Capítulo 1
Estrella se detuvo delante de la puerta con la mano en el pomo y trató de tranquilizarse. Necesitaba estar preparada para el enfrentamiento que la esperaba con el hombre que estaba al otro lado de esa puerta.
Había creído erróneamente que su padre se había dado por vencido, que había cejado en su empeño de casarla con alguien «apropiado». Sin embargo, hacía un rato había entrado en su dormitorio para anunciarle que el hombre con el que iba a tener una importante cita de negocios aquel mediodía quería hablar con ella. Entonces, con una desagradable sensación en el estómago, se había dado cuenta de lo equivocada que estaba.
De haber podido escapar lo habría hecho, pero la experiencia le había demostrado que eso no le serviría de nada, que la única forma de manejar la situación era enfrentándose a ella.
Respiró profundamente, se tocó el liso y negro cabello, enderezó sus estrechos hombros y entró.
El estaba de pie delante del ventanal de la pared opuesta a la de la puerta. Alto y fuerte, de espaldas a ella, mirando al jardín por la ventana.
—¿Es usted el señor Darío? ¿El señor Ramón Juan Francisco Darío?
Su voz, dura y brusca debido a la tensión, le hizo volver la cabeza.
—Sí, lo soy. ¿Usted es Estrella Medrano? —la respuesta de él sonó tan dura como la de ella.
—Mi padre me ha dicho que quería verme.
Estrella no se molestó en contestar a la pregunta, lo que provocó un gesto ceñudo en él.
¿Qué había esperado ese hombre? ¿Que iniciarían la conversación con amables tonterías? Sabía el motivo por el que él estaba ahí, lo que no se prestaba a una charla amistosa.
—Sí, quería hablar con usted.
—¿No había venido para ver a mi padre?
—Sí... quería comprar su canal televisivo.
—¿Y lo ha conseguido?
—Aún... estamos en tratos.
Claro, pensó Estrella cínicamente. Por supuesto que aún estaban en tratos, lo que significaba que ese hombre era «otro más». Otro más de la lista de posibles candidatos con quien casarla a cambio de dinero.
—¿Demasiado cara para usted? —preguntó ella despacio, pasándose las húmedas palmas de las manos por los costados de la falda negra de seda que llevaba con una blusa blanca.
—No, en absoluto. Estoy dispuesto casi a pagar cualquier precio.
Él empezó a avanzar hacia ella, su estilizado cuerpo lleno de potente energía. Estrella se estremeció, aunque no sabía si se debía a hostilidad o a miedo. Lo único que sabía era que, a pesar de lo grande que era la estancia, se le antojó demasiado pequeña en ese momento.
—¿Así que realmente quiere la empresa?
—Sí, así es.
Debía ser así, si estaba dispuesto a acatar las condiciones impuestas por su padre... si estaba dispuesto a venderse, y a comprarla a ella, con el fin de hacerse con la empresa. Su padre debía pensar que, en esa ocasión, había acertado con ese hombre.
Si no había perdido del todo el sentido común, debía aprovechar ese momento para decirle que conocía perfectamente la situación y que no tenía sentido continuar. Al margen de lo que le hubiera dicho a él su padre, ella no estaba dispuesta a aceptar la propuesta.
Pero Ramón Darío no era lo que había imaginado. En primer lugar, no se parecía a su padre, Rodrigo Darío; éste era un hombre alto, moreno y entrado en carnes, con cabello negro y ojos igualmente oscuros. Y nadie le había considerado un hombre guapo.
Por el contrario, Ramón era un hombre deslumbrante. En cierto modo, era todo lo que su padre no era.
Ramón era mucho más alto que Rodrigo y, aunque de cabello oscuro, el sol le confería reflejos cobrizos. Sus ojos grises resaltaban en el rostro angular y bronceado por el sol.
La madre de Ramón Darío, fallecida hacía años, cuando él era pequeño, había sido inglesa.
Era más alto que Rodrigo y mucho más delgado, aunque musculoso y de anchas espaldas. Su cuerpo parecía perfecto bajo el traje de exquisito corte.
—Dígame, ¿por qué quería verme? —preguntó ella, como si no lo supiera.
—Quería hablar con usted.
—Y... ¿siempre consigue lo que quiere?
Estrella necesitaba poner punto final a la situación para poder marcharse; para volver a su habitación, a su acostumbrado aislamiento. Para volver a recibir la miradas de reproche de su padre, que tantos años había soportado, sin conocer ninguna otra expresión por parte de él. Para volver a la censura social a la que se veía sometida.
—Es ésa... —decía la gente a sus espaldas—. Ésa es la hija de Medrano, la que hizo que Carlos Perea se separara de su mujer y la dejara sola con dos niños pequeños. Y eso que Carlos podría ser su padre.
—¿No quiere sentarse?
Ramón le indicó un sillón con la mano.
—¿Es necesario?
No había motivo alguno para ponerse nerviosa ante la posibilidad de estar más cerca de él. ¿Por qué reaccionaba de esa manera delante de ese hombre? Incluso la leve fragancia del agua de colonia que olió cuando él se movió la hizo reaccionar. Un calor líquido le corrió por las venas.
Nunca se había acercado tanto a ninguno de los otros... desde lo de Carlos.
—Prefiero quedarme de pie.
—¿No le gustaría estar más cómoda?
—Si quiere que le diga la verdad, lo que preferiría es estar en cualquier sitio menos aquí.
—Le aseguro que no la retendré mucho tiempo.
El tono de él fue frío y distante.
—Y yo le aseguro que no me interesa nada de lo que pueda decirme.
Ramón le lanzó una gélida mirada.
—¿Me permite sugerirle que espere a oír lo que tengo que decirle antes de juzgar si le interesa o no?
Ramón la miró de arriba abajo con frialdad, haciéndola sentirse como un objeto.
Ninguno de los otros la había producido semejante sensación de malestar. Sintió deseos de decirle exactamente lo que pensaba, pero logró controlarse a sí misma.
—En ese caso, diga lo que sea —logró responder Estrella.
—De acuerdo, lo haré.
Ramón se pasó una mano por el oscuro cabello, revolviéndoselo momentáneamente.
Estrella no pudo evitar pensar que sus cabellos estarían así recién levantado, y una oleada de deseo recorrió su cuerpo. Lo imaginó en la cama, con el pelo revuelto y los ojos grises clavados en la mujer... sonriendo.
La idea hizo que el corazón le latiera con fuerza. Nunca había sentido nada así por un hombre. Nunca. Ni siquiera por Carlos.
Carlos, el principio de todo aquello. El hombre cuya maligna influencia le había destrozado la vida, incluso a pesar del tiempo que había transcurrido. Incluso desde la tumba.
Pero Carlos nunca la había hecho sentirse así.
¿Por qué estaba pensando eso? No podía evitarlo. Ese hombre tenía algo que afectaba profundamente su femineidad.
—Hay un problema; es decir, tenemos un problema.
La dura voz de Ramón Darío la devolvió a la dura realidad, desvaneciendo sus caprichosas fantasías.
—¿Qué quiere decir con eso de que «tenemos»? ¿Por qué me incluye?
—Porque su padre ha creado un lazo de unión entre los dos.
Por fin lo reconocía. De repente, al contrario que en las otras ocasiones en las que se había visto en esa situación y en las que había deseado sacar los trapos sucios cuanto antes y acabar con el asunto, Estrella descubrió con asombro que quería todo lo contrario. Deseaba evitar que Ramón le propusiera algo que su padre le había forzado a proponer.
Porque si lo hacía, ella tendría que darle una respuesta.
Y la respuesta tenía que ser negativa.
Siempre era un no. Desde el momento en que su padre decidió «redimirla» de la mancha del pasado por medio de garantizarle un matrimonio respetable, Estrella había tenido que soportar ese tipo de situaciones repetidamente. Si Ramón Darío pensaba que podía adquirirla como parte de un trato de negocios, como un extra añadido a la cadena televisiva, iba a obtener la misma respuesta que los anteriores.
No.
Sin embargo, a pesar de anticipar la respuesta, no pudo evitar sentir cierto pesar. Por primera vez desde que su padre había comenzado esa campaña para casarla, ella se preguntaba...
—Su padre ha sugerido un precio que yo aceptaría encantado —continuó Ramón, interpretando el silencio de ella como disposición a escuchar—. Y, por supuesto, quiero la empresa. Pero hay condiciones, condiciones que la afectan a usted. Su padre quiere que nos casemos. A menos que me case con usted, no me venderá la empresa.
A pesar de ser lo que había esperado que ocurriera, Estrella, consciente de que no había forma de echarse atrás, sintió un gran sentimiento de pérdida. La esperanza de que ese hombre se hubiera negado a dejarse comprar se quebró.
Una estúpida esperanza por su parte.
Ramón Darío era igual que los demás. Era un hombre cruel, ambicioso, decidido a conseguir lo que quería a cualquier precio y pasando por lo que tuviera que pasar. E ignorando completamente los sentimientos de ella.
—Estrella —dijo Ramón al ver que ella guardaba silencio—, ¿ha oído lo que le he dicho? Su padre quiere que me case con usted.
—Lo sé —respondió Estrella en voz baja; tan baja, que a él le costó darse cuenta de que había respondido.
—¡Lo sabía! —exclamó Ramón, incapaz de contener su asombro.
¿Cómo podía reaccionar con semejante calma? ¿Cómo podía mostrar semejante indiferencia a lo que su padre estaba haciendo? ¿Habría estado implicada en la trama con su padre desde el principio?, se preguntó Ramón con repugnancia. ¿Y si lo había elegido ella misma y se lo había dicho a su padre? La idea le hizo sentirse como un trozo de carne en el mostrador de una carnicería.
—¿He oído bien? ¿Ha dicho que lo sabía? —insistió Ramón con renovada repugnancia.
—Sí.
—¿Cómo... cómo es que lo sabía? Tengo derecho a una explicación, dado que ha estado jugando conmigo.
La acusación la hizo reaccionar. Estrella alzó la barbilla con gesto desafiante y sus negros ojos brillaron.
—De acuerdo, le daré la explicación que me pide. Pero se lo advierto, no va a gustarle. ¿Cree que es usted el primero? ¿Cree que es el único hombre al que mi padre ha querido comprar para mí?
—¿No lo soy?
Estrella sacudió la cabeza enfáticamente, unas hebras de su cabello acariciando su rostro lívido.
—Ni es el segundo, ni siquiera es el tercero.
¿Acaso esa mujer se había propuesto destrozar su ego por medio de darle una lista de los candidatos que le habían precedido, de todos los hombres a los que ella había preferido?
—Ahórreme los morbosos detalles —dijo Ramón—. Déme un número aproximado.
Aquella era la Estrella Medrano que Ramón había temido que fuera, la clase de mujer que había oído que era. Se había dejado engañar por el aspecto de ella, porque no era como la había imaginado.
La había imaginado una mujer baja, voluptuosa y alocada. Una mujer con su reputación tenía que ser alocada. La había imaginado con pelo corto y falda aún más corta, el rostro muy maquillado. La había imaginado vestida con ropa colorida y estrafalaria.
Pero Estrella tenía más altura de la que había supuesto, era más delgada, sosegada y elegante. De rostro ovalado y pómulos prominentes. Sólo sus oscuros y sedosos cabellos sugerían la promesa de la pasión.
Era una mujer hermosa. Era una mujer deslumbrante, pero tan fría y dura como un diamante.
No había creído los rumores sobre ella, pero ahora sí. Sí, claro que los creía. Ella los había confirmado. Su padre y ella estaban compinchados para conseguirle un marido.
—¿Cuántos?
—Diez —respondió ella clara y fríamente—. Nueve antes de usted. Usted es el décimo. Le advertí que no iba a gustarle la respuesta.
—Tiene razón, no me ha gustado —contestó Ramón—. No me ha gustado la respuesta y no me gusta usted. No me gusta que me manipulen.
—Yo no he manipulado... —comenzó a decir Estrella, pero se interrumpió cuando sus negros ojos vieron los destellos de ira que salían de los ojos grises de él.
—Sabía lo que pasaba.
—Sí —admitió ella.
—¿Y no se le ha ocurrido pensar que habría sido adecuado advertirme de que lo sabía?
Pero Estrella había vuelto a alzar la barbilla, fijando los ojos en él con gesto retador.
—¿Y usted se atreve a hablarme de lo que es adecuado? —le espetó ella—. No tiene derecho a decirme lo que debería o no haber hecho. ¡Al fin y al cabo, usted estaba dispuesto a acceder al plan de mi padre?
Pero Ramón no se dejó amedrentar. Sabía cuál iba a ser su respuesta desde el momento en que Alfredo Medrano le hizo aquella inaceptable propuesta.
—¡Por supuesto que no!
—¿No? —inquirió Estrella con ironía—. En ese caso, ¿qué está haciendo aquí?
Era una pregunta que Ramón ya se había hecho a sí mismo. ¿Qué demonios estaba haciendo ahí, soportando la petulancia de esa morena belleza?
Una bella mujer de ojos negros cuya presencia física era imposible de ignorar.
¿Cómo podía esa mujer hacer una cosa así? ¿Cómo podía ser tan agresiva, tan cínica, tan hostil, tan irritante y... hermosa hasta el punto de no dejarle pensar con claridad?
—Sabe perfectamente qué estoy haciendo aquí. He venido para...
—En principio, ha venido para negociar la compra de la empresa, eso ya lo sé. Pero también ha admitido que mi padre no iba a vendérsela.
—A menos que acepte sus condiciones.
—A menos que acepte sus condiciones —repitió Estrella burlonamente—. Y, a pesar de ello, se ha quedado. Me preguntó por qué.
—Sabe por qué me he quedado —respondió Ramón con voz ronca, luchando contra un deseo carnal que casi le causaba dolor físico.
La garganta se le había secado y la voz le había salido ronca y dura.
—Me he quedado para hablar con usted —añadió él.
—Se ha quedado, tal y como mi padre le ha ordenado, para proponerme matrimonio.
—Piense lo que quiera.
—Usted mismo me ha dicho que quería la cadena de televisión.
—Sí, claro que la quería, pero no con tanta desesperación. No tanto como para casarme con usted.
Había tocado una fibra sensible, notó Ramón con una sonrisa de satisfacción al verla parpadear.
—No tengo planes de casarme por el momento. ¿Por qué iba a querer atarme cuando hay cientos de mujeres bellas en otros lugares? Pero aunque quisiera casarme, tengo mi orgullo. Preferiría elegir con quien me caso, no porque acepte un soborno.
—En ese caso, no se preocupe, ni siquiera tendrá la oportunidad de aceptar el soborno.
Estrella se negó a permitir que las lágrimas afloraran a sus ojos. Ya había llorado por hombres que no merecían ni una lágrima suya. Después de soportar la manipulación sentimental de Carlos, los insultos de Ramón no eran nada en comparación.
Al menos, no deberían habérselo parecido. Sin embargo, las palabras de ese hombre le habían hecho mucho daño.
—¡Yo no me casaría con usted por nada del mundo! —le espetó ella—. Ni aunque me lo pidiera...
—Cosa que no haré.
—Pero si me lo pidiera, no lo haría —insistió Estrella apretando los dientes.
—En ese caso, disfrute imaginándolo —le contestó Ramón—. Porque, créame, eso es lo único que va a conseguir, imaginárselo. No tengo intención de condenarme a cadena perpetua, a pesar de que sea la mujer más atractiva que he visto en mucho tiempo.