I

Transcurrió un rato antes de que Simon Templar se permitiera hacer ninguna observación, o que a Jill Trelawney se le ocurriera alguna por su parte. Y luego...

—Es una suerte que yo haya venido por aquí —dijo el Santo, cachazudo—. Le he ahorrado el taxi hasta casa.

Jill no se aventuró a preguntarle lo que había estado haciendo por allí, pero a los pocos minutos, de motu proprio, el mismo Santo le dio una explicación.

—Pero usted no debe invadir mi terreno —le dijo con pesadumbre—. Ya le dije que yo vigilaba este sitio. Después que la dejé a usted, me fui derecho a casa para ponerme un traje más sencillo y vine aquí a mi hora. Llegué justo a tiempo para oír su disparo. ¿Le ha matado?

Le hizo la pregunta con una indiferencia tan jovial, que Jill no pudo por menos que reírse.

—Ni siquiera pensé en matarle —le contestó con dulzura—. Probablemente, algún día... pero aún no. ¿Vio usted algo?

—Sólo el aspecto exterior.

—Entonces ha debido ver a la policía —le replicó—. Pero usted no se presentó a ofrecer su ayuda.

El Santo sonrió.

—Yo estaba resolviendo mi propio asunto —le contestó—. Su huida era bastante sencilla, y yo jamás he oído que necesite usted a nadie para estos, menesteres. De haber pensado en la posibilidad de que la arrestaran, habría metido las narices, pero desde el momento en que vi al policía andando como los patos, cien yardas extraviado, y a usted que se escapaba como una joven gacela, pensé que no tenía por qué preocuparme. Yo mismo corrí demasiadas veces delante de la policía en mis días de juventud para que llegue a alarmarme ante ningún guardia... a menos que cuando salga a darme caza, ya me lleve una ventaja de tres millas por delante. Pero a ellos les conviene correr, Jill... eso les hace entrar el hígado en actividad y les impide que se les congelen los riñones.

—¿Pensaba usted hacer lo mismo que yo?

—Algo parecido. He visitado la habitación más de una vez con una lendrerita, y muchos otros lugares de la casa de igual modo, pero esta noche no se me había ocurrido hacerlo con el escritorio, y pensaba poner en práctica el mismo experimento que usted.

—Pero creí haberle oído que no había visto nada de lo ocurrido en el interior.

—¿Dije tal cosa?

La joven le miró haciendo algo así como una mueca.

—¿Todavía lo niega?

—Oh, no... Pero volvamos otra vez al absorbente tema de los supralapsarionistas. ¿Realmente cree usted que usan camisetas tejidas con alambre de púas y que se quitan los calcetines cuando se cruzan en la calle con un infralapsarianista?

Jill le dijo enfurruñada:

—Si su intención no es hablar del pavo, no tiene por qué darme salsa.

—Muy bien hablado, pero... ¿hasta dónde llevó su registro en el escondrijo ese antes de que Cullis metiera el hocico?

Jill encendió un cigarrillo que había cogido de la pitillera que le presentaba el Santo y movió la cabeza delante de la llama del fósforo con expresión de desconsuelo.

—No llegué a ninguna parte —contestó—. Todo el tiempo lo invertí en dar con él. La puerta del cuarto y la tabla falsa de la mesa debieron abrirse casi simultáneamente. Era una gaveta para cartas y creo que en el fondo vi uno o dos papeles viejos. Fue todo lo que pude averiguar antes de que comenzara el jaleo. El haberle oído a usted andar por allí fuera fue lo que me marcó el compás. Sin eso, que me decidió a considerar que la viga maestra era la batuta adecuada para dirigir la orquesta, probablemente habría podido coger algo que mereciera la pena.

—De poco le habría valido —le observó el Santo—. No han de existir muchos documentos que inculpen a Cullis, y las probabilidades de que hubiera cogido los más interesantes en su mano eran una entre mil.

—Y ahora —dijo la joven con amargura—, si por casualidad había en esa gaveta algún documento acusador, Cullis lo habrá sacado ya y lo quemará esta misma noche antes de acostarse. No querrá correr más riesgos conmigo.

Simon se encogió de hombros.

—¿Por qué suponer que lo haya querido correr nunca?

—Es lo que hacen los hombres como Cullis —observó Jill—. Quizá los guarde para deleitarse a solas en el daño ajeno. O quizá los guarde como curiosidades.

Simon se disponía en aquel momento a tomar con el dos plazas la gran avenida de Hyde Park Corner y tardó en contestar.

—Estoy pensando —dijo después— qué documentos acusadores podía haber.

—Lo mismo yo... Pero la faena de esta noche puede que le haya excitado un poquito más, que ya es algo.

El Santo permaneció en silencio durante un rato y su nueva observación fue como un disparo a quemarropa.

—¿Tendría usted inconveniente en que la arrestaran? —le preguntó.

Jill le miró.

—Creo que me inclinaría a oponerme —le respondió—. ¿Por qué?

—Es sólo parte de esa idea a la que me referí hace poco —le dijo—. Lo pensaré con calma esta noche, y mañana le expondré todo el plan, si creo que tiene algún valor.

Miss Trelawney tuvo que contentarse con eso. El aire de misterio que desde hacía tiempo la venía exasperando, se manifestaba aquella noche más pronunciado que nunca, y el Santo continuó el resto del viaje hasta Chelsea muy taciturno.

La dejó en el estudio, y no quiso ni siquiera entrar para tomarse la última copa y fumarse un cigarrillo antes de marcharse a su casa.

—Quiero dormir mi idea —dijo—. Ahora son las tres y media de la madrugada. Me acostaré a las cuatro y media y dormiré hasta las cuatro y media de la tarde. Cuando me despierte, seguro que tendré algo que venir a decirle.

Por su particular conveniencia decidió pasar la noche en su piso de Sloane Street en vez de regresar a Upper Berkeley Mews. Guardó el automóvil en un garaje vecino y se dirigió al piso, pero, al atravesar la calle, se le ocurrió mirar a los balcones. Observó algo que le hizo detenerse; se metió las manos en los bolsillos del pantalón y permaneció parado, observando los balcones meditabundo durante largo rato. Luego se volvió al garaje y regresó con un par de llaves de tuerca de la caja de herramientas del coche.

Colocado en la acera, lanzó una de las llaves con certera puntería contra los cristales de uno de los balcones.

Se produjo un ruido de vidrios rotos y a continuación lanzó la otra llave contra el otro balcón.

Luego se retiró y vio cómo dos espesos chorros de humo amarillento descendían en espiral hacia la calle como un par de fantásticas y lentas cataratas.

Mientras contemplaba el fenómeno, una mano enérgica le dio una palmada en el hombro.

—¡Ea! —le gritó alguien a su espalda—. ¿Qué es eso?

—Nada —contestó imperturbable el Santo—. Un gas venenoso. Yo no me acercaría ahí, pues no sería saludable para usted el ponerse debajo de esa fuente.

—Lo he visto a usted romper esos cristales.

—Ha debido divertirte —murmuró Templar, que seguía mirando hacia lo alto—. Pero desde el momento en que son mis balcones, supongo que me está permitido romper los cristales.

El policía se colocó a su lado y miró hacia arriba.

—¿Cómo se introdujo ese gas ahí?

—Lo dejó allí —contestó el Santo cortés— un subcomisario de Scotland Yard que me tiene manía. Yo hubiera entrado tranquilamente, sólo que se me ocurrió mirar los balcones, y recordé que cuando salí la última vez los dejé abiertos. Al volver me he encontrado con que estaban cerrados, lo que me ha hecho sospechar. Aun con la luz que hay se puede ver una especie de calígine en los vidrios.

El agente se volvió y abrió los ojos con expresión de sorpresa. Se fijó más en el Santo y lanzó luego una jaculatoria blasfema.

—¡Yo lo conozco a usted!

—Es un honor —le respondió el Santo con afabilidad.

—¡Usted es el caballero que me contó aquella historia tan divertida acerca de ese mismo piso la semana pasada, y que me valió el mayor rapapolvo que jamás me haya ganado de un inspector de brigada!

—¿Soy yo? —preguntó el Santo.

—Y ahora mismo viene usted conmigo a la comisaria.

Simon se volvió a mirarle sonriendo con dulzura.

—¿Por qué?

—Le arresto a usted preventivamente...

—¿Por qué falta?

—Por sospecha de vagancia y alteración del orden.

—¡Oh, por el amor de las once vírgenes! —respondió Templar—. ¿Por qué no añade también bigamia?

Pero tuvo que dejarse arrastrar, porque de un humilde agente —especialmente de aquel que tenía buenas razones para recordarle—, no podía esperarse que apreciase los argumentos como tan claramente los apreciaría el inspector general mister Teal hacía poco tiempo.

El incidente le costó una hora para recobrar su libertad y más de una después para que desapareciera del piso la última traza de cloro.

No le llevó a Templar tanto tiempo descubrir el medio de que se valieron para introducirlo. Encontró en el suelo trozos de cristal que no pertenecían a ninguno de los balcones. Le fue posible unir unos cuantos, obteniendo la forma curvada que tenían originalmente. En el marco de la puerta principal, al nivel del ojo de la cerradura, había sido abierto un agujerito no más grueso que una aguja de hacer media... casi invisible a la mirada de cualquiera, pero tan evidente como el cuello de una jirafa para los diestros ojos del Santo.

—Otro de los viejos ardides infalibles... a veces —murmuró el Santo—. Y unos tubitos cargados con la sustancia, dentro de un maletín de mano, listos para... Probablemente regresaba de hacer este trabajo cuando se tropezó con Jill... Nuestro mister Cullis está dando señales de vida. Si él no hubiese cerrado las ventanas o... no me hubiera acordado de cómo las había dejado la última vez... puede que a estas horas yo estuviera ahí, junto al paragüero, hecho fiambre. ¡Oh, qué hermosa es la vida!

Comenzaban a apuntar los primeros tintes de la aurora cuando Simon se subía la sábana hasta la barba y cerraba los ojos; pero ni aun entonces pudo disfrutar del descanso que tanta falta le hacía, pues apenas transcurridos diez minutos, según él creía, hubo de levantarse a la llamada del timbre de la puerta, y cuando abrió los ojos con airada expresión de protesta, el reloj le comunicó que eran las once de la mañana.

Hecho un basilisco saltó de la cama, se puso una bata y se dirigió hacia la puerta.

En el umbral afrontó el seráfico rostro del inspector general Teal.

—¿Otra vez usted? —suspiró el Santo, y giró sobre sus talones sin añadir palabra, dejando la puerta abierta.

Teal le siguió al salón.

—¿Ha pasado mala noche? —inquirió con simpatía Teal—. Siento que haya tenido que molestarle.

—No tenía necesidad —le contestó el Santo—. Si hubiese usted mirado dos veces habría descubierto que con sólo meter la aguja de su alfiler de corbata y apretar en ese agujero al lado de la cerradura, se abría la puerta de par en par, como el bostezo de una ballena. ¿O es que usted va a decirme que tampoco esto lo había oído decir nunca?

Teal comenzó por desenvolver de su papel un caramelo.

—Oí decir que había tenido usted alguna molestia.

—Encantador por su parte venir a ver si ya estaba bien —le contestó el Santo zumbón—. Pero da la casualidad de que aún gozo de buena salud. Ahora no le importa a usted que me vuelva a la cama, ¿verdad?

—No fue usted el único que sufrió alguna molestia la noche pasada —observó el soñoliento Teal.

—¿Comió demasiado otra vez, acaso? —inquirió solicito el Santo.

—Algunos hombres —dijo Teal— muerden más de lo que pueden mascar.

El santo se tumbó en la butaca exhalando un suspiro.

—¿Es que ha estado usted leyendo alguna novela de detectives y viene ahora para comprobar algunas de sus averiguaciones? —le preguntó.

—¿No permaneció usted sin acostarse hasta muy tarde la noche pasada?

—No —le respondió el Santo—, hasta muy temprano de esta mañana.

—¿Divirtiéndose en Hampstead?

Simon enarcó las cejas.

—Me parece haber oído nombrar ese sitio antes —dijo—. ¿No hay un autobús que va allí o algo parecido?

Teal siguió impasible chupando del caramelo.

—Sé poco más o menos la hora en que usted regresó —le dijo—, porque me fue posible averiguarlo en Rochester Row, Sé también cuándo alguien, no del todo desconocido, anduvo revolviendo en el escritorio de mister Cullis. Se encontraron huellas de pisadas en un jardín y las mismas huellas en un terreno situado detrás, en el que se hacen edificaciones. El lodo de este trocito de terreno en que se edifica es característico. Resulta curioso, por tanto, que aparezca la misma clase de barro en los estribos y piso de su coche. Esta mañana fui al garaje antes de venir, sólo para echar una mirada.

El Santo sonrió.

—¿Vio Cullis al hombre que le revolvía el escritorio?

—Sí.

—¿Está seguro de que lo podría identificar?

—Completamente seguro.

—Entonces —observó el Santo—, puede ir a buscarlo y decirle que venga a identificarle.

Teal movió la cabeza.

—Oh, no —exclamó—, las pisadas de usted no eran las únicas. La otra colección es la que podría identificar mister Cullis.

Simon arqueó dantescamente las cejas.

—Entonces, ¿por qué marearme?

—A mí se me ha ocurrido una idea.

—Grandes titulares en el Daily Scream —murmuró irreverente el Santo—. «¡Scotland Yard, emporio de cerebros de primera fuerza!» Pero, Claud, debe usted tener cuidado de no abusar mucho de esas ideas. No sé hasta dónde puede estirarse su cerebro, pero me temo que no le será muy posible contener dos ideas a la vez. Y bien, ¿eso es todo lo que tenía que decirme o quiere inculparme aún de algo más?

—Todavía no —replicó Teal—. Sólo quería saber si yo estaba en lo cierto o no.

—Y ahora lo sabe o no lo sabe —contestó el Santo.

Cogió una pequeña libreta negra de encima de la mesa y se la metió al policía en el bolsillo anterior de la americana.

—Puede quedársela —le dijo—. Es una copia exacta de un libro que el malogrado Essenden perdió en París. Quizá tenga usted noticias de ello. Descifrado y anotado personalmente por Simon Templar. Contiene cosa de veinticinco nombres y direcciones, con informaciones completas y pruebas suficientes para colgar a los veinticinco arcángeles... todos, principales beneficiarios de la organización dirigida por Waldstein y Essenden. Puede quedárselo, Claud, junto con mi bendición. Yo me habría ocupado personalmente en otra época, pero ahora la vida se presenta demasiado corta para semejantes entretenimientos. Lléveselo a casa, querido vejete, y no le diga a nadie cómo lo ha obtenido; y si maneja sus cartas con astucia podía hacer creer a algún imbécil que siempre fue usted un verdadero detective. Yo me vuelvo a la cama.

Teal le siguió al dormitorio.

—Templar —exclamó soñoliento—, ¿no cree que ya no merece la pena que se cruce en el camino?

—Desde luego —le respondió el Santo cerrando los ojos.

Teal chupó, meditabundo, su caramelo.

—Está corriendo usted un gran riesgo —le observó—. Hasta ahora le ha favorecido la suerte, pero eso no quiere decir que siempre vaya a estar de su lado. Y tarde o temprano, si continúa usted por ese camino, se va a encontrar con una montaña de inconvenientes esperándole a la vuelta de la esquina. No veo nada en lontananza que me lo haga suponer en este momento. Admito que usted se ha marcado más tantos que yo en más de una ocasión, pero estoy dispuesto a que hagamos las paces, si usted así lo desea.

—Gracias —bostezó el Santo—. Y ahora, ¿quiere usted cerrar el pico?

—Usted es listo —continuó Teal—, pero hay otros hombres listos en el mundo y...

—Ya lo sé —respondió, burlón, el Santo—. Usted mismo es un hombre listo. Esa pista de barro en el coche es de las que acreditan a un sabueso. Ya le mandaré al comisario general un testimonio espontáneo de la eficiencia de usted el día menos pensado. Buenas noches.