I

Dos días después, Simon Templar entró sin llamar la atención en una taberna de Aldgate. No fue notada su presencia porque había sometido su rostro y apariencia a algunas sutiles alteraciones. Empero, un hombre le reconoció, y ambos se dirigieron hacia un rincón apartado del establecimiento.

—¿Se han puesto de nuevo en contacto contigo? —fue la inmediata pregunta del Santo.

Mister Dyson asintió.

Tenía aún el ojo derecho desfigurado por la hinchazón amoratada de la equimosis. Repensándoselo luego, Dyson consideraba que diez libras resultaban una insuficiente compensación por el golpe, pero era ya demasiado tarde para volver sobre este punto.

—Me mandaron a buscar ayer —dijo—. Acudí enseguida y me recibieron muy bien.

—¿Bebieron a tu salud? —le interrogó interesado el Santo.

—Me admitieron definitivamente.

—¿Y las noticias?

—Ya las oirá...

Simon escuchó una larga relación que nada de valor le reveló, y se marchó con una libra de menos en los bolsillos. Era la cantidad máxima que podía dar a mister Dyson por aquella su primera información, sin que hiciera mella alguna en su ánimo la opinión e insistencia en sentido contrario del chivato.

Regresó a Scotland Yard para conocer algunas nuevas realmente exactas.

—Sus «Ángeles» han vuelto a actuar mientras usted no les vigilaba —le participó Cullis, tan pronto como acudió Simon a su despacho—. Anoche le dieron una paliza a Essenden.

—¿Muy fuerte?

—No mucho. Los sirvientes estaban aún levantados y Essenden pudo lanzar unos alaridos que les hizo acudir a todos en masa en su auxilio. El hombre se escapó. Parece que Essenden lo encontró en su dormitorio cuando se retiraba a acostarse a eso de las once. Trató de forcejear con el individuo, pero le tocó la peor parte en la lucha. El ladrón llevaba un antifaz.

—¿Y quién hizo la faena?

—Probablemente su amigo Slinky. Yo, de todos modos, he dado orden de que lo prendan.

—Pues dé contraorden —dijo el Santo—. Slinky no se ha puesto jamás un antifaz. Por otra parte, sucede que yo he sabido que no fue él.

—Supongo que él mismo se lo habrá dicho.

—No, él no me lo ha dicho... y por eso lo creo. ¿Ha recibido usted ya la relación de las fichas correspondientes a las líneas generales del suceso?

—He facilitado los pormenores. La relación ha de llegar de un momento a otro.

En efecto, pocos minutos después trajeron la relación. El Santo recorrió la lista de nombres de los posibles autores del crimen, y eligió uno sin titubear demasiado.

—Harry Donnell es el hombre.

—¿En Essenden? —interrumpió, incrédulo, Cullis—. Harry Donnell trabaja en las Midlands. Además, su banda no se dedica a robos vulgares.

—¿Quién ha dicho que se trata de un robo vulgar? —preguntó el Santo—. Yo le digo a usted que, de los de esa lista, Harry Donnell es el hombre que más se complacería en hacer un trabajo tan fácil y de tan baja estofa. Yo podría informar a su Oficina de Informaciones de unas cuantas cosas que ignora respecto a Harry... Parece que usted olvida que yo acostumbraba estar al tanto de todo cuanto se relacionara con los tipos que se dedican a estos negocios. Voy a prenderlo. Pero antes se lo diré a Jill Trelawney. Ahora mismo voy a ir a verla y a decírselo lisa y llanamente. Es probable que ella trate esta vez de retenerme secuestrado por algún tiempo. Pero eso es un detalle de poca importancia. Habiendo fracasado en lo del secuestro, tratará de telefonear a Donnell para prevenirle (creo que Harry regresará a Birmingham esta mañana). Usted tomará las medidas necesarias para que la Central de Teléfonos diga a Jill que la línea de Birmingham no funciona. Entonces, si es que en algo conozco a Jill Trelawney, ella en persona marchará para tratar de vencerme en Birmingham mismo. Tiene que defender su reputación de salvadora, especialmente cuando se trata de que al hombre que ha de ser salvado se le busca y persigue por actos ordenados por ella...

Bosquejó su plan más detalladamente.

Se trataba de un plan que se le ocurría en aquel mismo momento, pero que, cuanto más lo consideraba, mejor le parecía. No había ninguna evidencia contra Jill en las acusaciones que obraban contra ella, y para el Santo hubiera sido un insoportable latazo dedicar su tiempo a remover escombros con la esperanza de construir un edificio nuevo valiéndose de materiales inservibles. Además —y esto era con mucho más importante—, las viejas y rutinarias maneras de actuar no respondían en absoluto a la viva ansiedad que la historia de los «Ángeles del Averno» despertaba en su joven espíritu. De suerte que le pareció un modo mucho más interesante de emplear el día obligar a Jill Trelawney a ir a Birmingham para salvar a Harry Donnell.

A pesar de los dos atentados contra su vida, Simon Templar no tenía mala voluntad a la muchacha. Lejos de esto, el Santo estaba acostumbrado a tales peripecias. En efecto, ahora le resultaba más divertida la persecución de Jill de lo que pensaba cuando la conoció por primera vez; y se preparaba para divertirse todavía más... aunque no se lo confió al subcomisario.

Hablaron durante un largo rato, y el Santo dio instrucciones precisas para que fueran transmitidas al distrito oportuno. Y cuando ya el Santo se disponía a marcharse, el subcomisario volvió sobre una de las ideas sugeridas por el origen del asunto, motivo de la entrevista.

—¿No le parece curioso —observó— que hasta la otra noche no preguntara usted si no existiría alguna razón para que los «Ángeles» tuvieran mala voluntad a Essenden?

—¿Y no podría obedecer a una denuncia? —replicó el Santo a su vez.

Se dirigió a Belgrave Street mostrando una de las facetas de su beatifico optimismo. Le llamó la atención que estuviese dedicando la mayor parte de su tiempo a Belgrave Street. Era su tercera visita en aquella semana.

No abrigaba ilusiones respecto al posible resultado de esta tercera visita, como demostraba la pistola de que se había provisto antes de salir. Un hombre no puede hacerse absolutamente odioso, por desconocidas que sean sus razones para ello, sin provocar, más tarde o más temprano, un estado de tensión nerviosa que ha de descargar sobre algo. Desde luego, sobre lo que tenía que descargar, era sobre Simon Templar, aunque hasta el momento presente la descarga aún no había alcanzado a Simon. Pero esta vez...

Durante los tres días siguientes a su última visita, la vida se le había mostrado amable y pacífica. Tomaba la leche de la lechería de enfrente con sublime confianza en su pureza, y no había sufrido decepción. Salía y entraba en su casa sin temor alguno de que nuevamente lo enfocara la manguera de fuego de una ametralladora, en lo que también se comprobaba lo acertado de su juicio. Por lo demás, cartas, paquetes y taxis que se le ofrecían para que los alquilara, le merecieron considerable sospecha. Hasta entonces no había hallado justificación para semejantes recelos, pero comprendía, sin embargo, que la calma chicha que disfrutaba no podía ser más que un heraldo de la tormenta. Probablemente, esta su tercera visita a Belgrave Street la precipitaría. Iba preparado por si acaso.

Hubo de aguardar un rato antes de que respondieran a su llamada. Sin embargo, no esperó a que le abrieran de pie en los peldaños de la puerta de entrada (sitio en el que una muerte súbita podía llegarle a través de la boca de un buzón para la correspondencia), sino que permaneció sin subirlos y al abrigo de uno de los pilares del pórtico. Desde allí le fue posible ver con el rabillo del ojo el ligero movimiento de una cortina en la ventana del entresuelo, como si alguien atisbara para descubrir al visitante. Simon permitió que le vieran la cara y volvió a su abrigo hasta que se abrió la puerta. Entonces entró rápidamente.

—Miss Trelawney le espera —le dijo Wells al cerrar la puerta. El Santo, ya en el vestíbulo, dirigió su mirada escrutadora en derredor y escaleras arriba hasta donde alcanzó su vista. No había nadie más por allí.

Sonrió relativamente tranquilo.

—Con los años te estás volviendo veraz, Freddie —observó, y subió por la escalera.

La joven le recibió en el descanso superior.

—Recibí su nota participándome que vendría.

—Supongo que le habrá producido escalofríos —le contestó el Santo con prontitud.

Y pasó delante dirigiéndose al salón.

—¿Se quedará también a tomar el té? —preguntó con dulzura la muchacha.

—Me parece que antes de que termine —le contestó el Santo— querrá que me quede toda la semana.

—Queda invitado.

—Gracias. De mil amores. ¿Acaso no sabemos de urbanidad?

Prosiguió.

En el salón se encontró con Weald y Budd, tal como esperaba, aunque no se hubiesen situado en el campo de visión que ofrecía la puerta abierta desde el rellano.

—¡Hola, Weald! ¿También aguarda usted a Waldstein?

La cara demacrada de Weald se volvió de un tono más pálido, pero no le contestó. La mirada burlona del Santo saltó a Budd.

—¿Ninguna otra pelea reciente, Pinky? He oído que un minúsculo mamarracho sorprendió a un par de chiquillos de Shoreditch, la otra noche, y pensé en ti enseguida.

Pinky cerró los puños.

—Si vienes por camorra, Templar —le dijo—, aquí te espero, ¿comprendes?

—Ya lo sé —le respondió despectivo el Santo—. Ya oí tu resuello cuando subía la escalera.

Advirtió que se cerraba la puerta a su espalda y se volvió para mirar de nuevo a Jill.

Lo hizo con un movimiento indolente, pues no esperaba que las hostilidades se reanudaran tan pronto. El hecho de que la mera presencia de su encantadora persona pudiera ser considerada por alguien como una circunstancia hostil en sí misma, había escapado a su imaginación. Según los convenios vigentes, cuando ocurren semejantes situaciones, siempre hay unos cuantos gorjeos y señales con banderas antes de que se despliegue ninguna actividad desagradable.

Simon Templar siempre lo había comprobado así... o sea, que sus enemigos se tomaban cierto tiempo para permitir que sus nervios actuaran con el fin de reponerse ante la confiada desfachatez de su conducta, aparte del consabido respeto que imponía la Ley, a la sazón por él representada temporalmente. Pero no era aquélla su primera visita a Belgrave Street ni la primera vez que le contemplaba el enemigo, del que podía esperarse, quizá, que hubiera adquirido ya bastante penetración para darse ánimos previamente y para ofrecerle la acogida correspondiente. Empero, Templar no lo había considerado así. Fue la primera pifia que hizo con los «Ángeles del Averno».

Sintió en medio de su espalda una presión fuerte, localizada en un sólo y pequeño punto, y adivinó lo que era sin necesidad de verlo. Ni aun en tal trance se volvió.

Sin el más ligero titubeo o vacilación, dijo lo que había ido a decir, exactamente como si nada hubiera notado.

—Tengo aún más noticias que darle, Jill.

Cierta expresión burlona animaba los ojos de la joven al corresponder a su mirada.

—¿Aún desea comunicármelas?

—Desde luego, ¿por qué no? —respondió el Santo con encantadora ingenuidad—. ¿Qué se opone a ello?

Habló Weald, que estaba a su espalda.

—Te estamos escuchando, Templar. No te muevas con demasiada brusquedad, porque podríamos pensar que vas a provocar pelea.

El Santo se volvió despacio y dio una mirada a la pistola que llevaba Weald en la mano.

—¡Hola! Es maravilloso ver cómo la ciencia favorece a los niños. ¡Y también con amortiguador! Mira, siempre me figuré que esas cosas sólo aparecían en los cuentos de niños.

—Para mí ya es suficiente.

—No creo que nada por el estilo sea suficiente para ti —le replicó el Santo—, con excepción, quizá, de una máquina de coser. —Y volviéndose de nuevo a Jill, le dijo—: ¿Conoce usted a un hombre llamado Donnell?

—Muy bien.

—Entonces, será conveniente que le telefoneara y se despidiera de él, porque va a pasar unas largas vacaciones en Dartmoor, y probablemente no se acuerde de usted cuando salga.

Jill se rio.

—Hace dos años que la policía de Birmingham hace correr ese rumor sobre Harry Donnell, y nunca lo ha podido prender.

—Es posible —replicó el Santo como un santito—. Pero esta vez no tiene nada que ver la policía de Birmingham.

—¿Quién es, entonces, el que le va a detener?

Simon se pasó la mano por la cabeza como atusándose el pelo.

—Yo.

Pinky Budd cacareó.

—¡Lo veremos!

—Lo veremos —asintió, cortés, el Santo.

—¿Puedo preguntarle —interrumpió Jill— el medio de locomoción que piensa utilizar usted para trasladarse a Birmingham?

—El tren.

—¿Después que salga usted de aquí?

—Sí.

—¿Y cree usted que saldrá de aquí? —terció Weald.

—Estoy seguro de ello —le contestó el Santo con gran serenidad—. Slinky me pondrá en libertad. Es un viejo y buen amigo.

La joven abrió la puerta. Dyson se encontraba detrás.

—Aquí está su amigo el Santo —le dijo Jill.

—¡Hola, Slinky! —exclamó el Santo—. ¿Qué tal va ese ojo?

Dyson entró con la cabeza gacha en la habitación.

—Cachéalo —le ordenó Weald.

Dyson obedeció, cumpliendo su cometido con mano torpe. Simon no opuso resistencia. En las presentes circunstancias, el oponerse habría implicado un mediocre sistema de suicidio.

—¡Con qué tino ha dado usted en el blanco, Jill! —murmuró Templar—. Era lo que yo me esperaba. Y ahora, claro, me participará usted que permaneceré aquí prisionero hasta que usted tenga a bien dejarme marchar. ¿O me va a encerrar en el sótano y va a abandonar luego la casa? Eso lo hizo ya una vez. O quizá me pida que entre en su banda... Esta última circunstancia sería del todo original.

—Siéntese —dijo secamente Weald.

Simon se sentó, pero lo hizo como si tal hubiese sido su propia intención desde un principio.

Jill acudió a llamar por teléfono. El Santo observaba a hurtadillas, en tanto que elegía uno de los cigarrillos de su pitillera. Aguardó paciente mientras Jill llamaba, pero disimuló su sorpresa cuando falló el teléfono.

—Le aseguro que lo siento —declaró—. Ahora tendrá usted que trasladarse a Birmingham personalmente. No se puede figurar cuánto lamento el proporcionarle tantas molestias.

Advirtió a Budd atareado en desenredar una cuerda, y cuando el ex boxeador se le acercó con la intención obvia de atarle, el Santo le presentó ambas manos antes de que se lo dijera. Weald hablaba con Jill.

—Pero, ¿realmente piensas ir a Birmingham?

—Sí, es lo único que se puede hacer. No hay forma de ponerse en comunicación por teléfono con Donnell, y no sería prudente enviarle un telegrama.

—¿Y si no fuera esto una trampa?

—Suponga usted lo que quiera. El Santo es avisado. Pero yo creo que esta vez le he descubierto el juego. No es más que la repetición de sus fanfarronadas burlonas. Ha venido a decirnos que iba a prender a Donnell justamente porque creía que no le creeríamos. Y si lo prende, Harry, «canta». Si usted siente fríos los pies, puede quedarse. Pero yo me voy. Budd puede venir conmigo, si no lo hace usted. De todos modos, él siempre será más útil.

—Yo iré contigo.

—Haga lo que guste.

Jill se acercó para ver a Budd dar los últimos toques a las ligaduras del Santo.

—Le causará satisfacción saber —dijo al Santo— que por esta vez voy a creerle.

—Eso parece —le respondió Templar—. Y espero que tenga un viaje agradable. ¿Va a dejar a Dyson para que me vigile? Yo tengo la seguridad de que sería muy amable conmigo.

Jill volvió la cabeza.

—Budd —replicó— lo será más todavía.

Era un golpe en los cimientos sobre los cuales pensaba edificar el Santo, pero ni un sólo músculo de su rostro traicionó sus sentimientos.

Hablaba a Jill como si no hubiera nadie más en la sala, atrayendo la mirada de la joven a pesar suyo, con la insistencia de sus ojos burlones.

—Jill Trelawney —afirmó—, es usted una tonta. Si existieran categorías o grados de purezas de imponderable imbecilidad, la calificaría en primera categoría. Marcha usted con Weald a Birmingham. Cuando se halle allá verá el sinfín de dificultades con que se va a encontrar. Weald le servirá tanto como la tapa de una caja funeraria. No es que su viaje me preocupe, yo sólo le digo lo que le digo, y me agradaría que lo recordara. Hasta ahora he creído que usted había nacido con algo en la cabeza que pudiera pasar por sesos. No tengo nada más que añadir. Nos veremos de nuevo en Birmingham, pierda cuidado.

La joven esbozó una sonrisa y frunció ligeramente el entrecejo.

—¿No le causo ninguna inquietud, Templar?

—A nosotros no nos importan estas cosas, tratándose de viejos parroquianos —contestó el Santo apaciblemente.

Se la quedó mirando fijamente. La burlona expresión de sus ojos azules por debajo de sus párpados medio cerrados con indolencia; lo imperceptible de su sonrisa; el eco de risa juguetona oculto de la voz... eran detalles todos que difícilmente podrían revelar mejor lo zumbona que era su intención.

—Y mientras usted está de viaje —le dijo el Santo—, quizá tenga tiempo para recordar que jamás le he pedido que se haga parroquiana. Está haciendo de la ciega paralítica más idiota que nunca mujer alguna hizo de lo que Dios se sirvió concederle con tanta largueza. Pero ése es su gusto, ¿no es así? Ahora, ¡adelante, y vea si tiene razón! Vaya a Birmingham y llévese consigo a ese cero a la izquierda de Stephen Weald.

Weald avanzó unos pasos.

—¿Qué has dicho, Templar?

—He dicho: «ese cero a la izquierda de Stephen Weald» —repitió el Santo, regocijado—. ¿Algo que objetar?

—Sí —replicó Weald—. Esto... —y golpeó la cara del Santo por tres veces con el puño.

Simon Templar resistió el ataque inconmovible como si fuera una roca.

—Has cobrado algún valor desde entonces —le observó con voz de acero y granito—. ¿Tomando píldoras rosadas... o algo por el estilo?

En ese momento se interpuso Jill.

—Bueno, se acabó —manifestó lacónica—. Weald, váyase y póngase su americana. Pinky, usted y Dyson pueden llevarse a Templar abajo.

—Luego, ¿será en el sótano, dejando abierta la espita del gas, acaso? —observó sin inmutarse el Santo.

—Sólo en el sótano, por el momento —contestó, insensible, Jill—. Se decidirá lo demás que deba hacerse cuando regrese...

—... Si es que regresa —le respondió, indulgente, el Santo.