I

Hay que admitir, sin vacilar, que Duodécimo Gugliemi nunca fue utilizado como propaganda de su país. Su sublime desprecio por la ley de la propiedad era bastante para descalificarle en tal aspecto; además, tenía un temperamento amoroso que se manifestaba como súbitos accesos de celos. No transcurrió mucho tiempo para que Italia le pareciera demasiado calurosa como país habitable. La abandonó, pues, por exigencias de su salud, cruzó los Alpes y entró en Austria, pero no se pudo poner de acuerdo con las prisiones austriacas y, nuevamente, por motivos de salud, inició otro viaje hacia el norte y pisó el territorio germano. Conoció el interior de las cárceles de Múnich y Bonn, y por casualidad se libró de un obsequio más desagradable en Leipzig. En Berlín tuvo una vida impecablemente respetable durante seis semanas, tiempo que pasó en el hospital con una pulmonía doble. Repuesto, salió de Berlín con limpios pergaminos y pasó a Francia, y desde allí, después de unos cuantos altibajos, se trasladó a Inglaterra, de donde, a no ser por la intervención del subcomisario, mister Cullis, hubiese sido rápidamente devuelto a su tierra natal.

En realidad, el que hacía trece de los hijos de una familia que los fue bautizando por orden numérico, pudo deslizarse al número correspondiente a su precedente hermano, pues éste murió de un empacho de cebollas en escabeche a la tierna edad de dos años.

Gugliemi era un hombrecito apuesto y vivaracho, muy divertida su compañía por sus modales, con verdadera debilidad por las muchachas de servicio y de habilidad innata en el manejo del stiletto, si bien no había nada que se pareciera menos a un inglés en traje de paisano que Gugliemi con pantalones. Lo que puede explicar el hecho de que Simon Templar, siempre alerta de que le espiaran, observase a dos hombres trajeados sencillamente al otro lado de la calle y no se fijara en absoluto en Duodécimo.

Aquellos hombres de tan sencilla indumentaria se contaban entre las aflicciones de esta vida que Simon Templar soportaba con la paciencia ejemplar con que afrontaba todas sus tribulaciones.

A intervalos, desde su primer roce con la Justicia, se veía favorecido con atenciones semejantes, pero el recreo que al principio le proporcionaba tan silenciosa persecución comenzaba ya a perder interés. No era que le molestara la vigilancia constante, ni siquiera que dificultase su «estilo» hasta cierto punto, pero comenzaba a encontrar un tanto aburrido el tener que burlar a una pareja de sombras husmeadoras cada vez que tenía que salir por asuntos realmente privados. Si tenía, por ejemplo, una cita particular al mediodía a diez minutos de casa, debía salir media hora antes, sólo para tener tiempo de despistar a un par de tenaces lebreles desgraciados, y esta pérdida de tiempo mortificaba la eficiencia de su espíritu. Más de una vez había pensado en elevar una queja al comisario general de Policía sobre el asunto.

Aquella mañana tenía una cita a las doce en punto y, como ya se ha dicho, hubo de tomarse media hora para burlar a los espías.

En realidad, los burló en veinte minutos, lo cual era bastante satisfactorio.

No burló a Duodécimo Gugliemi... ora porque Gugliemi fuera de intuición más flexible que la de los detectives, ora porque no se diera cuenta de su existencia. Tan pronto como advirtió que aquellos dos hombres faltaban en la procesión, se dirigió a la cita por la ruta normal y directa, ignorando que Gugliemi estaba aún pisándole los talones.

El regreso de Reading no ofreció seria dificultad para un hombre del ingenio y descaro del Santo, aunque sabía perfectamente que a la mañana siguiente serían legión los coches del servicio policial cargados de sabuesos con ojos inquisidores que saldrían a buscarle por todas las carreteras de acceso a Londres. Con el traje nada favorecido por el remojón de la noche anterior, y que dejó deliberadamente tal como estaba, fue a ver al propietario de un garaje, que era el hombre que necesitaba. Un militar retirado con quien la suerte no se mostraba propicia. Empresario de transportes, al que una serie de malos negocios le habían obligado a vender la casa, pero a quien, bajo la forma de un viaje que le valdría veinticinco libras de beneficio, le llovía ahora una inesperada ganga sólo con que pudiera encontrar los medios para realizarlo.

El Santo alquiló el camión que quería, y también un traje de hule. Luego se dirigió a Londres con Jill Trelawney debajo de un encerado en la parte trasera, y pasó por delante de las mismas narices de los que le estaban esperando al acecho en Chiswich, final de la Gran Carretera del Oeste. Después de lo cual resultó coser y cantar el meter a Jill de incógnito en el estudio a altas horas de la noche. Una vez instalada, le ofreció una alacena bien surtida de comestibles y fiambres y la abandonó. Allí la visitaba con frecuencia para llevarle noticias y reponer las vituallas... En la mañana a que nos referimos se presentó cargado con una docena de salmones ahumados, una hogaza de pan, media libra de mantequilla y dos docenas de huevos, transportado todo dentro de una valija de las que usan los agregados diplomáticos.

Jill le recibió en la puerta.

—¡Dios le bendiga! —exclamó—. Si no hubiera venido hoy, creo que me habría dado un ataque de nervios. No tiene idea de lo que es permanecer encerrada sin hacer otra cosa que leer y comer durante las veinticuatro horas del día.

Simon colgó su valija de diplomático de un caballete que nunca sustentó una tela.

—Pero si estuve aquí anteanoche, hace sólo cuarenta y ocho horas —observó—. Eso quiere decir que comienzo a serle interesante a la señorita...

Jill le ofreció un cigarrillo y ella cogió también uno.

—¿Qué más ha ocurrido?

—Nada importante. Teal ha vuelto a visitarme. Comenzó por amenazarme, y le falló el tiro; trató de ser astuto, y le falló el tiro; trató de hacerlo en plan de amigo, y le falló el tiro; trató de sobornarme, y le falló el tiro. Y se fue. Ahora va a pedir el retiro y a montar una granja para dedicarse a la cría de gallinas a base de ese capital. Unos polizontes disfrazados de caballeros me siguen a todas partes...

—¿Cuándo sabe usted que los despista?

—Cuando ya no oigo crujir sus botas, sé que les llevo una delantera lo menos de tres calles. ¡Ah!, me olvidaba, la Oficina de Informaciones ha sido objeto de un asalto.

—¿Qué quiere decir?

—Pues... robada. Han sido extraídos de ella papeles secretos e importantes. El legajo de Jill Trelawney, subdivisión M 3879 XXI (b)... Lo cual, entre paréntesis, fue una exageración. Hay que dar algún crédito a la policía. La teoría del asalto se desechó a los cinco minutos, como cosa evidente por absurda, y ahora el delito se asegura que fue un trabajo interior llevado a cabo por algún empleado corrompido y pagado por el Santo.

—¿Cuándo sucedió eso?

—Anteanoche.

—¿Cuando estaba usted aquí?

—Justamente. Mi coartada es perfecta.

—¿Usted se marchó a medianoche?

—No por mi propia voluntad...

Jill sonrió.

—¿Pero no dijo que tenía una cita?

—Lo dije.

—¿Pero tenía una cita?

—¿No dije que la tenía? Jill, no quiero que me someta a un interrogatorio. Usted debe guardarse los interrogatorios para ese muchacho norteamericano amigo suyo, cuando ya lo haya pescado. Fui a ver a un hombre en Camden Town para comprarle un Pomerania de segunda mano, y me vendió un cachorro. ¿Qué hay en ello?

Jill se sonrió nuevamente. Luego señaló un montón de periódicos en uno de los extremos de la mesa.

—Es la primera vez que oigo hablar acerca de este robo en la Oficina de Informaciones —dijo—, y juraría que el resto de los mortales está tan a oscuras como yo.

—Es... muy probable.

—Entonces ¿cómo se ha enterado usted de lo ocurrido?

—Tengo mis fuentes secretas de información —respondió el Santo.

Dio un bostezo descomunal. Recostó la cabeza pesadamente en un cojín y cerró los ojos.

Jill le contempló durante unos pocos segundos. Luego...

—¡Simon!

—¡Hola! —suspiró el Santo, espabilándose.

—¿Qué es lo que le pasa a usted?

—Perdóneme —contestó Templar—, pero apenas si he dormido estas dos noches pasadas, y estoy muerto de cansancio.

—¿Qué ha estado haciendo?

Simon se desperezó.

—Jill —le dijo—, tiene usted que tener más fe en mí. Yo no he andado por los tejados. He estado muy cerca, sin embargo... había que hacer un trabajillo en la cañería del agua y hubo un momento terrible en que creí que el canalón se iba a hacer añicos... Pero todo salió a pedir de boca, aunque sospecho que le causé algún desperfecto a la hiedra...

—Pero ¿no fue Scotland Yard lo que escaló usted?

—¿Quién ha dicho que lo escalara yo? —preguntó el Santo abriendo desmesuradamente los ojos, con expresión de sorpresa infantil.

Jill se dirigió a su lado y se sentó en el brazo de la butaca que ocupaba Templar. Con su sencillo vestido azul, su lindo rostro, sin maquillaje, pues nunca lo necesitó, hubiera podido posar, de ser pintor Simon Templar, para un cuadro que hiciera famoso aquel estudio. El Santo la contempló abiertamente con satisfacción.

—Ese muchacho norteamericano va a tener trabajo espantando a los aspirantes a colaboradores algún día —murmuró con frivolidad.

—¿Qué hacía... subido a las cañerías del agua?

—Cogía nidos de gorriones.

—¡Simon!

—De acuerdo, maestrita. Si lo quiere saber, ¡pues que me voy a dedicar a lampista, y quiero hacer prácticas!

La muchacha se puso en pie nerviosa, y Simon, riéndose, la obligó a sentarse de nuevo, tirándole de la mano que no había aún soltado.

Como distraído, se la besó.

—Gracias.

—No hay de qué —respondió cortés el Santo—. Pero escúcheme: ¿me creería si le jurase que Scotland Yard fue robada anteanoche, y que yo no hice mis prácticas de cañería sino hasta anoche... o mejor dicho, hasta la madrugada de esta mañana?

Jill le miró a los ojos fijamente, desconcertada.

—Sí —contestó—, le creo. Pero ¿qué ha descubierto?

El Santo hizo una mueca.

—Cójase fuerte de la silla —le dijo—, porque mis palabras van a hacer tambalear su fe.

Se introdujo la mano en el bolsillo interior de la americana, y le entregó un pesado sobre.

Jill miró el sobre.

No estaba cerrado. Luego sacó la cartera y extrajo unos papeles que desdobló.

A la vista del primero, su rostro cambió de expresión. Luego, rápidamente, ojeó lo restante. Se volvió hacia Simon frunciendo el ceño, con una media sonrisa en los labios.

—¡Vamos... bromista!

—Ya le dije que su fe iba a sufrir una conmoción.

—Pero ¿por qué no me lo dijo enseguida?

—¿Decirle qué?

La expresión de inocencia volvió a manifestarse en los grandes ojos azules del Santo.

—¿Por qué no me dijo enseguida que había violado el archivo?

—Porque —le replicó el Santo blandamente— no habría sido del todo verdad. Siempre he tenido especial cuidado en eso de decir la verdad —añadió en un alarde de sinceridad.

—Pero ¿es cierto, o no?

—Hablando de todo un poco —interrumpió el Santo apresuradamente—, ¿se ha fijado en la última hoja?

Jill la miró.

—Está en blanco.

—Una curiosidad valiosa. Érase una vez que alguna o algunas personas, que llamaremos desconocida o desconocidas, obtuvo u obtuvieron, ilegalmente documentos privados de los archivos de Scotland Yard. En lugar de tales documentos, dicha persona o personas dejó o dejaron en ellos un número equivalente de hojas de papel en blanco. Esta hoja en blanco que tiene en la mano es un ejemplar de ellas. Todo sumamente interesante.

La muchacha examinó cuidadosamente la hoja.

—¿Una de las que pusieron en el archivo? —preguntó.

—No. Es una hoja idéntica a la de la resma de donde fueron tomadas las hojas que dejaron en Scotland Yard. Ahora verá —el Santo buscó en otro bolsillo—, ésta es una de las hojas que dejaron. Si las compara...

Jill Trelawney tomó en sus manos la segunda hoja.

Exclamó anhelante:

—¿Pero cómo...?

Simon Templar se rio seráfico.

—Mis espías están en todas partes —declaró—. Tengo recursos que usted no podría ni imaginárselos siquiera. Perdón.

Le tomó los documentos de la mano, los volvió al sobre y se guardó éste en el bolsillo.

Jill le puso una mano en el hombro.

—Me parece que usted está jugando una interesante partida —le dijo—. Quiero conocerla.

El Santo se golpeó el bolsillo.

—Aquí hay papeles —afirmó— que no pueden duplicarse. Son los únicos, los genuinos padres de la criatura. Está, por ejemplo, la carta original en que se daba aviso de una inminente batida, escrita en el papel que usa Scotland Yard para estos casos, y con la máquina de escribir del despacho de su padre. Esta carta fue motivo para sustanciar los cargos de que le hicieron objeto. Es una prueba que no puede obtenerse otra vez. Y hay detalles de la causa que, sin estos papeles, nadie podría recordar después del tiempo transcurrido. Pequeños detalles, pero que son importantes para alguien. Si, por ejemplo, el comisario general ordenara, por una razón cualquiera, que se abriese una nueva información sobre las circunstancias que motivaron la separación de su padre del Cuerpo...

—¿Y la ordenaría?

—¿No es eso lo que usted quiere?

Jill no respondió.

—¿No era ésa la misión de los «Ángeles del Averno»?

—Sí —contestó, casi con un murmullo—, ése era su objeto... originalmente.

—Sonarle las narices a los bellacos que calumniaron a su padre porque no pudieron comprarle.

—Y eso fue —dijo Jill secamente—. Eso fue lo que hicieron. Tenemos a Waldstein y a Essenden. Essenden hizo una especie de confesión... pero está muerto y nadie dará crédito a mis palabras ni a las de usted. Cosa por el estilo acontece con Waldstein. De usted empiezo a creer que no podemos hacer otra cosa que continuar como hasta ahora, cobrando venganza.

—Waldstein y Essenden —observó el Santo— son los números Uno y Dos, queda aún el número Tres, y a la tercera va la vencida.

—¿Vamos a adelantar algo con eso?

—Debemos adelantar, después de toda la experiencia que hemos adquirido. Si no deja usted que su corazón decaiga, querida chiquilla...

Jill levantó la cabeza.

—Todavía no sé —murmuró— por qué está usted conmigo.

—Mocosa —dijo el Santo—, ¿aún siente curiosidad?

—Los otros lo estaban por dinero.

—Yo tomé cien mil francos de Essenden en Paris. Habrían sido doscientos mil si no hubiéramos sido socios. Sí, es verdad, usted me representó un quebranto económico. Pero, por otra parte, está la broma de que le he hablado más de una vez, si recuerda.

—¿Es ése su secreto?

—Uno de ellos. ¿No le dije a usted que yo siempre había estado un poco loco? Eso es muy importante no olvidarlo. De no haber estado un poco loco no existiría la broma, y sólo Dios sabe lo que les hubiera ocurrido a los «Ángeles del Averno»; de fijo que habría habido muchísima menos alegría y payasadas en la novela que hay ahora... El día en que la novela termine, se lo contaré todo. Por ahora, cuanto puedo decirle es que hay algo que yo juré hacer antes de volverme una persona respetable, y puedo asegurarle que ello vale la pena. ¿Le basta con lo dicho por hoy, Jill?

El Santo advirtió la perplejidad en su cara sonriente y en el caprichoso movimiento que hizo con la cabeza y sonrió. A continuación consultó el reloj y se puso en pie.

—¿No tendrá inconveniente en que me retire? —preguntó—. Es mi hora de dormir.

—¿A la una de la tarde?

El Santo asintió con la cabeza.

—Ya le dije que no había dormido, por así decirlo, en dos noches. Y esta noche he de visitar a un pariente de lo más respetable, ante quien no quiero aparecer como demasiado distraído. Quizá no se mostraría tan inclinado a creer en mi virtud como usted.

A Jill le sorprendió la observación.

—Ignoraba que tuviese parientes.

—¿No se lo había dicho? Tengo padre y madre, entre otros. Es de lo más extraordinario. Los periódicos de la época vienen llenos de noticias sobre el particular.

—¿Se referirá usted a la Police News?

—Pues no recuerdo que justamente en tales días la Police News se ocupara de mi —replicó con mucha seriedad el Santo—. Me parece que demostró su interés después.

Hubo Jill de echarlo a broma, para disimular así la falta en que había incurrido como criminal bien educada, pero se sentía lo bastante curiosa para tratar de obligar al Santo con una pregunta directa y explícita.

—¿Tiene usted familia todavía?

La pregunta fue formulada de una forma encantadora... con una nota de simpática curiosidad, dando por sentado que ya existía la suficiente confianza entre ellos como para comunicarse pormenores familiares. Pero Simon únicamente se rio.

—A decir verdad —manifestó—, no es realmente de la familia, aunque yo la llame tía Ethel... Pero mira mis indiscreciones con ojos tolerantes y hasta confía en que me corregiré algún día. Hablemos ahora de otra cosa. No puedo prometerle cuándo volveré, Jill, pero lo haré tan pronto como pueda.

Miss Trelawney le acompañó hasta la puerta y le siguió con la vista mientras bajaba la escalera. En cuanto Simon desapareció se sintió espantosamente sola.

El Santo marchó directamente a Upper Berkeley News. No bromeaba cuando dijo que se iba a la cama. Tenía que estar despierto por la noche y sólo Dios sabía cuándo sería su próxima noche de descanso.

Si antes no se percató de la presencia de Duodécimo Gugliemi, ahora, cuando regresaba a su casa, no escapó a sus ojos de lince.