II
El prolongado silencio que siguió a las anteriores palabras no se veía turbado más que por la marcha de un reloj de pared situado en algún sitio cualquiera del vestíbulo. Entretanto, Templar se estiraba y desperezaba a su gusto, apoyándose en la librería que había escogido para tal objeto, sin desviar su fría mirada de la cara del subcomisario.
Jill Trelawney permanecía quieta, tendida sobre el canapé; y en el suelo, Duodécimo Gugliemi se quejaba y se revolvía, con los dedos contraídos. Era todo el movimiento que podía advertirse en la estancia.
Y así por espacio de cinco o seis segundos de terrible tensión nerviosa... hasta que el Santo, que había permanecido atrincherado tras su conocida expresión burlona, prorrumpió en una carcajada.
—Todo lo cual es muy infausto para usted... ¿No le parece, Algernon? —dijo con sorna; y la boca de Cullis se contrajo como un resorte de acero bajo su mostacho.
—Ya veo —dijo.
—¡Bravo! —exclamó el Santo—. ¿No le importa que fume?
Tomó un cigarrillo de la caja que había encima de la mesa y encendió un fósforo.
—¿De modo que ésa es la historia que se propone usted contar? —dijo Cullis.
—Esa —replicó tranquilamente el Santo—. Y le diré que es una historia infernalmente buena, si me pregunta mi opinión. De todos modos, le haré pensar al cerebro buscando la respuesta que habrá de dar.
Cullis se echó a reír.
—¿Y realmente piensa que haya nadie que le vaya a creer?
—No lo sé. Yo haré todo lo que pueda para divulgar la grata nueva, y cuando me lanzo a ello es porque elementos no me faltan... Además de la acumulación de pruebas.
—¿Qué otras pruebas?
—La de Duodécimo, por ejemplo, quien tiene una historieta que referir, completamente personal, que ha de causar sensación.
Cullis se rio con expresión de burla.
—¡Un criminal que miente para salvar el pellejo! ¿Cree usted que su palabra tenga ningún valor? Con una reputación así...
—¡Oh, pero no va a apoyarse tan sólo en su reputación, amigo! Habrá considerables corroborantes demostrativos y circunstancias expositivas.
—¿Y cuáles pueden ser?
—Se las diré más tarde —le replicó el Santo— si me lo recuerda. Pero por el momento estoy impaciente por oír el cuento de hadas que contará usted acerca de ese billete de cinco.
—Pero ¿realmente cree que podrá valerse de él en contra mía?
—¡Claro que sí!
—Pues permítame decirle —observó Cullis— que va a sufrir una decepción. Hay un punto que parece haber usted olvidado, pero que yo recuerdo muy bien. El propio Waldstein, bajo el nombre de Stephen Weald, hubo un tiempo que perteneció a la preciosa banda de la Trelawney. ¿No lo sabía usted?
—Sí que lo sabía.
—Entonces —replicó Cullis deliberadamente—, ¿qué más natural que usted tenga en su poder un billete de cinco libras, que puede comprobarse como proveniente de la cuenta bancaria de Waldstein?
El Santo le miró. Luego se rio y movió la cabeza.
—El argumento no es lo bastante bueno —le contestó—. Podría serlo en lo que respecta a este billete, pero ¿y los otros que probablemente se encuentran todavía entre sus cosas?
—Billetes que usted hubiera podido poner... allí.
—Esa excusa no salvó a sir Francis Trelawney —le replicó el Santo, severo y frío como un juez—. ¿Por qué ha de pensar que le salvaría a usted?
Se miraron de hito en hito durante un largo espacio de tiempo. Luego, Cullis avanzó un paso. Su rostro había adquirido la expresión insensible del granito.
—Ya veo —replicó por segunda vez, muy despacio.
—Pues celebro mucho que aprecie mí observación —declaró el Santo—. Va a ser un paso un poquito peliagudo para usted, ¿no es cierto? Pero que contribuirá bastante a la reivindicación del buen nombre de sir Francis Trelawney.
—¿Y quién —preguntó Cullis en el mismo tono suave de voz— va a hacer el registro en las cosas de mi propiedad antes de que yo tenga tiempo para hacer desaparecer esos billetes?
—Gracias por haber admitido que tiene usted los billetes.
—Y suponga que lo admita —le replicó impasible Cullis—. Aún tiene que responder a mi pregunta: ¿Quién va a hacer esa investigación... quién va a probar nada?
—¡Oh, eso se puede arreglar! —le replicó el Santo. Y lo dijo tan natural y sencillamente, que era difícil advertir la más pequeña expresión de fanfarronería en sus palabras.
Cullis le miró con gran fijeza. En su frente, el pulso comenzó a latir con cierta aceleración.
—Ocurre algo divertido con usted, Templar...
—¡Cuánto me halaga! —le interrumpió cortés, el Santo.
—Porque tal vez —agregó Cullis— no esperaba lo que iba a ocurrirle al contarme esa historia.
—Usted dirá.
—Es usted un criminal peligroso, y su cómplice está perseguida por asesinato. Viéndose ya perdidos, tratan de hacer un último esfuerzo desesperado para vencerme y salvarse. Y yo, en defensa propia, tendré que matarle a usted de un balazo.
—Lo mismo que iba a hacer con Gugliemi —le respondió el Santo, y el color desapareció hasta en los labios del rostro de Cullis.
Su cara granítica se contrajo de súbito.
—¿Cómo lo ha sabido usted?
—Yo soy adivino —le contestó el Santo con sencillez.
—Y no obstante —observó Cullis—, el truco es todavía bueno...
—No tan bueno —manifestó el Santo. Y en su voz se advertía una ligera sombra de expresión de premura, porque en aquel momento veía la muerte cara a cara... la muerte en los pálidos ojos azules de Cullis, la muerte en la contracción de los labios de Cullis, la muerte palpitante en la mano derecha de Cullis...—. No tan bueno. Porque mi historia aún tiene otro capítulo... y tal vez sería mejor que lo oyese antes de que disparara.
Por un momento creyó que el subcomisario dispararía y correría las consecuencias del albur, y preparó sus músculos para dar un salto desesperado. Pero Cullis depuso su actitud durante un segundo.
—Diga lo que tiene que decir. Pero no cuente con escapar valiéndose de una treta por el estilo de la que anoche puso en práctica la Trelawney.
—¡Y fue una buena treta, ciertamente! —exclamó el Santo, compasivo, mirando de reojo el dedo pulgar del subcomisario, todo vendado.
Luego sonrió a la mirada de Cullis.
—Pero no necesitamos valemos de más ardides —continuó el Santo—. La escena está ya dispuesta para que la actriz pueda dirigirse al obispo, y la hora de las fanfarronadas ha pasado, Cullis.
—¡Siga!
—Yo soy un hombre notablemente listo —prosiguió el Santo con su característica expresión de frivolidad—, y las obras de este género son para mí sencillos entremeses. Planeé la presencia para la función especial en su beneficio de usted, y a usted he visto que también le ha agradado... Sí, verá usted, habría sido perfectamente fácil darle a usted pasaporte para la eternidad, pero eso no era todo lo que nosotros queríamos. Waldstein y Essenden fueron eliminados demasiado pronto y no íbamos a cometer el mismo error con usted. Queríamos oírle cantar en nuestra presencia, antes de que pasase a reunirse con los ángeles precursores, aunque nos dábamos perfecta cuenta de que como «audacia» no éramos gran cosa. Jill y yo somos almas sencillas, de quienes el mundo ha abusado, y Duodécimo es otro náufrago arrebatado por el mar y a merced de las olas.
—Abrevie el cacareo —interrumpió Cullis con aspereza y con veneno fresco en la voz—. Si lo que trata es de ganar tiempo...
—Me confieso, hermano, en mi personal estilo —dijo el Santo con expresión lastimera—. Concédame una pausa. Y ahora... ¿dónde estaba?... ¡Ah, sí! Duodécimo es otro náufrago arrebatado por el mar y a merced de las olas...
—Le concedo tres minutos más. Si es que tiene algo que decir...
—¡Ni una palabra más, Algernon! Y terminemos observando que quizá sus palabras hayan superado a lo que Jill o yo o Duodécimo hubiésemos podido decir. De modo que tendrán por testigo a alguien que no puede ser rechazado. ¿Y quién mejor testigo, pregunto yo, que el propio comisario general?
El Santo observó que Cullis bajaba los ojos apenas una fracción de milímetro, y se rio de nuevo.
—Pues sí, yo fui a ver al comisario general. Le pedí prestada su propia casa. Vinimos aquí esta tarde y dispusimos la escena con todo cuidado. Esos agujeros de bala que vio usted en la puerta de allí arriba se hicieron hace tres horas con permiso especial del propietario. Los balaustres de la ventana se pusieron este mediodía y se limaron mientras usted hacía el viaje de Londres aquí. Yo personalmente dispuse la escena, escribí el diálogo y presenté el conmovedor drama que va a terminar ahora... con una primera y única representación. Un micrófono, que se encuentra detrás de ese cuadro en que se exhibe de modo tan indecente esa dama que le arroja geranios a un ruiseñor, ha estado recogiendo todas sus aladas palabras y transmitiéndolas, si no a todas las comisarías, por lo menos a una... donde un sargento de policía, con su diploma Pitman, las ha ido anotando. Otra conexión en el piso superior transmitió la conversación personal, palabra por palabra, que sostuvo usted hace poco con Duodécimo aquí abajo... suficiente prueba para que le ahorquen. Pero no nos contentamos aún con lo dicho. Medio minuto después de que usted oyera cerrarse la puerta de la casa tras el comisario general, éste entraba por la escalera de la puerta de servicio para oír algo más de la historia desde su estación particular situada arriba, detrás de esta escalera. Sí, Cullis, yo de usted ya no dispararía, porque me parece que oigo regresar a tía Ethel...
Cullis oyó a su espalda el ruido de la puerta al abrirse y se volvió.
El comisario general apareció en el umbral.
No presentaba ninguna señal de la herida que antes había impresionado a su auxiliar. Se mantenía erguido, ya no se oprimía el hombro con la mano y sus ojos relucían con una expresión que en nada se relacionaba con la que mostrara a Cullis antes de marcharse.

También llevaba en la mano una pistola automática.
Todavía el subcomisario llevaba en la mano su pistola, pero había bajado del todo el brazo correspondiente y bien sabía que el menor movimiento hubiera sido fatal. Permaneció inmóvil, y el comisario general dijo:
—Le he estado oyendo —afirmó, y Cullis retrocedió un paso—. Ha de saber usted —continuó—, que yo le estoy vigilando desde hace algún tiempo. Creí que mis sospechas se confirmaron cuando se llevaron esos papeles de la Oficina de Informaciones, luego el Santo vino a verme y a contarme una historia que yo no podía dejar de tomar en consideración, por fantástica que pareciera.
—¿Y creyó usted a un criminal? —exclamó Cullis, sarcástico.
—Por mis razones particulares —le contestó el comisario—. El Santo era tal vez algo más que un criminal vulgar cuando se me acercó, y pude creerle, porque no hubiera podido creer a nadie más que a él. Usted mismo ha de admitir que el Santo tiene cierta reputación. En aquellos momentos había una orden de arrestarle. —El comisario hizo una mueca con los labios—. Una de las tantas que se han dado contra él. Pero el Santo se puso a mi disposición sin reservas y parece que el resultado justifica nuestra actitud.
Cullis miró en derredor y vio que Simon Templar tenía también una pistola en la mano. Jill Trelawney, sentada en el canapé, se restregaba la blusa con un pañuelo.
—Tinta roja solamente —declaró el Santo con exagerada dulzura.
Cullis permanecía de pie, inmóvil como si fuera una estatua.
Luego inclinó poco a poco la cabeza y un amago de sonrisa se dibujó en su boca.
—No tengo por qué molestarme en negar nada —dijo con serenidad admirable—. Todo está perfectamente claro. Pero ha sido un trabajo brillante por parte de ustedes el haber obtenido de mis propios labios todas las pruebas de esta historia.
Miró al comisario general.
—De todas formas, debe usted conocerla en todos sus pormenores —declaró—. Yo calumnié a sir Francis Trelawney en las propias narices de usted. Waldstein y Essenden eran los directores de la camarilla de granujas que Trelawney se había propuesto aplastar, y yo entonces no era más que un oficial subalterno. Me ofrecieron mucho dinero y me puse a su lado. Trelawney era peligroso. De seguir un mes más en su puesto, probablemente les hubiera cogido. Lo único que había que hacer era echarlo fuera para que no estorbara, y nos trazamos nuestro plan. No era tan difícil como pudiera figurarse, porque Trelawney fue siempre un hombre que trabajó según su personal criterio. Sabíamos que una vez desacreditado, nadie podría continuar sus trabajos en el punto en que él los dejara. Yo allané el camino escribiendo con su propia máquina la denuncia de la batida. Después le di telefónicamente la orden, que suponía de usted, y que le llevó a París; una vez allí, nos resultó sencillo arrestarle al salir del hotel de Waldstein. Después de esto, lo que restaba era fácil. Yo tenía dinero de Waldstein en mi bolsillo cuando abrí en presencia de usted la caja fuerte de Trelawney, y llevaba varias semanas ensayando el pequeño juego de manos. No era difícil. Los billetes salieron de la caja fuerte a la vista de usted, y Trelawney no pudo decir ni una palabra. Después, Waldstein, bajo uno de sus «alias», se unió a la muchacha para impedir que conociera o averiguara la verdad. Se calificaba a sí mismo de afortunado cuando la conoció a bordo del barco en que venía de Nueva York para dar principio a las hazañas de los «Ángeles»... El conflicto se presentó cuando el Santo sospechó de mí... cuando anoche entraron en mi casa y abrieron mi escritorio.
—Tengo noticias de eso —dijo el comisario general.
Cullis hizo una ligera inclinación de cabeza.
—Por boca del Santo, supongo. Pues sí, fue un buen trabajo, aunque fue la muchacha quien lo hizo. Pero antes de que esto ocurriera, yo ya sabía que Jill Trelawney se estaba convirtiendo en un peligro y envié a Gugliemi para que la hiciera desaparecer, pero éste se volvió en contra mía, como usted sabe. Aunque me abrieron el escritorio, yo no pensé que se hubieran llevado algo y cuando usted me dijo que viniera aquí, pensé que podía correr el riesgo.
—Hasta que Templar le mostró el billete de cinco libras —murmuró el comisario general.
—Exacto... ¿Hay algo más que desee usted conocer?
—No creo.
Cullis paseó la mirada alrededor del cuarto.
—Pero hay una cosa que me gustaría saber —dijo.
—¿Qué?
—Cuando el Santo fue a su casa con esa historia, ¿por qué le dio usted más crédito que a la de cualquier otro que hubiese ido con el mismo cuento?
Una sonrisa fría se asomó a los labios del comisario.
—Porque sucede que yo conozco bien al Santo —le contestó—. Cuando obtuvo el perdón real, yo le agregué al Servicio Secreto para librarlo en el futuro de posibles contingencias desgraciadas. Sus métodos han sido siempre excéntricos, pero son positivos. Cuando hace algún tiempo se le metió en la cabeza que en el caso Trelawney había algo que nunca se había puesto en claro, le dejé que tomara el asunto y lo investigara a su modo. Desde entonces lo ha estado trabajando a su manera: su nombramiento de policía fue sólo una parte del juego, y su en extremo irregular renuncia del cargo en cuestión sólo fue también otra parte del juego.
Hubo una persona a quien las palabras anteriores sorprendieron más que a Cullis. Y fue a Jill Trelawney.
—¿Usted, Santo? —exclamó ésta.
—Cuando la vi la primera vez —manifestó tristemente el Santo—, le dije que yo me había reformado, pero usted no me quiso creer. Y en estos últimos días me parece que no he hecho más que hablarle de mi respetable amigo. Permítame que se lo presente... Sir Hamilton Dorn, comisario general de la Policía de la Metrópoli, comúnmente conocido por el tío Ethel. Me alegro de haberles presentado.
Sir Hamilton saludó con una ligera inclinación de cabeza.
—En mi vida he creído tener la piel de Barrabás del policía —exclamó apologético el Santo—. Scotland Yard probablemente sobreviva sin mi... pero no puede ignorar que, de haber continuado yo en ella, quizá la habría salpimentado un tanto.
En aquel momento, Simon Templar era la figura central y nadie vigilaba a Cullis. No obstante, con el rabillo de su ojo el Santo vio a Cullis levantar la mano derecha y, aunque dio la voz de alarma inmediatamente, la detonación de la pistola ahogó su voz, y vio caer de la mano del comisario general la pistola que sostenía y enrojecérsele al instante la muñeca de sangre.
Por su parte, apuntó y disparó sobre Cullis, pero su pistola se encasquilló y tuvo que arrojarse al suelo en el momento mismo en que Cullis le disparaba a él.
Oyó el silbido de la bala que le pasó por encima de la cabeza y fue a estrellarse contra la pared de enfrente, después de haber roto el cristal de un retrato. Mientras, sin pérdida de momento, y tendido en el suelo, el Santo hacía girar rápidamente las piernas trazando un semicírculo para derribar a Cullis apresándole por los tobillos. Pero aun así; no veía cómo escaparía al siguiente disparo de Cullis.
Erró su zancadilla... pero se había olvidado de Jill Trelawney. Se levantó de un brinco y la vio cogida con ambas manos de la muñeca de Cullis, el tercer disparo de éste fue a dar en el techo. Y entonces el Santo a su vez le cogió la muñeca, y se la retorció con todas sus fuerzas. La pistola cayó al suelo, y Templar le dio un puntapié que la mandó lejos.
No vio cuando Cullis, con la otra mano, cogía la estatuilla de bronce de encima de la mesa, y si no hubiera llegado a desviar la cabeza —más por intuición que por cálculo—, sin duda Cullis le habría partido el cráneo. De todos modos, el golpe lo dejó medio aturdido, con la cabeza dándole vueltas, y le hizo soltar la muñeca de Cullis. Jill también había dejado libre al subcomisario al ver que el Santo entraba en la lucha.
Templar se paró tambaleándose, con una orquesta en la cabeza y manándole sangre por los ojos. Vio al comisario general buscar a tientas por el suelo, con la mano que le quedaba sana, alguna de las pistolas... y vio el balcón abierto y a Jill Trelawney que desaparecía por él como un relámpago.
—¡Venga acá! —le gritó el Santo con un hilo de voz.
Pero Jill no podía oírle. Ya se había marchado, y el Santo la siguió tambaleándose.
Oyó apresuradas pisadas sobre la arena del sendero paralelo a uno de los lados de la casa y distinguió su blusa, que relucía como una mancha blanca en la oscuridad.
La alcanzó cuando se detuvo antes de doblar la esquina o ángulo de la casa, y, estando ya a su lado, vio a Cullis dirigirse hacia la puerta del jardín.
Se lanzó de nuevo en persecución de éste, pues comprendió que si doblaba por la siguiente travesía de la carretera, como seguramente haría, iba a dar de manos a boca con el coche del comisario general, que había quedado allí con las luces encendidas.
Y Cullis dobló por allí. Que le pareciera más conveniente alejarse de la carretera principal e intentar burlar la persecución con el auxilio de la oscuridad en terreno despejado o que la fortuna, que tanto tiempo le había acompañado, estuviera dispuesta a favorecerle unos minutos más, es cosa que no ha podido averiguarse. El caso es que se subió al coche. No había hecho más que sentarse al volante, cuando el Santo, a su vez, doblaba también la esquina.
Un momento después lo ponía en marcha. El coche arrancó cuando llegaba el Santo, sin más tiempo que el de saltar encima del portaequipajes.
Permaneció allí durante varios segundos, a fin de reconcentrar las últimas energías que le quedaban.
Aún estaba aturdido, prácticamente fuera de combate, por el violento golpe recibido en la cabeza. La sangre que le caía sobre los ojos procedente de la herida casi le cegaba. Pero siguió cogido de la trasera.
Luego trató de cambiar de posición. Era necesario hacerlo porque donde estaba no podía aguantarse mucho tiempo más en el estado en que se hallaba. Y a la sazón el coche marchaba a más de cuarenta millas por hora y una caída hubiera puesto fin, muy posiblemente, a la aventura de una forma distinta a la que él deseaba.
Se agarró, por tanto, a la capota del coche, que estaba recogida, se aupó a pulso y cayó sobre los almohadones del asiento trasero del coche.
Con un suspiro de satisfacción, se dedicó a dar masaje a sus músculos doloridos y permaneció allí tumbado durante un rato, como muerto, privado casi de movimiento. Sentía la cabeza como si le fuera a estallar, y unas lucecillas rojas danzaban delante de sus ojos en medio de una especie de niebla gris.
El coche seguía su carrera vertiginosa. El conductor, que no atendía a otra cosa sino al camino que le alumbraban los dos faroles delanteros, no se dio cuenta de su presencia.
Poco a poco la sensación de malestar que el Santo experimentaba en la boca del estómago fue desapareciendo. Sentíase aún rendido por el extraordinario esfuerzo que había hecho, pero tenía claro el cerebro. Se enjugó la frente con el pañuelo y abrió los ojos.
Luego se hincó de rodillas.
Al dominar así el asiento delantero del coche le deslumbró el resplandor de otro par de faros que alumbraban la carretera, y que venían de frente.
—La velocidad no tiene límites —exclamó, lamentándose, al oído de Cullis—, pero aun así me parece que está usted abusando y que me veré obligado a arrestarle; si, tendré que hacerlo, Cullis. Marchando a la velocidad que lo hace, es un peligro para el público. Y no es otra cosa lo que está haciendo usted.
Al oírle Cullis, el coche se desvió de forma peligrosa, pero luego se enderezó de nuevo.
—Al menos —contestó Cullis por encima del hombro—, me lo llevaré a usted conmigo.
Simon le cogió por la garganta, pero las manos de Cullis seguían cogidas, rígidas, al volante.
El coche que venía se encontraba a menos de veinte yardas. En otras circunstancias, con el camino libre, Simon hubiera podido matar de un balazo a Cullis, o sencillamente, darle un martillazo en la nuca con la culata de la pistola, y confiar en conservar el coche mientras apartaba al subcomisario a un lado y tomaba el volante.
Pero en la presente ocasión no había oportunidad de hacer nada parecido. Dentro de uno o dos segundos chocarían con el coche que venía de frente.
La intención de Cullis era manifiesta.
Con un esfuerzo desesperado, le hundió la cabeza debajo del volante y por un momento el coche quedó sin gobierno. Entonces empujó a un lado al subcomisario, cogió el volante y torció la dirección.
Los faros del otro coche proyectaban su luz directamente en sus ojos. Su conductor se desvió, pero apenas si podía maniobrar en la estrecha carretera y no tenía tiempo para detenerse.
Simon oyó el inútil chirrido de los frenos y pensó que era llegada la hora de morir sonriendo...
«¡Pero aquí voy yo!», pensó, e hizo girar el volante de forma verdaderamente temeraria.
Estuvo a poco de salirse con la suya. Durante el horrible lapso de un segundo distinguió la luz del faro derecho del automóvil que venía hacia él afrontar directamente la del faro derecho del vehículo en que se encontraba. Pero aun así, hubiera logrado su propósito si Cullis, cogido a su vez, no luchara para volverlo del lado contrario.
Simon le dio un codazo, pero ya era demasiado tarde. Las ruedas delanteras del otro vehículo se hundieron en el costado del suyo como hachas poderosas, y se oyó el crujido agudo de las piezas metálicas torturadas que saltaban en pedazos.
El choque proyectó a Simon por encima del volante. El coche parecía que se hubiera levantado en el aire y durante un instante se figuró suspendido en el espacio.
Luego se dio un terrible golpe en los omóplatos contra el suelo. Después, un ruido de algo que se hacía añicos, otro ruido más violento y luego un silencio mortal...
No supo cuánto tiempo permaneció tendido allí, con las piernas levantadas y cogidas por algo, magullados y doloridos todos los miembros de su cuerpo y pensando tan sólo en si por fin estaba realmente muerto... o si no lo estaba. Un peso enorme gravitaba sobre su pecho...
Abrió un ojo y observó que los pedales del freno, del embrague y del acelerador aparecían misteriosamente suspendidos encima de su cabeza.
Algo más había sobre su pecho. Comprendió por último que era el asiento delantero... y el cuerpo de un hombre.
Trató de levantar una mano y sintió que se movía en un pozo de algo caliente y pegajoso, y pensó si sería la sangre de Cullis o la suya.
Luego sintió muy cerca de su oreja unos golpes tremendos contra el coche destrozado y la voz de un hombre que gritaba como un loco:
—¡Ea!, ¿no están muertos?
—Hombre, no se comprende cómo ha de estar vivo nadie ahí, debajo de esa masa de hierros —replicó otra voz—. Iban a una velocidad de locura.
Pero el Santo reconoció la voz primera y le saltó a los labios una risita ahogada y una débil exclamación:
—¡Oh, querido Claud Eustace! ¡Siempre con diez minutos de retraso!