65

Manhattan, 1928

—Por fin, señor… —masculló nervioso el portero del edificio de Central Park Oeste al salir al encuentro de Christmas en cuanto lo vio llegar—. Quería llamar a la policía pero luego… en fin, no sabía bien qué hacer.

—¿Qué ha pasado, Neil? —preguntó Christmas, taciturno, distraído.

—Verá, se trata de algo poco habitual… —dijo el portero mientras se agachaba para coger la maleta de Christmas y lo acompañaba al ascensor—. Un hombre.

—Neil, acabo de regresar de Los Ángeles y estoy de pésimo humor —rezongó Christmas arrancándole la maleta de la mano y entrando en el ascensor—. ¿Qué ha pasado?

—Un hombre me obligó a abrir su apartamento —respondió de un tirón el portero.

—¿Qué hombre?

—No sé cómo se llama. Era grande y fuerte, con dos enormes manos negras…

Christmas sonrió imperceptiblemente.

—¿Y cómo te obligó?

—Me dijo que me dispararía a las rodillas —dijo el portero, pálido.

—¿Y le creíste?

—Oh, sí, señor. Si lo hubiera visto… tenía un vozarrón…

—Profundo como un eructo, lo sé.

—Exactamente, señor, aunque de todas formas… lo que hacía era… meter cosas —balbuceó azorado el portero—. O sea, quiero decir… que no se llevaba nada, sino que metía, y yo…

—Has hecho bien en abrirle, Neil —zanjó Christmas. Luego le dijo al ascensorista—: Al once.

—Lo sé, señor —respondió el muchacho con una sonrisa, cerrando las rejas—. Escucho siempre Diamond Dogs. Mañana estará otra vez en el aire, ¿verdad?

Christmas lo miró en silencio, mientras el ascensor subía chirriando. Solo habían pasado dos semanas y su vida de antes le parecía distante, casi ajena. Como si fuese la vida de otro.

—¿A las siete y media? —preguntó el ascensorista.

—¿Cómo? —dijo distraídamente Christmas.

—Emitirá a las siete y media, como siempre, ¿verdad?

—Ah, sí… —contestó Christmas y se preguntó cómo conseguiría hablar con el entusiasmo de entonces. Se preguntó cómo conseguiría no pensar en Ruth. Ahora que su vínculo se había vuelto más fuerte. Ahora que le pertenecía a ella por entero. Ahora que la había perdido—. Sí, a las siete y media… como siempre.

El ascensor se detuvo en la planta con un brinco. El muchacho abrió las rejas. Christmas salió con la maleta en la mano y encaminó sus pasos cansinos hacia su apartamento.

—Buenas noches, Nueva York —dijo el ascensorista.

Christmas se volvió y lo miró. Sonrió ligeramente y asintió, al tiempo que extraía las llaves del bolsillo. Luego entró en su apartamento. Dejó la maleta en la entrada y cruzó la casa sin muebles, hacia la ventana que daba a Central Park.

Y entonces vio un escritorio de nogal americano y un sillón giratorio, justo delante de la ventana desde la que miraba el banco del parque. Y sobre el escritorio una máquina de escribir. Había una hoja en el rodillo de la Underwood Standard Portable. «Tu madre me ha dicho que ahora te ha dado por escribir tus chorradas —leyó en la hoja—. ¿Cómo coño puedes escribir sin máquina de escribir ni escritorio, meoncete? —Christmas sonrió, se sentó en el sillón giratorio y siguió leyendo—. El escritorio era de Jack London. Solamente por eso el tipo que lo vendía pedía quinientos dólares. Ladrón de mierda. Al final me lo regaló.» Christmas pasó la mano por el tablero de nogal. Rompió a reír. Aquel escritorio había sido robado. Después desvió la mirada del papel y la posó en el banco donde Ruth y él se sentaban a reír y a hablar. En otra vida. Apoyó los codos en el escritorio y se cogió la cabeza entre las manos. Una vida que ya no existía. Se levantó y abrió la ventana de par en par. El tráfico, once plantas más abajo, bullía lejos. Una vida que ya no existía tras una maravillosa, perfecta noche de amor. Tras seis años de espera.

Christmas se quedó inmóvil mirando los prados, los árboles, los lagos del parque y, más allá, toda la ciudad. «Buenas noches, Nueva York…», trató de decir en voz baja, sin convicción.

Entró en el cuarto de baño, se aseó y se cambió de ropa. Salió a la calle y comenzó a andar, sin prisa. Atravesó el parque y tiró por la Séptima, en dirección norte.

Christmas, después de que Ruth le hubiera dicho que no la buscara, había regresado a la casa que le había dejado Mayer. Se había tumbado en la cama en la que había hecho el amor con Ruth y durante todo el día había aspirado su olor, hasta que acabó por extinguirse. No pensaba en nada. Solamente olía. Ni siquiera podía recordar. Hasta que al final del día pasado en la cama ya no había podido aguantar más y había cogido el teléfono, había llamado a la Wonderful Photos y hablado con el señor Bailey.

—¿Se ha ido? —había preguntado al viejo agente.

—Sí.

—¿Y adónde se ha marchado?

Un largo silencio al otro lado de la línea.

—Ruth me ha explicado que habían hecho un pacto —había dicho luego Clarence.

—Sí…

—Sin embargo, no estaba segura de que usted lo respetara.

A Christmas le había parecido notar un timbre apesadumbrado en la voz del señor Bailey.

—Pero usted sabe adónde se ha marchado, ¿no es cierto? —había dicho Christmas.

De nuevo un largo silencio, después el clic del teléfono al colgar Clarence. Suavemente. Christmas se había tumbado de nuevo en la cama, hundiendo la nariz en la almohada en la que se habían esparcido los cabellos negros de Ruth. Pero no olía sino a algodón. Ruth había desaparecido. Definitivamente. Christmas había creído que lloraría. Los ojos apenas se le humedecían, como si el dolor se negara a brotar. Como si su alma retuviese por lo menos el dolor. Lo último que le quedaba de Ruth.

Por la noche un coche estaba en el jardín. Christmas había oído la voz de Hermelinda y luego unos pasos firmes que subían las escaleras.

Nick había entrado en la habitación. Se había sentado en el sillón, había cruzado las piernas, hurgado en el bolsillo de la chaqueta de Christmas y extraído el contrato ajado de la MGM.

—Mayer dice que ahora te toca a ti ponerte pimienta en el culo. ¿Has leído el contrato? —le había preguntado.

Christmas ni siquiera se había vuelto a mirarlo.

—La criada me ha contado que has tenido visitas —había continuado Nick, en tono seco—. ¿Te lo has pasado bien?

Christmas no se había movido.

—Todo indica que no —había dicho Nick poniéndose de pie y guardando el contrato donde lo había encontrado—. Te esperamos mañana a las diez. En el despacho de Mayer. Puntual. Firmaremos el contrato, ¿de acuerdo?

Christmas había seguido con la cara hundida en la almohada que ya no olía a Ruth.

—Oye, Christmas… —había dicho entonces Nick, en la puerta—. Se trata de un problema de faldas, ¿no es así? Puedo conseguirte todas las chicas que quieras. Esto es Hollywood.

—Y tú estás aquí para eso, ¿no? —había dicho Christmas, con una voz lejana, amortiguada por la almohada—. Tú resuelves los problemas.

Nick lo había mirado severamente.

—A las diez en el despacho de Mayer —había insistido al marcharse.

Christmas siguió avanzando por la Séptima. Ya empezaba a ver los «Negro Tenements» en la Ciento veinticinco. Aflojó el paso. Paró. Necesitaba apropiarse de nuevo de la ciudad, de los lugares de los que había sido desarraigado en solo dos semanas, convirtiéndose en otro. Y tenía que descubrir quién era ese otro en el que se había visto forzado a transformarse.

A la mañana siguiente de aquel día había ido a los estudios de la MGM. Había mirado la puerta número once, que daba acceso al pequeño despacho donde había descubierto la excitación de escribir. «Es cuanto te queda», se había dicho. Y también aquella sensación, tan nueva, tan próxima, le había parecido lejana. Acto seguido se había dado la vuelta para ir hacia el despacho de Mayer, con el contrato en la mano. Faltaban dos minutos para las diez. Llegaría puntual. Como un buen empleado, había pensado. Y entonces, antes de que pudiera cumplir su propósito, las piernas se le habían inmovilizado. Y la palabra «empleado» había comenzado a retumbar en sus oídos. Amenazadora. Indigesta. Había oído una voz que gritaba algo por un megáfono. Había seguido aquel sonido, con el contrato siempre en la mano. Detrás de una amplia puerta corredera, entornada, había visto unas luces enfocadas sobre una jardín falso, sobre una fuente falsa de la que había empezado a manar agua y sobre dos actores con pelucas blancas y las caras pintadas de albayalde. Fue a introducirse en la oscuridad, tropezando con un montón de gruesos cables diseminados por el suelo. «¡Silencio!», había gritado la voz por el megáfono. «¡Motor!», había gritado otro. Y en el silencio la cámara había comenzado a zumbar. «¡Acción!», había dicho el director, sentado en una silla al lado del escenario. Y de pronto los dos actores habían cobrado vida. Dos frases rápidas, que remarcaban algo que debía de haber ocurrido antes. Luego los actores se habían vuelto hacia el fondo del escenario, donde se oía jaleo. Y enseguida fueron corriendo a ocultarse tras un seto alto. «¡Corten!», había gritado el director por el megáfono. Todos se habían detenido. Las luces del estudio se habían encendido, mostrando las paredes desnudas, cercenando la escenografía, revelando su cruda realidad: solo un cartón pintado. El director había firmado entonces unos papeles. Los actores se habían sentado ante un espejo y se habían pasado una toallita por la cara para quitarse el albayalde. Después se habían despojado de la peluca. Uno de los dos era calvo. Otro hombre se les había acercado con dinero en la mano y se lo había entregado. Christmas había oído que decía: «Habéis terminado». Los dos actores habían contado el dinero, se habían desvestido y cambiado. Al pasar por su lado, Christmas les había oído decir: «Démonos prisa, nos esperan a las diez y veinte en el estudio siete y aún tenemos que vestirnos de vaqueros».

«Empleados», había pensado Christmas.

—¿Usted quién es? —le había preguntado en ese momento un ayudante, repasando una carpeta—. ¿Tiene algo que ver con el plató?

Christmas lo había mirado. Y había comprendido.

—No, no tengo nada que ver —había respondido sonriendo y luego se había marchado.

Aquel no era su mundo. No llegaría puntual cada mañana al despacho número once, como un buen empleado. Mientras se dirigía hacia la salida de los estudios, por las sendas ajetreadas y productivas de la industria de Hollywood, Christmas se había dejado invadir por la sensación de ebriedad que experimentara escribiendo, imaginando personajes, concibiéndolos y luego viéndolos surgir de la tinta y el papel inesperadamente vivos y casi independientes de él. Se había acordado de los ojos de su madre, de cómo brillaban cuando le hablaba del teatro. Había recordado el silencio tenso y emocionante del público; el ruido delicado, sagrado, litúrgico, del telón que crujía al levantarse; el calor de la noche que la orquesta, oculta en el foso, hacía vibrar en el aire; la fulgurante luz de los focos que se encendían. Había oído que su corazón se acallaba —como si hubiera vuelto a aquella noche con María, cuando conoció a Fred Astaire—, aunándose al silencio de los espectadores. Y con ellos había contenido la respiración, como si estuviese allí de nuevo, en aquella sala oscura, que olía un poco a moho, como una iglesia huele a incienso.

En una fracción de segundo —al tiempo que esquivaba a un bullicioso grupo de figurantes— había comprendido. Tras cruzar la verja de los estudios de la MGM, la mano en la que sujetaba el contrato se le había abierto. La hoja de papel arrugada había flotado en el aire caliente de California. Y en ese preciso instante Christmas había decidido regresar a Nueva York. E intentar escribir. Teatro.

Todavía no lo sabía nadie, sonrió Christmas siguiendo su camino por Harlem. Se dirigió hacia la vieja sede de la CKC. Necesitaba volver a comenzar desde allí. En aquel lugar encontraría sus cimientos.

Torció en la Ciento veinticinco. Y, dos manzanas más allá, donde se encontraba el piso de la hermana Bessie, vio un corro de personas que desbordaba la acera e invadía la calzada. Distinguió además las luces de una sirena. Y al acercarse vio no uno, sino dos coches patrulla. Apretó el paso y se acercó a la gente que se aglomeraba alrededor del portal de la CKC.

—¿Qué pasa? —preguntó a una mujer, que reía contenta.

La mujer se volvió. Sus labios oscuros y carnosos, que se explayaron en una sonrisa, exhibieron unos dientes blancos y rectos.

—Pero si eres Christmas —dijo.

—¿Qué pasa? —repitió.

—¡Ha llegado Christmas! —gritó la mujer a la multitud.

Y entonces cuantos la oyeron se dieron la vuelta.

—¡Está Christmas! —gritaron muchos y el rumor circuló de boca en boca. Unas manos lo agarraron y lo empujaron hacia delante, al cogollo de la reunión callejera. Y mientras avanzaba, cada uno de los presentes le daba palmadas en el hombro, lo abrazaba, lo felicitaba.

—¿Oye, te acuerdas de mí? —preguntó un negro gigantesco—. Soy el que te prestó la bici el día que levantamos la vieja antena —dijo mientras alargaba su poderoso brazo hacia el tejado del edificio.

—¿La vieja antena? —preguntó Christmas y alzó la vista.

En el tejado se elevaba una antena alta y esbelta, con una esfera dorada en la punta. Y, en medio de la estructura, un reloj centelleante, dorado y verde, que marcaba las siete y media. Y en la parte superior resaltaban las letras CKC.

Christmas miró al negro gigantesco.

—Eres Moses, ¿verdad? —le preguntó.

Pero el negro no le respondió.

—¡Ha llegado Christmas! —gritó a la multitud. Luego se volvió hacia él, lo asió por los lados y lo levantó con suma facilidad, enseñándolo a la gente. Otro negro cogió los pies de Christmas y también los alzó. Después empezaron a mantearlo, riendo. Y por último se formó espontáneamente una hilera de hombres que, de mano en mano, trasladó a Christmas por encima de sus cabezas hasta el centro del corro, aclamándolo como a un héroe.

Cuando lo bajaron al suelo Christmas estaba sin aliento y mareado. Delante de él, Cyril y Karl reían felices.

—Bienvenido, socio —dijo Cyril abrazándolo.

—¿Qué pasa? —intentó decir Christmas.

Pero también Karl lo estrechó con tanta fuerza entre sus brazos que casi lo asfixia.

—Bienvenido, socio —le dijo.

Christmas se deshizo del abrazo, dio un paso atrás, parapetándose con las manos para que sus amigos no se le acercaran.

—¿Alguien puede decirme qué cuernos está pasando?

Cyril y Karl rieron.

—¿Has mirado el tejado? —dijo Cyril.

—¿Dónde está nuestra antena? —preguntó Christmas—. ¿Dónde está nuestro reloj?

Cyril y Karl volvieron a reír. Y la gente que los circundaba también reía.

—¡Me cago en la leche! —bramó Christmas.

—Vale, vale… —lo tranquilizó Cyril mientras le pasaba un brazo por los hombros atrayéndolo hacia sí—. Cambio de programa. —Señaló a Karl—. Nuestro director por fin ha hecho algo bien. ¿Ves a esos señores de allí? —y le indicó a tres blancos en traje gris que estaban apostados al lado de los coches patrulla, con una sonrisa empachada en la cara—. Verás, el polaco los ha convencido de que creen una sede independiente de la CKC. Aunque las salas de la WNYC son estupendas, resulta que nosotros… que nosotros echábamos de menos nuestro agujero clandestino. Así que nos han autorizado a tener una antena propia y a traer aquí los mejores equipos que hay en el mercado…

—Y eso no es todo —intervino excitado Karl—. De momento solo hemos acondicionado el piso de la hermana Bessie, pero hoy mismo empiezan las obras propiamente dichas. Hemos comprado la última planta entera. Haremos tres salas, despachos; o sea, todo.

—¡Y daremos trabajo a un montón de negros! —gritó Cyril.

Christmas no tenía palabras.

—Dos semanas —dijo riendo—, me voy dos semanas y me montáis todo este jaleo…

—Ven a saludar a los jefes de la WNYC —repuso Karl cogiéndolo de un brazo y arrastrándolo hacia los tres blancos en traje gris que continuaban sonriendo.

—Los negros que hay aquí los tienen acojonados —rió Cyril.

Los tres directivos estrecharon calurosamente la mano de Christmas. Pronunciaron unas palabras de cortesía, de burócratas, luego dijeron que tenían un compromiso y se metieron en un coche lujoso.

—Me voy con ellos —dijo Karl—. Tengo en mente una serie de programas para la CKC y se los quiero proponer antes de que se les pase el entusiasmo.

Cyril esperó a hablar hasta que Karl subió al coche.

—Ha nacido directivo. No piensa en otra cosa —dijo moviendo la cabeza. Después le dio un codazo a Christmas y se dirigió al agente de más edad de los dos coches patrulla, que estaba de pie sobre el estribo del automóvil—. Dispense, señor, ¿sabe qué hora es? —le preguntó con una sonrisa irónica—. Alzó el brazo hacia el tejado y añadió: —Verá, los negros somos tan tontos que hemos montado un reloj que no funciona.

El rostro del policía se crispó, airado.

Todo el gentío rió.

—¿Qué hora es, agente? —gritaron los negros al unísono. Y se apretujaron en torno a los policías.

Los otros tres agentes, alarmados, se llevaron las manos a las fundas de las pistolas.

—No hagáis ninguna gilipollez —dijo en voz baja el agente de más edad—. Yo me ocupo de estos capullos. —Bajó del estribo y avanzó hacia el centro de la calle. Miró hacia arriba—. Reconozcamos que nos la han colado durante bastante tiempo —dijo entonces en voz alta.

La gente rió. Los policías aflojaron las manos que tenían pegadas a las fundas. Fingieron reír.

—¿Qué hora es? —gritó alguien de la multitud.

El agente veterano se giró de golpe, con una expresión severa en el rostro. Pero enseguida sonrió de nuevo, balanceó la cabeza, se quitó la gorra y se frotó el poco pelo que tenía. A continuación miró al gentío.

—Aquí siempre serán las siete y media.

La multitud rió y aplaudió.

El agente sonrió una vez más, luego se acercó a uno de sus colegas y le susurró:

—Larguémonos de aquí, el tufo de los negros me da ganas de vomitar. —Entró en el coche, lo puso en marcha y pasó por en medio de dos columnas de gente, seguido por el otro coche patrulla.

—Has estado sensacional, Charlie —le dijo el agente que iba sentado a su lado.

—Los negros son inferiores, recordadlo —repuso el policía, al tiempo que sonreía a la gente que golpeaba el techo del coche—. Cada vez que pillemos a uno haremos que se arrepienta de habernos tomado el pelo.

—Subamos, que quiero enseñarte tu nuevo puesto —le decía entretanto Cyril a Christmas.

Mientras Cyril se dirigía al portal, Christmas echó un vistazo alrededor. La gente tenía expresiones felices. Era una fiesta. Y entre los negros vio también a algunos blancos. Uno de ellos, un tipo fuerte de pelo rizado y muy oscuro, ojeras profundas y fina nariz aguileña, le cortó el paso, con una mirada torva.

—Yo soy el Calabrés —dijo.

Christmas lo observó con atención. Una chaqueta excesivamente chillona se le abombaba bajo las axilas. Y en el bolsillo derecho de los pantalones se intuía el perfil de una navaja automática.

—¿Y cuál es el problema?

—Soy de Brooklyn —respondió el Calabrés. Se aproximó al oído de Christmas—: Y tengo una banda propia —le susurró. Echó un par de ojeadas a derecha e izquierda, y enseguida se inclinó de nuevo hacia Christmas—. ¿Por qué no hablas también de mí en tu emisión? Un poco de publicidad nunca viene mal, no sé si me explico… A cambio, quizá podría darte algún soplo.

Christmas sonrió.

—¿Quieres saber algo fuerte? —dijo el gángster—. ¿Sabes cómo me llamo? Pasquale Anselmo. Soy el único en todo Nueva York que tiene dos fichas del FBI. Porque no saben cuál es el nombre y cuál el apellido. En una ficha pone «Pasquale Anselmo» y en la otra «Anselmo Pasquale». —Miró a Christmas, esperando una reacción—. ¿No lo has entendido? —El gángster rió—. Es fuerte, anda.

—Sí, es fuerte, Calabrés —bromeó Christmas—. Tú escucha el programa.

—¿Esto de qué va? —se interpuso un negro con un traje de raso—. ¿Les haces publicidad a los blancos y no a los negros? —Se puso delante del Calabrés—. ¿Crees que solo los italianos, los judíos y los irlandeses tienen cojones?

—Vete a hacer puñetas, chulo putas —respondió el Calabrés.

—Estás en mi territorio, mierda pálida —contestó el negro.

—Vale, ya está bien —intervino Cyril—. ¿Qué coño tenéis en la cabeza? ¡Me cago en la leche, que os den por culo a los dos!

El Calabrés miró con cara de pocos amigos al chulo.

—Nos veremos por la calle.

Luego se marchó a pasos acompasados.

—¡Cuando quieras! —gritó el negro.

Cyril agarró a Christmas por un brazo y lo llevó al que había sido el piso de la hermana Bessie.

—Yo también me he comprado una casa. Muy grande. Aquí en Harlem no cuestan un carajo —le dijo al tiempo que introducía la llave en la cerradura de la puerta en la que ahora figuraba el rótulo «CKC»—. La hermana Bessie se ha instalado en nuestra casa. Al fin y al cabo son mis sobrinos.

Cyril abrió la puerta. El piso estaba recién pintado. Había montones de cajas llenas de material eléctrico y cables diseminados por todas partes.

—Todavía está todo manga por hombro, pero quedará precioso —dijo orgulloso. Luego cogió un micrófono y se lo mostró a Christmas—. Hablarás por aquí. Es sensibilísimo.

Christmas miró alrededor. Su casa. Había vuelto a casa.

—¿La encontraste? —le preguntó entonces Cyril.

—He decidido escribir teatro —dijo Christmas.

Cyril lo miró en silencio.

Christmas recorrió el piso, abriendo distraídamente cajas, mirando instrumentos brillantes. Después se dio la vuelta.

—No quiero hablar de ella —añadió.

Cyril se sentó en una silla desvencijada. Se frotó los dedos nudosos, con expresión absorta. Apenada. Cuando levantó la cara, sonreía.

—Conque teatro —dijo—. Me gusta el teatro.