Capítulo 11
Gracias a Dios el banquete estaba llegando a su fin, pensó Ramón con alivio. Estallaría si tenía que aguantar una hora más charlando, agradeciendo felicitaciones, sonriendo y oyendo chistes sobre la noche de bodas.
No se trataba de que no hubiera disfrutado en el banquete, lo había hecho... al principio. Lo había pasado bien con su familia, bailando con Estrella y Cassie y Mercedes; pero ya se había hartado.
Quería estar a solas con su mujer.
Su esposa.
Paseó la mirada por el salón de fiestas hasta encontrar a Estrella con los ojos; resplandeciente con ese vestido escarlata, charlaba con Mercedes y reía por lo que ésta le estaba diciendo.
—Está preciosa, ¿verdad?
Su padre se había acercado a él con un vaso de vino en la mano. También tenía sus oscuros ojos fijos en Estrella, pero había algo en su expresión que llamó la atención de Ramón.
La voz de Juan Alcolar tenía un tono ligeramente ronco y sus ojos poseían un desacostumbrado brillo, haciendo sospechar lágrimas en ellos.
Raramente la expresión de su padre traicionaba sus sentimientos, pensó Ramón. De hecho, Juan Alcolar era un hombre muy reservado, incluso con su familia, a excepción de con Mercedes. Había sido así desde que se conocieron, desde el día en que él se presentó en la oficina de Juan Al—colar y le exigió que le confirmara la verdad sobre su parentesco, que le confirmara si Juan era su padre y no el recientemente fallecido Rodrigo Darío.
—Me recuerda a Honoria.
Ramón volvió la cabeza sin disimular su sorpresa, incapaz de dar crédito a lo que acababa de oír. Honoria había sido la esposa de Juan, la madre de Joaquín y Mercedes. Le sorprendió que su padre hablara de ella, jamás lo había hecho.
—¿Se parecía a Estrella? —preguntó Ramón con cautela.
—Mucho.
Juan bebió un sorbo de vino como si quisiera darse ánimos a sí mismo para continuar.
—No cometas los mismos errores que yo cometí, Ramón.
—¿Qué errores?
Ramón se dio cuenta de que su voz había endurecido y se preguntó si ese hecho silenciaría a su padre; no obstante, Juan pareció dispuesto a abrirse un poco.
—Amé mucho a dos mujeres —respondió Juan—. Al final, las perdí a las dos.
—Mi madre...
Su padre asintió seriamente.
—Adoraba a Marguerite, pero era joven y... alocado. Le dije que no quería comprometerme con nadie ni casarme, y le destrocé el corazón. Por eso fue por lo que se casó con Rodrigo Darío.
¿Por qué ahora?, se preguntó Ramón. ¿Por qué hablaba ahora de su madre?
—Pero volviste a verla.
—Sólo una vez. Nos encontramos accidentalmente unos años después, yo ya me había casado con Honoria y Joaquín casi tenía dos años.
Juan lanzó un profundo suspiro.
—No había cambiado nada. Seguía siendo la mujer más bonita que había visto en la vida, la mujer de mis sueños. Se sentía sola, perdida. Ella y Darío no habían conseguido tener hijos y su matrimonio era un desastre. No me enorgullezco de lo que ocurrió. Pasamos una semana juntos durante un viaje de Rodrigo a América. Una semana maravillosa. Pero los dos sabíamos que no podía durar. Ninguno de los dos podíamos vivir con el sentimiento de culpa que ello conllevaba; por lo tanto, nos separamos.
Juan vació su copa.
—Tú naciste nueve meses después.
—Y mi madre murió antes de que cumpliese dos años.
Ramón sólo la recordaba por las fotos.
—Pero pronto la olvidaste —dijo Ramón, incapaz de contener un tono de amargura en la voz—. Alex es sólo un año menor que yo.
—¡No! —negó su padre con firmeza—. No fue así, casi me volví loco. Pasé un tiempo en el que no sabía lo que hacía. Durante un viaje a Inglaterra, conocí a una mujer, el ama de llaves de la casa en la que estaba. Esa mujer se parecía mucho a Marguerite. Una noche, me emborraché y... en fin, sólo fue una noche. Nunca supe que se quedó embarazada, sólo lo supe cuando apareció Alex.
—En ese caso, ¿quién?
Estrella había acabado su conversación con Mercedes y buscaba a alguien con la mirada. Mientras Ramón la observaba, ella lo miró, sonrió y se encaminó en su dirección.
—¿Que quién era la otra mujer a la que amé? ¿Quién iba a ser? Honoria, mi esposa, la madre de Joaquín y Mercedes.
—Pero... yo creía que había sido un matrimonio de conveniencia.
—Lo fue al principio, hasta que me di cuenta de lo que tenía.
—En ese caso, es a Joaquín a quien deberías contarle esto.
—Lo hice, el día de su boda. Ha sido Joaquín quien me ha pedido que te lo dijera también a ti.
—¿En serio?
Estrella estaba cerca. Pronto se reuniría con ellos. Su presencia casi le hacía imposible concentrarse.
—Te pareces mucho a mí, Ramón, y Joaquín lo sabe. Los dos queremos que seas feliz.
—Lo soy...
De repente, a Ramón le habría gustado tener también una copa de vino. La garganta se le había secado súbitamente.
—¿Qué errores? —preguntó con los ojos clavados en la mujer vestida de escarlata.
—No me entregué lo suficiente —respondió su padre sin tener que decirle que le explicara la pregunta—. Tenía lo que quería, pero no me comprometí lo suficiente y, al final, fue demasiado tarde.
—En ese caso, no te preocupes...
Ramón se interrumpió cuando Estrella se detuvo a su lado y entrelazó el brazo con el suyo.
—¿Que no se preocupe por qué? —preguntó ella con curiosidad.
—Por nosotros —respondió Ramón apresuradamente—. A mi padre le parece que deberíamos marcharnos ya con el fin de no hacer el trayecto a la casa de la playa en mitad de la noche.
Mirándola a la cara, Ramón le acarició la mejilla con la yema de un dedo.
—Y a mí también me lo parece —añadió Ramón con voz espesa—. Es hora de que empecemos nuestra vida de casados.
—Estoy de acuerdo.
La voz de ella, su sonrisa, le hicieron desearla inmediatamente; si no se quedaban a solas pronto iba a volverse loco. Fue un alivio oír a Estrella añadir:
—Sólo necesito cambiarme de ropa y seré toda tuya.
«¡Toda tuya!» ¿Era consciente Estrella de la reacción que unas palabras así pronunciadas en ese tono provocaban en él? Sospechaba que así era.
Sabía que no podía ser, pero Estrella se le antojo una persona diferente, como si algo le hubiera ocurrido. Algo parecía haberla hecho cambiar, sutil pero drásticamente, convirtiéndola en una persona diferente.
—Entonces, ve a cambiarte —dijo Ramón con voz ronca.
No pudo evitarlo y la besó en los labios. La sintió responder inmediatamente, abriendo la boca bajo la suya. Sintió la punta de la lengua de Estrella en los labios y deseó poder lanzar un gruñido de satisfacción.
Pero Ramón logró contenerse, logró resistir la tentación. Por fin, apartó los labios de ella.
—Pero no tardes. Te estaré esperando...
Fue una advertencia y una promesa; y al fijarse en la expresión de Estrella, se dio cuenta de que ella le había comprendido perfectamente. Entonces, la vio clavarse los dientes en el labio inferior.
De repente, no pudo soportar la idea de que se hiciera daño, ni siquiera a sí misma con los dientes.
—No hagas eso —murmuró Ramón antes de besar las huellas que los dientes de Estrella habían dejado en su propio labio—. No lo hagas.
—No lo haré —respondió ella asintiendo y suspirando.
La tensión sexual entre ellos era casi palpable. Ramón tenía que sacarla de allí cuanto antes.
A pesar suyo, apartó la boca de la de Estrella. O eso, o...
No, no debía ni pensarlo.
—Vamos, señora de Darío, ve a cambiarte —le ordenó Ramón—. Y date prisa.
—Por supuesto, mi señor. Haré lo que mi esposo me ordene.
¡Bruja! Estrella sabía perfectamente lo que le estaba haciendo. Ramón se debatía entre la necesidad de irse a buscar la copa que necesitaba o seguir observando los movimientos del exquisito cuerpo de Estrella mientras comenzaba a alejarse. Al final, se decidió por esto último; y los momentos durante los que Estrella subió las escaleras hacia el cuarto donde iba a cambiarse fueron una auténtica tortura para él.
Ramón no apartó los ojos de ella hasta no verla desaparecer. Después, cerró los ojos. Sólo podía pensar en el momento en que la tuviera para él solo, el momento en que podría despojarla de toda la ropa y poseerla a su antojo.
Estaba perdido. Estaba atrapado, era prisionero de esa mujer y no conseguiría liberarse. Su padre no tenía motivos para preocuparse, ninguno.
—Señor Darío... Ramón.
Ramón reconoció la voz antes de volverse hacia la persona que lo había llamado.
—¿Qué tal, don Alfredo?
—Me parece que tenemos que concluir un asunto que está pendiente.
—¿Ahora?
Ramón hizo un esfuerzo por controlar su frustración. Claro que era el momento, él mismo había insistido en que así fuera. Iban a firmar el contrato; después, no quería volver a oír a hablar de ese asunto.
—Sí, claro. ¿Tiene usted los papeles?
—Sí, los tengo aquí.
El padre de Estrella se tocó el bolsillo interior de la chaqueta del traje.
—Y ahí hay una habitación—Alfredo Medrano indicó una puerta con la mano.
—Me han asegurado que no se nos molestará.
—De acuerdo.
Ramón se pasó una mano por el cabello, dispuesto a concluir el negocio.
—Está bien, acabemos con este asunto.
Estrella, tarareando una canción, se quitó el vestido escarlata y lo colgó en una percha.
Se sentía bonita. Se sentía irresistible. ¿Como podía no ser así después de haber visto la forma como Ramón la miraba, de haber visto pura pasión reflejada en sus ojos, en su beso?
Ramón no le había dicho que la amaba, pero se sentía optimista, esperanzada... y estaba convencida de tener muchas probabilidades de hacer que su matrimonio fuera un éxito.
Después de cambiarse, agarró su bolso y salió de la habitación. Bajó las escaleras de camino hacia el salón de fiestas aún tarareando la canción de antes.
Al llegar a un descansillo donde la escalera hacia una curva pudo ver el interior del salón, aunque nadie podía verla a ella. Allí, de repente, el sonido de una puerta al abrirse llamó su atención. Lo que vio la dejó inmóvil. De repente, el corazón le dio un vuelco.
Ramón.
Ramón y su padre estaban saliendo de la habitación. Juntos.
Y eso sólo podía significar una cosa.
Era igual que la escena que tuviera lugar unas semanas atrás en la biblioteca de su padre, cuando habían...
No, no quería pensar en eso. Deseó no haber visto nada.
Pero lo había visto y nada podía cambiarlo.
Había visto a Ramón salir delante de su padre mientras se metía un sobre blanco en el bolsillo interior de la chaqueta. Había visto a su padre meterse un bolígrafo de oro también en un bolsillo de la chaqueta.
La boda ya había tenido lugar. Ya habían hecho sus votos matrimoniales. Ramón y ella eran marido y mujer; por lo tanto, los documentos de la compraventa de la cadena de televisión debían firmarse. Ramón no se había molestado en esperar al día siguiente, aunque sólo fuera por delicadeza.
Se sintió como si le hubieran dado una puñalada en el corazón, hasta le dieron ganas de gritar. Sin embargo, haciendo un ímprobo esfuerzo, logró controlarse. Aunque se mordió el labio inferior con tal fuerza que pudo saborear unas gotas de sangre.
—Así que ibas a hacer que te amara, ¿verdad, tonta? —susurró para sí misma, reconociendo que se había olvidado de la amarga realidad, que se había dejado llevar por un sueño imposible—. Te has engañado a ti misma. Sabías perfectamente lo que Ramón quería y el amor no forma parte de ello.
Por suerte, Ramón no la había visto. Seguía en ese rellano de la escalera y no se había movido. Nadie la había visto.
Y allí permaneció, observando a través de una cortina de lágrimas. Lágrimas que trataba de contener a toda costa.
Iba a contar hasta treinta y luego bajaría, pensó. Treinta segundos serían suficientes.
—Uno... dos...
Era extraño que Ramón, a pesar de haber conseguido todo lo que quería en ese momento triunfal, no pareciera contento. En realidad, era todo lo contrario. Su esposo tenía el ceño fruncido y la expresión sombría; los músculos alrededor de la boca se veían tensos. Parecía a punto de estallar.
—Catorce...
¿O eran veinte?
Había perdido la cuenta. No sabía lo que estaba haciendo ni dónde estaba. Quizá lo mejor fuese empezar otra vez. O...
—¡Estrella!
Era la inconfundible voz de Ramón. No se había dado cuenta de que él se había acercado al pie de la escalinata y la estaba mirando.
—¡Estrella!
Ella parpadeó y le vio ascender un peldaño antes de detenerse. No iba a subir hasta el rellano, esperaba que ella bajara.
Estrella bajó las escaleras tan rápidamente como pudo con esos tacones tan ridículamente altos.
Apenas había llegado al pie de la escalinata cuando la mano de Ramón agarró la suya.
—¿Lista? —preguntó Ramón en un tono completamente diferente al que había empleado en la iglesia cinco horas atrás.
—Sí —logró contestar ella.
Mientras Ramón la guiaba a través de la sala, Estrella se sentía confusa.
Ramón se había casado con ella para adquirir la cadena de televisión, y quizá también para que su hijo heredase un título nobiliario. Ahora que tenía lo que quería, no necesitaba disimular sus verdaderos sentimientos por ella; de no ser así, ¿por qué se estaba mostrando tan brusco?
A menos, por supuesto, que su padre le hubiera hecho trampa y se hubiera negado a firmar ei contrato.
De haber ocurrido eso, ¿qué esperanzas de futuro tenía su matrimonio?
No lo sabía, y Ramón no parecía estar de humor para hablar de ello. Ahora iba a irse con ese hombre colérico a pasar dos semanas de luna de miel a solas con él.
Logró llegar hasta la puerta, a pesar de que las piernas le temblaban. Logró sonreír y despedirse de los invitados como si no pasara nada. Y también logró entrar en la limusina.
Ramón se sentó a su lado y dio unos golpes suaves en el cristal que separaba la parte posterior de la del conductor.
—Ya podemos irnos —le dijo Ramón al chofer.
Paco puso en marcha el motor del coche y ella se encontró a solas con Ramón en el pequeño espacio que el vehículo ofrecía.