I

Essenden se sirvió otra copa y acercó la botella hacia el centro de la mesa.

Había quietud y soledad aquella noche en Essenden. Lord Essenden se había cuidado de esto. Con alguna ingenuidad y afabilidad, hasta entonces ajenas a sus hábitos, sugirió a lady Essenden que su afición a la vida campestre debía ocasionalmente ser interrumpida por alguna visita a Londres, por lo cual, había tomado un palco en el Orpheum Theatre, para aquella misma noche.

Fue una verdadera mala suerte que a última hora, a punto de salir para la capital, le hubiera acometido un violento y molesto dolor de muelas, pero se opuso con energía a que su desgracia privase a lady Essenden de distraerse, e insistió en que debía ir sola a Londres. Telefoneó a unos amigos y quedó con ellos en que acompañarían a su esposa.

Ese fue el primero de los problemas. El segundo se refería a la servidumbre. Pero por lo que respecta a disponer de ésta, el destino se lo había resuelto graciosa y amablemente. Aquella noche había baile en el pueblo vecino. La servidumbre había acudido previamente a él en demanda de permiso para asistir, permiso que él le había negado. Luego se arrepintió y, en un arranque asombroso de generosidad, concedió toda la noche libre a cada uno de los servidores y sirvientes del castillo de Essenden. El mayordomo se había quedado, pero Essenden lo mandó también con los otros, diciéndole que prefería quedarse solo con su dolor de muelas.

Es por ello que no le fue difícil introducir en la mansión a los cuatro hombres que ahora le hacían compañía.

Habían sido cuidadosamente escogidos. Salvó algún que otro financiero afortunado, pocos eran los amigos delincuentes que tenía lord Essenden, y de entre los rufianes que conocía había elegido a estos cuatro con cuidado y premeditación.

Sentados alrededor de la mesa, cada uno se servía de la botella de whisky que él había puesto a su disposición... cuatro sujetos cuidadosamente escogidos. Allí se encontraba Arne el Relámpago, hombre con cara de hurón, especialmente aficionado a lucir sortijas de diamantes y pantalones a cuadros de dos colores, propios para las fiestas hípicas, miembro prominente de una banda que muchas de las taquillas de apuestas para carreras de caballos del norte de Inglaterra conocían por el dinero que les costaba. También se hallaba allí Ganning el Serpiente, recién salido del presidio de Pantouville, alto, delgado y flexible, con el pelo negro alisado y brillante, cuello largo y ojos de cuenta, cuyos rasgos dieron pie a su apodo. Igualmente concurría Harver el Rojo, con su eterna mala cara y sus poderosos puños, siempre prontos. Así como Matthew Keld, con su tajo de la frente al mentón, producido con una navaja barbera por un hombre que no tuvo ocasión de volver a marcar otra cara en su vida. Cuatro sujetos perfecta y cuidadosamente escogidos.

Essenden habló:

—¿Está todo bien claro?

Paseó la mirada por el reducido círculo de rostros expectantes cuyos dueños correspondieron a su mirada complacidos. Ganning el Serpiente inclinó la cabeza cuanto se lo permitía la largura de su cuello, y, con voz suave y sibilina, contestó:

—Todo está bien claro.

—No puedo decirles cuándo vendrán —añadió Essenden—. Sí sé que sólo vendrán dos de ellos. Si algo les conozco, diría que con toda probabilidad se presentarán por la puerta principal y que tocarán el timbre. Pero quizá no suceda así. He escogido los puestos que he señalado a cada uno de ustedes en los distintos lugares de la casa, de modo que cada cual pueda dominar la parte que le corresponda de su terreno. Hay timbres por todas partes y pueden avisarse y ayudarse en un momento dado. Con él pueden conducirse como les parezca. A la muchacha quiero que me la traigan a mí.

Era la cuarta o quinta vez que lord Essenden repetía sus instrucciones con su tono vacilante y majadero, y los ojos negros y hundidos del Serpiente le miraron con cierto desdén.

—Ya le hemos oído —le dijo.

—Perfectamente.

Essenden se ajustó la corbata y consultó su reloj por vigésima vez.

—Creo que sería mejor que fueran a ocupar sus puestos —indicó.

Ganning se levantó, estirando su desmesuradamente estatura como los muñecos de las cajas de sorpresa.

—Vamos —dijo.

Ame y Keld se levantaron para seguirle, pero Harver el Rojo se quedó sentado en su sitio. Ganning le dio una palmada en el hombro.

—Vamos, Buey.

Harver se puso en pie lentamente, sin volverse. Miraba con insistencia hacia algo situado detrás de Essenden. Detrás de Essenden se hallaba un balcón que tenía corrida su pesada cortina.

Los otros, observando con curiosidad a Harver, siguieron la dirección de su mirada. Pero no notaron nada. El mismo Essenden se volvió bruscamente. Luego se dirigió a Harver.

—¿Qué pasa? —graznó.

El poderoso brazo de Harver apuntó en dirección al balcón.

—¿Cerró usted ese balcón? —preguntó.

—Claro que lo cerré —le respondió Essenden—. Usted me vio cerrarlo.

—¿Pero lo cerró usted bien cerrado?

—Pues claro que sí —repitió Essenden.

Harver apartó de un manotazo la mesa.

—Bueno, pues, entonces, si no se ha abierto solo —dijo—, alguien lo ha abierto. Yo acabo de ver moverse esa cortina.

Essenden se retiró.

Ganning se llevó la mano derecha a la revolverá del pantalón, y Relámpago se abrochó intencionadamente la americana. Harver avanzó cauteloso de puntillas.

El disimulado movimiento terminó en un rápido ataque. Los enormes brazos de gorila de Harver apresaron la cortina en un precipitado abrazo, cogiendo algo entre los pliegues como el pez entre las redes.

Transportó la pesca al centro de la estancia y rasgó la cortina como si fuera de algodón. Allí, en el suelo, dejó el fardo, del que se separó un paso, en tanto que el intruso luchaba para mostrarse a la vista.

—Bien, ¿quién es usted? —aulló débilmente Essenden, que se mantenía algo separado del grupo.

El hombre tirado en el suelo se levantó la gorra que le tapaba los ojos y miró a su alrededor con espanto. Su aspecto no era, en verdad, seductor. El traje que llevaba aparecía cubierto de manchas de polvo. Parte de los calcetines asomaban por los ruedos de un pantalón deshilachado, y por los extremos de unos enormes zapatones llenos de barro. Alrededor del cuello, probablemente como sustituto de camisa, cuello y corbata, se ataba una bufanda roja. La gorra era de un color rojo púrpura. Parecía no haberse afeitado en varios días, y un parche que le tapaba un ojo comunicaba a su rostro un aspecto siniestro y desagradable. Hablaba gimiendo.

—Yo no estaba haciendo ningún daño, señor gobernador.

Harver le dejó caer una de sus manazas, grandes como un jamón, en el cuello, y le puso de un tirón en pie.

—¿Cómo se llama usted? —le preguntó.

—George —respondió el ratero, aterrorizado.

—George, ¿qué?

—Albert George.

Harver zarandeó a su prisionero cual si fuera una rata.

—¿Y qué estaba haciendo ahí?

—Oh, déjalo, Rojo —dijo Ganning—, no tiene nada que ver con el asunto.

Essenden se aproximó.

—Eso no lo sabemos —observó—, podría ser una de sus triquiñuelas. De todos modos aunque no tenga nada que ver con el asunto, puede habernos oído hablar.

Harver zarandeó de nuevo al pescado.

—¿Qué es lo que has oído? —le preguntó.

—No he oído nada, suélteme, señor gobernador, no he oído nada.

—¡Embustero! —dijo el Relámpago con delicadeza.

—Suélteme —gemía el prisionero—. No he oído nada.

Harver gruñó:

—Te suelto —le dijo— sí no te acuerdas de nada. Pero, ¿quién te dijo que vinieras aquí?

—¡Suélteme!

Harver le dio un puñetazo en el pecho que lanzó al infeliz dando tumbos contra la pared.

—Te prometí que te soltaría —le dijo— y así lo he hecho. Ahora, ¿quieres hacer el favor de hablar?

Se dirigió sobre su víctima a grandes zancadas, y el ratero retrocedió a gachas, presa del terror. Keld y Ganning presenciaban imperturbables la escena. El prisionero lanzó un grito, contraído el rostro por el pánico. Y como Harver llegara a la distancia de golpearle y volviera a levantar en alto el puño, el hombre dio un agudo grito de verdadero espanto.

—¡No me pegue!

Hurtó el cuerpo desesperadamente y el puño de Harver dio el martillazo contra la pared. George corrió hacia un rincón y se acurrucó allí, pero Harver, como un toro enfurecido, le siguió.

—¡Hablaré! —gritó el prisionero—. Pero no me pegue más.

Harver no parecía dispuesto a acceder, pero Essenden se puso en medio.

—Espera un minuto —dijo—. Para eso habrá tiempo después. Ya oiremos lo que tenga que decir.

Albert George se arrimaba contra la pared.

—Es un «golpe» —declaró el ratero entre alientos entrecortados que parecían boqueadas de moribundo—. Pero la idea no es mía. Fue un sujeto que me encontré esta mañana en Seven Dials. Me dijo que aquí vivía un hombre a quien quería que le dieran una paliza, y que se llamaba Essenden. ¿Alguno de los señores se llama mister Essenden?

—Siga —rezongó Harver.

—Me ofreció un puñado de dinero para que lo hiciera y me dijo que no había riesgo. Que sólo tenía que abrir un balcón del entresuelo y entrar. Me dijo dónde estaban los timbres de alarma, me dio un plano de la casa en el que me señaló el dormitorio, y añadió: «No tienes más que entrar en el cuarto y cepillar la ropa; yo te estaré esperando con un coche a la puerta de la casa para traerte de nuevo a Londres.»

—¿Te dijo que te esperaría en la puerta con un coche?

El hombre tartamudeó:

—Sí. ¿Qué hora es? El me dijo que estaría allí a las diez.

—¿Cómo se llamaba ese hombre?

—No lo sé. Era un caballero. Bien vestido. Se parecía a ése —y señaló al Relámpago.

—¿Había alguien con él?

—Sí, señor. Una mujer. Una señora bien vestida también. Ella también estará en el coche... según dijo.

Ganning retiró la mano de la pistolera de su pantalón.

—Entonces la cuestión es fácil —observó. Y dirigiéndose a Essenden añadió—: Creo que lo indicado es bajar y sorprenderlos.

Essenden asintió. Apenas podía creer en su buena suerte.

—Es mejor que vayan todos —dijo—. Podrían estar armados. Pero primero amarren a este hombre.

Sacó de una gaveta un trozo de cuerda y se la dio. Harver cogió al ratero por los brazos y se los retorció bruscamente llevándoselos a la espalda. Keld utilizó la cuerda con pericia de mano experta. Luego arrojaron al prisionero a un rincón como un saco de patatas.

—Tardará en soltarse —aseguró Matt Keid.

Ganning dio la vuelta alrededor de la mesa.

—Vamos —dijo.

Los cuatro hombres se deslizaron fuera de la estancia por el balcón.

Una vez solo, lord Essenden cogió la botella de whisky y se sirvió. Esta vez parecía que la suerte se mostraba a su favor. Jill Trelawney era astuta —no lo negaba—, pero él lo había sido más que ella. Se quedó mirando al desgreñado sujeto que yacía acurrucado en el rincón, tal como lo habían arrollado allí. Le llamaba la atención que el Santo diera una prueba de tamaña falta de criterio escogiendo a un hombre como aquél para que «le cepillaran».

No podía comprender el objeto de tales ataques. No hacía mucho que le habían dado una terrible paliza por orden de Jill Trelawney y por medio de uno de los miembros de la banda de Donnell. Y ahora, al parecer, había alquilado a otro individuo, con el mismo objeto. Desde el punto de vista de la Trelawney, no podía comprender a qué conducían semejantes ataques. Pero, desde su punto de vista personal, tenía que admitir que la perspectiva de recibir una paliza que lo redujera a intervalos regulares a la cama de un hospital, no era, en general, muy alentadora. Todavía ostentaba una cicatriz fresca en la frente como recuerdo del último suceso, que le escocía con odio reconcentrado cada vez que pensaba en Jill Trelawney.

Puso el vaso sobre la mesa y se enjugó los labios con su pañuelo de seda. Albert George continuaba en el rincón con la barbilla clavada en el pecho, viva expresión de la conformidad desventurada. Essenden se le acercó, y lo empujó con la punta de su bota de charol.

—¿Cuánto te pagaban por esto? —aulló, y el temblor de su voz denunciada la ansiedad que agitaba su pensamiento.

—Cien «truchas» —le contestó, y volvió a caer en su estupor.

Essenden se retiró y volvió a obsequiarse con otros dos dedos de whisky. Cien libras esterlinas eran mucho dinero para dárselas a un infeliz como aquél. Le constaba que existían muchos hombres para el caso, que se habrían encargado por mucho menos; y si a aquel sucio ejemplar allí tirado le iban a pagar cien libras por la faena a Harry Donnell debieron pagarle por lo menos el doble. Desde luego, en estos asuntos variaban las tarifas. A un hombre se le podía mandar una semana al hospital por una cantidad relativamente razonable. Se pide más proporcionalmente por romperle a uno un brazo que por romperle los dos. Pormenores muy conocidos en ciertos círculos cuyas puertas había franqueado Essenden más de una vez, pero así y todo...

Así y todo, el suceso de aquella noche no era más que la confirmación del hecho de que Jill Trelawney no andaba escasa de fondos para llevar adelante su campaña. Cosa que ya había notado la policía en sus primeras hazañas al frente de los «Ángeles del Averno», que tanto le preocuparon y que había desencadenado sobre Scotland Yard la condena de su ineficacia pregonada por una Prensa histérica. Y si los «Ángeles del Averno» estaban dispersos y la propia Jill Trelawney era una criminal con su cabeza puesta a precio, con la sombra del patíbulo siguiéndole los pasos, parecía que aún contaba con fondos que le permitían seguir siendo la formidable forajida de antes. Claro que ahora estaba con ella el Santo, y los recursos del Santo, según creencia popular, eran inagotables. Además, estaba también el pequeño detalle de los doscientos mil francos desaparecidos en París.

El recuerdo de París le produjo una desagradable sensación de vacío en la boca del estómago, y recurrió a un trago de whisky para llenar dicho vacío... Porque el cartapacio y la cartera que al mismo tiempo que el dinero le habían quitado, y cuyo contenido ya habrían logrado descifrar la Trelawney o el Santo, eran trozos de información que si se relacionaban hábilmente y se estudiaban e investigaban, no era imposible que su propio nombre se viera complicado de un modo peligroso con cierto tráfico que la Ley veía con cara de muy pocos amigos, y que podía, sin dificultad, valerle cinco años de presidio a trabajos forzados y veinticinco azotes con un látigo de nueve nudos.

Consultó nuevamente su reloj y pensó extrañado en lo mucho que tardaban en regresar sus hombres. En aquel preciso momento oyó sonar un timbre en el fondo de la casa.

Tenía los nervios tan impresionables, que la repentina alteración del silencio le hizo temblar la mano hasta el punto de que parte del contenido del vaso se derramó sobre la mesa y le salpicó las botas. Colocó el vaso cuidadosamente encima de la mesa y se llevó la mano al bolsillo de la americana para tocarse el revólver, cuyo contacto le reanimó. Luego, medio vacilante de lo que le inducía a averiguar el origen de la llamada, se dirigió al vestíbulo, que estaba a oscuras. En el momento en que hacía girar el interruptor para iluminarlo, se repitió la llamada.

Abrió la puerta de la casa. En el umbral apareció Jill Trelawney, erguida y esbelta, con su sencillo traje de viaje, su cabellera de seda, libre de la peluca que tan eficazmente despistara a la famosa memoria del inspector general Teal, asomando por debajo de su pequeño sombrero que enmarcaba su exquisito y lindo rostro. A la vista de Essenden, la expresión de los ojos de Jill apenas dejó traslucir la más leve señal de reconocerle.

—Buenas noches —dijo con gran serenidad.

Essenden retrocedió vacilando, perplejo, pero ella, sin titubear, dio unos pasos hacia delante; y con la palabra resonándole en los oídos, lord Essenden se volvió para cerrar la puerta.

Decimos que dio unos pasos hacia delante. Esta fue, en efecto, la impresión de Essenden, pero, en realidad, Jill estaba casi pisándole los talones —lo bastante próxima para apoyarle fuertemente en el centro de la espalda, algo redondo y resistente que el lord comprendió no podía ser más que una cosa—, y cuando la joven habló su voz le hirió detrás de la oreja como un puñal.

—¡Arriba las manos! —le ordenaba Jill en el mismo tono tranquilo con que había dicho «Buenas noches».

Lord Essenden levantó las manos. Le pareció que el cerebro se le había paralizado... y entonces se dio cuenta de que dos minutos antes había estado a punto de que se lo paralizasen para siempre.

Miss Trelawney advirtió luz en un cuarto que había después del vestíbulo y empujó a lord Essenden hacía él. Este avanzó sin oponer resistencia, con los brazos en alto, entrando en la estancia que momentos antes abandonara.

Al llegar al centro de la habitación, Jill se detuvo y vio por encima del hombro, al hombre que, hecho un ovillo, estaba tirado en el rincón.

—¡Hola, Santo! —exclamó.