I

Harry Donnell vivía en una casa de una calle miserable en los suburbios de Birmingham. Era una casa extraña, pero tan pronto la vio, se dio cuenta de que pocas podían reunir tantas condiciones para hacerse fuerte en ella y resistir a la policía hasta morir, si fuere necesario, antes de rendirse, actitud temeraria de la que siempre se jactaba.

Se alzaba la casa en el centro mismo de la manzana. Rodeada como estaba de otras casas, necesariamente sus habitaciones se veían privadas de luz la mayor parte del día, pero Donnell no podía considerar esto como un contratiempo. Su propia oscuridad hacía muy difícil el ataque a la casa, circunstancia que a su juicio era suficiente compensación. En realidad, el edificio no tenía más acceso que un estrecho callejón que corría entre dos de las construcciones contiguas.

Raras veces salía Harry Donnell, como no fuera con alguna misión. Prefería dormir, beber y fumar en casa, y distraerse entregándose a estúpidas e insondables meditaciones. Se encontraba allí cuando llegaron Jill Trelawney y Stephen Weald. Bajó a abrirles la puerta personalmente al reconocer la señal de la llamada del timbre, por la que advirtió que los visitantes eran amigos.

—Buenas tardes, miss Trelawney —saludó cortés, pues Harry se preciaba de sus maneras caballerosas con las señoras. Las de Jill, sin embargo, cortaron en seco toda demostración de cortesía.

—El Santo le viene a prender —le dijo de buenas a primeras—. ¿Dónde podemos hablar?

Donnell la miró y luego les condujo escaleras arriba sin pronunciar palabra.

Ascendieron dos tramos de escalera de peldaños sucios, que crujían al ser pisados, dado que el entresuelo y el primer piso estaban destinados para dormitorios de su gente. Al llegar al segundo piso abrió una puerta y los invitó a pasar a un cuarto grande, desmantelado, cuyo principal mobiliario parecía consistir en una mesa tosca de madera y una caja de whisky. Esta habitación, como la mayoría de las de la casa, recibía luz por una sucia y pequeña ventana que apenas dejaba penetrar la claridad, era aún más tenebrosa a causa del espeso humo de tabaco que notaba en el aire.

Harry cerró tras de sí la puerta.

—¿Decía usted que el Santo...?

—Sí, ¿le conoce usted?

Donnell contrajo los labios, poniendo al descubierto una hilera de dientes negros y rotos.

—Me lo tropecé... una vez.

—Pues parece que se lo tropezará nuevamente —le respondió la joven con sequedad.

Donnell no demostró haberse impresionado de momento. Sacó su pipa del bolsillo y la cargó de tabaco, que tomó de una caja de encima de la mesa.

—¿Qué quiere usted decir?

—Que el Santo le busca por el golpe en casa de Essenden. Me vino a ver para decirme que él personalmente iba a prenderle. Nosotros le encerramos en el sótano y venimos a avisárselo. Pero de algún modo, el Santo consiguió escapar y ha venido en el mismo tren que nosotros. Weald le ha visto. No le vimos cuando llegamos a la estación, pero no ha de tardar en llegar. Sé perfectamente que no ha de estar muy lejos. Sabe que yo venía a su casa y se retrasa sólo con objeto de cogerme en la trampa, puesto que a mí también me persigue.

Harry miraba a Jill y a Weald.

—¿Se trata de una broma? —preguntó.

Pero la expresión de la cara de Weald le dijo claramente que no se trataba de ninguna broma. Se dirigió de nuevo a la joven:

—¿Por qué no me llamó por teléfono?

—La central me dijo que la línea estaba interrumpida —le contestó Jill con serenidad—. Y no me hable en ese tono. No me agrada.

Donnell sostuvo dos segundos la fría mirada de Jill y luego bajó los ojos.

—No ha sido mi intención ofenderla —balbuceó.

—Olvidado —observó la joven con brevedad—. Supongo que disponemos de tres o cuatro minutos antes de que Templar se presente. Me agradaría darle la bienvenida. Vendrá solo... estoy segura de ello. ¿Qué puede hacerse en su obsequio?

—Abajo están media docena de mis chicos.

—¿Puede impedir que entre el Santo?

Donnell lució de nuevo sus dientes.

—Puedo hacerle frente a cualquier ejército —fanfarroneó.

—¿Pero puede hacerle frente al Santo?

—¿No se ha fijado usted en esta casa? —replicó Harry a su vez—. Hace años que la tengo alquilada, justamente esperando algo por el estilo. Si quiere, se la enseño y podrá juzgar por sí misma.

Jill se ajustó el cinturón del abrigo.

—Si no le importa, iré yo sola —le observó—. Sé lo que se precisa en estos casos, y puede que a usted no se le ocurriera mostrarme lo que más conviniese. Obsequie con una copa a Weald hasta que yo regrese... Sospecho que la necesita.

Se marchó de la habitación y Donnell cogió una botella y un vaso. Escanció cuatro dedos largos de alcohol, que Weald se echó al coleto de un trago. Luego se volvió a Donnell; el aguardiente le había animado un poco... hasta cierto punto.

—¿De modo que usted creía que se trataba de una broma?

—Efectivamente, así lo creía.

—Pues yo no —afirmó tembloroso y angustiado Weald—. ¡Pero ni mucho menos! A usted pueden prenderle por una fruslería; a mí, en cambio, me pueden prender por muchísimo más.

—¿Acaso por alguna falsificación?

—Más todavía. No se lo puedo decir. Podrían... pero ¡vamos, Donnell, usted tiene que sacarnos de este atolladero!

Harry entornó los ojos.

—¿Qué quiere decir con que tengo yo que sacarles a ustedes? ¿Y a mí quién me saca?

Weald le cogió por un brazo.

—No me entiende. Yo tengo que huir. Tengo que llevarme a la muchacha conmigo. ¿No hay ninguna salida falsa... ningún pasadizo subterráneo? Yo tengo dinero...

Donnell le empujó bruscamente sobre una silla y le acercó la botella de whisky. Weald se sirvió, sediento, otro medio vaso.

—Ahora hable usted —le dijo Donnell—. ¿Cuánto?

Weald se sacó la cartera. Estaba repleta. Los ojos de Harry la contemplaron avariciosos.

—Mil. Es todo lo que puedo ofrecer, Donnell, tengo que reservarme algún dinero para marcharme.

—Veámoslo.

Febrilmente, Weald contó los billetes que había sobre la mesa con dedos temblorosos, Donnell se mojó las puntas de los suyos y los contó también concienzudamente. Después se los metió en el bolsillo.

—Ese estante que tiene usted a su espalda —le dijo— tiene corrediza la tabla del fondo. Encontrará unos cuantos escalones. Bájelos. Luego hallará un túnel que atraviesa el callejón y que da a un sótano de la casa del otro lado.

—Pero usted tiene que resistir a Templar.

Donnell se dio un golpe en el pecho con su manaza.

—¿Yo? Yo le hago frente al Santo. Yo no le tengo miedo a nadie... ustedes pueden huir cuando quieran. Más bien estorbarían que otra cosa en el mejor de los casos.

Weald sufrió la injuria sin protestar.

—Perfectamente, entonces. Tan pronto como vuelva la muchacha, dice usted que va a avisar a su gente y se marcha. Yo haré lo demás.

Donnell se sentó y se dejó caer pesadamente en su camastro que había en un rincón. Sacó un revólver de grandes dimensiones del bolsillo, lo acarició para que expulsara las cápsulas, y las recogió en la mano. Hizo girar el cilindro con los dedos, probó si el galillo funcionaba a su satisfacción y volvió a cargarlo cuidadosamente.

—¿Qué es lo que pretende? —preguntó, lacónico, a Weald—. ¿Acaso se ha encaprichado con la chica?

—Se queda usted a menos de mitad de camino. Hace meses que la deseo. Pensé que la alcanzaría gradualmente, trabajando con ella y haciéndola igual que yo. Pero ya no hay tiempo para tontear. Si la policía va a echarme el guante, antes voy a intentar que Jill sea mía. No me importa si eso es lo último que hago. Donnell... en el tren... ¡se estaba burlando de mí!

—Cualquiera puede burlarse de una rata cobarde como usted —le contestó Harry impasible.

Weald contrajo la boca. El whisky se le estaba subiendo a la cabeza.

—¡Yo no soy una rata cobarde, Donnell! —exclamó.

—Usted es una rata y un canalla al mismo tiempo —le replicó Harry, apuntando con su Colt hacia la botella de whisky.

Weald dio un paso hacia él.

—¡Donnell, guárdese eso!

—No vaya a convenirse ahora en un estorbo —le contestó impaciente Harry.

Y, cogiendo a Weald por un hombro con su manaza, le dio un empujón y se lo quitó de delante. En ese momento entraba de nuevo Jill Trelawney.

—He visto todo lo que quería ver —dijo—. Donnell, ¿quiere bajar y disponer a la gente?

—A eso iba ahora mismo, miss Trelawney —contestó lentamente Harry.

Se encaminó a la puerta y, al pasar por detrás de Jill, miró de soslayo a Weald. Salió y Weald oyó sus fuertes pisadas descendiendo la escalera.

—Yo no le dije a usted que se bebiera una botella entera —observo Jill Trelawney, al advertir la poca estabilidad de su compañero.

—Tú no comprendes las cosas, Jill; he estado preocupándome de encontrar la manera de escapar.

Y balanceándose sobre las piernas se dirigió al aparador que Donnell le indicara y abrió de par en par sus puertas. Después de tantear unos segundos, le fue posible hacer que corriera la tabla del fondo; vio un interruptor y lo hizo girar. Dada la luz distinguió una escalera que descendía y que se perdía en una oscuridad que exhalaba un vaho húmedo.

—¡Nuestra huida! —exclamó Weald, radiante de satisfacción.

—Muy interesante —le contestó la joven—, pero a nosotros no nos corresponde ir por ahí.

Weald se quedó perplejo.

—¿Que no nos corresponde ir por ahí?

—¡Cuánto le echarían de menos los «Ángeles del Averno»! —le replicó Jill—. Sin su ayuda, se verían completamente indefensos —añadió, sarcástica—. ¡Ese cerebro, siempre despierto y claro en el momento crítico!

—¡Jill!

—¡Oh, téngase firme! —Su sarcasmo se tornó de pronto en desprecio—. Cuando está usted sereno, es insustancial y, cuando está borracho, regañón. No sé lo que es peor. Ahora, dese cuenta de lo que ocurre. Donnell está dispuesto a jugar su partida, y su gente le sigue, pero cuenta también con usted y conmigo para que le ayudemos a sortear el peligro. «Los Ángeles» nunca han fallado hasta ahora y tampoco pueden fallar en estos momentos.

—¡Pero Jill...!

—Y cuídese de llamarme Jill —le interrumpió con frialdad—. Este sitio puede aguantarse una semana, y aun podíamos escapar por ahí si fuese menester. Pero yo voy a dar buena cuenta de Templar, pero buena cuenta, y esta vez sí que no se escapara.

Tambaleándose se abalanzó Weald sobre miss Trelawney.

—¡Y yo digo que nos escaparemos por aquí... ahora! —gritó—. Ya estoy harto de que se me mande, de que se me desaire, de que se me trate como a un chiquillo. Ahora eres tú la que harás lo que yo diga, como compensación. ¡Anda, vamos!

La joven le miraba con mirada reflexiva.

—Una copa más —le dijo— y estaría usted tumbado en el suelo, borracho perdido. Después de todo sería preferible al estado en que se halla.

—¿Conque lo sería?

El resentimiento que Weald no se atrevió a mostrar francamente a Donnell no tenía por qué contenerlo ahora. Cogió a la muchacha por los hombros con sus manos torpes.

—Ese es el lenguaje que no estoy dispuesto a permitirle por más tiempo —le dijo chillándole—. Vas a callarte enseguida. Desde este momento soy yo quien ordena y tú la que obedeces. ¡Porque yo te amo!

—Usted se ha vuelto loco —le respondió con gran serenidad miss Trelawney. Pero por primera vez en su vida experimentó que una sombra de temor le asaltaba el corazón.

Weald inclinó su cara acercándola a la de Jill. Esta retrocedió ante el olor de su aliento.

—Yo no estoy loco. Antes lo estaba, pero ahora estoy en mi sano juicio. Quiero llevarte conmigo... fuera de aquí... de Inglaterra... ¡lejos! Te daré joyas y hermosos vestidos. Y tú me amarás y no pensarás en nadie más. Vas a olvidar toda esa locura referente a tu padre. No pensarás más en ella. ¡Sólo seremos tú y yo, Jill!

La joven le dio un empujón, de forma que Weald fue dando tumbos, a punto de caerse, hasta darse contra la pared.

Jill sacó de su bolso la pequeña pistola que siempre llevaba consigo, pero Weald saltó sobre ella como un tigre y se la arrebató de la mano.

—No, Jill, así no —le dijo.

Y la estrechó entre sus brazos. La joven luchaba desesperadamente por liberarse, pero Weald era mucho más fuerte que ella. Hubo un momento en que casi se soltó, pero él corrió tras ella, la cogió por una manga y la apresó nuevamente. Weald trataba de sellarle la boca con sus labios.

De pronto, miss Trelawney se dejó caer desvanecida en sus brazos. Era lo único que podía hacer en aquel trance, fingir un vahído, y así procurarse una ocasión para sorprenderle. Durante unos segundos, Stephen Weald la contempló con una mirada estúpida. Luego, con resolución súbita, la levantó en vilo y salió por la puerta secreta del aparador.

Embarazado por su carga, apenas podía ir descendiendo la escalera peldaño a peldaño. Pronto la luz de la parte superior fue vencida por la oscuridad, y el descenso tuvo que seguir en medio de crecientes tinieblas. Continuaba avanzando con su carga. El resplandor tenue de una nueva bombilla abajo, en el fondo, adquiría mayor vigor a medida que bajaba escalones, hasta que al fin observó que la bombilla quedaba al nivel de la altura de su cabeza. Siguió avanzando y se encontró ya en terreno llano. Era un estrecho corredor iluminado de vez en cuando por bombillas eléctricas. Lo siguió y al poco rato experimentó en el rostro una sensación de aire fresco. En aquel lugar, el túnel se bifurcaba. Donnell no se lo había advertido. Vaciló un instante para decidirse, y tomó el túnel de la derecha. A los pocos metros había una curva, que iba a dar a una puerta. Al no poder abrir la puerta, por un momento se vio sumido en las tinieblas. A tientas, siguiendo la pared, tropezó con un interruptor; dio la luz y vio que se encontraba al final del túnel. Terminaba allí en el cuarto cuya puerta había abierto.

Cubría el suelo una alfombra vieja y rota. Había también una mesa y una silla. En un rincón, un camastro, y en otro, algo de carne ahumada y una jarra de agua.

Hubiese querido volver atrás para tomar por el túnel de la izquierda, pero no siendo hombre atlético, el esfuerzo de cargar, durante todo aquel rato del largo trayecto, a la joven, aun siendo tan ligero su peso, había cansado sus músculos nada acostumbrados al ejercicio extraordinario. Depositó su carga sobre el camastro e incorporándose se enjugó la frente, que le sudaba en abundancia, y respiró fatigosamente.

Estaba parado de espaldas al camastro. Jill abrió los ojos y percibió la culata del revólver que le asomaba a Weald por uno de los bolsillos de la americana. Alargó la mano para apoderarse del arma, y cuando ya estaba introduciendo los dedos en el bolsillo, Weald se volvió.

—¡Tampoco así, diablillo! —dijo.

La sujetó por la muñeca y le apartó la mano, que casi había llegado a apoderarse del revólver.

—Te gustaría pegarme un tiro, ¿verdad? Pues no vas a tener ocasión. Tú me querrás. ¡Me amarás a pesar de todo... aunque yo fuera Waldstein!

Jill se apartó rápidamente de su lado, con los ojos abiertos desmesuradamente.

—Sí, aunque yo fuera Waldstein —balbuceó—. Aunque yo hubiese contribuido a la caída de tu padre, que era un estorbo, y que estaba siempre entrometiéndose. Pero tú eres distinta. ¡Te adaptarás a mis procedimientos!