I
Simon sacó su pitillera y, abstraído, escogió un cigarrillo. Lo encendió y se puso a mirar distraídamente un cuadro que estaba colgado de la pared. Su ligera sonrisa, significativa, se dibujó en la comisura de sus labios con expresión temeraria y peligrosa, lo cual era muy propio de Simon Templar, que no solía alterarse por nada.
—¡Desde luego! —exclamó imperturbable—. Tenía que haberlo previsto.
Levantó los ojos y miró a Jill. La belleza de la joven aparecía completamente serena y tranquila. Nada revelaba en ella la menor señal de desconcierto... ni un leve temblor en los labios, ni un ligero parpadeo. Y a menos que no se tomara una resolución inmediatamente allí mismo, tal vez no le quedaban dos meses de vida por delante, con arreglo a lo que disponía la ley, que la podía condenar a la horca.
Volvió a oír, abajo en la calle, el silbato de Teal, que sonaba de nuevo.
Jill Trelawney se rio. No nerviosamente, ni por arrogancia. Simplemente, se rio. Con discreción.
Se desabotonó la sencilla chaqueta que llevaba y Templar advirtió una pistolera en el ancho cinturón que se ceñía.
—Nunca había previsto esto —dijo Jill—, es decir, del todo.
Simon dio la vuelta en derredor de la mesa y cogió a Jill de la muñeca con su mano de acero.
—No haga eso —le dijo.
La joven le miró a los ojos.
—Pues no me queda otra salida —le observó—. Nunca me ha seducido el Old Bailey... ni las muchedumbres... ni el gorro negro. Como tampoco las tres semanas en Holloway, con la visita del cura todos los días, como si asistiera a unos funerales. Y el último almuerzo ¡a una hora tan intempestivamente temprana de la mañana! —la expresión de su mirada era de perfecta jovialidad.
—Es posible que nadie haga una buena oración fúnebre a las ocho de la mañana —declaró.
—No diga tonterías —le replicó el Santo con brusquedad.
—No las digo —afirmó Jill—. Y usted bien lo sabe. Si las cosas se han vuelto del peor lado...
—Todavía no hemos llegado a ese extremo.
—Todavía no.
—Y no llegaremos... mientras yo ronde por aquí.
La muchacha se rio de nuevo.
—Simon... realmente... es usted un encanto.
—¿Pero es ahora cuando lo descubre usted? —le preguntó el Santo.
Esta vez sólo se sonrió Jill. Su risa, fuera nerviosa o por petulancia, no le había satisfecho. Una sonrisa era distinto. Y Templar todavía podía hacerla sonreír con facilidad.
Pero Jill era de un temple tan fuera de lo corriente, que Simon no podía dejar de pensar en ella un solo instante en tales circunstancias. Hacía poco que eran socios y Jill era todavía casi una extraña para él. Apenas íntimos amigos de dos días, y Simon escasamente la conocía. En los días de su vieja enemistad, él había reconocido en ella una intrépida independencia que ningún hombre habría podido creer dominar fácilmente, a menos que, en su vanidad, no lindase con la locura.

A este sentido de la independencia se unía un inconsciente individualismo. No seguiría más consejos que los suyos propios, sin pensar nunca en que alguien más pudiera considerarse con derecho a conocer dichos consejos. Aquel aislamiento habíase producido absolutamente de improviso... y Templar sabía que Jill jamás lo había experimentado antes de los días de los «Ángeles del Averno», y que una vez que éstos cumpliesen su misión, aquél desaparecería.
El silbato de Teal había dejado de sonar. Simon miró por la ventana y vio que Teal se había marchado. Pero un guardia con uniforme estaba parado al pie de la escalera y de vez en cuando levantaba la cabeza.
—Bien, ¿y qué? —inquinó la muchacha.
—Que se ha marchado a por el mandato judicial —le contestó el Santo—. Podemos agradecérselo a los «Ángeles del Averno». Si usted no hubiese desacreditado tanto a la policía, Teal se hubiera aventurado a hacer el registro sin el mandato del juez. A lo que debemos unos cuantos minutos de gracia que podrían transformarse en dos horas. Gracias a mí.
Se dirigió a su dormitorio y cogió una chaqueta del armario. Volvió con la chaqueta y una almohada de cama.
—Retírese al otro lado de la habitación.
Jill obedeció perpleja. Templar acercó una butaca al balcón, metió la almohada dentro de la chaqueta que había traído y puso sobre la butaca la chaqueta así rellena imitando un pelele sentado.
—Ahora... ¿dónde está el sombrero?
Buscó el sombrero y lo colocó encima de la especie de pelele valiéndose de un bastón. Luego acercó una mesita que colocó al lado de la butaca y puso encima de la mesa una pequeña lámpara. Después de revisar lo hecho, hizo girar el interruptor de la lámpara.
—Ahora, haga girar usted el interruptor que hay allí cerca.
Jill lo hizo conforme Templar le indicó, de tal manera que la única luz que quedó en el cuarto provenía de la pequeña lámpara de encima de la mesa, al lado de la butaca junto al balcón.
—«La Sombra de lo Desconocido» —exclamó el Santo—. Un misterio en tres actos. Acto primero.
Jill Trelawney le miró.
—Y el acto segundo... ¿escapando del incendio?
El Santo movió negativamente la cabeza.
—No, no hay necesidad. ¿Por qué no por la puerta principal? ¿Está usted lista?
Le dio su bolso, fue al vestíbulo y cogió su maletín, que abrió cortésmente.
—Póngase otro sombrero —le dijo—. Usted ha de tener el aspecto de una mujer ordinaria, corriente.
Jill obedeció. En dos minutos estaba ya lista y bajaron juntos por la escalera. Al final de la misma se detuvieron.
—Ahí, a la vuelta —le indicó el Santo—, encontrará una escalerilla que conduce al sótano. Escóndase allí. Cuando me oiga subir de nuevo las escaleras, salga y márchese por la puerta de la calle, tome un taxi y diríjase al Ritz. Inscríbase en el hotel como mistress Joseph M. Holliday, de Boston. Mister Joseph M. Holliday, que soy yo, llegará mañana a la hora del almuerzo.
—¿Y el acto tercero? —preguntó la muchacha.
—No habrá tal acto —le respondió con serenidad el Santo—, se reducirá a un breve diálogo entre Teal y yo. Buenas noches, Jill.
Le extendió la mano. Miss Trelawney se la estrechó.
—Simon... usted no es sólo un encanto... sino también un chico listo.
—Lo mismo que me dijo Teal —murmuró el Santo—. Duerma bien, Jill... y no se preocupe.
La dejó allí y fue abrir la puerta.
El guardia que había fuera se volvió enseguida.
—¡Guardia! —le dijo, agitado, el Santo.
Había adoptado una actitud y un aire de respetabilidad desconcertante. El policía le tranquilizó.
—Mande, señor.
—Parece que ocurre algo raro en este piso, debajo del mío...
El agente subió los escalones de la entrada.
—¿Cuál es su piso, señor?
—El segundo.
Los ojos de la Ley observaron la nerviosa respetabilidad del Santo con atenta mirada, y luego el dedo de la Ley señaló.
Simon siguió a la Ley en su movimiento: el dedo apuntaba hacia arriba. En el balcón del primer piso se veía una silueta proyectada sobre un biombo.
—En ese piso, señor —declaró la voz de la Ley con tono impresionante—, hay una mujer escondida a la que se persigue por asesinato.
Simon miró hacia arriba.
—¿Por qué no la arresta usted?
—El inspector ha ido a por el mandato judicial para detenerla —confesó el agente—. Y yo estoy de vigilancia hasta que él regrese. ¿Qué fue lo que oyó usted en ese piso, señor?
—Algo así como lamentos —dijo el Santo con lúgubre voz—. Los he estado oyendo durante un rato. Quejidos como si alguien agonizara. Me puse algo nervioso, bajé y llamé a la puerta, pero no conseguí que me respondieran.
—Escuchemos —dijo el policía.
Se pusieron a escuchar.
—No oigo nada —declaró el policía.
—Desde aquí abajo, con el balcón cerrado —observó el Santo—, no oirá nada. No son quejidos fuertes. Pero los puede percibir claramente desde el rellano de mi piso.
—Está todavía sentada en el balcón —afirmó el policía.
Ambos miraron hacia el balcón.
—Está quieta, sin moverse, ¿verdad? —observó el Santo, indiferente.
Continuaron observando.
—Es gracioso —dijo el policía—, ahora que usted lo dice, es cierto, no se mueve, está quieta. Y en todo el tiempo que la observamos, no se ha movido una pulgada siquiera.
—A mí no me gusta lo que está pasando, guardia —añadió nervioso el Santo—. Si hubiera usted oído aquellos quejidos...
—Yo no oigo ninguno ahora.
—Le juro que se me ponían los pelos de punta... ¿Acaso sabe esa mujer que la van a prender?
—¡Oh, creo que lo sabe perfectamente!
—¿Y si resultara que está suicidándose?
El agente continuaba estirando el cuello, esforzándose por oír algo.
—Quizá debería entrar y ver —manifestó—. Pero no puedo abandonar mi puesto. El inspector me dijo que no debía moverme de aquí bajo ningún concepto. Pero si trata de escapar a la Justicia...
—Todavía no se ha movido —dijo el Santo.
—No, no se ha movido.
—No veo que porque entre usted a la casa abandone su puesto —declaró pensativo el Santo—. Como guardia, vigilaría usted tan eficazmente arriba en el rellano y delante de la puerta del piso, como aquí abajo.
—Eso es cierto —asintió el policía.
Y miró al Santo.
—Suba conmigo —le dijo.
—Si usted quiere... —le contestó el Santo con timidez, y subió tras la corpulenta excitación de la Ley.
Se pusieron a escuchar durante un rato frente a la puerta en el rellano y, como era de esperarse, no oyeron nada.
—Quizá ya haya muerto —aventuró con aviesa intención el Santo.
La Ley pulsó el timbre con su dedo índice.
Transcurrió un minuto.
La Ley repitió la llamada... sin resultado.
—¿No se puede derribar la puerta?
El agente movió negativamente la cabeza.
—Es mejor esperar a que regrese el inspector. No tardará.
—Suba y espérelo en mi piso.
—No puede ser, señor. Yo me quedaré abajo guardando la puerta.
Santo hizo un signo de aprobación.
—Entonces, yo me voy. Estaré arriba si me necesita para algo...
—Si hay novedad, puede que el inspector quiera verle, señor. ¿Querrá usted decirme su nombre?
—Essenden —contestó irónicamente Simon Templar—. El duque de Essenden. Su inspector me reconocerá el nombre.
Vio cómo el agente escribía el nombre en su cartera, y subió la escalera. Aguardó en el rellano del piso de arriba hasta que oyó bajar al agente, y entonces descendió y entró en su propio piso.
Estaba leyendo en pijama y con la bata puesta cuando volvió a sonar, hora y media más tarde, el timbre de la puerta, que acudió a abrir enseguida.
Allí estaba Teal, y detrás de Teal, el agente. Al ver a Simon, el agente abrió desmesuradamente los ojos.
—¡Ese es el hombre, señor! —exclamó atropelladamente.
—Ya lo sabía, imbécil —le fustigó Teal—, lo supe tan pronto como me dijo usted el nombre que le había dado.
Entró en el salón. Su cara redonda estaba más roja que nunca, y por primera vez parecía que sus quijadas no se ocupaban de la masticación de los productos de la Wrigley Corporation.
Le siguió el agente, y Simon, humildemente, a éste.
—¡Y ahora vea usted esto! —exclamó con aspereza Teal.
El Santo, deferente, se apartó para dejarle paso, y el agente caminó en la dirección señalada por el índice de mister Teal. El Santo había preferido conservar el improvisado pelele por considerar una crueldad el privar a la imaginación del policía del alimento y entretenimiento que le proporcionara, mientras vigilaba, aquella silueta siempre inmóvil.
—Y mientras hacía usted el tonto aquí arriba —añadió con amargura Teal—. Jill Trelawney salía por la puerta de la casa y se escapaba tranquilamente. ¡Y se llama usted policía!
—Yo creo —intervino con timidez el Santo— que la idea del agente era buena.
Teal se volvió a mirarle. Los soñolientos párpados del detective se contrajeron, y en sus ojos resplandeció un destello que casi tocaba los linderos de la furia.
El Santo sonrió.
Cachazuda y deliberadamente, los labios de Teal se cerraron en el momento mismo en que iba a pronunciar la palabra que se le venía a la boca.
Perezosamente, los adormilados párpados del inspector se desplegaron de nuevo.
—Santo —murmuró—, ya te dije que era usted un muchacho listo.
—Es lo mismo que me dijo mi tía Ethel —le contestó Simon.