53
Manhattan, 1927-1928
El hombretón se sentó frente a la radio grande, empujando a otras personas que a las siete y media de la noche se agolpaban en el Lindy’s para escuchar Diamond Dogs mordisqueando un trozo de pastel de queso.
—Ese es mi sitio —dijo una voz detrás de él.
—¿Ah, sí? ¿Y dónde está escrito? —contestó el hombretón sin volverse.
—No necesito escribirlo, mueve tu culote flácido —repuso la voz.
—Conque está buscando bronca —dijo el hombretón dándose la vuelta, con sus enormes puños apretados y una expresión amenazadora. Sin embargo, justo cuando vio a quién tenía delante, se puso pálido, se levantó de sopetón y se quitó el sombrero.
—Dispénseme, míster Buchalter… yo… no sabía…
Lepke Buchalter no le respondió y se volvió hacia la barra.
—¡Leo, dile a este paleto quién te ha regalado la radio! —gritó a Leo Lindemann, el dueño del local situado en la Broadway.
—Quién nos ha obligado a ponerla allí, querrás decir —replicó la mujer de Leo.
—No te quejes, Clara. No has perdido mucho, reconócelo —dijo Arnold Rothstein, que entraba en ese momento, risueño—. A las siete y media de la noche se te llena el local gracias a esa radio.
—Vale, lo reconozco, ha sido una buena idea. —Clara rió—. Si quiere pastel de queso, apresúrese en pedirlo, Mr. Big. Se está acabando.
—Doble ración —dijo Rothstein acercándose a Lepke.
El hombretón se encogió aún más y, al retroceder, tropezó y cayó sobre un velador. La gente congregada en el local —en su mayoría hombres de Rothstein— rompió a reír.
—Ahora estaos callados —ordenó Rothstein al tiempo que se sentaba—. Dejadme escuchar al muchacho. Sube el volumen, Lepke.
—Buenas noches, amigos, y bienvenidos de nuevo a vuestra emisión clandestina —anunció la voz de Karl—. Están a punto de escuchar un nuevo episodio de Diamond Dogs.
—¡Silencio! —gritó Lepke.
Clara y Leo Lindemann dejaron también los platos que estaban preparando en la cocina, para oír el programa.
—Feliz audición desde la CKC —volvió a resonar la voz de Karl.
—¿Te he dicho que soy accionista de esta radio, Leo? —preguntó Rothstein.
—Cien veces, Mr. Big —contestó el dueño del local.
—Bueno, resígnate, te lo diré cuatrocientas veces más, dado que he apostado quinientos dólares. —Rothstein rió. Luego, tras mirar alrededor, se volvió hacia Lepke—. ¿Y Gurrah no viene?
—Se ha tenido que quedar en Brownsville por un asunto urgente —respondió Lepke—. Lo estará oyendo en el Martin’s. Y lo conozco bastante para suponer que debe de estar despotricando porque allí los bocadillos son asquerosos.
—Buenas noches, Nueva York… —sonó la voz cálida de Christmas por la radio.
De pronto, en el Lindy’s todo el mundo dejó de respirar.
—Es una noche oscura, Nueva York —prosiguió la voz de Christmas—. Pues la vida de los gángsteres no consiste solo en coches bonitos y en mujeres despampanantes… además tienen que hacer trabajos sucios. Los que nadie quiere hacer… y han de hacerse bien, ¿sabéis?
—Desde luego —dijo un sujeto con dos largas cicatrices que le atravesaban media cara y le partían en dos el ojo derecho, del que estaba tuerto.
—Calla, gilipollas —protestó Lepke—. ¿Qué sabrás tú de trabajos bien hechos?
—La historia de esta noche es triste y cruda… y como os asustéis mucho… veréis, eso es que no estáis hechos para Nueva York. Así que más vale que no cambiéis solo de emisora sino también de ciudad, hacedme caso… —continuó Christmas.
—Se le da bien al muchacho, ¿eh? —susurró Lepke al oído de Rothstein.
Rothstein asintió, con una sonrisa orgullosa.
—He elegido un buen caballo.
—Es una historia que os demuestra la cantidad de cosas que nos tenemos que inventar para sobrevivir en esta jungla. Naturalmente, no daré nombres, he sabido que numerosos agentes de nuestra querida policía nos siguen… buenas noches, capitán McInery, ¿cómo se encuentra su esposa? Y buenas noches desde la CKC también al sargento Cowley… ¿se encuentra allí también usted, fiscal del distrito Farland? ¿Está tomando notas?
Todos los gángsteres reunidos en el Lindy’s rieron.
Y lo mismo ocurrió en el Martin’s, en Brownsville, donde Gurrah Shapiro —como había previsto Lepke— acababa de imprecar tras dar un mordisco a un bocadillo que no podía compararse ni de lejos con los enormes sándwiches combo del Lindy’s.
Y reían los gángsteres congregados en los garitos de la Bowery y los que se encontraban en los billares de Sutter Avenue.
—Pues bien —prosiguió Christmas—. Una noche de hace un tiempo había un tipo que debía desaparecer… definitivamente, no sé si me explico. Sin embargo, todos los que debían hacerlo desaparecer estaban bajo vigilancia. Difícil trance, ya que tienes todos los ojos de los policías encima. Eso pasa. Pero también pasa que ciertos charlatanes tienen necesariamente que desaparecer deprisa. ¿Qué hacer, pues? Hay que usar la sesera. Y a veces la casualidad te echa una mano. Aunque se trate de una casualidad cruel. Y nuestra casualidad quiere que el tipo que debía hacer desaparecer al charlatán tenga a su padre moribundo, en su piso, justo encima del garaje que regenta. ¿Y qué hace, entonces? Lleva al tipo que debe hacer desaparecer al garaje, lo liquida junto con sus cómplices, entrega un billete grande a un muchacho, que lleva un coche robado hasta un campo, donde lo abandona con el cadáver dentro. Así, al día siguiente, cuando la policía irrumpe en la casa del sospechoso, los encuentra a todos alrededor de la cabecera del padre. Y entonces los policías se quitan el sombrero, piden disculpas, bajan la voz y el caso queda archivado y nunca se resuelve…
—¡Eso se lo conté yo! —exclamó orgulloso Greenie, en el salón de un burdel de Clinton Street mientras cada una de las prostitutas que se encontraban a su lado suspiraban, soñando con ver algún día a aquel joven de voz tan cálida que conocía su vida como ningún otro hombre.
—¿De qué caso está hablando? —preguntó el capitán Rivers a sus hombres, en la sala grande de la comisaría Noventa y siete—. Tenéis que encontrarme al tal Christmas.
—¿Y cómo lo hacemos, jefe? —dijo el sargento—. Es una voz en el aire.
—¡Empezad por el nombre! —vociferó el capitán—. ¿Cuántas personas puede haber en Nueva York con un nombre tan estúpido como Christmas?
—Se trata a todas luces de un nombre falso —dijo el sargento.
El capitán asintió.
—Sí, yo también lo creo.
—Aunque podríamos…
—¿Sabéis por qué llamamos «cops» a los policías? —decía entretanto Christmas.
—Calla —ordenó el capitán, prestando atención a la radio.
—Por la estrella de cobre, copper —continuó Christmas.
—Lo sabía —dijo un agente.
—No estás en un concurso de adivinanzas, gilipollas —le recriminó el capitán.
—Pero en la época de los Five Points —prosiguió Christmas— se les llamaba también «cabezas de cuero», porque llevaban un casquete de cuero. Pero sospecho que servía de poco contra los bates…
—Yo también lo sospecho —respondió a su vez Sal, riendo, en el salón de la casa de Cetta, donde estaban sentados cogidos de la mano, con el oído pegado a la radiola.
—Déjame escuchar —dijo Cetta, dándole una palmada en el brazo.
—Hablando de bates, me he acordado de algo que me repetía siempre mi padre… —dijo Christmas.
—¿Su padre? —se preguntó divertido Sal—. La de chorradas que cuenta el meoncete.
—Cada vez que me encontraba en las escaleras con mi equipamiento de béisbol —continuó Christmas—, me decía con su vozarrón: «Hazme caso, meoncete. Tira la pelota y conserva el bate».
—Eso se lo decía yo, no su padre. —Sal rió. Luego, de súbito, se puso serio. Y apretó los labios. Y Cetta notó que se había vuelto duro y rígido como una piedra. Y un instante después Sal se levantó y apagó la radio—. Salgamos a pasear un poco. Esta emisión es una auténtica chorrada. —Se dirigió hacia la puerta y abrió—. Bueno, ¿vienes o no? —dijo en tono huraño.
—No tiene nada de malo que te emociones —le dijo Cetta.
—Eres una mema como tu hijo —rezongó Sal y salió dando un portazo.
Cetta sonrió y, tras volver a encender la radio, se acurrucó en el sofá, en el lado donde permanecía el calor de Sal.
—¿Sabéis cuál es la verdadera diferencia entre un gángster italiano y un gángster judío? —dijo en aquel momento Christmas.
Y en el Wally’s Bar & Grill, un viejo mafioso, que había llegado vivo milagrosamente a su venerable edad, apretó con sus manos nudosas a causa de la artritis el hombro de su hijo.
—Veamos si este matón nos conoce realmente —dijo en italiano.
Y su hijo se volvió riendo hacia su propio vástago, un jovencito de dieciséis años que se estaba escarbando las uñas con una navaja automática cuya hoja medía un palmo.
—La diferencia sustancial entre un gángster italiano y un gángster judío —prosiguió Christmas—, reside en que el italiano le enseñará el oficio a su hijo, para que sea un gángster como él…
—Puedes decirlo bien alto, matón de radio —respondió riendo el viejo mafioso.
Y su hijo rió con él. Y lo mismo hizo el nieto.
—En cambio, el judío manda a su hijo a la universidad, para que no repita sus mismas tonterías y pueda ser tomado por un americano…
—Pero ¿qué coño dice este mamonazo? —espetó el viejo mafioso soltando el hombro de su hijo.
Y este se volvió hacia su hijo, le arrancó de la mano la navaja y le propinó una bofetada.
—¡Mañana mismo volverás al colegio, gilipollas! —le gritó apuntándole un dedo a la cara.
—Esta noche también se ha hecho tarde… es hora de despedirnos —dijo la voz de Christmas—. Buenas noches, Nueva York…
—¡Buenas noches, Nueva York! —clamaron al unísono todos los gángsteres congregados en el Lindy’s.
—Es un caballo ganador —dijo sobreponiéndose a las otras voces Rothstein—. Yo hice que se dedicara a la radio. Y yo nunca fallo una apuesta, ya lo sabéis.
Cetta se levantó del sofá, se acercó a la radio y pasó una mano por la superficie brillante, como si le hiciera una caricia.
—… y buenas noches también a ti, Ruth… allí donde estés —concluyó Christmas.
Cetta apagó la radio y las válvulas crujieron, empezando a enfriarse, en el repentino y profundo silencio de la casa.
Poco tiempo después la emisora clandestina CKC estaba en boca de todo el mundo. Para los gángsteres, Diamond Dogs era su programa de cabecera. Y dado que enseguida había corrido el rumor de que Rothstein había comprado y regalado al Lindy’s una radio desde la cual podía escucharse a Christmas, muchas otras bandas rivales y organizaciones del hampa acondicionaron garitos, billares, bares ilegales e incluso los garajes en los que se transformaban los coches robados para seguir, a las siete y media en punto, Diamond Dogs.
Sin embargo, lo mismo había ocurrido en los distritos pobres de Manhattan y Brooklyn. La gente corriente, gracias a los relatos de Christmas, soñaba con ser tipos duros, capaces de conquistar aquella libertad que la sociedad realmente les negaba y que ellos no tenían la fuerza de reivindicar. Christmas se había convertido en su voz. Anhelaban tener oportunidades, poder transgredir. Y se creían capaces —cómodamente sentados delante de la caja con válvulas— de correr riesgos.
Harlem, además, como bastión secreto de la emisora clandestina, se sentía la auténtica patria de la libertad. Y cada negro del barrio —hubiera invertido o no el dólar que Cyril les había pedido al principio— se consideraba propietario de la estación que se ocultaba detrás del reloj pintado encima del edificio de la calle Ciento veinticinco.
Cyril no tenía un minuto de tiempo libre y hacía sin pausa radios para los habitantes del barrio. Ahora bien, la más orgullosa de todos los negros era la hermana Bessie, que pregonaba a los cuatro vientos que ella había dado el primer dólar, como si se tratara del primer ladrillo sobre el cual se sustentaba toda la gesta.
Obviamente, los periódicos no desaprovecharon la noticia. En las páginas locales nunca faltaba una mención a la emisión, al fenómeno que se estaba extendiendo como una mancha de aceite.
—Todo es publicidad gratuita —dijeron felices Christmas y Cyril al leer los titulares enfáticos. En cambio, Karl movía la cabeza preocupado. Pero no decía nada. Se había vuelto pensativo.
Muy pronto la policía fue movilizada por las autoridades municipales, sobre las cuales las emisoras oficiales ejercían fuertes presiones debido a que su audiencia, a las siete y media, caía en picado y no había programa lo suficientemente competitivo. Surgieron, desde luego, emisiones que trataban de copiar Diamond Dogs, pero ninguno de los creadores ni de los actores conseguía tener la frescura de Christmas y, sobre todo, para el público una transmisión legal perdía buena parte de su atractivo. En cualquier caso, la policía jamás llegó a descubrir ni por asomo dónde se ocultaba la sede de la CKC. Y no solo por una red de silencio que en Harlem y entre los gángsteres funcionó perfectamente, sino también porque los propios policías, la mayoría de los cuales eran oyentes entusiastas del programa, nunca se entregaron a fondo a la tarea.
Y así pasó el invierno y llegó la primavera. Y las grandes emisoras volvieron a ejercer presión. Y a coartar a la prensa, invocando el inapelable principio de la legalidad que la CKC infringía diariamente.
—No podemos aguantar eternamente —dijo una noche Karl, después de la emisión.
—¿Qué quieres hacer? ¿Abandonar? —rezongó Cyril.
—Lo único que he dicho es que no podemos aguantar eternamente —insistió Karl—. Es el momento de dar el salto. Ahora o nunca.
—¿Qué salto? —preguntó Cyril.
Christmas estaba sentado en un rincón y escuchaba, ceñudo. Con sombríos pensamientos rondándole por la cabeza.
—Tenemos que intentar tener una programación más amplia —prosiguió Karl—. Tenemos que convertirnos en una emisora de verdad. Y entrar en la legalidad, en el sistema. Integrarnos. O lo conseguimos ahora o nos eliminan. Explícaselo tú también —dijo Karl volviéndose hacia Christmas.
Christmas evitó la mirada de Karl.
—Sí… quizá… —refunfuñó.
—¿Cómo que quizá? —dijo Karl abriendo los brazos, en un ademán de desconsuelo—. Ya lo hemos hablado…
—Sí, sí, vale —prorrumpió Christmas, poniéndose de pie—. Pero ya no sé nada…
—¿Qué tendrías que saber? —dijo Karl.
—¡Oh, coño! ¡No sé y punto! —gritó Christmas y salió del piso de la hermana Bessie dando un portazo.
—¿Qué le pasa? —preguntó Cyril.
Karl no respondió y se asomó a la ventana. Vio salir a Christmas del portal y deambular por la sucia acera de la Ciento veinticinco.
—Bueno, ¿qué le pasa al muchacho? —volvió a preguntar Cyril.
—Y yo qué sé. ¿Por qué no se lo preguntas tú? —dijo Karl, en tono severo—. No soy su niñera. Tampoco la tuya.
—Si me sales con esas, socio… —dijo Cyril frunciendo el ceño—, que te den.
—Está bien, perdona, Cyril. —Karl se sentó de nuevo—. Sé cómo funciona una radio. Ahora estamos en la cresta de la ola, la gente sigue interesada, pero… todo el peso recae sobre Christmas. Y él no puede durar eternamente.
Cyril agarró un micrófono.
—Entonces, ¿estás diciendo que todo se ha terminado? —preguntó en tono hosco.
—No, no digo eso. Pero tenemos que variar… tenemos que independizarnos de Christmas.
—¿Quieres echar por la borda al muchacho?
—¿Y si él nos echa por la borda a nosotros? —dijo con vehemencia Karl.
—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó a la defensiva Cyril.
—No he dicho que vaya a hacerlo —se corrigió Karl—. Pero tenemos que variar. Tenemos que hacer otros programas… tenemos…
—¿Por eso Christmas está con ese humor de mierda desde hace unos días? —lo interrumpió Cyril.
—Tal vez —respondió Karl—. O tal vez le esté dando vueltas a otra cosa.
—¿Cree que tiene los días contados?
—No sé lo que cree —dijo Karl, molesto—. Pero nosotros dos tenemos que inventarnos algo, Cyril… y comenzar a ganar dinero. Nuestro sueño ha de empezar a ser rentable, si no…
—Solo es un sueño.
—Ya…
—Y con los sueños no se come.
—No.
—¿Qué dice el muchacho?
Karl miró a Cyril.
—No dice nada.
Cyril se levantó de la silla y se asomó a la ventana. Vio que Christmas seguía en la calle.
—No me gusta… —murmuró Cyril.
Christmas levantó los ojos hacia la ventana y vio a Cyril. «Vete al cuerno tú también», pensó colérico y se alejó, de regreso a casa. Rumiando acerca de lo que le había pasado tres días atrás, tras cruzar la puerta de cristal de la N. Y. Broadcast para acudir a la cita a la que lo había convocado con el mayor secreto Neal Howe, el director general que lo había despedido.
—Pase, míster Luminita —le dijo ese día el viejo que llevaba las condecoraciones militares prendidas en la solapa de su chaqueta.
A su lado, detrás de una mesa grande de cerezo, estaban sentados además otros tres altos ejecutivos de la emisora radiofónica y el nuevo director artístico, un larguirucho treintañero que ocupaba el puesto de Karl.
—¿Sabe por qué está aquí, míster Luminita? —preguntó Neal Howe.
—¿No querrá despedirme de nuevo? —respondió Christmas, metiéndose las manos en los bolsillos, en actitud provocadora.
El viejo exhibió una sonrisa forzada.
—Dejemos de lado el resentimiento, tenga la bondad. Y hablemos de negocios. —Hizo una larga pausa y luego dijo—: ¿Diez mil dólares al año son un buen argumento?
Christmas sintió que la sangre se le helaba en las venas.
—Reconozco que nos hemos equivocado al valorar las potencialidades de su programa… —prosiguió Neal Howe, con un timbre de contrariedad mal disimulado en la voz—. ¿Cómo se llama? —dijo fingiendo no recordar.
—Diamond Dogs —intervino el director artístico.
—Ah, sí, Diamond Dogs… —asintió el director general.
Christmas se sentía confundido. No conseguía apartar su mente de aquellos diez mil dólares.
—Como título no es gran cosa, a decir verdad —dijo sonriendo Neal Howe, y con él sonrieron los otros, con la misma suficiencia que su jefe—. Pero dado que la gente ya lo conoce así… lo mantendremos. ¿Qué me dice, míster Luminita?
—¿Que qué digo…? —balbuceó Christmas.
—Pues que nuestro departamento legal ya tiene el contrato preparado —dijo el señor Howe mirándolo directamente a los ojos; acto seguido se inclinó sobre la mesa para añadir, recalcando las palabras—: Diez mil dólares son una oferta más que generosa.
Christmas tragó saliva con dificultad. Le flaqueaban las piernas. «Diez mil dólares», se repetía.
—Y bien, ¿qué contesta, míster Luminita?
Christmas no sabía qué responder. Permanecía callado, con la cabeza saturada de números.
—Yo…
—¿Por qué no se sienta? —lo interrumpió enseguida Neal Howe.
—Sí… —Christmas se sentó—. Sí… —repitió.
—¿Sí, qué? ¿Acepta nuestra propuesta? —lo apremió el director general.
—Yo… —Aspiró profundamente—. ¿Y Karl y Cyril?
—¿Quiénes? —fingió no entender Neal Howe.
—¿Karl Jarach recuperará su puesto? —dijo Christmas recobrando valor—. Y Cyril Davies, el almacenista, tendría que ser ascendido a jefe de taller.
—Míster Luminita —respondió sonriente Neal Howe, mirando a los otros que estaban sentados detrás de la mesa de cerezo—. Usted es Diamond Dogs, no esos dos. La gente lo quiere escuchar a usted.
—Somos socios —contestó Christmas, con más energía en la voz—. Sin ellos no habría Diamond Dogs. Cuando usted nos despidió habló de insubordinación. Esto sería traición.
—No, muchacho. Esto son negocios.
—Karl y Cyril tienen que formar parte del equipo —insistió Christmas.
El rostro de Neal Howe se había vuelto morado.
—¿Cree que puede dictar las reglas? —amenazó con una voz severa y tajante—. Le ofrecemos diez mil dólares. Porque para nosotros los vale. Esos otros dos no valen nada para la N. Y. Broadcast. Si ese negro quiere seguir trabajando de almacenista, el puesto es suyo, pero nada más. En cambio, Jarach no volverá a poner el pie ni en la N. Y. Broadcast ni en ninguna otra radio, se lo aseguro. Lo toma o lo deja, míster Luminita. Piénseselo. Diga sí y los diez mil dólares serán suyos. No estamos negociando. Pero si comete la locura de rechazar nuestra propuesta, se hundirá con sus amigos. Por poco que Jarach conozca su oficio, tiene que haberle dicho que su aventura no puede durar mucho tiempo. Le estamos tendiendo una mano, míster Luminita. Aproveche su oportunidad. Usted puede salvarse. Haremos todo cuanto esté en nuestro poder para cerrar su estúpida emisora. Y le aseguro que nuestro poder no es pequeño.
Christmas se puso de pie.
—Diez mil dólares —repitió Neal Howe.
Christmas lo encaró en silencio.
—Tómese una semana para reflexionar, míster Luminita. No se deje influir por su juventud. Piense en su futuro. —Neal Howe bajó los ojos a un informe, que se puso a hojear como si ya no le interesara la discusión. Sin embargo, después volvió a mirar a Christmas—. Lo olvidaba. Acepte un consejo. No hable de esto con sus… socios. La gente es muy noble cuando habla del dinero ajeno, pero piensa de otra forma cuando el asunto le atañe personalmente. Su amigo Jarach vino aquí hace dos semanas a preguntarme si quería comprar Diamond Dogs. Pero no se refirió a usted con tan digno ardor juvenil como el suyo. Al revés, me dijo que él lo convencería… por poco dinero.
Christmas se puso tenso.
—No le creo —dijo instintivamente.
Neal Howe se echó a reír.
—Nada le impide preguntárselo —dijo—. A menos que decida no contar nuestra conversación de hoy y reflexionar seriamente sobre la vida que le garantizaría diez mil dólares al año. —Lo miró con los ojos ligeramente entornados—. Nos vemos dentro de una semana, míster Luminita.
Christmas se quedó inmóvil, atolondrado, durante un instante. Después se dio la vuelta y dejó la sala de reuniones.
—Encárguense de que Karl Jarach se entere de que ese chico ha venido a venderse —ordenó Neal Howe a sus colaboradores.
Christmas bajó las escaleras de la N. Y. Broadcast como un borracho. Dos enunciados se cruzaban en su mente. Diez mil dólares. Karl quería vender la CKC a Neal Howe.
Durante aquellos tres días Christmas permaneció en silencio. Sin hablar. Se encerró en sí mismo. Pues repentinamente comprendió que ya no estaba tan seguro de que Neal Howe hubiera mentido. Y ya no estaba seguro de que Karl no fuera un traidor.
«Por eso insiste tanto en el salto de calidad —pensó Christmas aquella noche, mientras volvía a casa, tras abandonar deprisa el piso de la hermana Bessie—. Por eso dice que no podemos durar eternamente. Nos está vendiendo. Sin decirnos nada», siguió rumiando, mientras subía las escaleras que lo devolvían a su lóbrego piso. Y cuanto más le aumentaba la ira por dentro, más espantosos le parecían aquel edificio y aquella vida. Y los desconchados de los muros le resultaban insoportables. Y triste su traje, de muerto de hambre. «Cree que puede manejarnos como a títeres», pensó rabiosamente mientras abría la puerta de casa y el olor áspero del ajo que se pegaba a las paredes le invadía la nariz. Cuando paseó la mirada por su catre, que estaba en un rincón de la cocina, por el angosto salón, por los muebles baratos, se convenció de que Karl era un traidor asqueroso.
«Cabrón», pensó.