Capítulo 14
Estrella no podía creer que se hubiera dormido. Lo había hecho sin darse cuenta. Lo único que sabía era que había cerrado los ojos un momento y, al abrirlos otra vez, la luz era diferente. Una rápida mirada al reloj le dijo que eran las cuatro de la madrugada. La hora más oscura de la noche.
La hora más oscura es justo antes del amanecer. Un amanecer sentimental sólo podía ocurrir si hablaban, si intentaban solucionar las cosas.
Pero la casa seguía tan silenciosa como antes.
Y ella se sentía desconsolada y con un terrible dolor de cabeza.
Una taza de café podía aliviarla.
Se vistió y decidió salir a buscar la cocina.
No sabía dónde estaban los interruptores de la luz, por lo que buscó las escaleras a tientas y las bajó con cuidado. El vestíbulo y el cuarto de estar estaban a oscuras también.
¿Qué camino debía tomar para llegar a la cocina?
—Hay un interruptor de la luz a tu derecha...
La voz en la oscuridad la sobresaltó.
—No te asustes, soy yo —dijo Ramón con voz queda—. A la altura de tu hombro.
Tras unos segundos, Estrella encontró el interruptor y encendió la luz. Parpadeó al instante.
Ramón estaba sentado en uno de los sillones al fondo de la estancia, junto a una chimenea grande y vacía. Tenía un aspecto terrible: el cabello revuelto, ojeras bajo unos ojos carentes de brillo en ese momento y barba incipiente. Parecía un vagabundo.
—No te he oído en la casa.
—No quería hacer ruido para no despertarte.
¿Cómo debía interpretar esas palabras? ¿No quería despertarla por consideración o no quería despertarla porque no deseaba hablar con ella?
—¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Unos sombríos ojos grises la miraron.
—Una hora más o menos. Quizá una hora y media.
—¿Y has estado todo ese tiempo aquí sentado a oscuras?
Ramón asintió.
—Tenía mucho en lo que pensar.
—Ah.
Estrella no pudo decir nada más. No se atrevía a preguntarle en qué había estado pensando, aunque lo suponía. Y no estaba segura de querer conocer la conclusión a la que su marido había llegado. Probablemente se lo diría pronto.
Se refugió en detalles sin importancia, como la razón por la que había bajado.
—Yo... iba a prepararme algo de beber. ¿Te apetece tomar algo?
Ramón miró hacia un lado de la estancia.
—Siéntate, yo prepararé algo.
—Pero... —Estrella empezó a protestar, pero se calló cuando él alzó una mano para silenciarla.
—Es más fácil que lo haga yo. Sé dónde está todo. ¿Quieres café o algo más fuerte?
—Café, gracias.
Una bebida alcohólica acabaría con ella. Estaba agotada, a pesar de haber dormido algo.
Cuando le vio dirigirse a lo que, presumiblemente, era la cocina, Estrella le preguntó:
—¿En qué has estado pensando?
Había hecho la pregunta en voz tan baja, que sólo supo que Ramón la había oído cuando lo vio detenerse delante de una puerta, volver la cabeza y mirarla.
—Hablaremos cuando vuelva con el café —respondió él.
Estrella no pudo adivinar el humor de Ramón por el tono de su voz, y los ojos habían permanecido inescrutables. De momento, no le quedaba más remedio que esperar. Insistiendo sólo conseguiría irritarle, y no quería hacerlo. Por lo tanto, con un esfuerzo, se sentó en uno de los sillones.
«¿En qué has estado pensando?». ¿Cómo iba a responder?, se preguntó Ramón a sí mismo mientras empezaba a preparar el café.
¿En qué había estado pensando?
En Estrella, por supuesto.
En Estrella y en nada más. En Estrella y en su relación... eso, si tenían una relación. Si él quería una relación. Y de ser así, ¿adonde los conduciría?
Eso si quería que los condujera a alguna parte, cosa de la que no estaba seguro.
Demasiadas dudas. Y pensar no lo había ayudado en nada.
No le llevó mucho preparar el café. Acabó de hacerlo demasiado pronto. Y ahora tenía que volver a la habitación en la que Estrella le aguardaba.
—Aquí tienes...
Ramón le dejó la taza de café en una mesa al lado de donde estaba sentada; después, fue con su café hacia el sillón opuesto al de ella. Pero, sintiéndose demasiado inquieto para sentarse, optó por quedarse de pie y, apoyándose en la pared, se quedó mirando a Estrella.
—Bueno, ¿de qué querías que hablásemos? —preguntó ella.
—Me parece que nuestro matrimonio no tiene ningún futuro —respondió él sin andarse con rodeos—. No va a salir bien.
—¿Por qué no? ¿Qué es lo que ha cambiado de repente?
—¿Que qué es lo que ha cambiado? Bien, en primer lugar, no olvides que la razón de casarme contigo era para ayudarte. Me dijiste que necesitabas ayuda para evitar los intentos de tu padre de casarte. Necesitabas una salida.
—Y así era. Incluso viste por ti mismo...
El rostro de Estrella estaba aún más pálido que antes.
—Lo único que vi fue lo que tú querías que viera —la interrumpió Ramón—, y sólo un aspecto de la situación. Vi a una pobre chica rica, justo lo que querías que viera. Una representación teatral, eso es lo que vi.
—¡No era ninguna representación teatral!
—¿No?
Ramón dejó de fingir beber un café que, desde el principio, no quería y dejó la taza encima de la repisa de la chimenea.
—¡No, te lo juro! ¡Sabes perfectamente cómo era mi vida!
—Lo que sé es lo que tú me dijiste que era. Es posible que te inventases la mitad por lo menos. En cuanto a tu padre...
—¿No crees que mi padre sea tan horrible como te he dicho, que mi vida no era tan horrorosa como te conté? ¿Tan poca memoria tienes? Tú mismo viste a Esteban Bargalló...
—¡Sí, claro que lo vi! —volvió a interrumpirle él—. Y entonces te creí. Pero lo que no sabía era que ya me habías elegido como compañero de cama. Igual que hiciste con Perea.
Estrella lo miró horrorizada.
—¿Eso es lo que mi padre...? ¿Es eso lo que crees? ¿Acaso piensas que...?
Paseando la mirada por la habitación, Estrella vio el bolso que había dejado encima de una consola al llegar a la casa. Lo agarró y se lo tiró a Ramón.
—Busca. Abre el bolso y mira.
Completamente sorprendido, Ramón hizo lo que ella le había pedido. Dentro del bolso, junto con otros artículos, vio un sobre blanco. Dentro del sobre había un documento firmado, sellado y con fecha.
Era un certificado de matrimonio.
—¿Qué demonios...?
Durante un momento, Ramón creyó que se trataba de su certificado de matrimonio, pero cuando lo estudió con más detalle...
Estaba firmado por Estrella Medrano y por Carlos Perea.
—Estrella, ¿qué es esto?
—¿Es que no lo ves? —dijo ella con terrible amargura—. ¿No sabes leer? ¿Qué crees que es?
—Es un certificado de matrimonio.
Sin embargo, Ramón seguía sin creer lo que estaba viendo.
—Carlos y tú... pero... nosotros...
—No te preocupes por eso.
Estrella también dejó de fingir estar bebiendo el café.
—No te asustes, no hemos incurrido en bigamia al casarnos. ¡Lo que sí fue bigamia fue mi matrimonio con Carlos! Por supuesto, él no me había dicho que estaba casado.
—Entonces... ¡Estabas casada con él!
—¿Cómo crees que me convenció para que me marchara con él?
La amargura de sus palabras dio paso a un titubeo en su voz. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿En serio no sabías que estaba casado?
—¡Por supuesto que no!
—Pero... ¿cómo es posible que no lo supieras?
—Carlos había vivido en esta zona, pero luego se trasladó. Yo también estaba fuera, primero en el colegio y luego en la universidad. Lo único que sabía de él era que había vuelto. Su esposa y sus hijos vivían en la antigua casa, en otra ciudad, porque la madre de la mujer de Carlos estaba enferma y su hija la estaba cuidando. Supongo que nadie me lo dijo porque suponían que yo debía saberlo.
Estrella necesitó guardar silencio un momento antes de continuar.
—Me hizo mantener nuestros encuentros en secreto; según él, porque mi padre jamás aprobaría que nos estuviéramos viendo. Cosa que no me extrañó, naturalmente. Pero ahora sé que lo único que quería era acostarse conmigo y, como sabía que a mí eso me asustaba, decidió pedirme que me casara con él.
—¿Y es por eso por lo que te marchaste con él? —preguntó Ramón con voz ronca, arrepentido de lo equivocado que había estado respecto a ella—. ¿Cuándo descubriste que estaba casado?
La mirada de Estrella ensombreció al recordar el siniestro día.
—Cuando su esposa llamó al hotel para decirle que su hija estaba enferma y que lo necesitaba.
—¿Y tú respondiste al teléfono?
—Sí.
—Oh, Estrella.
Ramón sacudió la cabeza con incredulidad al pensar en el monstruoso comportamiento de aquel hombre.
—Pero... ¿por qué no se lo dijiste a nadie?
Estrella miró hacia el suelo.
—¿De qué habría servido? Carlos murió en un accidente de tráfico una semana después de que yo me enterase de la verdad. Su mujer y sus hijos ya estaban sufriendo bastante como para que yo fuera a decirles lo que había pasado.
—Así que cargaste con todas las culpas.
Estrella se encogió de hombros.
—No me pareció tan importante, no sabía los problemas que iba a acarrearme y todo el tiempo que iba a sufrir. Además, estaba acostumbrada a ser una decepción para mi padre; lo fui siempre, desde el momento en que nací. Era mujer, no varón. Mi padre sólo quería hijos, pero mi madre y él sólo me tuvieron a mí. Cuando yo nací, mi padre tenía ya cincuenta años y mi madre no podía tener más hijos. Lo que mi padre quería era un heredero, un varón, que continuase su apellido. Lo que mi padre tuvo fue...
Estrella se interrumpió, se miró a sí misma y encogió los hombros una vez más.
—Mi padre me tuvo a mí. Me tuvo a mí y jamás nos lo perdonó, ni a mi madre ni a mí.
—No comprendo cómo puedes ser una decepción para nadie —dijo Ramón con absoluta sinceridad—. Sabía que tu padre era un imbécil, pero ahora ya no me cabe la menor duda. Y yo también lo soy por haber creído todo lo que me dijo.
Esas palabras hicieron que Estrella alzara el rostro, sus labios esbozando una leve sonrisa.
—Le dije que el único pretendiente al que estaría dispuesta a considerar eras tú.
—¿Y el resto? ¿Ibas a decírmelo?
—¿Por qué crees que llevaba ese sobre en el bolso? ¡Para enseñártelo, por supuesto! Quería contártelo todo. Iba a hacerlo anoche, pero...
Estrella guardó silencio.
—Lo siento.
Fue lo único que Ramón pudo contestar. No sabía cómo decirle lo disgustado que estaba por la forma como ese hombre, Carlos Perea, la había engañado y se había aprovechado de ella.
—¿Y tu padre te culpó de lo ocurrido?
Estrella sonrió amargamente.
—Para mi padre, todos los hombres son santos; si hacen algo malo es por culpa de una mujer. Yo era la mala y Carlos la víctima.
—Me gustaría matarlo.
Estrella sonrió.
—No creo que sirviera de nada. Pero... gracias...
Un sollozo escapó de los labios de Estrella. Al momento, Ramón acudió a su lado y, arrodillándose, la abrazó.
—Lo siento —dijo él con voz ronca—. Lo siento. Debería haberme dado cuenta...
Estrella ocultó el rostro en el ancho hombro de él, mojándole la camisa con sus lágrimas. Ramón le acarició la espalda, el cabello...
Ojalá pudiera permanecer ahí el resto de su vida, pensó Estrella. Ojalá pudiera quedarse en los brazos de ese hombre y no tener que volver a levantar la cabeza nunca más. Ahí se sentía a salvo, segura... pero no podía durar. Ni tampoco lograría solucionar lo que había hecho enfadar tanto a Ramón.
Los sollozos acabaron y Estrella decidió enfrentarse a la realidad.
—¿Qué es lo que te tenía tan enfadado?
Ramón, con expresión casi avergonzada, se levantó para luego sentarse en el brazo del sillón que ella ocupaba.
—No es necesario que hablemos de ello, puede esperar.
—¡No, no puede esperar! ¡No voy a dejarlo así! Me has acusado de mentir y de tenderte una trampa; pues bien, al menos ten la decencia de decirme en qué basas tus acusaciones. ¿Con quién has hablado?
—Con tu padre.
—¿Con mi padre? ¿Qué te ha dicho mi padre? ¿Y por qué demonios le crees cuando sabes que mi padre haría cualquier cosa por...?
—Dime, ¿no es verdad que te amenazó con desheredarte si no te casabas?
—Ah.
¿Qué podía responder? No podía negarlo. Su silencio respondió por ella.
—Entonces es verdad, ¿no? Te dijo que lo perderías todo... a menos que te casaras.
—Sí.
—¿Qué?
Ramón se inclinó sobre ella con expresión sombría.
—¿Qué has dicho? No te he oído.
—¡He dicho que sí, sí, sí! Mi padre amenazó con desheredarme y con ponerme de patitas en la calle. ¿Lo crees? ¿Es eso lo que querías saber? ¿Ya estás contento?
—No —respondió él levantándose del brazo del sillón—. No.
—¿No, qué? Que no me crees o...
—¡Que no estoy contento! Era lo último que quería oír.
Y Estrella le creyó. Pero sospechaba algo. Sospechaba algo que le hizo perder la compostura completamente.
—Crees que es por eso por lo que me he casado contigo, ¿verdad? ¡Sí, es eso! Crees que me he casado contigo por dinero.
No era necesario que Ramón le contestara, veía la respuesta en su rostro. Podría decirle la verdad, podía decirle que estaba equivocado; pero, en esos momentos, Ramón estaba demasiado enfadado como para escucharla.
—¡Cómo te atreves! ¡Cómo te atreves!
—Tú misma has admitido...
—No he admitido nada. Lo único que he hecho es confirmar que mi padre había amenazado con desheredarme. ¡Y tú tienes el atrevimiento de presentarte a ti mismo como un santo! ¡Tú, que sólo te has casado conmigo por conseguir la maldita cadena de televisión!
—¡No!
—¡Sí! ¡Vamos, Ramón, por favor! No tienes ningún derecho a reprocharme nada. No olvides que fuiste tú quien me dijo que mi padre te había hecho una oferta muy ventajosa, que te ofreció la cadena de televisión por la mitad de lo que vale. Y tú has firmado los papeles anoche. ¡Ni siquiera has podido esperar un día! Te ha entregado la cadena de televisión el mismo día de la boda, ¿no es verdad?
—Sí —respondió Ramón con voz dura y ronca.
—En ese caso...
—Pero no a mitad de precio. En realidad, tu padre quería darme la cadena de televisión como regalo de bodas.
—Entonces has hecho un buen negocio. Ni siquiera has pagado la mitad de su valor.
—No, porque no he pagado...
—No has pagado nada. La has conseguido gratis.
—¡Estrella! —gritó él—. No la he conseguido gratis, he pagado el precio justo, todo el precio. El precio que tu padre puso al principio. Y habría pagado más de haber tenido que hacerlo.
Estrella abrió y cerró la boca. Intentó decir algo, pero no salió palabra de sus labios.
—Pero... —logró decir ella por fin—. Pero... ¿por qué?
—¿No es evidente?
—No. No, en absoluto.
Ramón sonrió burlonamente. Luego, la miró fijamente a los ojos.
—Porque te quiero.
Ahora sí que no sabía qué decir. Se quedó mirando a Ramón sumida en una increíble confusión. Le vio encoger los hombros y echarse a reír.
—Porque te quiero.
Ya era hora de decirlo, pensó Ramón. Era la única respuesta, la única explicación. Se lo había negado a sí mismo, pero debía admitir la verdad.
Estrella aún tenía problemas en asimilar aquella declaración de amor.
—Pero... ¿por qué me has dicho que nuestro matrimonio no tiene futuro?
Ramón se pasó las manos por el cabello.
—Me parecía que no lo tenía... con sólo uno de los dos estando enamorado.
—Pero rechazaste la oferta de mi padre.
—Sí.
Ramón se puso a pasearse por la estancia como un león enjaulado.
—Era lo único que podía hacer, no quería que pensases que sólo me había casado contigo por obtener la empresa.
—No lo entiendo, teniendo en cuenta que fui yo quien sugirió que fuera la base de nuestro matrimonio.
Ramón se volvió para mirarla, consciente de que ya sólo podía responder con la verdad.
—Y yo no he podido seguir con el plan. A pesar de no reconocer todavía que estaba enamorado de ti, sabía que nuestro matrimonio no podía asentarse en esa base. Es verdad que quería la cadena de televisión, pero quería mucho más... y te quería a ti sin tapujos ni condiciones ni beneficios económicos.
De repente, inesperadamente, Estrella se inclinó hacia delante y le agarró un brazo con el fin de forzarle a mirarla.
—Y fue entonces cuando mi padre te dijo que me había amenazado con desheredarme, ¿verdad?
—Sí.
—Ramón, mi padre no me amenazó con desheredarme hasta después de que yo te pidiera que te casaras contigo. Lo hizo la noche que viniste al castillo cuando estábamos cenando con Bargalló, fue entonces cuando mi padre me dio un ultimátum. Me dijo que o me casaba o lo perdería todo.
Estrella le rogó con la mirada que la creyera. Ramón quería creerla.
—Ramón, por favor, créeme —insistió ella.
En ese momento, Ramón se dio cuenta de que no necesitaba pruebas. Sabía que era verdad.
—Te creo —respondió él con sinceridad—. Te creo, Estrella.
Estrella respiró profundamente, inundada de una súbita felicidad. Ramón la creía y la amaba. ¿Qué más podía pedir?
Ahora era su turno. Y tenía que ser rápida. Le había hecho esperar demasiado. Tenía que sacarlo de esa agonía.
—Ramón, ¿no has dicho que no crees que nuestro matrimonio pueda salir bien si sólo uno de los dos está enamorado?
La mirada de Ramón hizo que las lágrimas afloraran a sus ojos.
—Me parece que no podría soportarlo —contestó él.
—¡Oh, Ramón!
Estrella entrelazó los dedos con los de él.
—Ni yo, Ramón. Así que... ¿qué pasaría si los dos estuviéramos enamorados?
Estrella vio la momentánea confusión de Ramón; entonces, de repente, esa confusión se transformó en esperanza al darse cuenta del significado de sus palabras.
—¿Estás...?
—Sí —le dijo ella—. Sí, lo estoy. Yo también te quiero, Ramón. Te quiero con toda mi alma. En realidad, la verdadera razón por la que te pedí que te casaras conmigo era porque me estaba enamorando de ti irrevocablemente. Te estoy diciendo que jamás has sido el número diez en mi lista, sino el número uno, el único. Te estoy diciendo que quiero que tengamos un matrimonio de verdad, un matrimonio con amor y para siempre. Al igual que tú, no podría soportar que no fuera así.
Ramón la rodeó con sus brazos.
—Será así —le aseguró él con voz profunda y sincera—. Nuestro matrimonio empieza aquí y ahora, conmigo sabiendo que me quieres y contigo sabiendo que te quiero, que te adoro. No puedo vivir sin ti y te lo voy a demostrar...
Tomándole la mano, Ramón la hizo atravesar unas puertas dobles que daban a una terraza. Desde allí, contemplaron el amanecer.
Repitieron los votos matrimoniales en la terraza y empezaron una vida de amor compartido.