I

El voluminoso coche se deslizaba en la sombra de la noche cual negra babosa gigante, con abiertos y relucientes ojos que alumbraban la carretera y abrían un túnel de luz cegadora a través de la espesa oscuridad debajo de la bóveda formada por las copas de los árboles... Pero, de pronto, sus ojos se cegaron y su avance a oscuras se hizo cada vez más lento, hasta que se detuvo a tientas en la cuneta.

El hombre que observaba su llegada, sentado debajo de un árbol, con la colilla de su cigarrillo encendido, pero cuidadosamente disimulada en el hueco de la mano, se puso en pie sin hacer ruido. El coche se había detenido, como esperaba, a sólo unas cuantas yardas de distancia. Arrojó el cigarrillo entre la hierba y descendió a la carretera silenciosamente. No se oía nada, salvo el murmullo de las hojas agitadas por el airecillo de la noche, ya que el resoplar contenido del ocho cilindros había cesado.

De pronto, dentro del coche se encendió un fósforo que puso de manifiesto con impresionante claridad lo que había en su interior. La rica tapicería roja, el manojo de bellas rosas en el florero de cristal, las guarniciones de plata relucientes... detalles todos que podían advertirse desde el exterior. Como también un hombre con la cara llena de chirlos, vestido con uniforme de chófer; o el aún más desocupado, y bien parecido, sujeto que estaba sentado solo, detrás, y que llevaba desabrochado su ligero sobretodo, dejando así al descubierto la inmaculada pechera blanca de la camisa y su sombrero de copa colocado en el asiento contiguo. Y también la muchacha...

O la muchacha quizá no. La llama del fósforo enfocaba principalmente a ésta, pues era quien se valía de ella para encender un cigarrillo. Ante la llama del fósforo, ella aparecía tal cual podía imaginarse: como la clase de mujer que responde perfectamente a un coche lujoso; en verdad, no había razón para explicarse por qué no estaba ella ante el volante.

Pero había algo en la joven que inducía hacia el mal. «Ha de ser alta —pensó el hombre que la contemplaba desde la oscuridad—, y de una esbeltez cimbreante, que respeta sus formas de mujer.» Y bella lo era sin duda, de una belleza perfectamente natural, pero que, no obstante, nada tenía de común. Su rostro era único, como igualmente el oro trigal de sus cabellos. Y, para decepción de las mujeres, ningún artificio habría podido favorecer aquellos ojos de un moreno leonado.

«¡Eres tú, entonces, Jill Trelawney!», pensó el hombre oculto en la oscuridad.

En aquel momento se apagó la luz, pero el observador recordaba cada uno de los pormenores del retrato que indeleblemente había fotografiado en su cerebro. El actual era una fotografía viviente. Hasta entonces le habían sido proporcionados meros retratos fotográficos de Jill —algunos los tenía en aquel momento en su bolsillo—, pero resultaban pálidos e insignificantes ante la evocación de la realidad; y el hombre pensó en la impertinencia que significaba, por su parte, el haber tratado de sorprender aquel rostro en un momento de expresión seminormal.

«¡Y en sus propias narices... cuernos!», pensó el hombre en las sombras.

Dentro del coche, el hombre con traje de etiqueta hablaba del modo más galante:

—Eres una mujer extraordinaria, Jill. Cada vez que te miro...

—Cada vez está usted más borracho —le contestó la joven, tomándoselo con paciencia—. Tenemos una misión que cumplir y no estamos en una cata de vinos.

El hombre con traje de etiqueta gruñó malhumorado:

—No veo por qué has de ser arisca, Jill. Vamos todos en el mismo barco.

—Yo tengo todavía que embarcarme en un barco de cuidado, Weald.

El extremo del cigarrillo brilló intensamente al fumarlo la joven; luego, en medio de un gran silencio, su resplandor menguó.

El hombre con los chirlos en la cara observó entonces con timidez:

—Mientras no ande Templar por aquí...

—¡Templar! —La voz de la muchacha al pronunciar el nombre sonó como el restallido de una metralla—. ¡Templar! —dijo nerviosa—. ¿Qué te has propuesto, Pinky? ¿Aterrorizarme? Ese hombre es tu pesadilla.

—El Santo —replicó, humilde, el hombre de los chirlos— es la pesadilla de todo aquel que se le enfrenta. ¿Me comprende?

De haber habido luz, se le habría visto ruborizarse. Mister Budd se ruborizaba siempre que alguien le hablaba con viveza. A esta debilidad debía su apodo de Pinky[1].

—Hay mucho de fantasía en eso —aventuró el hombre vestido de etiqueta. Pero siguió hablando.

—¿Acaso no hay siempre una leyenda alrededor de cualquier sujeto extravagante? —interrogó la muchacha desdeñosa—. Supongo que jamás las habrá oído de Henderson... o de Peters... o de Teal... o de Kennedy. De todos modos, ¿quién es ese tal Templar?

—¿No ha visto nunca a un hombre coger a otro que pese cincuenta libras más que él y arrojarlo por encima de una pared de seis pies de altura como si fuera un saco de plumas? —interrogó mister Budd, con su timidez acostumbrada—. Templar lo hace a modo de entrenamiento para una pelea de verdad. ¿No ha visto nunca a un hombre cortar de canto por la mitad una tarjeta de visita arrojándole un cuchillo desde quince pasos de distancia? Templar lo hace cabeza abajo y con los ojos cerrados. ¿No ha visto nunca a un hombre hacer frente a seis rufianes y recibir los golpes con que pudieran obsequiarle, para regresar después sonriente, tras haber dejado a la media docena de tipos en condiciones de que los fuese a recoger la ambulancia? Templar...

—¿Luego tú le temes, Pinky? —preguntó la muchacha con serenidad.

Mister Budd estornudó.

—Yo he sido «pareja-entrenador», que es como decir punchboy[2] humano, de algunos de los mejores pesos pesados que han pisado el ring —contestó—, pero siempre me han pagado bien por los golpes recibidos. No creo que el Santo se apresurase a pagarme tan bien por el placer de vapulearme. ¿Comprende?

Mister Budd no añadió que desde sus tiempos de «pareja» había servido en Chicago con Blinder Kellory y otros jefes de bandas casi tan famosos como él... hombres que le daban a uno un tiro en un abrir y cerrar de ojos y que se transformaban en fiscales en los procesos. Se había distinguido en la «guerra» de Kellory contra Scarface Al Capone... respecto a lo cual tampoco dijo palabra. Sus reticencias tenían un tono peculiar, que impresionaba.

—Nadie puede decir que yo tema pelearme con nadie —afirmó, ruboroso, mister Budd—, pero ello no impide que yo sepa cuándo voy a llevar las de perder, ¿Comprende?

—Si quieres seguir mi consejo, Jill —bostezó el hombre vestido de etiqueta—, mejor sería que te entendieras con Templar antes de que tuviese oportunidad de hacer una de las suyas. No ha de ser difícil...

El hombre de las sombras se permitió una sonrisilla de puro regocijo. Era una noche calurosa y todas las ventanillas del coche estaban abiertas. Podía oír cada una de las palabras que se decían. Se encontraba tan cerca que con dar un paso adelante y extender el brazo tocaba el coche con la mano. Pero avanzó dos pasos.

La muchacha, con despectiva frialdad, cual si tratara con un muchacho desobediente, le contestó:

—Si el entenderme con él le ha de dar más tranquilidad a usted...

—Sí que me la daría —replicó, desvergonzado, Stephen Weald—. Sé que siempre se inventan historias, pero las historias que he oído acerca del Santo no me hacen maldita gracia. Es terrible. Dicen que...

Se le ahogaron las palabras en la garganta como confundidas en un sollozo, hasta el punto de que Jill y Budd se volvieron rápidos para mirarle, aunque no podían distinguirle la cara en la oscuridad. Pero la muchacha vio al momento lo que Weald había visto... la sombra más oscura que ennegrecía el recuadro de una de las ventanillas del coche. Inmediatamente después, se vio algo dentro del coche, algo que se movía, además de sus ocupantes. Misterioso y amedrentador, daba la sensación de que aquello que se agitaba allí dentro no pertenecía a ninguno de los tres. Era un brazo, un brazo ágil y seguro, del que todos oían en el silencio el roce con las mangas de la camisa, y una mano que hacía girar el interruptor y que los inundaba en la luz proyectada por la lámpara que tenía el coche en el techo.

—¿Qué es lo que dicen, Weald? —inquirió pausada una voz. Tenía un retintín particular. Había impresionado a todos antes de que la oscuridad que les cegara los ojos hubiese desaparecido lo bastante para distinguir a su dueño, quien a la sazón tenía ya dentro del coche la cabeza y los hombros, y apoyados los antebrazos en la ventanilla. Era la voz más caballerosamente insolente que ninguno de los tres había nunca oído.

Hizo que Pinky Budd se tornara de un color rosa triste y Stephen Weald de un color blanco sucio, como de almeja.

Una ola creciente de rabia pintó de vergüenza las mejillas de Jill Trelawney. Tal vez por su mayor sensibilidad, apreciaba más que los otros la arrogancia burlona de aquella voz. Contenía toda la fuerza de insolencia concentrada y de descarado desafío mordaz que pudiera concebirse.

—Bien, ¿y qué?

Otra vez la pregunta señorilmente pausada. Era extraordinario lo que podía hacer aquella voz con una sencilla sílaba. La articulaba y despedía como el aserrín una sierra mecánica, y la vertía pausadamente sobre una capa de arena ardiente del Sahara con una risotada llena de travesura.

—¡Templar!

Budd pronunció el nombre con voz ronca y Weald, sibilante, lo hizo entre dientes. Los labios de la muchacha se contrajeron.

—Hablaban ustedes de mí —observó el hombre asomado por la ventanilla.

Era una afirmación rotunda. Se dirigía a la joven, haciendo caso omiso de sus compañeros, después de haberles mirado con insolencia. Durante un fugaz momento le faltó la voz a la muchacha, furiosa consigo misma. Luego...

—¿Mister Templar, tal vez? —interrogó impávida.

El Santo hizo un saludo con la cabeza todo lo ceremonioso que le permitió su posición en la ventanilla.

—Exacto —el aleteo de una sonrisa se dibujó en sus labios—. ¿Jill Trelawney?

—Miss Trelawney.

—Por supuesto que miss Trelawney. Por ahora. Para el juez usted será sencillamente Trelawney, y en el presidio nada más que un número.

Era extraordinario como un chispazo de odio se pudo apagar y desvanecer en una llamarada, en espacio tan pequeño de tiempo. Un momento antes, asomado por aquella ventanilla, no era para Jill más que un nombre... hasta entonces.

Y ahora le miraba en medio de una explosión de odio que en aquel momento llegaba al rojo vivo. Antes, francamente, no le habían preocupado los temores de Weald y Budd. Los había desechado con toda energía. Aquello de «si el entenderme con él le ha de dar tranquilidad a usted...», había sido una manifestación completamente impersonal. Pero ahora...

Jill sabía lo que era el odio. Había tres hombres a quienes odiaba en cada uno de los más íntimos latidos de su corazón. No hubiera creído que hubiese sitio en su alma para más odio y, sin embargo, la actual aversión parecía de momento exceder a las otras.

Miraba de hito en hito al Santo, prescindiendo de todo y de todos, grabando en su memoria cada uno de sus rasgos con trazos de fuego. Debía de ser de estatura superior a la media a juzgar por su gesto para poder introducir la cabeza por la ventanilla; los hombros no le cabían en el vano de la ventanilla, prueba de la anchura del tórax. Un buen ejemplar de pirata, de pelo y cejas morenos, piel atezada, con una cara de líneas maravillosamente bien definidas y un par de ojos intensamente azules.

—Creo que ustedes se proponían entenderse conmigo —explicó el Santo—. ¿Por qué no? Aquí me tiene, si quiere.

—¡Si lo que quiere es camorra —exclamó Budd, rojo como un tomate—, aquí estoy yo! ¿Comprende?

—¡Un momento!

Se disponía Budd a abrir la portezuela cuando la muchacha le detuvo poniéndole una mano en el brazo.

—Mister Templar tiene a su gente al alcance de su voz —observó con cinismo la joven—. ¿Por qué, pues, hablar de peleas?

El Santo enarcó las cejas ligeramente.

—Yo no tengo a gente. Hubo un tiempo en que tuve una banda, pero ya no la tengo. ¿No le han dicho que acostumbro trabajar solo?

—Si me lo hubiesen dicho —respondió la muchacha—, no lo habría creído. No parece usted de la clase de hombres que fanfarronee sin contar con una docena de tipos que le guarde las espaldas.

El Santo se echó a temblar de gozo.

—En efecto. ¡Estoy que no me llega la camisa al cuerpo!

Nuevamente la mirada burlona se dirigió a Budd, y de éste a Weald, para detenerse otra vez en la joven. La desconcertante sonrisa animaba también su boca perfecta, de armoniosos dientes brillantes.

—¿Y estos dos son las camareras de la señora?

—Suponga que lo son —replicó la joven.

—¡Vaya un capricho más dramático!

Advirtió Jill que aquellos ojos podían expresar algo peor que insolencia: un pitorreo condescendiente. Momentos antes, ella misma había tratado a Stephen Weald como si fuera un muchacho rebelde, y a la sazón era ella quien recibía un trato por el estilo.

—Me complace que le haya agradado el capricho —contestó amable.

—No; a usted no le complace —observó jovial el Santo—. Pero admitámoslo. Yo he venido a darle a usted un pequeño consejo.

—Muchas gracias.

—No hay de qué.

Y con un dedo largo y moreno señaló:

—Allá, aquella casa —dijo—. No pretenda hacerme creer que no la conoce, porque me repugnaría que dijera mentiras innecesarias. Es la casa de lord Essenden. Mi consejo es... que no vaya.

—¿De veras?

—Se está celebrando un espléndido baile —añadió zumbón—, y me sabría mal que usted lo estropeara. Todos los ricos del país están reunidos en ella. ¡Si hubiese visto usted las joyas...!

Jill abrió su bolso y sacó una tarjeta. Se la mostró para que la pudiera ver.

—Creo que esto me franqueará la puerta.

—Permítame...

El Santo se la había quitado de las manos antes de que la joven se diera cuenta. Y no parecía que lo hiciera para romperla.

—Una falsificación bastante buena —observó—, caso de que lo fuera. Pero yo la considero a usted capaz de ingeniárselas para proporcionarse una invitación auténtica.

—Es absolutamente auténtica. Y quiero que me la devuelva... hágame el favor.

Simon Templar miró desdeñoso el seguro de la pistola automática de Jill, como si en su posición hubiera observado algo que consideró divertido.

Fijó su mirada en los ojos de Jill, y deliberadamente rompió la tarjeta en dieciséis pedazos, que dejó que fueran desprendiéndose de sus dedos para ir a caer en el suelo del coche.

—¡Sus nervios son excelentes, Templar! —le advirtió la joven entre dientes.

El Santo pareció considerar la observación con absoluta seriedad.

—Nunca me han molestado. Pero eso no exige nervios. Otra vez será más precavida. En esta ocasión no ha tenido suficiente tiempo para decidirse a disparar. Hace falta una buena dosis de resolución para matar a su primer teniente a sangre fría. Pero cuando haya tenido usted tiempo... Sí, ciertamente, la próxima vez será más prudente.

—En lo que hará muy bien —gruñó tembloroso Weald.

El Santo reparó en su presencia.

—¿Decía usted?

—Decía que la próxima vez hará muy bien en ser prudente.

—¿Lo cree usted?

Desapareció de la ventanilla, pero la ilusión de que se hubiese marchado se desvaneció enseguida. Se abrió la portezuela del coche y apareció Simon Templar, apoyando un pie en el estribo.

—¡Fuera de ahí!

—¡Maldito sea, si salgo...!

—La maldición te ha caído de todos modos. ¡Largo, fuera!

El Santo se aproximó y cogió a Weald por el cuello, lo sacó del interior del coche y lo arrojó de un empujón a la carretera.

—¡Stephen Weald, traficante de opio, chantajista y espía... demasiado para ti!

Una de las manos del Santo se apoderó de uno de los extremos del lazo inmaculado de la corbata de Weald y tiró de él... En cualquier otra ocasión, aquello hubiera sido el acto más sencillo de humillante desafío, pero el Santo lo revistió de una serenidad insuperablemente insolente, que había que ver para poder creerla. De momento, Weald se quedó paralizado. Luego se desató en improperios, con los labios lívidos y los puños apretados...

El Santo lo cogió de nuevo y lo arrojó como un saco dentro del coche.

—¿El otro?

—Si quiere pelear... —comentó de nuevo Budd.

Pero una vez más le contuvo Jill:

—No debes molestar a mister Templar —le dijo con sequedad—. Mister Templar es un valiente... con la gente que le espera en la carretera, un poco más arriba.

El Santo abrió ampliamente los ojos.

—¿Todavía ese cuento? —protestó—. ¿Cómo puedo convencerla?

—No se preocupe por ello —le contestó Jill Trelawney—. Pero si usted quiere ir mañana por la tarde, a las tres, al 97 de Belgrave Street, nosotros estaremos allí.

—Y yo iré —aseguró el Santo, complacido—. Le doy, además, mi palabra de honor de que iré solo.

La miró a los ojos durante un segundo y se marchó; pero instantes después volvía de nueve, en el momento en que el pie de Jill oprimía el pedal del acelerador.

—Entre paréntesis —observó con gran calma a la joven—, seguramente los guardias la requerirán por haberse estado parada todo este tiempo con las luces apagadas. Lo siento, pero estoy totalmente seguro de que le va a pasar eso.

Permaneció en la cuneta hasta que perdió de vista las luces del coche. Probablemente riéndose. O no riéndose tal vez. Pero seguramente de buen humor. Porque el Santo, en sus tiempos, se había hecho muchos amigos y muchos enemigos; pero no recordaba haberse hecho un enemigo por el que sintiera tan instintiva simpatía. El que se hubiese separado de sus normas para hacerse particularmente desagradable a Jill era asunto que sólo a él incumbía... sólo a él. Simon Templar tenía ideas extravagantes de cierta influencia apaciguadora.

Pero la sonrisa que asomó en sus labios mientras estaba allí de pie solo, sin ser visto por nadie, no habría sorprendido a otra persona más que a Jill Trelawney, de haberla ésta visto.

Simon Templar conservaba en su imaginación el recuerdo vivo de unos ojos color oscuro leonado, ensombrecidos por la cólera, de una cabellera de oro erguida en inimitable actitud de reto, de un odio implacable, que llameaba en el rostro más encantador que jamás había contemplado: el de Jill Trelawney.

Pensaba el Santo que bien hubiera podido ser alguna de las indómitas y pálidas escandinavas que, sobre su corcel, con su despeinada cabellera de oro flotando al viento, corriera al frente de las Walkyrias.

De todos modos, cabalgaba al frente de quienes su personal sentido del humor gustara llamar «camareras de señora»... y esto, reconocía Templar, era una sustitución muy práctica.