pecho—. Tengo mi propia emisora. —Christmas se quedó sin palabras hasta que regresaron al taller.

—Coño, eres un genio —dijo entonces.

El jefe de almacén sonrió cohibido, aunque muy complacido, y luego desmontó el rudimentario artilugio y levantó una tela.

—Esta es la radio para tu amigo —dijo—. No es una preciosidad, pero funciona —añadió señalando una vieja cacerola que había agujereado para que sirviera de apoyo a las válvulas—. Las hago y se las regalo a los negros del barrio —le explicó. A continuación le preguntó el nombre de los novios, cogió un pincel y pintura negra y en la caja, con la letra trémula e insegura de un niño, escribió: «Santo y Carmelina Filesi».

Christmas regresó a casa en metro —con la radio en una gran caja de galletas que la mujer de Cyril había adornado con lazos—, y llevó a Santo su regalo de boda. Sintonizaron la N. Y. Broadcast y Christmas se pavoneó contando a la familia Filesi, reunida alrededor de aquel prodigio de la ciencia, que conocía al tipo que estaba hablando en ese momento, que se llamaba Abel Nittenbaum y se daba muchos aires pero que en el fondo era una buena persona. Santo estaba emocionado y turbado por el regalo.

—Eh, que los dos somos los Diamond Dogs, ¿no? —le dijo Christmas. Se quedaron charlando un rato y Santo le contó que había cambiado de tienda.

—Ahora soy encargado de la sección de ropa de Macy’s —explicó. Christmas lo felicitó y después dijo que tenía que ir a casa, para tratar de limpiar un poco su viejo traje marrón, pues esa noche iba al teatro a ver a los hermanos Astaire. Y entonces a Santo se le iluminaron los ojos. Cogió a Christmas por un brazo, le pidió a gritos a su madre que le dijera a Carmelina que no tardaría en regresar y arrastró a su amigo hasta la calle Treinta y cuatro. Entró en Macy’s, cruzó unas palabras con el director y, por último, hizo pasar a Christmas a un cuartito. Allí le hizo probar un terno azul de lana, pidió a una de las sastras que hiciera enseguida el bajo de los pantalones, con el doblez de dos pulgadas de anchura, se lo envolvió y le dijo—: Este es el traje apropiado para el jefe de los Diamond Dogs. —Después volvieron sobre sus pasos, hacia su viejo bloque en Monroe Street, sin pronunciar palabra, porque entre ellos las cosas eran así.

Aquella noche, en el Alvin Theater, Christmas estaba elegantísimo. O al menos él se sentía así. Y durante toda la función María estuvo cogida de su brazo, al tiempo que Adele y Fred Astaire llenaban el escenario con su gracia innata, ella en el papel de Frankie y él en el de Jimmy Reeve, y cantaban juntos «Let’s Kiss and Make Up». Una vez terminada la obra, María llevó a Christmas a los camerinos para presentarle a Victor Arden, el pianista. Y mientras hablaban entró Adele Astaire, envuelta en un abrigo de cachemira negro, y Christmas le dijo «¡Maravillosa!», en italiano. La actriz le hizo una reverencia guasona. Su hermano se asomó a la puerta de su camerino y protestó: «¿Y para mí no hay felicitaciones?». Entonces Christmas le dijo: «Lo que usted hace no es simplemente bailar, señor. Se desliza. Es como si patinase sobre una plancha de hielo. Increíble», tras lo cual hizo una reverencia, semejante a la que había hecho Adele. Los dos hermanos Astaire se echaron a reír y se marcharon del brazo, satisfechos.

Tal conglomerado de emociones era la causa de que aquella noche Christmas siguiera aún sin recogerse. El ingenio de Cyril, la amistad de Santo y la magia del teatro lo habían sobreexcitado. En su cabeza bullían mil pensamientos. Además, el teatro lo había hechizado. Jamás en su vida había estado en un musical. Todo era perfecto en el teatro. El teatro era una vida perfecta, pensaba Christmas, en su flamante terno azul de lana, con el abrigo desabrochado a pesar del frío, pues quería vérselo mientras andaba.

Cuando se dio cuenta de que casualmente se encontraba frente a los estudios de la N. Y. Broadcast, miró las grandes letras de la entrada. Al otro lado de la puerta giratoria podía ver el perfil del vigilante nocturno, que dormitaba sobre su mesa. El interior del edificio estaba a oscuras, salvo por una luz en la última planta, la séptima, reservada a los despachos de los directivos. Christmas introdujo una mano en el bolsillo y palpó la llave de la entrada trasera. Y entonces sonrió, dio marcha atrás, fue por el callejón lateral, abrió la puerta del almacén, lo cruzó sin encender las luces y subió a la segunda planta, al estudio número tres, una sala amplia de grabación desde la que se emitían las comedias, en cuyo centro había una mesa brillante con nueve micrófonos.

Christmas entró en el estudio sumido en la penumbra, se sentó a la mesa, dejó en el suelo su crujiente abrigo, se quitó la chaqueta y se remangó la camisa, como había visto hacer a los actores. Se acercó un micrófono y lo encendió.

Sonó la crepitación electroestática y luego nada más.

Christmas recordó el silencio tenso que se había hecho en el teatro antes de que se levantara el telón. Cerró los ojos y súbitamente le pareció que revivía la explosión de luces que había habido en cuanto la orquesta empezó a interpretar la envolvente música de Gershwin.

Y entonces se aclaró la voz y dijo: «Buenas noches, Nueva Yo r k…».

Karl Jarach contaba treinta y un años. El padre de Karl, Krzysztof, hijo de un pequeño comerciante de semillas de cereales de Bydgoszcz, en Polonia, había llegado a Nueva York en 1892. Cuando desembarcó en Ellis Island no sabía hacer nada. Trabajó en el puerto, como estibador, pero como era de estatura baja y de complexión frágil, no pudo aguantar más que tres meses. Durante seis meses más intentó trabajar de albañil. Sin embargo, Krzysztof tampoco era lo bastante musculoso para trabajar de albañil. En un baile —organizado por la pequeña colonia de polacos que frecuentaba de noche, para hablar su idioma—, el inmigrante conoció a Grazyna, y los dos jóvenes se enamoraron. Aquel mismo año se casaron y Krzysztof fue contratado como dependiente en la ferretería del padre de Grazyna. Un año más tarde, Krzysztof había aplicado en la ferretería las reglas que aprendiera de su padre, en el almacén de semillas de cereales de Bydgoszcz, racionalizando compras y suministros e invirtiendo en los nuevos hallazgos. La actividad comercial de la tienda obtuvo grandes beneficios. El padre de Grazyna lo ascendió a director y en el curso del año siguiente Krzysztof, endeudándose hasta el cuello con los bancos, trasladó la ferretería del reducido local en Bleeker Street a otro mucho más aireado y comercial en Worth Street, esquina con Broadway. Krzysztof tenía buen olfato para los negocios y los dos grandes escaparates de la ferretería —donde exponían artículos para el hogar que atraían también a las mujeres de los distritos colindantes— pronto demostraron ser una buena inversión, tanto, que pudo devolver rápidamente el dinero a los bancos. Lo único que fallaba en la vida de Krzysztof era que su Grazyna no podía darle un hijo. Así, la madre de Grazyna, a la que aquello le estaba amargando la vida, fue a la iglesia y le puso una ofrenda a la Virgen.

Y en tan solo tres meses Karl fue concebido.

Karl fue el niño más mimado de toda la colonia polaca. Se crió despreocupado, sin problemas económicos, y cuando tuvo edad para ir a la universidad, Krzysztof había ahorrado la suma necesaria para que estudiara. Pero Karl, sorprendiendo a todos, dijo que no le apetecía. Entonces Krzysztof, aunque decepcionado, empezó a prepararlo para la dirección de la ferretería. Karl, sin embargo, siempre distraído, no se aplicaba, se aburría y en cuanto podía se ponía a leer incomprensibles libros sobre la naciente tecnología de la transmisión de ondas radiofónicas. «¡La leche! —gritó un día Krzysztof en la mesa, perdiendo la paciencia con su hijo por primera vez desde que naciera—. ¡Si es esa dichosa radio lo que te interesa, dedícate a ella, mecachis, pero no desaproveches tu vida!»

El grito paterno tuvo un efecto beneficioso sobre la pereza de Karl. Una semana después las abstracciones de los libros se habían plasmado en una lista de las nacientes emisoras radiofónicas y de las fábricas de radio y telefonía en Nueva York y alrededores. Karl llamó a todas las puertas y por fin fue contratado en la N. Y. Broadcast, como empleado de primer nivel.

Su padre le compró dos trajes nuevos porque, dijo, no debía parecer nunca un pordiosero polaco. Y gracias a uno de esos trajes, un directivo se fijó en Karl, le tomó simpatía y lo puso a prueba. Y así como Krzysztof había aplicado a la dirección de la ferretería las reglas que aprendiera de su padre en el almacén de semillas de cereales, así Karl aplicó en la emisora de radio las reglas de la ferretería que aprendiera del suyo.

Adaptando a las personas los mismos criterios que su padre empleaba para tornillos y clavos, Karl dio un impulso racional al «almacén humano» que tenía que dirigir. Al cabo de pocos años, trabajando fuera de horario, dedicándose en cuerpo y alma, hizo carrera y se convirtió en un directivo de segundo nivel de la N. Y. Broadcast, encargado no solo de dirigir las emisiones, sino además de proponer otras nuevas.

Y aquella noche Karl, como solía ocurrir, seguía en su despacho ya muy entrada la noche, tratando de que se le ocurriera una idea para reemplazar un tedioso programa cultural conducido por un profesor de la universidad —amigo de uno de los directivos de primer nivel—, que hablaba de la historia de América sin conseguir suscitar el menor interés en los oyentes porque usaba palabras demasiado complicadas. El profesor tenía una voz nasal capaz de dormir hasta a un hombre atiborrado de café una semana entera, pensaba Karl. Porque no sabía a quién estaba hablando, no conocía a la gente a la que se dirigía ni tenía el menor interés por entenderla. Pero si en la N. Y. Broadcast querían que la radio entrase en las casas de las personas corrientes, había dicho Karl varias veces a la junta directiva, la radio debía hablar su idioma, conocer sus problemas y sus sueños.

Karl se frotó los ojos cansados. Cerró descorazonado la carpeta en la que apuntaba las ideas para nuevas emisiones y se puso la chaqueta y el abrigo. Estaba desmoralizado. Desde hacía semanas buscaba una idea que hablase de América sin las aburridas palabras de aquel engreído profesor. Cerró con llave su despacho, se envolvió al cuello la cálida bufanda de cachemira que le había regalado su padre y empezó a bajar por las escaleras de servicio, pues de noche no se atrevía a coger ninguno de los dos ascensores. A esa hora los ascensoristas ya no estaban y el vigilante nocturno era conocido por su sueño pesado. Si Karl se quedaba encerrado en el ascensor, probablemente tendría que esperar hasta la mañana, cuando llegaran los ascensoristas. Por eso, cuando trabajaba hasta tarde, siempre bajaba a pie.

El edificio estaba sumido en la penumbra y el silencio. Los pasos de Karl repiqueteaban en los escalones. Sin embargo, cuando ya había llegado casi a la segunda planta, oyó ascender una voz por el hueco de la escalera. Amplificada. Cálida, expresiva. Alegre. Viva. Una desconocida voz joven. Karl abrió entonces la puerta que daba a la segunda planta y avanzó sigilosamente por el pasillo donde se encontraban los estudios de grabación.

Junto a la puerta del estudio número tres vio un corrillo de personas.

—… porque la regla fundamental del gángster —decía la voz, ahora más fuerte y clara— es que un hombre posee algo solo hasta que sea capaz de conservarlo…

Karl se acercó más. Un hombre del grupito reunido fuera del estudio tres se giró y lo vio. Era un negro y sujetaba un escobón y un cubo de agua. Sus grandes ojos bulbosos y blancos destellaron en la oscuridad. Tocó inquieto el hombro de la mujer que tenía delante. También esta se volvió y en su rostro se dibujó asimismo una expresión preocupada. Abrió la boca para decir algo, pero Karl se lo impidió con un gesto de la mano y luego se llevó un dedo a los labios, pidiéndole que callara. Se unió al grupo y a cada uno de ellos, según se daban la vuelta, les fue haciendo la misma seña para que se callaran. Todos eran negros. Todos, empleados de la limpieza.

—Os preguntaréis cómo sé todas estas cosas —prosiguió la voz—. Bueno, es fácil. Soy uno de ellos. Soy el jefe de los Diamond Dogs, la banda más famosa del Lower East Side. He sido un muerto de hambre…

Karl tocó despacio el hombro de la mujer que limpiaba su despacho.

—Hola, Betty —le susurró Karl.

—Buenas noches, míster Jarach —dijo la negra, dando un respingo.

—¿Quién es? —le preguntó Karl en voz baja, señalando el estudio tres sumido en la oscuridad.

Betty se encogió de hombros.

—No lo sabemos —respondió.

Y Karl advirtió que la mujer le había respondido solo por educación cuando lo único que quería era escuchar la voz. Karl le sonrió y guardó silencio.

—… todo nació en los Five Points del que antes se llamaba el Bloody Ould Sixth Ward, el Distrito Sexto. Pero ni vosotros ni yo habíamos nacido, por suerte…

Karl vio que los empleados sonreían y se miraban entre sí, asintiendo.

—… eran lugares salvajes y malsanos en el cruce de Cross, Anthony, Orange y Little Water… —continuaba la voz—. ¿No conocéis esas calles?

Los empleados movieron la cabeza.

—Nunca las he oído —farfulló Betty.

—… pues apuesto a que habéis pasado por ellas docenas de veces —prosiguió la voz, como si hubiese oído la respuesta—. Anthony Street es la actual Worth Street…

Karl vio que los empleados se quedaban boquiabiertos. Y él mismo abrió la boca, asombrado, y pensó: «Es la calle de la ferretería de mi padre. La calle donde me he criado».

—… la Orange ahora se llama Baxter. Y Cross es Park Street. En cambio, Little Water ha desaparecido… Pues bien, ¿cuántas veces habéis pasado por esas aceras históricas?…

Los empleados movían la cabeza incrédulos. Y también Karl estaba maravillado y fascinado. Se abrió paso entre el grupito y trató de mirar en el estudio tres, pero cuanto veía era el perfil negro de una figura inclinada sobre la mesa, que empuñaba el micrófono.

—… y en aquel extraño lugar, lleno de garitos y salas de fiestas, que era una especie de Coney Island de la época, al que iba gente como nosotros, marineros, ostreros, obreros y empleados con salarios modestos, nació la cultura del gángster, que en aquellos días era mucho más rudo que hoy…

Karl estaba embrujado. Y escuchaba en el mismo silencio tenso de los empleados que lo rodeaban.

—… es tarde, ha llegado la hora de que te deje, Nueva York…

Entre los empleados se oyó un murmullo de decepción.

—… pero pronto volveré y os hablaré de las barriadas, de los que reclutaban matones, de la Old Brewery, de Mose el gigante, de Gallus Mag, de Patsy the Barber y de Hell-Cat Maggie, una mujer con la que no querríais cruzaros jamás…

Los empleados rieron quedamente y se dieron codazos. Y Karl rió con ellos.

—… y os revelaré la gesta de los gángsteres de hoy, con los que me codeo cada día y a los que veis paseando por las calles con sus trajes de seda chillones. Os enseñaré a hablar como ellos y os contaré las fantásticas aventuras que se ocultan en los callejones de nuestra ciudad…

—¿Cuándo? —preguntó ingenuamente una de las empleadas.

—… os dejo con un chiste sobre Monk Eastman, de los tiempos en que trabajaba como gorila en una sala de fiestas del East Side, al principio de su sanguinaria carrera, y mantenía la calma en el local con un enorme garrote sobre el cual hacía una muesca cada vez que tumbaba a un cliente alborotador. Pues bien, sabed que una noche Monk se acercó a un pobre viejecito inofensivo y le abrió el cráneo con un golpe tremendo…

—¡Oh…! —exclamó una negra gorda que estaba al lado de Karl, llevándose una mano al pecho.

—¡Chis! —la mandó callar Betty.

—… cuando le preguntaron por qué lo había hecho, Monk respondió: «Bueno, ya tenía cuarenta y nueve muescas en el garrote, y quería redondear la cifra…».

Los empleados rieron por lo bajo. Y también Karl rió.

—… ahora os dejo. Tengo que ajustarle las cuentas a una rata por chota y cobrar la mordida en mi bar clandestino —concluyó la voz—. Buenas noches, Nueva York. Y recuerda… los Diamond Dogs velan sobre tus historias.

Luego se oyó el crujido del micrófono al apagarse.

«Esta es la historia de América», pensó Karl y, tras unos segundos de silencio, comenzó a aplaudir. Y los empleados aplaudieron con él.

Entonces se oyó el ruido de una silla que era apartada presurosamente de la mesa, y cuando Karl encendió la luz del estudio todos se encontraron delante con un muchacho asustado de veinte años, con un mechón rubio despeinado sobre la frente, en mangas de camisa a la altura de los codos, que los miraba con ojos atónitos y balbucía dirigiéndose a Karl:

—Perdóneme… yo… perdóneme… me voy enseguida.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Karl.

—Se lo ruego, no me despida…

—¿Cómo te llamas?

—Christmas Luminita.

—¿De verdad sabes muchas historias así?

—Sí… señor —respondió Christmas.

—A las diez. Mañana. Aquí —le espetó Karl, con una sonrisa en los labios—. Grabaremos el primer episodio.