I

Lord Essenden cambió de postura.

Más de diez minutos habían transcurrido desde que el Santo se hubiera marchado. Los brazos de Essenden, casi paralizados por lo violento de la posición que le obligaron a adoptar, habían ido bajándose poco a poco hasta colgar extenuados y doloridos de sus costados.

Jill Trelawney le había permitido moverse... era lo único que podía hacer. La fatiga abrumadora lo imponía. Pero ella no separaba una pulgada la vista del prisionero, y la pistola que llevaba en la mano apuntaba como sostenida por un autómata. Essenden era demasiado prudente para tratar de poner en práctica ninguno de los audaces planes para liberarse que asaltaban su imaginación. En cuanto a Jill Trelawney, estaba convencida de que era muy estrecho el margen que le otorgaba para declarar vacante la baronía de Essenden en el Condado de Oxford.

Pero el tiempo pasaba; y Jill Trelawney, incansable en su vigilancia del prisionero, comenzó a experimentar las primeras zozobras de ansiedad.

Le debía mucho a Simon Templar. Cualesquiera que fuesen las preguntas que pudiera sugerir su sociedad con él, como los varios cargos y abonos que dicha sociedad pudiera envolver, había un hecho que quedaba fuera de toda discusión. Cuarenta y ocho horas antes, Simon Templar se había jugado una incipiente y prometedora carrera para arrancarla de las mismas garras de la Justicia. Era un tanto en su haber que difícilmente podía ser compensado con una contrapartida.

Y Simon Templar aún no había regresado. Jill no tenía idea de lo que hubiera podido ocurrirle... si es que le había ocurrido algo. Pero ella no era de las que se acogen a la inacción y esperan a que suceda lo mejor. Simon debía ya haber vuelto y no había vuelto. La razón del retraso podría explicarse a su debido tiempo, pero Jill no estaba dispuesta a dejarlo todo al azar.

—¡Essenden!

Su voz rasgó el silencio en que había quedado sumida la estancia con la marcha del Santo, y Essenden se estremeció.

—Hace ya mucho que salió el Santo —le dijo, serena y expresiva.

—Tal vez haya tropezado con alguna dificultad...

—O quizá con algún... accidente.

La respuesta era una acusación. Jill miraba fijamente a Essenden, pero la cara de éste no reveló nada.

—Quizá se haya atascado el cajón donde se encuentra la caja fuerte.

—Entonces hemos de ir y ayudarle a abrirla.

Los ojos de Essenden evitaron su mirada inquisitiva.

—No veo la necesidad...

—¡Pero yo sí! —Ahora estaba segura—. ¡Essenden, usted irá conmigo al sótano!

Bajo los bigotes caídos de Essenden sorprendió la contracción de un músculo, y habló de nuevo.

—Usted no quiere bajar al sótano. Eso es. Hay en él algo que pudiera ser peligroso... ¡Oh, sí, lo veo en su cara! Y por eso es por lo que vamos a ir nosotros.

Miss Trelawney abrió la puerta.

—¡Vamos! —ordenó.

—Yo no voy...

El entrecejo de Jill se contrajo comunicando a su mirada la resolución de las decisiones supremas.

—He dicho... ¡Vamos!

Essenden abrió la boca y la volvió a cerrar sin articular palabra. Se dirigió hacia la puerta.

—¡Aprisa!

—Usted misma se está sentenciando a muerte si insiste en ir allí.

—Insisto. ¡Aprisa!

Essenden obedeció. La puerta debajo de la escalera principal estaba abierta y con luz. Lord Essenden la traspuso seguido por Jill, que iba alerta para sorprender la menor sombra de traición. Descendieron el tramo de escalones de piedra. Al entrar en el túnel, el Santo había dejado abierta la puerta que había al extremo de la bodega.

Siguieron adelante. En la cabeza iba Essenden, que marchaba despacio y vacilante, espoleado por la voz de la muchacha, que denunciaba un marcado tono de impaciencia. Essenden proseguía avanzando sin oponer resistencia, y descendió las últimas diez yardas de pendiente. Jill descendió detrás con infinitas precauciones para no dar un paso en falso, lo que hubiera podido ofrecer a lord Essenden ocasión para volver las cartas.

—¿Y ahora?

—Esta es la cueva.

Y Essenden dio con rapidez la vuelta que presentaba el túnel. Jill le siguió inmediatamente. Pero no lo suficientemente aprisa.

Lord Essenden habla jugado su carta de un modo soberbio... con una naturalidad tan inocente que en un segundo había desaparecido ante la vista de miss Trelawney, y cuando ésta dio la vuelta a la curva del túnel, ya no le pudo ver.

Pero Essenden le salió de pronto por un lado, pues se había escondido en una de las anchas grietas que presentaba la pared, y se agarró desesperadamente a Jill.

Logró hacer presa en su muñeca antes de que Jill se moviera. No era Essenden un hombrecillo tan insignificante como el Santo se creía y era demasiado fuerte para Jill. El inesperado zarpazo en su muñeca sorprendió a la muchacha, y le hizo soltar la pistola. Essenden le dio un fuerte empellón a Jill y cogió el arma.

—Y ahora, ¡contemple mi cueva!

Jill dio un paso hacia atrás. Essenden había cambiado por completo. Se mostraba confiado, cruel, bestial, transformado.

—¡Y a mister Templar!

Jill miró. Simon Templar estaba tendido en tierra. Vivía. Jill percibía su respiración anhelante, obsesionado por el dolor. Tenía el tobillo izquierdo sujeto por un mecanismo semejante a un par de mandíbulas de calavera que remataba una larga cadena que se perdía detrás de Templar en las negras aguas del arroyo.

—Es un invento mío —declaró Essenden en un tono de voz curiosamente agudo— para atrapar a los pescadores furtivos. ¡Pero esta noche ha cogido algo mejor que un pescador!

Se reía rechinando los dientes. De pronto miss Trelawney comprendió que se habla vuelto loco.

—¡Cogido! —murmuraba—. Yo lo escondí en el arroyo. Pasara lo que pasase, pensaba hacerle venir hasta aquí. Tendría que cruzar el arroyo para llegar a la caja de hierro. ¡La caja de hierro! Yo mismo coloqué ayer esa caja, justamente para cogerle. Ya me lo figuré cuando no regresaba, y también que usted me traería aquí para buscarle y que entonces yo la atraparía a usted. Esos cuatro hombres que están arriba no eran más que una parte de la sorpresa que yo les tenía preparada a ustedes. Si yo me hubiera presentado demasiado confiado, ustedes habrían sospechado. ¿No lo comprendió cuando yo fingía que no quería bajar aquí? Era sólo para afirmarla más en su decisión de traerme aquí abajo. ¡Y me salió tal cual lo pensé!

Se rio de nuevo, con una risa forzada que hizo erizársele el pelo de la nuca a Jill.

—¡Pero no se mueve!

—¡Claro que no se mueve! —respondió Essenden mirando de soslayo—. Tiene un poderoso resorte, mi pequeño mecanismo... y, no obstante, basta hacer funcionar una llavecita que lo suelte. La tengo en mi bolsillo. Pero hasta que no haga uso de la llave, el resorte seguirá apretando.

—¡Monstruo!

El Santo volvió la cabeza con una sonrisa en los labios.

—Nada de palabras fuertes, Jill —exclamó Templar secamente—. Yo no he pronunciado ninguna... y hace diez minutos que estoy aquí tumbado y que se me cayó la pistola en el arroyo sin poderla encontrar.

—¡Querido mío!

—Dios la bendiga por esas cariñosas palabras —masculló entre dientes el Santo.

Jill corrió hacia él y se arrodilló a su lado sin importarle lo que pudiera hacer Essenden. La cara del Santo estaba lívida por el dolor, pero se mantenía sonriente.

Y le dijo en un susurro apenas perceptible:

—Mentira... la pistola... bolsillo izquierdo de la americana... la encontrará. Su peligro de usted puede ser aún mayor que el mío, hermana... No pierda su ocasión.

Essenden se aproximaba. Levantaba su mano izquierda agitándola en el aire.

—¡Cuevita mía! —cacareaba—. Véanla bien porque es lo último que van a ver en esta vida. En un tiempo, el túnel estuvo tapado, pero yo lo abrí... y me encontré con esto, aunque nunca he explorado debidamente esta cueva. Uno puede llegar a perderse y además puede sorprenderle la marea...

Prorrumpió en otro acceso de histérica alegría.

—¿Saben ustedes...?, ésta es una de las orillas de un inmenso lago subterráneo, que tiene sus mareas dos veces al día. Cuando sube, la marea llega casi al techo que tienen ustedes encima de sus cabezas. A esto se debe que los últimos peldaños de la pendiente estén tan gastados. Antes de dos horas la marea habrá subido. ¡Oh, sí!, y ustedes desde allí la verán... subir, subir... hasta que llegue aquí. Hasta que les cubra la cabeza... arriba... arriba... y arriba...

—Y arriba —dijo el Santo.

—Y ustedes estarán aquí... los dos. —Essenden volvió sus ojos grises hacia la muchacha—. Los dos. Yo le habría salvado a usted, Jill, pero es usted demasiado peligrosa. Tendrá que quedarse también aquí. Y yo, con mis propias manos, cerraré de nuevo el túnel y nadie jamás sabrá una palabra.

Jill continuaba arrodillada al lado del Santo. Con una mano le separaba de la frente el pelo mojado y se lo echaba hacia atrás, mientras iba deslizando la otra mano despacio, muy despacio, hacia el bolsillo de la americana de Templar. Pero Essenden les seguía apuntando con el revólver y en sus ojos relucía la malicia de los dementes.

—Ahora les voy a sujetar a los dos con cadenas y después les abandonaré —dijo divagando—. Luego subiré y despacharé para sus casas a los que están arriba. Les pagaré bien, y no me harán preguntas. ¡Ajajá...!

Se le echó encima de súbito, como un tigre, y la joven dejó escapar un grito. Tenía la mano dentro del bolsillo del Santo, pero había dado con el cañón del revólver en lugar de la culata. Desesperadamente trató de agarrarlo por la culata. Sacaba el arma del bolsillo en el momento en que Essenden la asió por la muñeca, y el revólver cayó sobre las rocas. Simon se revolvió en el suelo para apoderarse de él. Essenden dio una patada al arma. El revólver se escapó de los dedos del Santo y salió como una pelota dando botes sobre el suelo rocoso y desigual, yendo, a caer al arroyo, casi una docena de pies más allá.

—Ha debido usted formar parte del equipo de fútbol de Borstal —observó el Santo, humorístico.

Con presteza asió por el tobillo a Essenden, pero éste le dio una patada con el talón del pie que le quedaba libre. El talonazo martilleó al Santo entre los dos ojos, dejándole medio aturdido...

Por su parte, Jill contraatacó, cogiendo a Essenden por la muñeca, y dando un traspié, cayeron ambos en el arroyo. Entonces, con la fuerza del loco, Essenden le trabó los brazos y la empujó contra la pared de la cueva. Con una mano buscaba a tientas, y con la otra y con el peso de su cuerpo la impedía moverse. Dio con lo que buscaba, y le pasó una cadena alrededor del cuerpo. Jill oyó el chirrido metálico al cerrarse el eslabón de cierre automático. Fue un sonido seco. Lord Essenden se separó jadeante.

—¡Ya estás atrapada! —exclamó.

Jill le daba puntapiés desesperada, pero Essenden se hincó en una rodilla y le cogió las piernas. Una segunda cadena se arrolló a sus piernas, reduciéndola a la impotencia. Simon Templar, al que todo le daba vueltas a causa del salvaje talonazo recibido, luchaba con la fuerza de un gigante prisionero contra el inexorable resorte que le apresaba por el tobillo.

—¡Atrapados! —balbucía Essenden—. ¡Los dos atrapados! Pero se me ha caído el revólver...

Y se puso a buscarlo en el arroyo, refunfuñando y explorando su fondo. De pronto se puso en pie, con las manos vacías.

—No importa. Ahora no necesito revólver.

—¡Ya lo creo que sí! —declaró el Santo—. Yo tengo otro... no sé dónde...

Y con la mano en el bolsillo trasero del pantalón, parecía que se esforzaba en coger algo.

Essenden lanzó un aullido y se abalanzó sobre él.

Y el Santo sonrió.

Esta vez no había fallado el ardid.

Al echársele encima aquel loco, las nervudas y poderosas manos del Santo le asieron por la garganta. Los dos hombres lucharon en el suelo como bestias furiosas. Simon Templar tenía la fuerza y ligereza del tigre, pero la locura había hecho sobrehumano al lord. Sujeto a tierra por el resorte de acero de modo tan efectivo como si estuviera clavado, lo único que podía hacer era no soltar el gaznate de su adversario, y en tal sentido reconcentró toda su energía, mientras Essenden le daba patadas, se retorcía y le arañaba el rostro con unas uñas que parecían garras. Luchaban, revolcándose, anhelantes. Simon comprendía que no podía continuar por mucho tiempo la lucha.

El dolor del tobillo le debilitaba. Creía que lo tenía roto, y, efectivamente, parecía que su pierna izquierda, a partir de la rodilla para abajo, estuviera separada del resto de su cuerpo.

A menos que Essenden no se rindiera pronto...

Bueno, aún quedaba un ancho campo para otros candidatos a la distinción de ser las dos plagas más impopulares que cayeran sobre Scotland Yard. El Santo apretaba desesperadamente el gaznate aristocrático, mientras sentía que sus fuerzas disminuían por instantes en aquella terrible lucha de pesadilla. Essenden, presa de la locura, parecía quebrantar todas las leyes conocidas de la resistencia humana. Seguía luchando cuando cualquier otro estaría rendido, asfixiado.

Uno de los puñetazos de lord Essenden acertó en la cara a Simon. No era el primero que le había propinado durante la lucha. Pero esta vez ocurrió cuando el Santo se encontraba incorporado a medias, con la cabeza levantada a una pulgada escasa del suelo. El golpe le proyectó la cabeza contra la roca con extraordinaria fuerza.

Una ola de oscuridad irrumpió en su visión y todas las fuerzas que le restaban le abandonaron. Sintió cómo sus dedos se aflojaban y soltaban el gaznate de su enemigo, y oyó a Essenden exhalar un hondo suspiro de satisfacción. El Santo cayó rendido como un niño.

Cuando se aclaró de nuevo la visión observó que Essenden se había puesto a rastras fuera de su alcance.

Tumbado allí, inmóvil, oscilándole fuertemente el pecho por una respiración anhelante, completamente extenuado, veía que Essenden se levantaba tambaleando a respetable distancia del peligro.

—Vencido otra vez... Y ya no querrás... probar... de nuevo.

Essenden hablaba con una voz entrecortada, en la que se advertía la alegría del triunfo. Se dirigió hacia Jill Trelawney, mientras con la mano se acariciaba la garganta, y se detuvo delante de la joven, retorciendo la cara.

—¡Tú también, mi encanto! No sabes la cantidad de molestias que me has dado. Pero ahora vas a pagarlas. Pienso dejarte aquí y marcharme enseguida. Aunque aún falta bastante tiempo para que suba la marea...

—¡Imbécil! ¿Y cree usted que va a escapar así?

Jill Trelawney hablaba con la cabeza erguida y con la expresión de un inconfundible desprecio en su imperiosa mirada, lo cual hacía resaltar su belleza a pesar de la palidez de su rostro.

Su voz no mostró desmayo en ningún momento.

—¿Por qué no? —preguntó Essenden sin comprender.

—Porque va a venir la policía. Yo les he avisado para que vengan a tiempo para arrestarle a usted...

—¿Arrestarme a mí? —cloqueó Essenden—. No hay nada por lo que se me pueda arrestar. No existen documentos de ninguna clase. No te creerías el cuento, ¿verdad? La única evidencia que existe está aquí. —Y se dio un golpecito en la frente—. Pero yo nunca la revelaré. Yo podría rehabilitar el nombre de tu padre, pero jamás lo haré. Era un entrometido y había que eliminarlo. Ahora tú eres también una entrometida y hay que eliminarte igualmente...

—La policía registrará la casa —le observó miss Trelawney con energía—. No pueden dejar de encontrar este sitio. Y entonces le arrestarán y le ahorcarán.

Hablaba a sabiendas de que su bravata caía en oídos sordos. Essenden la dejaba hablar, pero sus palabras no llegaban a registrarse en su cerebro. Tal vez no las oyó nunca.

—¡Ustedes van a desaparecer! —gritaba—. ¡Pero no...! ¡No antes... de que yo les haga... pagar... por lo que me han atormentado!

Y se movía agitado, manoseando el cuerpo de Jill.

Simon Templar, en un último y doloroso esfuerzo, trataba en vano de romper la cadena que le sujetaba.

En este empeño, movió la cabeza, y allí, debajo mismo de sus narices, percibió un manojito metálico reluciente.

¡Un llavero!