Capítulo 10

 

Estará pronto aquí. Joaquín sonrió traviesamente a su hermano desde un lateral del altar de la pequeña iglesia del pueblo.

Aprovecha los últimos minutos de libertad.

Y eso lo dice un hombre que se ha casado hace sólo un mes —Alex, el menor de los tres hijos de Juan Alcolar, se echó a reír—. Como experto hombre casado que soy, recomiendo el matrimonio.

Y lo había dicho en serio, pensó Ramón al ver cómo los oscuros ojos grises de Alex buscaban con la mirada a su esposa Louise, una inglesa alta y delgada de cabellos castaños que estaba sentada en uno de los bancos reservados para la familia con una niña en el regazo. Desde el momento en que Alex regresó de Inglaterra con Louise, los dos eran inseparables; el nacimiento de María Elena había coronado su amor.

Joaquín también había encontrado la felicidad con Cassie. Por fin se habían casado y ella estaba embarazada de su primer hijo, y su relación con Ramón y con su padre había mejorado considerablemente. Reconocer que amaba y era amado había cambiado la personalidad del hombre al que habían llamado El Lobo.

En secreto, Ramón reconocía que les tenía envidia. Sus hermanos disfrutaban de una felicidad que él también quería para sí.

Al haberse criado sin madre y sin saber que el hombre duro y agresivo al que consideraba su padre no lo era, añoraba la clase de familia que sus amigos tenían. Se había jurado a sí mismo que algún día formaría el hogar de sus sueños con una mujer a la que amara.

En ese caso, ¿por qué iba a casarse con Estrella? ¿Por qué estaba ahí, acompañado de sus hermanos, llevando la tradicional camisa que, para su total perplejidad, Estrella se había empeñado en hacerle ella misma?

Tengo que reconocer que estoy atónito —dijo Alex—. Si alguien me hubiera dicho que ibas a casarte, habría supuesto que lo harías con la encantadora Benita. Cuando todos creíamos que sólo tenías ojos para ella, de repente anuncias que vas a casarte con una chica de la que nunca te habíamos oído hablar. ¿Qué demonios te ha pasado?

Estrella es lo que me ha pasado —contestó Ramón, consciente de que era la verdad.

Él mismo se había hecho esa pregunta repetidamente y no había logrado darse a sí mismo una respuesta coherente.

Estrella. Desde el momento en que apareció en su vida no conseguía pensar en otra cosa; Benita,

la mujer más encantadora que había conocido, dejó de existir para él. Ni siquiera lograba recordar sus facciones, aunque tampoco se esforzaba por hacerlo. Sólo lograba pensar en la mujer con la que iba a casarse ese mismo día.

Mercedes siempre decía que, si llegabas a enamorarte, lo harías de verdad —intervino Joaquín—. Aunque también pensaba que ibas a tardar en enamorarte.

Mercedes se cree muy lista —dijo Ramón en tono irónico.      

Él no estaba enamorado. Estrella le tenía completamente hechizado, pero era algo exclusivamente físico.

No, no estaba enamorado. Era otra cosa completamente distinta.

No estaba seguro de creer en el amor; al menos, en lo que a él se refería. Sólo se había enamorado una vez, cuando era mucho más joven.

Nuestra hermanita tiene que aprender por sí misma lo que es el amor antes de pontificar sobre cómo afecta a los demás.

Bueno, puede que no tarde mucho en hacerlo —dijo el hermano mayor—. Lleva unos días que no es la misma, quizá esté pensando en alguien.

Si tienes razón, que Dios nos ayude —replicó Alex—. Mercedes se apasiona por las cosas más simples. ¿Os acordáis cuando aparecí yo en escena y creía que se había enamorado de mí antes de saber que yo era su hermano? Cuando se enamore de verdad, no sé qué le va a pasar.

Eso debe de ser genético —murmuró Joaquín irónicamente—. Lo que nos pasa es que tardamos en darnos cuenta.

Ramón pensó que sus hermanos, tan seguros de sus propios sentimientos y de los de sus esposas, no podrían entender los motivos que le estaban llevando a comportarse como lo estaba haciendo, a estar allí ese día.

Pero había algo que no se podía negar, su deseo por Estrella. Ésa era la razón que explicaba qué hacía ahí. No se trataba de un negocio ni de nada más.

Estaba ahí porque no podía estar en otro sitio, porque deseaba a Estrella.

Ahí está.

Ramón no estaba seguro de cuál de sus hermanos había pronunciado esas palabras, sólo sabía que los murmullos procedentes de la parte posterior de la iglesia significaban que Estrella había hecho su aparición. Si quería echarse atrás, ése era el momento de hacerlo.

Pero no quería. Tenía la absoluta convicción de que deseaba casarse con ella. Eso era lo único que quería en ese momento; en el futuro... ya se vería.

Bueno, ya vamos a empezar.

Esta vez fue Joaquín quien habló. Ramón dejó que su hermano mayor diera el visto bueno a su apariencia, colocándole la corbata antes de darle una palmada en el hombro.

Te ha llegado la hora, hermano.

Fue la palabra «hermano» lo que le conmovió. Después de todas las inevitables tensiones en su relación debido a lo poco convencional que era su familia, el inesperado empleo de ese término afectivo y la sonrisa traviesa que lo había acompañado lo enternecieron. Sintió alivio, alegría y gratitud, ajeno a la conmoción que había causado la entrada de su futura esposa. 

¡Oh, Dios mío! —murmuró Alex.

Esa exclamación y el tono de incredulidad con que había sido pronunciada lo sacó de su ensimismamiento.

¿Ramón?                                           

¿Qué?

Los murmullos y susurros a sus espaldas fueron aumentando paulatinamente, haciéndole imposible ignorarlos.

Ramón ya no podía seguir dando la espalda a los congregados. Tenía que volverse, tenía que mirar.

¡Cielos, estaba sumamente hermosa!

Eso fue lo primero que pensó. Casi se quedó sin respiración. Casi estaba mareado.

Estrella estaba increíblemente bella. Tan pronto como la vio, su cuerpo reaccionó con dureza y rapidez. Fue una reacción puramente carnal, no espiritual, y completamente fuera de lugar en aquel momento a los pies del altar.

Estrella iba sola, habiéndose negado a que su padre la condujera al altar. No llevaba velo ni tocado, pero su cabello, recogido en un moño, estaba adornado con diminutas flores blancas. Tenía el rostro algo pálido, pero su expresión era firme, y los ojos de ébano contrastaban con la palidez de su piel. Tan pronto como clavó esos negros ojos en él, el rubor le sonrojó las mejillas. 

Una cadena de oro con un colgante adornaba su garganta, el colgante era un brillante en forma de estrella que hacía juego con el anillo de compromiso; era el regalo sorpresa que él le había hecho la noche anterior.

Ramón la miró de arriba abajo y luego volvió a fijar los ojos en el rostro de ella.

¡Oh, Estrella! —murmuró Ramón—. ¡Oh, mi Estrella! 

«Mi padre sólo quiere deshacerse de una hija que tiene mala reputación». Las palabras de Estrella, pronunciadas la noche de la fiesta de su compromiso, resonaron en su cabeza. «Le pareces maravilloso porque le has quitado un gran peso de encima».

Ramón era consciente de las habladurías en relación con su boda. Una tía de Estrella había hecho comentarios sobre el traje de boda de su sobrina, sugiriendo que el blanco quizá no fuera apropiado, quizá lo mejor fuera elegir un color crema o azul.

Y Estrella había escuchado, pero no había hecho caso a nadie.

El vestido era largo, como la mayoría de los trajes de novia. Era de seda, de hermoso corte, extraordinariamente elegante. Era un traje de novia perfecto en lo que al diseño se refería, pero...

Ningún traje de novia se había hecho en ese color. Ningún traje de novia era escarlata.

«Mi Escarlata», pensó Ramón.

«Mi atrevida y valiente Estrella».

Ramón no podía soportar quedarse quieto ni un segundo más. No podía soportar esperarla mientras la veía vacilante, mientras notaba la inseguridad de su mirada.

Antes de ser consciente de que se estaba moviendo, Ramón se apartó del altar y avanzó por el pasillo central de la iglesia hacia ella con las manos extendidas.

Inmediatamente, la incertidumbre y la aprensión de la expresión de Estrella desaparecieron. Sonrió deslumbrantemente y, sujetando con una mano el ramo de flores, extendió la otra hacia él.

¡Mi Escarlata! ¡Mi hermosísima Escarlata! —le dijo Ramón en un susurro que sólo ella pudo oír. Después, se llevó la mano de Estrella a los labios y la besó. Vio el brillo de unas lágrimas en esos ojos oscuros y se dio cuenta de que, a pesar de las apariencias, Estrella no se sentía tan segura como se la veía.

Ramón le apretó la mano cariñosamente y le sonrió, viéndola ganar confianza en sí misma por el gesto.

¿Lista? —murmuró él, y Estrella asintió.

Firme, segura de sí misma, decidida... Estrella ya no vacilaba, todo rastro de inseguridad había desaparecido de su rostro.

Lista —repitió ella afirmativamente, y continuó avanzando hacia el altar.

Estrella se sintió como si estuviera flotando. Tenía la impresión de que sus pies apenas tocaban el suelo mientras daba los últimos pasos hacia el altar en compañía de Ramón, apoyándose en la fuerza de su brazo.                

Había llegado a la iglesia hecha un manojo de nervios. Las implicaciones de las palabras de Mercedes lo obsesionaban.

Amor.

Había intentado negarlo. Había intentado encontrar argumentos que lo negasen.

Pero era verdad y no sabía cómo había ocurrido.

Ahora, durante el recorrido por el pasillo central de la iglesia hacia el altar, sabía que era verdad.

Se había enamorado de Ramón.

Lo que sentía por él no se parecía en nada a lo que había sentido por Carlos. Ahora se daba cuenta de que jamás había estado enamorada de Carlos. Lo que había sentido por él era un capricho inmaduro, se había enamorado de la idea de estar enamorada. Nada más.

Lo que sentía por Ramón era completamente diferente. Era algo profundo, arraigado en lo más profundo de su ser, parte de su vida, de su alma. No podía vivir sin amarlo. Sin Ramón, no sería nada ni nadie, no habría futuro para ella.

Ser consciente de ello la había hecho titubear, le había dificultado andar. Las piernas le habían fallado cuando una oleada de pánico le recorrió todo el cuerpo, restándole fuerza.

Pero, en ese momento, Ramón se había vuelto y la había mirado.

Y luego había hecho mucho más que eso. Ramón se había apartado del altar y había ido a su encuentro, extendiendo una mano hacia ella.

«¡Mi Escarlata!», le había dicho. «¡Mi hermosísima Escarlata».

Quizá no fuera mucho; desde luego, no era todo lo que ella quería. No era una ardiente declaración de amor, pero tampoco la había esperado.

Cuando Ramón le sonrió, ella tuvo la certeza de que le seguiría a cualquier parte. Ya no dudaba de su amor por él.

¿Y Ramón?

Sabía que se iba a casar con ella. Iban a empezar una vida juntos, pero sólo debido a motivos económicos, no sentimentales. Se trataba de un matrimonio de conveniencia. También era un matrimonio con pasión, pasión física; mientras tuvieran eso, tenían algo en común.

Ramón tenía lo que quería, la empresa de televisión; más bien, la tendría al final de ese día. Pero también la deseaba, eso lo había dejado muy claro. Su deseo por ella era innegable. Durante el tiempo que la deseara, estarían juntos.

Y mientras estuvieran juntos, siempre cabía la posibilidad de que Ramón empezara a sentir algo más por ella. Estaba decidida a mantener esa pasión viva, a incentivarla, a hacerla crecer.

Para empezar era suficiente. Sólo podía esperar que, con el tiempo, se convirtiera en otra cosa.

Esa idea fue lo que le hizo sobrellevar la larga ceremonia y el banquete que siguió. En esos momentos, no podía hacer nada; pero esa noche, cuando se quedaran a solas en la mansión de la Costa Brava que Juan Alcolar les había dejado para pasar la primera noche de su luna de miel, ella iba a empezar a tejer los hilos de su unión. 

Iba a salir bien, sabía que podía ser así.

Tenía que ser así.

Porque de no salir bien, su matrimonio no tenía futuro. Si no conseguía transformar la pasión de Ramón por ella en algo más profundo, el deseo acabaría desvaneciéndose y no quedaría nada. De ser así, al final lo perdería. Ramón se alejaría de ella para siempre.

Pero disponía de tiempo e iba a hacer todo lo posible por aprovecharlo bien.

E iba a empezar esa misma noche.