Capítulo 7

 

¿Qué es lo que te pasa últimamente, Ramón? Estás atontado.  

Quizá esté enamorado. ¿Es eso, Ramón? ¿Acaso el soltero empedernido se ha enamorado por fin? 

Deja de tomarle el pelo, Mercedes —dijo Cassie, ganándose una mirada de agradecimiento de su cuñado—. Creo que Ramón tiene muchas cosas en la cabeza. 

¡Es una mujer! —insistió la hermana de Ramón riendo—. ¿Verdad que sí? Y tiene que tratarse de alguien muy especial para tener a mi hermano así. 

Sí, una mujer, pensó Ramón. Hacía una semana que no conseguía quitársela de la cabeza, desde el día que salió de su casa dejando muy claro que no quería volver a saber nada de él.

No estarás todavía preocupado por el asunto de la compra de la empresa Medrano, ¿verdad? 

Fue su padre quien habló. Juan Alcolar estaba recostado en el respaldo de su asiento con una copa de vino tinto de las bodegas de su hijo, pero tenía los ojos fijos en otro de sus hijos, en Ramón.

En cierto modo, sí —admitió Ramón a regañadientes, consciente de que el problema no tenía nada que ver con la compra de la cadena de televisión, sino con la hija de Medrano. Se ponía tenso incluso cuando mencionaban aquel apellido. 

Ya te he dicho que te olvides de ese asunto —le dijo su padre—. Medrano es un viejo chapado a la antigua, demasiado orgulloso de su apellido. Demasiado obstinado. 

Has evitado mencionar la mezcla de sangre andaluza y catalana que corre por nuestras venas, papá —comentó Joaquín después de entrar en la habitación y depositar un beso en la rubia cabeza de Cassie—. Medrano y tú sois iguales, papá. A ti te resulta imposible olvidar a nuestro bisabuelo por mucho que quieras. 

Un par de semanas atrás, aquella conversación habría sido improbable, pensó Ramón. Pero desde que Joaquín y Cassie anunciaran que iban a casarse, a lo que había que añadir el inminente nacimiento del segundo nieto de Juan, las relaciones entre el padre y el hijo mayor había mejorado mucho. Por primera vez en años, se llevaban bien.

Joaquín también se había calmado. Al verlo en ese momento, parecía imposible creer que hacía sólo un mes Cassie y él habían estado a punto de romper su relación. De hecho, Cassie se había ido a vivir a casa de Ramón durante un breve período de tiempo.

Pero eso ya era agua pasada. Habían solucionado sus problemas por medio del diálogo y cuando Joaquín acabó reconociendo que era una tontería suya esa idea de que no estaba hecho para las relaciones duraderas. 

Sólo recordarse a sí mismo diciendo «no quiero casarme, nunca he querido casarme» le ponía nervioso.

Y tú no eres muy diferente —le dijo a su hermanastro mayor—. En lo que se refiere a la cabezonería y al orgullo, eres todo un Alcolar. 

Mira quién habló —intervino Cassie. 

Ramón es tan Alcolar como Joaquín —dijo Mercedes—. Los dos sois iguales. 

Yo... —empezó a protestar Ramón, pero se interrumpió al recordar las veces que había agarrado el teléfono para llamar al castillo Medra—no y lo había vuelto a dejar en su sitio sin llamar. 

Incluso se había puesto en camino hacia la casa de Estrella, pero había dado la vuelta con el coche después de recorrer unos kilómetros.

Tras decidir que la discreción era lo mejor en esos momentos, Ramón guardó silencio.

A la mañana siguiente, Ramón seguía dándole vueltas en la cabeza a la conversación con su familia.

Había pasado la noche soñando, soñando con una persona.

Estrella Medrano.

Durmió mal, acosado por eróticas imágenes. Se despertó bañado en sudor y con las sábanas arrugadas. Y durante la mañana, las imágenes seguían ahí, inquietándolo y preocupándolo, quitándole la concentración.

La veía si cerraba los ojos. Si se sentaba delante de su mesa de despacho, casi podía oler su perfume y sentir las sedosas caricias de aquellos cabellos negros. En una ocasión, cuando contestó al teléfono y oyó una voz de mujer, estaba seguro de que era ella al otro lado de la línea.

Pero era Mercedes, que lo había llamado para hablarle del viaje a Inglaterra que iba a hacer. Por primera vez, le resultó imposible prestar atención a lo que su hermana le decía, y se dio cuenta de que ella lo había notado y estaba disgustada cuando colgó el teléfono.

¿Qué demonios le pasaba?, se preguntó Ramón a sí mismo al tiempo que agarraba un archivo y trataba de recordar lo que tenía que hacer con él.

¿Acaso no conocía la respuesta a esa pregunta? ¿No sabía la respuesta? La respuesta eran dos palabras...

Estrella Medrano.

Pensó en la conversación que había tenido con Estrella unos días atrás en su casa, el día que ella había pasado la noche con él. Pensó en lo mucho que había deseado comprar la cadena de televisión de Medrano. 

Pero ahora... ahora aquel deseo estaba relegado a un segundo plano.

Deseaba la cadena de televisión.

Pero deseaba mucho más a Estrella Medrano. ¡Qué infierno!

En un estallido de cólera, Ramón tiró el bolígrafo y se levantó. Agarró la chaqueta. Si seguía así, se iba a volver completamente loco.

Iba a ir a verla, se dijo a sí mismo. Iba a verla, iba a hablar con ella y...

No sabía nada más.

No sabía qué pasaría. La cuestión realmente importante no se le ocurrió hasta no encontrase en el coche con el motor encendido. ¿Estaba pensando en casarse con Estrella Medrano?

Estrella tenía un dolor de cabeza tremendo. Llevaba una semana casi sin dormir y lo de esa noche era la gota que colmaba el vaso. Cuando su padre le anunció que tenían un invitado a cenar, a ella le había llevado unos minutos darse cuenta de las intenciones de su padre.

Pero al fijarse en la expresión de él, lo supo.

No era un invitado normal, no se trataba de un amigo de su padre. Su padre había encontrado otro posible candidato con quien casarla.

Papá, por favor, no sigas... 

Después de la humillación sufrida con Ramón Darío, tenía que intentar oponerse a su padre, aunque hacía bastante que no lo había hecho. Pero no podía pasar por lo mismo otra vez. 

Su padre hizo oídos sordos a sus argumentos y a sus ruegos. Estaba completamente decidido a casarla y nada de lo que ella pudiera decir iba a hacerle cambiar de idea.

Si no hubieras arrastrado por el fango el apellido Medrano al tontear con un hombre casado, destruyendo de paso la vida de una buena mujer, no te encontrarías en esta situación. Te lo advierto, hija, se me está agotando la paciencia. 

Alfredo se le había acercado y la había mirado con ira, atemorizándola.

Si no pones en orden tu vida de inmediato, vas a encontrarte en la calle, que es donde deberías estar. 

Papá... 

No quiero oír ni una palabra más —le espetó Alfredo—. Te lo digo por última vez, o te casas, o te vas de casa con lo puesto. Y lo que te pase será asunto tuyo y de nadie más. 

Estrella no dudaba que su padre hablara en serio. El humor de su padre había empeorado durante las últimas semanas. Ella había tenido miedo de lo que pudiera hacer. Ahora lo sabía. De repente, la oferta de trabajo de Ramón no le pareció tan mala idea. Pero si la aceptaba, tendría que llamarlo, rogarle que le hiciera el favor que ella tan altivamente había rechazado. 

Al recordar la bofetada que le había dado, se dio cuenta de que había agotado sus posibilidades de reconciliación. Ramón no iba a volverle a hacer esa oferta, lo más probable era que le cerrara la puerta en la cara sin importarle qué podía ocurrirle.

Tras decidir que, por el momento, la discreción era lo más adecuado, siguió las órdenes de su padre; al menos, para cubrir las apariencias. Se vistió para la cena con un vestido de seda azul, se recogió el cabello en un moño y se maquilló.

La cena fue peor de lo que había imaginado que sería. Esteban Bargalló, el candidato que su padre había elegido, era un hombre con edad suficiente para ser su padre. También era obeso, casi calvo y olía mal. Pero eso no le impidió mirarla como si fuera un objeto a subastar. También aprovechaba toda oportunidad que se le presentaba para tocarla.

Eres una joven encantadora —le dijo él casi babeando durante la cena—. Encantadora. Estoy seguro de que nos vamos a llevar muy bien. 

La cena estaba siendo una pesadilla. Estrella casi no podía probar bocado, limitándose a empujar la comida que tenía en el plato con el tenedor. Lo único que pudo tragar fue vino.

Pero incluso en eso tuvo mala suerte. El vino que su padre había elegido era el mismo que Ramón le había ofrecido en su casa. Al primer sorbo, el recuerdo de aquella noche la asaltó, haciendo que casi se atragantara.

¿Te ocurre algo? —le preguntó su padre al notar en su expresión lo incómoda que se sentía. 

No —logró contestar Estrella—. No me pasa nada, estoy bien. 

Pero bien era completamente lo opuesto a como se sentía. El sabor del vino reavivó en ella las eróticas imágenes que habían plagado sus sueños durante la última semana, imágenes del esbelto cuerpo de Ramón y de sus negros cabellos. Podía sentir sus caricias, sus besos... podía saborearle la boca al lamerse los labios.              

Podía oír su ronca voz diciéndole: «¿Que quieres casarte conmigo? ¿Por qué yo?».

Y su propia respuesta: «Y por esto... y por esto... y por esto...».

¿Qué has dicho? 

La voz de su padre la hizo volver a la realidad. Había estado tan ensimismada, que no había advertido la presencia de uno de los criados acercarse a su padre para susurrarle algo al oído.

¿Quién? 

Alfredo le lanzó una penetrante y dura mirada.

¿Darío? —añadió su padre. 

Estrella creyó haber oído mal. Tenía que haber oído mal.

Al parecer, Ramón Darío ha venido a verte. ¿Conoces el motivo de su visita? —inquirió su padre. 

Estrella abrió la boca, pero no consiguió pronunciar palabra. Lo único que escapó de su garganta fue un ronco gemido.

No era posible, Ramón no podía estar en su casa. No podía ser.

Bueno, supongo que será mejor ver qué es lo que quiere. Dile al señor Darío que entre. 

Ni siquiera entonces Estrella estaba convencida de que fuera verdad. Pensó que, en cualquier momento, Rafael entraría de nuevo para decir que se trataba de una equivocación. Debía haber oído mal el nombre y seguramente quien apareciese en el comedor sería otra persona.

Pero cuando Rafael regresó, detrás de él iba el alto hombre de cabellos oscuros que ocupaba sus pensamientos desde el momento de conocerlo.

Ramón iba con ropa informal, llevaba un polo azul y pantalones vaqueros. Y a ella se le hizo la boca agua.     

No demostró sorpresa al encontrarlos cenando y con Bargalló como invitado. Esos ojos grises se dirigieron directamente al lugar que ella ocupaba en la mesa, buscando sus ojos castaños con expresión desafiante. Después, Ramón paseó la mirada por el resto de los comensales, primero la detuvo en Alfredo y luego en Bargalló; y ella notó que sus ojos empequeñecieron ligeramente antes de volverse a fijar de nuevo en Alfredo.

Señor Medrano. 

La amable sonrisa de Ramón era pura cortesía, pero Estrella notó que no era natural. Detrás de la sonrisa había un frío distanciamiento que endurecía la mandíbula de Ramón, el gris de sus ojos era gélido.

Estrella... 

Ramón estaba haciendo un gran esfuerzo por controlar su tono de voz y su expresión, por controlar la repugnancia y la cólera que le produjo la escena alrededor de la mesa y sus implicaciones.

No se necesitaba ser un genio para adivinar lo que ocurría, él lo había hecho con una mirada alrededor del comedor; y por si tenía dudas, con sólo fijarse en Estrella era suficiente para confirmar sus sospechas.

Estrella estaba vestida con un elegante vestido de seda azul y llevaba el cabello recogido en un complicado moño. Durante unos momentos, se vio presa del deseo de enterrar los dedos en esos cabellos y soltarlos. Los ojos de Estrella dominaban su rostro, profundos y oscuros con largas pestañas; pero el maquillaje apenas lograba disimular sus ojeras. 

No obstante, Estrella jamás le había parecido tan hermosa como en esos momentos. Pero también se veía perdida, asustada y sumamente vulnerable. Y fue esa vulnerabilidad lo que despertó en él su instinto protector.

Se notaba que ella preferiría estar en cualquier sitio menos donde estaba. Y la razón de su malestar era evidente. La razón de su malestar era esa especie de sapo gordo que ocupaba la silla opuesta de la de ella en la mesa. El único hombre sin interés en la interrupción que él había causado porque estaba demasiado ocupado desnudando a Estrella con sus fríos ojos. 

Otro hombre al que Alfredo intentaba comprar.

El candidato número once.

Pero no iba a serlo por mucho tiempo, se prometió Ramón a sí mismo. Y esa promesa le ayudó a controlar su ira.

¿Qué se le ofrece, señor Darío? 

Alfredo no disimuló el desagrado que le producía que le interrumpieran la cena, aunque hizo un esfuerzo por no perder la compostura delante de Esteban Bargalló. Era obvio que la aparición de uno de los candidatos previos podía colocarlo en una situación incómoda respecto al candidato actual. 

Le ruego me disculpe, señor Medrano —dijo Ramón con educada frialdad—. Le aseguro que no tenía idea de que iba a interrumpir una cena. ¿Estrella? 

Vio la expresión de absoluta incomprensión en Estrella cuando le lanzó a ella una mirada de reproche antes de añadir mirándola:

Deberías haberme dicho que tu padre tenía una cena de negocios. De haberlo sabido, podría haber venido antes... o también podríamos haberle dado la noticia en otra ocasión. 

¿La noticia?

Yo... 

Al notar la mirada de advertencia de esos ojos grises, Estrella se tragó la exclamación de perplejidad que había estado a punto de lanzar. No tenía idea de qué era lo que Ramón se traía entre manos, lo mejor era callarse y ver qué pasaba.

¿Qué noticia? —preguntó Alfredo con expresión de incomprensión antes de mirar a su hija—. ¿Estrella? 

Estrella no sabía qué responder. No sabía de qué estaba hablando Ramón, por lo que no se atrevió a abrir la boca. Por lo tanto, levantó su copa en dirección a Ramón invitándole a hablar con el gesto.

¿Qué noticia? —repitió Alfredo mirando a Ramón—. ¿Qué demonios está pasando aquí? 

Perdone, le pedí a su hija que no dijera nada hasta encontrar el momento de poder decírselo juntos. Le hice prometérmelo, a pesar de que ella quería decírselo desde el principio... 

Alfredo miró a su hija con absoluta confusión. Estrella se mantuvo inmóvil e inexpresiva, aunque por dentro estaba hecha un manojo de nervios por miedo a lo que Ramón pudiera decir.

Bien, veo que Estrella ha mantenido su promesa. Me alegro, porque así tengo la oportunidad de hacer esto como es debido. Ya tengo la respuesta de Estrella, pero ahora necesito la suya. 

Ramón se interrumpió un segundo y miró a Alfredo con actitud sumamente formal.

Señor Medrano, he venido a pedirle permiso para proponerle a su hija matrimonio.