Capítulo 3
Ramón cerró la puerta con el pie, tiró las llaves en la consola y se pasó las manos por el rostro antes de pasear la mirada por el vacío y silencioso piso con expresión sombría.
Llevaba dos semanas fuera de sí. No sabía explicar los sentimientos que le turbaban. Lo único que sabía era que no era el mismo.
Hasta hacía dos semanas controlaba su vida; todo bien organizado, todo tal y como él quería que fuese.
Salvo una excepción.
Una excepción que le había impedido conseguir la cadena de televisión Medrano. Y esa excepción le había trastornado la vida.
No.
Se mesó los cabellos y se frotó las sienes para aliviar la tensión que desde hacía días se había apoderado de él.
No era la cadena de televisión la culpable de la pérdida de control, sino Estrella Medrano. Ella era la culpable de que su vida no fuera como antes.
Necesitaba una copa.
De camino hacia la cocina para abrir una botella de vino, del mejor que la viña de su hermano Joaquín producía, vio la luz parpadeante del contestador automático y, al mirar, vio que tenía cinco mensajes.
No le sorprendió. Estaba tan distraído últimamente, que apenas había pasado tiempo en su casa; cuando no estaba trabajando, estaba en casa de su padre y visitando a Joaquín para ver cómo se recuperaba del reciente accidente que había sufrido.
Ramón pulsó el botón de escucha de los mensajes y continuó el camino hacia la cocina.
—Ramón, ¿dónde te has metido?
Ramón sonrió al oír la voz de su otro hermano. Alex, que acababa de ser padre por primera vez, se pasaba el día entero hablando de la niña con la familia. Esa semana, se había perdido unas cuantas noticias y Alex estaba determinado a ponerle al día.
Ya había abierto la botella de vino y se estaba sirviendo una copa cuando empezó el segundo mensaje.
—¿Señor Dario?
Era una voz de mujer, titubeante y baja.
Ramón dejó la botella en el mostrador, alzó el rostro y miró hacia la puerta, toda su atención en el mensaje.
La última vez que había oído esa voz había sido en el elegante castillo de Medrano.
Empezó a recordar los acontecimientos que tuvieron lugar allí.
¡Maldición! No se había enterado de lo que decía el mensaje. ¿Qué habría impulsado a Estrella Medrano a llamarlo después de haberle dicho que jamás volverían a verse?
El tercer mensaje se refería a una cuestión de trabajo de poco interés e importancia.
El cuarto...
—¿Señor Darío? He estado intentando ponerme en contacto con usted.
¡Estrella lo había llamado otra vez!
No le dijo nada, sólo que ya lo había llamado y que volvería a intentarlo. No había dejado número de teléfono ni le había pedido que la llamara.
Iba a pulsar la tecla para oír el primer mensaje que ella le había dejado cuando sonó el timbre de la puerta, volviendo a interrumpirlo.
Al abrir se quedó de piedra. Se trataba de la última persona a la que hubiera esperado ver.
—¡Es usted!
Estrella Medrano estaba en el descansillo. Llevaba unos pantalones vaqueros gastados, camiseta y las manos en los bolsillos de una chaqueta de lino.
—¿A qué ha venido?
—Creí que lo sabía.
—¿Cómo voy a saberlo?
La voz le había salido dura, pero había pasado un mal día al cabo de un par de semanas difíciles y no estaba de humor para cortesías con una mujer que, la última vez que le había visto, le había dicho que no quería volver a verlo nunca.
—Entiendo. En fin, si le resulta inconveniente en estos momentos, será mejor que me vaya...
—No.
¿Qué le pasaba? Había abierto la boca para decir que sí, pero había respondido que no.
El subconsciente se había apoderado de él.
—Pase.
Notó que la voz le traicionaba. Dejaba adivinar la incómoda sensación que la presencia de esa mujer le causaba. Verla le hizo recordar las desasosegadas noches que había tenido que soportar desde su visita al castillo de Medrano.
Al salir del castillo, no había podido borrarla de sus pensamientos. Estrella lo acosaba durante el día y le perturbaba durante las noches; su hermoso rostro y su alto y esbelto cuerpo ocupaban sus sueños. Unos sueños repletos de las imágenes más eróticas que había imaginado en su vida. Imágenes— de sí mismo con esa mujer juntos en la cama, el sedoso cuerpo de ella junto al suyo, las piernas entrelazadas y su boca en...
—¡No! —dijo él, consciente de que respondía a sus propios pensamientos—. No me resulta inconveniente en absoluto.
El aroma del perfume de ella al pasar por su lado casi le hizo perder el control. Ramón tragó saliva y trató de ignorar el deseo que esa mujer despertaba en él. Esperaba que Estrella dijera lo que tuviera que decirle y se marchara inmediatamente.
Tal y como estaban las cosas, sabía que le esperaba otra mala noche de la que se despertaría bañado en sudor. Tomó un sorbo de vino de la copa que tenía en la mano en un esfuerzo por refrescarse.
—¿Le apetece algo de beber? —preguntó Ramón, recordando sus modales.
—Bueno, gracias.
El tono de ella parecía haber sido de agradecimiento. Lo que quería decirle debía ser importante para haberla hecho ir a su casa.
—¿Una copa de vino tinto?
—Perfecto.
—Voy por una copa.
Con horror vio que ella lo seguía hasta la cocina, a pesar de haber esperado contar con unos minutos a solas para recuperar la compostura. Sentía un incómodo picor en la piel y se debía a ella.
La camiseta blanca que Estrella llevaba se ajustaba a sus senos y subrayaba su estrecha cintura. Sus nalgas enfundadas en los vaqueros le producían casi agonía. El largo y lustroso cabello negro estaba recogido en una cola de caballo, dejando al descubierto sus perfectos rasgos. Un ligero maquillaje realzaba los prominentes pómulos de esa mujer y las curvas seductoras de su boca.
Después de servirle la copa de vino, Ramón la condujo hasta el cuarto de estar y la invitó a sentarse en un sillón de piel; pero él permaneció de pie, apoyado contra la chimenea.
—Bueno, ¿a qué debo el honor de esta visita? —preguntó Ramón al darse cuenta de que ella no parecía inclinada a romper el incómodo silencio—. Supongo que se trata de algo en particular, que no ha venido a ver cómo vivimos los simples mortales.
—No, no es por eso.
—En ese caso, ¿le importaría decírmelo?
¿Cómo iba a decírselo?, se preguntó Estrella en silencio. La idea le había parecido perfecta cuando se le ocurrió, pero ahora se le antojaba algo imposible. Tan pronto como Ramón abrió la puerta, su confianza en sí misma se desvaneció.
Se le había olvidado lo alto que era, lo imponente; y aún en el caso de haber estado preparada, el impacto de su perfecto rostro le habría quitado el sentido. Era evidente que Ramón acababa de volver de su oficina o de algún lugar similar, y la camisa gris y los pantalones del traje hacían resaltar su corpulencia varonil.
No llevaba puesta la chaqueta, debía habérsela quitado; llevaba aflojada la corbata granate y negra, y también se había desabrochado el botón superior de la camisa. El trozo de garganta que se le veía mostraba una piel dorada por el sol.
Se le había secado la boca de mirarlo, y los nervios por lo que tenía que decirle no ayudaban.
—¿Y bien? —insistió Ramón con clara impaciencia—. ¿A qué ha venido?
—Yo... necesito hablar con usted.
—¿Sobre qué? ¿Sobre otra proposición matrimonial?
Estrella tragó saliva.
—Yo... —pero la voz se le quebró.
Ni siquiera otro sorbo de vino la ayudó.
—¿Qué ocurre, señorita Medrano? ¿La ha enviado su padre para tratar de convencerme de que acepte su propuesta? ¿O es que usted no se ha atrevido a decirle que la he rechazado y su padre quiere conocer mi respuesta?
Dolida por el tono de voz de él, Estrella intentó enderezarse en el asiento, obligándose a mirarle a los ojos grises.
—Mi padre no sabe que he venido.
Eso le sorprendió y, durante un segundo, se le notó en la expresión. Pero al momento, Ramón recuperó el control y la miró fríamente.
—¿No lo sabe? En ese caso, ¿dónde piensa que está usted?
—Con unas amigas. Le he dicho que venía a la ciudad a ver a una antigua amiga del colegio.
—Y la antigua amiga del colegio soy yo, ¿no?
—Mmmmm.
Fue lo único que Estrella consiguió pronunciar, la voz la había abandonado de nuevo.
—No sólo se presenta en mi casa sin previo aviso, a pesar de haberme dicho que no quería volver a verme nunca, sino que también ha mentido a su padre al respecto. Supongo que no le extrañará que me pregunte por qué es tan importante esta visita para usted.
Tenía que decírselo ya. Estrella volvió a beber un sorbo de vino con la esperanza de que le diera el valor que necesitaba. Todavía no había decidido cómo iba a exponer el asunto. La idea, que se le había ocurrido en la oscuridad de la noche en su dormitorio del castillo, le había parecido la solución perfecta. Pero ahora, a la luz del día, en el elegante piso de Ramón y delante de él, su convicción la había abandonado.
Fue entonces cuando recordó cómo había pensado enfocar el tema. Iba a empezar, y si veía que no iba a funcionar, podía callar sin haber dicho lo realmente importante.
Eso le hizo recuperar algo de confianza en sí misma y encontrar el valor necesario para comenzar.
—Yo... he venido a pedirle disculpas.
Ramón se sorprendió, no había esperado eso. Se quedó muy quieto, con la copa de vino alzada, mirándola fijamente. Después, sacudió la cabeza.
—Me parece que no la he oído bien. Me ha parecido oírle...
—Que he venido a disculparme.
No la creía. Los ojos grises de Ramón estaban llenos de escepticismo.
—¿Disculparse por qué?
Estrella empezó a perder de nuevo la compostura y bebió otro sorbo de vino para darse fuerzas. Pero el temor volvió a apoderarse de ella, ahogándola, haciéndola colocar la copa de vino encima de la mesa.
—Disculparme por... el comportamiento de mi padre y el mío... cuando usted vino al castillo. No deberíamos haber... Me he sentido muy mal.
Estrella clavó sus grandes y oscuros ojos en los marcados rasgos del rostro de Ramón. La expresión de él permaneció inescrutable y dura.
—Yo... lo siento.
Estrella deseó que Ramón dijera algo, lo que fuera, cualquier cosa. Sin embargo, le vio vaciar su copa antes de tomar asiento en el enorme sofá que hacía juego—con el sillón que ella ocupaba. Le vio adoptar una postura de cómodo abandono con las piernas estiradas y cruzadas a la altura de los tobillos.
Pero los ojos de Ramón permanecieron vigilantes.
—Ramón... —dijo ella, incapaz de seguir soportando el silencio reinante.
Pero Ramón la interrumpió.
—Repita lo que ha dicho —ordenó él con brusquedad—. Diga de nuevo lo que acaba de decirme.
¿Qué quería ese hombre... prueba de su honestidad? ¿O sólo quería humillarla por medio de hacerla repetir una y otra vez la razón por la que había ido?
—¿Que quiero pedirle disculpas? Así es. Quiero hacerlo. Mi padre ha cometido un error al preguntarle.,.
—Hizo algo más que preguntarme.
—Lo sé. Le puso como condición para venderle la cadena de televisión que se casara conmigo. Jamás debería haberlo hecho. Y yo...
El coraje que necesitaba casi la abandonó. Hizo una pausa para respirar profundamente antes de encontrar las fuerzas necesarias para proseguir.
—No debería haber reaccionado como lo hice.
Esos ojos grises seguían clavados en ella, examinándola.
—Casi podría creer en la sinceridad de sus palabras —dijo Ramón por fin.
—¡Estoy siendo sincera!
Estrella quería que la creyera. Necesitaba que él la creyera. De no ser así, sus esperanzas se verían truncadas.
—Le repito que he sido sincera —le aseguró Estrella inclinándose hacia delante en su asiento con los ojos fijos en él—. Espero que me crea.
Pero Ramón no pareció inmutarse. Sin contestarle, se limitó a seguir mirándola fijamente, a la espera. Hasta que el silencio se le antojó a ella insoportable.
—Mi padre no debería haberle puesto esa condición, al margen de los motivos que haya tenido para hacerlo. Y yo debería haberle dicho desde el principio que lo sabía; bueno, mejor dicho, que suponía que mi padre iba a hacer lo mismo que había hecho con anterioridad. Debería habérselo dicho desde el momento en que lo vi.
—Pero no lo hizo.
—No, no lo hice.
—¿Le importaría decirme por qué?
¿Quería decírselo? ¿Estaba dispuesta a decírselo? Y más importante aún, ¿hasta qué punto podía explicarle la situación? No lo sabía.
—Yo... —el coraje volvió a fallarle.
En vez de proseguir, Estrella agarró la copa de vino y bebió lo que le quedaba.
—Preferiría que no se emborrachara —comentó Ramón burlonamente—. No me gustaría tener que llevarla a su casa completamente ebria.
—¡No estoy borracha! —protestó ella indignada, a pesar de sentir un intenso calor subiéndole hasta las mejillas.
—Le falta poco. Vamos, dígame, ¿tan terrible es lo que tiene que decirme que necesita emborracharse para hacerlo?
Le resultaría más fácil borracha, reconoció Estrella para sí misma. Cierto grado de embriaguez le haría menos difícil la tarea de decirle a ese hombre que no había dejado de pensar en él ni un momento desde que se conocieron, que no había noche que no soñara con él. Había intentado olvidarlo, pensar en cualquier cosa menos en él, pero no lo había conseguido. Estaba obsesionada con él.
Pero no se atrevería a admitir eso; al menos, mientras esos ojos grises siguieran examinando cada gesto suyo.
Sintiéndose sumamente incómoda, Estrella dejó la copa en la mesa y se la quedó mirando para evitar los ojos de Ramón.
—¿Y bien, doña Medrano? —inquirió Ramón pronunciando provocativamente el «doña», retándola.
—¡Sabe perfectamente cómo empezó todo esto! ¡Todo el mundo lo sabe! Por eso es por lo que mi padre está empeñado en sobornar a cualquier para que se case conmigo. Lo sabe, no lo niegue. Fue usted mismo quien sacó a relucir a Carlos en la conversación el otro día.
Ramón le había dicho que no quería los restos dejados por Carlos Perea, palabras que le dolieron como puñaladas en el corazón. Y ahora, al mirarle a los ojos, vio la misma expresión de desdén en él.
—Vaya, volvemos a hablar de Perea. Realmente me gustaría conocer la verdad de lo que pasó. ¿Qué ocurre... quiere negar lo que hubo entre usted y él? ¿Va a decirme que se trata sólo de rumores sin fundamento?
«¡Ojalá pudiera!», pensó Estrella.
—No —murmuró ella con pesar—. No voy a negarlo, no podría.
—En ese caso, ¿va a explicarme por qué tuvo relaciones con un hombre casado e hizo que abandonara a su mujer y a sus tres hijos... por usted?
—Dos —le corrigió Estrella en voz baja y a la defensiva—. Dos hijos.
—¿Y eso cambia en algo las cosas?
—No, en nada.
No había nada que le tranquilizara la conciencia. Y tampoco parecía haber nada con lo que lograra limpiar su nombre y su reputación.
—Exacto, en nada —dijo Ramón con cinismo al tiempo que se levantaba del sofá, alejándose de ella como si no pudiera soportar la proximidad—. Supongo que a usted no le importó destrozar la vida de su mujer y de sus hijos cuando les dejó para irse con usted. No, eso no le importó, ¿verdad? Usted consiguió lo que quería y le dio igual la tragedia que pudiera suponer para otras personas.
Estrella no había creído posible sufrir aún más de lo que había sufrido ni que el recuerdo de lo ocurrido le pesara aún más de lo que le había pesado. Pero jamás se había sentido tan mal como se sentía en ese momento; tan desolada, tan desdeñada... Ni siquiera cuando descubrió la verdad respecto a Carlos la realidad le pareció tan sórdida como ahora, al oír las palabras de Ramón.
No podía soportarlo más. Se levantó del asiento, se obligó a mantener la cabeza alta y le retó con la mirada.
—No fue como usted piensa, señor Darío.
Se alegró del control de su voz. Había dejado de titubear, aunque con esfuerzo.
—¡No fue así en absoluto! Pero, por supuesto, no espero que me crea. Me había preguntado si usted sería diferente a los demás, ahora sé que no. ¡Ahora sé que estaba equivocada! Usted no es diferente, es igual que los demás, igual que mi padre...
—¡No, de eso nada!
Había encontrado un punto débil en Ramón. Él estaba furioso. Sus ojos grises lanzaban chispas.
—¡Sí, claro que sí! —le espetó ella—. Usted ve lo que quiere ver, cree lo que quiere creer. No le interesa examinar las cosas y descubrir la verdad.
—¿Acaso quiere decirme que...?
—No quiero decirle nada, excepto buenas noches.
Estrella se dio media vuelta y agarró su bolso dispuesta a marcharse.
—Buenas noches, señor Darío —logró decir apretando los dientes—. Gracias por la copa de vino. Me gustaría decirle que ha sido un encuentro agradable, pero prefiero no mentir.
Estrella pensó que iba a dejaría partir. Cuando él se quedó observándola mientras cruzaba la estancia, lo creyó. Y, por supuesto, sus esperanzas de que él la ayudara se habían visto frustradas.
Pero no era eso lo que hizo que las lágrimas afloraran a sus ojos cruelmente, sino saber que, una vez más, su empeñó en convencer a alguien de que no era la clase de persona por quien se la tomaba se había visto frustrado. Y aunque casi era un desconocido, no soportaba la idea de que Ramón se contara entre la lista de todos aquellos que la habían condenado sin oír su versión de los hechos.
Ahora ya no le quedaba nada.
El camino hacia la puerta se le antojó interminable.
—Estrella.
No había esperado volver a oír la voz de Ramón y, al principio, dudó de haberla oído. Pero cuando él volvió a hablar, se convenció.
—Estrella, no te vayas.
Era la primera vez que la tuteaba y ella se detuvo. Era la primera vez que la había llamado por su nombre de pila, y oír su nombre de los labios de él le pareció un sonido perfecto. El corazón empezó a latirle con fuerza.
Sin embargo, no se atrevió a volverse y mirarlo. Tenía demasiado miedo de ver lo que hubiera en sus ojos. Si iba a marcharse, prefería hacerlo en ese momento.
Si titubeaba, quizá jamás volviera a poder moverse.