Capítulo 10
JASON guardó el móvil y trató de contener los nervios. Los pensamientos se atropellaban en su cabeza, Steven lo necesitaba... no podía dejar sola a Ashley... tenía que ver a su hermano...
Ashley le puso una mano en el brazo, sacándolo del torbellino en que se encontraba.
—¿Ocurre algo malo?
—Tengo que ir a casa —dijo tomándole la mano.
—Pues vamos.
—A San José —aclaró.
—Bien. Pues vamos.
—Pero tengo que dejarte primero en Hart Valley —pensar en el tiempo que perdería teniendo que ir a Hart Valley no hacía sino aumentar sus nervios y con-fusión.
—No. Iré contigo.
—No deberías hacer un viaje tan largo.
—Probablemente haya una docena de hospitales por el camino si los mellizos quieren hacer una aparición sorpresa —dijo ella, tirándole del brazo para llevarle hacia la puerta.
Jason comprobó la hora cuando salían del aparcamiento y le pasó su móvil.
—Marca el número tres. Contestará Harold. Dile que llegaremos hacia las cuatro.
Ashley hizo la llamada, se identificó cuando Harold contestó y dejó el mensaje. Jason le había dado a Harold una mínima explicación de la situación con Ashley. Sin duda, Harold había aguantado lo más duro del disgusto de Maureen al enterarse del embarazo, pero Jason sabía que el hombre era todo un caballero y sólo juzgaría a Ashley cuando la conociera.
Ashley dejó el móvil en el salpicadero del coche.
—Ha dicho que ha logrado convencer a Steven de que se eche la siesta.
—Eso le vendrá bien —dijo él, visiblemente aliviado aunque notaba la mirada de Ashley sobre él.
—No voy a pedirte explicaciones, pero me gustaría saber qué está pasando.
Jason la miró un momento, pero volvió a centrar la atención en la carretera. Muy pocas personas sabían lo de la enfermedad de su hermano, nadie aparte de Maureen, Harold y la batería de médicos que llevaban años tratándole. Con el rápido crecimiento de la empresa, nadie recordaba el accidente que había ocurrido veinte años atrás. No era algo de lo que Jason hablara, y Maureen apenas reconocía la existencia de Steven, mucho menos hablaba de él con sus amistades.
Jason tendría que contarle algo a Ashley, al menos lo mínimo.
—Steven es mi hermano mellizo. Tiene... problemas.
—¿De nacimiento? —preguntó ella posando los dedos sobre su vientre—. Algo que los mellizos...
—No es nada de eso —dijo él acelerando para adelantar a un trailer nada más incorporarse a la autovía—. Estaba bien cuando nació. Fue un accidente. Cuando tenía ocho años.
—¿Quedó paralítico?
—Trauma craneal agudo —dijo él con amargura—. Tiene el cerebro dañado.
—Jason, lo siento mucho.
No merecía su comprensión, no quería que tratara de reconfortarlo con su dulce voz. De no ser por él, el accidente no habría tenido lugar.
Jason sofocó el calor que la dulzura de Ashley conseguía despertar en él.
—Era brillante ya desde pequeño. Inteligente, creativo, gustaba a todo el mundo.
El hermano bueno. Jason había sido entonces el problemático.
-¿Y ahora?
Jason inspiró profundamente y tragó el nudo que le constreñía la garganta.
—Tiene la capacidad mental de un niño de seis o siete años.
—Debe haber sido duro para ti —dijo ella, poniéndole la mano en el hombro.
De nuevo la suavidad de sus palabras hizo mella en su interior.
—Puedes quedarte en el coche si quieres cuando lleguemos —dijo tratando de aplastar la emoción.
—¿Y por qué querría hacerlo?
—Steven tiene cambios de humor fuertes, ataques —dijo sin tratar de endulzar la realidad—. Nadie puede saber qué día tendrá.
—¿Podría hacerme daño? ¿Hacer daño a los bebés?
—¡No! Nunca te tocaría —Jason lo sabía con total seguridad—. Es frustrante para él. Es como si recordara…
—¿Quién era antes?
—Sí.
—Si no te importa, me gustaría conocer a tu hermano —dijo mirándolo con fijeza.
—Mientras sepas que...
—Lo sé. Podría no ser agradable. Pero será el tío de los mellizos. Deberíamos conocernos al menos.
—Entonces entrarás conmigo —dijo él. Con un poco de suerte, Maureen no estaría.
Cuando atravesaban la Bahía Este, Jason sintió la necesidad urgente de extender la mano hacia ella y tuvo que apretar los dedos sobre el volante para no hacerlo.
—Ahora lo entiendo —dijo ella cuando ya llegaba a San José.
—¿Qué?
—Por qué eres tan bueno con los niños.
—Sólo les leo cuentos. No es para tanto.
—Conectas con ellos. Con Zak especialmente Como si supieras qué siente exactamente.
No sabía ni lo que sentía él mismo como para comprender los pensamientos de un niño de ocho años.
—La mayoría de las veces, trato de adivinar lo que va hacer.
—¿Y crees que yo no? —se echó a reír—. También tendrás esa conexión con los bebés, Jason.
Debería negar la posibilidad, decirle que se equivocaba, pero la sinceridad desnuda luchaba con el deseo de creer que tenía una mínima capacidad de amar y cuidar a sus hijos.
La carretera que conducía a la mansión Kerrigan se abría paso a través de un área residencial llena de enormes casas ocultas entre enormes muros y gruesos setos. Si Ashley hubiera necesitado más confirmación de que no pertenecía al mundo de Jason, allí la tenía. No se imaginaba viviendo en una de esas mansiones, ni conociendo a gente que lo hiciera.
¿Pero hasta qué punto encajaba Jason en aquel mundo? Con toda seguridad, se sentía como pez en el agua en Kerrigan Technology; siempre le había gustado el mundo de los negocios. Pero al ver la tensión creciente en sus hombros conforme se acercaban a la verja de hierro forjado, supuso que aquél tampoco era su universo.
Apretó el botón del control remoto y esperó a que la puerta se abriera. El camino de entrada terminaba delante de la mansión, tras rodear una fuente de piedra que lanzaba el agua hasta el cielo.
—¿Alguna vez jugaste en la fuente?
—Una vez.
Al ver que no le daba más detalles, siguió presionando.
—¿Sólo una vez?
—Maureen se aseguró de que no lo hiciera más — dijo él pisando el freno.
La casa de tres plantas, de estilo Tudor, con una fachada de estuco y piedra, se elevaba sobre ellos cuando se aproximaron al arco de entrada. La amplia pradera de césped debería resultar acogedora, pero había algo en las austeras líneas de la casa que atemorizaban a Ashley.
Para su sorpresa, Jason tocó el timbre.
—¿No tienes llave?
—Sí.
—Pensé que la casa era tuya.
—Lo es —tocó de nuevo—. Por ahora.
—¿Y por qué no entras?
—Maureen prefiere que llame.
Finalmente oyeron pasos. Un hombre con uniforme y rostro adusto abrió la puerta.
—Señor Kerrigan —dijo mirando a continuación a Ashley con evidente desagrado—. La señora Kerrigan no está en casa —dijo el hombre. Era obvio por su tono que no consideraba apropiado que estuvieran allí en ausencia de la señora.
—Hemos venido a ver a Steven —dijo Jason tomando a Ashley del brazo.
Reticente, el ceñudo mayordomo abrió más la puerta y se hizo a un lado. Jason la acompañó a través del inmenso vestíbulo, sus pasos resonando sobre las baldosas italianas. A su izquierda, un arco flanqueado por níveas columnas de mármol conducían a una sala muy recargada. Al fondo, dos tramos de escaleras con balaustradas de hierro forjado y pasamanos de pulido roble conducían al segundo piso.
Mientras subían, Ashley notaba la mirada del hombre clavada en su espalda. Se inclinó un poco para susurrarle al oído.
—Ése no es Harold, ¿verdad?
—Santo Dios, no. Es Renard. El mayordomo de Maureen.
Al llegar al descansillo, Ashley miró con desaprobación al hombre.
—Entonces, él nunca se ha encargado de Steven, ¿verdad?
—De Steven no. Sólo de mí.
Ashley sintió el corazón deshecho al imaginar al pequeño Jason bajo la férrea mano de aquel hombre. Así como el exterior era de lo más austero, la decoración del interior resultaba fastuosa. Los adornos se agolpaban por todas las superficies y pesados óleos enmarcados en abrumadores marcos dorados colgaban de las paredes. Era una casa en la que todo estaría vetado a un niño pequeño. Imaginó que más de una vez Jason recibiría algún azote.
Una puerta al final del pasillo estaba entreabierta. Jason llamó levemente. Un hombre de cierta edad y una dulce mirada, asomó la cabeza.
— Se alegrará mucho de verte —a continuación sonrió a Ashley—: Usted debe ser la señorita Rand. Le he dicho a Steven que vendría.
Entraron en una luminosa y soleada habitación en la que había un sofá gastado y unas sillas, librerías atestadas de libros infantiles y DVDs y una televisión en un mueble. Detrás de una cortina medio echada, se veía una cama en una alcoba. Mientras que todo lo que decoraba el resto de la casa era muy elaborado, esa habitación era sencilla y acogedora.
—Soy Harold —dijo tomándole la mano cariñosamente.
—¿Dónde está Steven? —preguntó Jason.
—Después de ayudarme a recoger, quiso ducharse y cambiarse de ropa. Vendrá dentro de un momento.
Aparte de un tablero cubriendo una de las ventanas que daban a la parte trasera, no quedaba ni rastro del ataque de Steven. Había libros aquí y allí y un cubo de Rubik en una mesa.
—Deberías sentarte —dijo Jason.
—Estoy bien.
—No deberías estar tanto tiempo de pie —dijo guiándola hacia un sillón con reposapiés.
—He venido sentada todo el camino —protestó ella.
Una puerta cercana a la alcoba se abrió y de ella salió un joven. Tenía el pelo un poco más largo y menos arreglado que Jason y no estaba tan delgado como éste. Pero su rostro era casi idéntico, los mismo ojos castaños, la misma boca. Entonces, esa boca se curvó en una sonrisa y todo parecido se desvaneció. Porque Jason nunca sonreía.
Con una sonrisa de oreja a oreja, Steven cruzó la habitación con los brazos abiertos.
— ¡Has venido! —dijo abrazando a su hermano con fuerza, casi no le dejaba respirar. Ashley vio que Jason le devolvía el abrazo, un gesto de verdadero amor que le encogió el alma.
Steven la miró entonces, con una expresión acogedora.
—¿Es tu novia, Jason?
—Ésta es Ashley —dijo Jason tomándole la mano.
Steven le miró el vientre.
—Vas a tener un bebé.
—Mellizos —dijo ella.
—Como Jason y yo —dijo él sonriendo aún más
Steven la abrazó entonces, aunque más cuidadosamente que había hecho con su hermano. Cuando se separó de ella, le dio un suaves golpecitos en el vientre.
—Hola, pequeñines. ¿Cuándo vais a salir de ahí?
—Dentro de un mes —dijo Ashley.
—¿Los traerás de visita? —preguntó él con evidente anhelo.
—Por supuesto —dijo ella—. Lo antes posible.
—Ven a leerme mi libro favorito —dijo tomándola de la mano y arrastrándola hasta el sofá.
Se sentaron juntos en el sofá y Ashley empezó a leerle Owl Moon en voz alta, mientras Steven seguía los movimientos de sus labios. Jason los contempló y las emociones se arremolinaron en sus ojos. Ashley quería saber lo que ocultaba en su interior, deseaba saber de corazón qué podía hacer para reconfortarlo.
Mientras ella leía, Steven tocaba con un dedo el dibujo de un búho con las alas abiertas. Su gran parecido con Jason, sus dulces modales, hacían del accidente una herida más dolorosa. Después de la lectura, Steven sacó un montón de libros de los Osos Berenstain y le pidió que se los leyera. Llegaron a un acuerdo: cada uno leería una página. Steven a veces se trastabillaba, pero Ashley no dejaba de animarlo.
En un momento dado, el teléfono de Jason sonó y él se excusó para salir a contestar. Antes de salir, su mirada se cruzó con la de ella, y la gratitud que había en sus ojos inundó la habitación.
Cuando Jason llegó a Hart Valley por primera vez, Ashley se había preguntado si sería capaz de amar a alguien, especialmente a los niños que llevaba en su vientre. Verlo ahora con su hermano, tal vez la única persona en la que confiaba plenamente, prendió una llama de esperanza en su interior.
Pero aunque conectara con sus hijos y pudiera darles el amor que demostraba hacia su hermano, ¿cómo podría justificar ella una custodia única? ¿No sería mejor para los niños y también para él si le diera la oportunidad de ocuparse de ellos?
Había una solución. Si Jason y ella se casaban, ambos podrían estar con los niños todo el tiempo. Sería lo mejor para ellos. La empatía que sentía por él, la compasión tras saber que su infancia había sido dolorosa no era amor. ¿Y acaso no era el amor parte esencial en un matrimonio?
Estuvieron leyendo hasta la hora de la cena. Jason volvió de atender el teléfono y se sentó en uno de los sillones con reposapiés, más relajado de lo que Ashley lo había visto jamás. Harold bajó a darle a Renard la mala noticia de que se quedaban a cenar. Al parecer, Steven habitualmente comía en su habitación con Harold, pero esa noche acompañaría a Jason y a Ashley. Tan excitado estaba que Harold necesitó de todo su poder de persuasión para convencerlo de que recogiera sus libros y fuera al cuarto de baño a lavarse las manos.
Una vez fuera de la habitación, Ashley aceptó la mano de Jason para levantarse del sofá.
—¿Está tu madrastra aquí?
—Llegó hace una hora —dijo él apretando la mano levemente.
—No ha venido a saludar.
—Ella —Jason pareció dudar— está descansando. Nos acompañará durante la cena.
Ashley asió con fuerza la mano de Jason para bajar las escaleras un poco temerosa. La actitud alegre de Steven había dejado de serlo al enterarse de que Maureen cenaría con ellos. Ashley esperaba encontrar una suerte de Gorgona en el comedor.
Pequeña como una niña, con el pelo corto impecable, Maureen Kerrigan sonrió al verlos entrar. Los años habían sido benevolentes con ella. Probablemente en la cincuentena, aparentaba diez años menos con su blusa de seda y su perfecto traje de chaqueta.
Su mirada recayó entonces en su vientre. Casi todo el mundo lo hacía últimamente. Pero su mirada azul era fría. De odio. Poseía algo más que censura. Al cabo, dirigió su dura mirada a Jason.
—Agradecería la simple cortesía de que me presentaras a tu... amiga.
—Maureen, ésta es Ashley Rand. Ashley, mi madrastra, Maureen —dijo él, tenso.
Ashley compuso una sonrisa y extendió la mano.
—Es un placer conocerla.
La mujer dudó un momento antes de aceptar la mano de Ashley.
—Jason no ha sido capaz de aprender ni los modales básicos —dijo ella con una falsa sonrisa—. Hace tiempo que dejé de intentarlo.
Ashley enlazó sus dedos con los de él.
—Siempre ha sido un perfecto caballero conmigo.
Maureen bajó la mirada hacia la prueba de la torpeza de su hijastro.
—Si tan sólo fuera capaz de ejercer un poco de autocontrol —dijo Maureen dándole unas palmaditas en el hombro.
Ashley sintió unas ansias impropias de una dama de darle una patada en la espinilla, pero en su lugar, dejó que Jason la ayudara a sentarse a la mesa. Él se sentó entre ella y el trono que su madrastra ocupaba presidiendo la mesa, y frente a ellos dos, Steven. Éste alejó su silla de Maureen todo lo posible y no dejaba de lanzarle miradas preocupadas.
La cena se hizo interminable. Renard fue sacando plato profusamente decorado tras plato, aunque ninguno de ellos era atractivo. A pesar de lo hambrienta que estaba, no pudo comerse el pâté de oca y el caviar, ni las judías verdes aliñadas con vinagreta de frambuesa. Cuando Renard sacó una cesta con panecillos, Steven se tragó tres seguidos y Ashley se comió el suyo con algo más de decoro.
Cuando terminó, Maureen se limpió pulcramente la boca con la servilleta.
—Le habría dicho al cocinero que preparase postre, pero a Jason no le cae demasiado bien el dulce. ¿No es así, querido?
Era una pena que su vaso estuviera vacío porque Ashley habría disfrutado echándole el contenido por la cabeza.
Jason dejó la servilleta en el plato y separó la silla de la mesa.
—Tenemos que regresar.
—No, no os vayáis aún —dijo Steven cabizbajo.
—Es un largo camino. Ashley necesita descansar.
—Por favor —suplicó Steven, las lágrimas a punto de saltársele—. Quedaos un poco más.
Jason sonrió, una visión rara en él y sorprendente por ello.
—Hermanito, volveremos pronto.
Steven se levantó tan rápidamente que tiró la silla hacia atrás. Las lágrimas corrían en un torrente por sus mejillas.
—No quiero que me dejes con ella.
—¿Qué le has hecho? —dijo Jason mirando a Maureen.
—Nada en absoluto —dijo ella—. Está hipersensible. Harold y tú le consentís mucho.
—¿Qué le has hecho? —repitió, y apoyándose contra la mesa, se inclinó sobre ella.
— ¡Nada! —repitió ella sonrojándose violentamente ante la furia de Jason—. Esto es ridículo. Le apago la luz a la hora de dormir. No tiene sentido gastar electricidad toda la noche. No hay nada que temer en la oscuridad.
Jason apretó los puños momentáneamente y Ashley pensó que iba a golpear a su madrastra. Inspiró profundamente, una, dos veces, y finalmente se separó de la mesa y de Maureen. Extendió la mano hacia Ashley para ayudarla a levantarse.
—Nos vamos.
—Jason —dijo Steven abrazándose.
—No te preocupes, hermanito —dijo Jason dulcemente—. No te dejaré aquí. Sube y haz la maleta. Te vienes con nosotros.