Capítulo 8

JASON no encontró dificultades en la primera clase de preparación al parto en el hospital de Marbleville. Se había bajado información de Internet y había leído todo lo que había podido sobre el tema. No fue necesario mucho contacto en aquella primera clase, afortunadamente. Bastante calor irradiaba ya cada vez que estaba cerca de ella.

Pero en la segunda clase, tenía que apoyar la espalda contra él, entre sus brazos abiertos. Respiró mientras él le acariciaba el vientre tal y como les indicaban, sintiendo la piel caliente bajo la camiseta de premamá que llevaba. Más grande que las demás futuras mamás, era la más hermosa y sensual de todas.

Su pecho subía y bajaba con las tandas de respiraciones. No debería estar mirándolo sino escuchando las instrucciones de la profesora, pero ni todos esos años obligándose a comprender los actos de su cerebro lo habían preparado para Ashley, para su cuerpo suave y cálido, para su perturbador aroma.

Ella se cambió un poco de postura, buscando estar más cómoda contra él. El cuerpo de Jason ya estaba alerta y notó que se excitaba. Afortunadamente había una almohada entre los dos. Si no, Ashley se daría cuenta de su falta de autocontrol.

Miró la hora de reojo. Quedaban sólo tres minutos para el mediodía. Sólo tres minutos de aquella sensual tortura, y volverían a Hart Valley para comer. Dejaría a Ashley en casa y conduciría hasta San José para pasar el resto del fin de semana con su hermano.

Afortunadamente, la instructora puso fin a las tandas de respiraciones y Jason ayudó a Ashley a ponerse en pie. Sostuvo la almohada delante de sí.

—¿Todo el mundo tiene un objeto que utilizará para concentrarse? —dijo la instructora elevando la voz entre las conversaciones de los presentes—. Lo utilizaremos la semana próxima.

Al unísono, las mujeres metieron la mano en el bolso y sacaron todo tipo de objetos que usarían durante el parto. Ashley le había enseñado el suyo antes de la clase, un osito del tamaño de una mano, lleno de manchas y al que le faltaba un ojo. Sara se lo había dado poco después de que muriera su madre.

Lo miró con expresión sombría. Sabía que Ashley desearía que fuera su madre la que estuviera con ella en ese momento. Seguro que también habría preferido a su hermana. Aún no comprendía por qué se había empeñado en hacerlo él en vez de dejar que la formidable Sara se ocupara.

No podía soportar la idea de que otra persona viera a los niños antes que ellos dos. Ashley le había mostrado las ecografías, apenas se podía reconocer a los dos niños. Cuando nacieran quería ser el primero en verlos.

—¿Ibas a ir a casa hoy? —le preguntó cuando salían de la clase.

—Sí —dijo él. Tres horas de camino hasta San José y otras tres para volver al día siguiente. Tenía que ver a Steven y el tiempo que había perdido le hacía sentir mal.

—¿Quieres que vayamos al café de Nina?

—Si quieres —dijo él abriendo el coche y ayudándola a entrar.

—Podríamos pedir unos sándwiches y llevarlos a casa —dijo Ashley colocándose cuidadosamente el cinturón—. Así podrás salir antes. A menos que...

—¿Qué?

—No importa —dijo ella colocándose la blusa y recordándole lo tensa que estaba su piel debajo.

—Dímelo —dijo él con más dureza de lo que había querido.

—Hay un festival esta noche —dijo ella—. En la cafetería del colegio. Es para recaudar fondos para el centro cívico de Hart Valley.

—Haré una donación. Dime a nombre de quien ha de ir el cheque.

—Eso sería estupendo, pero yo me preguntaba si querrías acompañarme —dijo ella al cabo.

No debería. Tenía sus responsabilidades: ver a Steven, firmar papeles relacionados con el testamento de su padre. Podía hablar con su hermano por teléfono y hacer que le enviaran por mensajero los documentos.

Pero un festival local... un montón de gente junta en un pequeño espacio, ruido ensordecedor, montones de puntos de atención en los que centrarse. Normal-mente evitaba las multitudes porque conocía sus limitaciones. Pero con Ashley...

La miró y su sonrisa acabó con él.

—Deja que haga unas llamadas.

—Estupendo —la luz en los ojos de Ashley borró todas sus dudas—. Haremos nosotros los sándwiches. Así tendrás más tiempo —extendió la mano y le apretó el brazo. Cuando fue a retirarla, Jason la sujetó un momento. Sentimientos poco familiares en él comenzaron a vibrar en su interior. Alegría. Gozo. Por una vez, pensó que tal vez se lo mereciera.

 Una hora después, Jason estaba junto a su escritorio, sin digerir el sándwich que había comido. Su conversación con Steven no había ido bien. Su hermano se sentía agitado y nervioso ante un nuevo cambio en su mundo. La promesa de Jason de ir a verlo la semana siguiente no lo había satisfecho y le había colgado. Cuando volvió a llamar, el cuidador de su hermano, Harold, le dijo que había calmado a Steven, pero sus palabras no aliviaron su culpa.

Temía más la segunda llamada. Maureen tenía los documentos que él tenía que firmar y tenía que pedirle que se los enviara. Cruzó los dedos con la esperanza de que no contestara. Pero no hubo suerte. Cuando le dijo por qué llamaba, el silencio que guardó estaba lleno de rencor.

—Esa mujer está jugando contigo —dijo finalmente.

—No tengo intención de volver a hablar contigo de esto, Maureen.

—¿Has pedido un test de paternidad?

—No es asunto tuyo —dijo él apretando los dientes.

—Lo será cuando venga a vivir aquí y me eche —consiguió que su tono sonara tremendista.

—No va a mudarse ahí. En cualquier caso, tú cuentas con una renta vitalicia, Maureen. No podría echarte.

—Una renta vitalicia no me servirá de nada cuando ella se apodere de tu dinero.

Hervía en deseos de tirar el teléfono por los aires. Tras casi veinte años, su madrastra sabía qué tecla tocar.

—Envíame los papeles por mensajero. Los llevaré de vuelta el próximo fin de semana.

Colgó sin esperar confirmación. Un movimiento fuera de la ventana llamó su atención. Ashley salía de la casa. Pensó que iría a hablar con él y la alegría brotó en su corazón de nuevo. Pero en su lugar, atravesó el patio y se perdió de vista.

Retiró la silla y salió de la casa de invitados. Tenía que ver a Ashley para aclararse la mente, borrar la desagradable sensación que le había quedado tras la conversación con Maureen.

Fue como si se librara de un peso. Ashley estaba en la verja exterior, con una manta y una bolsa de basura en las manos.

—Me ha parecido que sería buena idea —dijo sonriendo.

—¿Qué es?

—Vi la jardinera desde la ventana de la habitación y pensé que sería buena idea quitar las malas hierbas.

—No puedes estar hablando en serio —dijo él mirando su enorme vientre.

 Ella se echó a reír y se agarró a él.

— Supongo que tenía más sentido en la teoría que en la práctica.

—Dame la manta —dijo él extendiéndola junto a las malas hierbas y le tomó la mano. Sujetándola por la espalda la ayudó a sentarse—. Yo quitaré las malas hierbas.

—Apuesto a que nunca en tu vida has arrancado una mala hierba —dijo ella divertida.

—Pues te equivocas —dijo él, arrodillándose junto a ella.

—Pero seguro que tu padre tenía un jardinero.

—Es un jardín de más de una hectárea. No un patio exactamente —dijo él, arrancando un montón de plantas de dientes de león—. Pero sí, teníamos jardinero.

—¿Ayudabas al jardinero a quitar las malas hierbas? —preguntó ella abriendo la bolsa para que tirase la basura.

—Sí —dijo removiendo la tierra al lado de un rosal—. Cuando era pequeño.

—¿Era idea de tus padres?

—Cielos, no —casi se echó a reír recordando lo escandalizada que se había mostrado Maureen—. Me gustaba estar al aire libre. Era muy tranquilo.

—¿Cómo eras cuando eras pequeño?

—Era... difícil —contestó él dudando entre arrancar las flores moradas de una algarroba. Finalmente decidió hacerlo.

Ella le sostuvo la mano antes de que las flores cayeran en la bolsa. Fue un contacto leve pero su piel ardió igualmente, haciéndole recordar el beso una vez más. Sin darle más vueltas, su atención retornó a su tarea.

—¿Qué quieres decir con difícil?

—No podía estar quieto en una clase o en la mesa más de cinco minutos. Salía corriendo cuando los demás niños caminaban, gritaba cuando todos estaban en silencio.

—Eras un niño activo.

—Más que eso. Estaba descontrolado —dijo él arrancando una segunda planta de diente de león entre los rosales. En el movimiento, una espina del rosal le arañó el brazo.

—Maldita sea.

—Déjame ver —dijo ella.

Escocía aunque apenas lo notó cuando Ashley lo tocó.

—Hay toallitas desinfectantes en el armario del cuarto de baño de arriba. Ve a buscarlas y te limpiaré la herida.

—No es necesario.

—Si tú no vas, lo haré yo. Y ver cómo me levanto del suelo no es un espectáculo agradable.

Le bastaba ver la determinación en sus ojos para saber que Ashley no estaba bromeando. Se levantó y se sacudió las manos.

—Iré a por ellas.

—Cajón central a la izquierda del lavabo.

Salió de allí, incómodo ante la idea de invadir la privacidad de Ashley, pero él no tenía botiquín. Afortunadamente, todo estaba recogido en su habitación. En el baño sólo había cepillo de dientes y un vaso de agua a la vista. Se lavó las manos y sacó varias toallitas desinfectantes del paquete. Parecían paquetes de condones. La idea bastó para que su mente se pusiera a trabajar.

Esforzándose por apartar las vividas imágenes de su cabeza, salió del baño y bajó las escaleras. Casi lo había conseguido cuando salió al jardín y la vio. Reclinada hacia atrás, estaba apoyada en los antebrazos, la cabeza hacia atrás para dejar que el sol le diera en su preciosa cara. La visión lo dejó sin aliento.

Redujo el paso al acercarse y se agachó sobre la manta. Dejó los paquetes de plástico a su lado y extendió el brazo. No estaba seguro de poder resistir la reacción que tuviera a su contacto.

El primer roce contra su brazo lo pilló por sorpresa. El calor que sentía en la muñeca donde ella lo sujetaba contrastaba con el frío del desinfectante en la herida. Ella fue limpiando la larga herida, y abrió un segundo paquete. Jason agradecía el escozor. Una distracción para evitar pensar en tumbarla sobre la manta y besarla.

Cuando terminó, tiró las toallitas usadas a la basura y se reclinó otra vez. Se había quitado los zapatos y los calcetines, dejando a la vista los pies desnudos. La jardinera estaba a medias, pero si no se iba de allí, no sería responsable de sus actos.

—Oh, Dios —dijo poniéndose la mano en el vientre—. Alguien acaba de despertarse.

Jason miró los dedos extendidos sobre el vientre tenso y vio cómo se movían. Su primer impulso fue acercarse, pero lo pensó mejor y empezó a retirarse cuando ella lo sujetó.

—Tienes que sentir esto.

Fue una sensación increíble. Una explosión de gozo poco familiar para él. Era como la vertiginosa sensación que recordaba cuando, de niño, corría por el jardín en un día de verano. No en el jardín perfecto de la mansión Kerrigan, sino en el patio más agreste de la casa de Mill Valley, al norte de San Francisco.

Lo que sentía era más un cosquilleo que un golpe, pero era alucinante de todas formas. Ya lo había hecho antes, sentir el movimiento bajo sus palmas. Era un recuerdo que había enterrado en su mente, en el lugar donde ocultaba el dolor, demasiado duro para examinarlo. Pero el recuerdo se había liberado de su caja, dejando a la vista el rostro de su madre, su cuerpo casi tan grande como el de Ashley, su dulce sonrisa mientras animaba a su joven hijo a sentir el movimiento de su futuro hermanito.

Cuando llegaron al aparcamiento del colegio a las siete, el sol ya se había puesto y empezaba a refrescar.

Se alegraba de haberse puesto una chaqueta por encima del vestido de manga corta. Aunque era demasiado pequeña para poder abrocharla, al menos le protegía los brazos.

Jason permaneció a su lado cuando entraron en la bulliciosa cafetería. Pagó las entradas y se quedó junto a la puerta como tratando de reunir el valor para entrar.

Ella lo tomó de la mano, enlazando sus dedos con los de él.

—Vamos a tomar algo.

Todo su cuerpo irradiaba una fuerte tensión mientras se abrían paso entre la multitud hacia la mesa del buffet. Jason aceptó un refresco, pero no lo abrió, observando a la multitud.

Ashley dio un sorbo y le hizo un gesto para ir hacia el otro extremo de la sala donde los artesanos habían montado sus puestos.

—Hay menos jaleo allí.

—Tienes que comer algo —dijo él sujetándola.

—Puedo esperar —le aseguró ella en el momento en que su estómago rugía.

—No puedes —negó él conduciéndola hasta el final de la cola para el buffet.

Nina O'Connell y su marido, Jameson, estaban sirviendo la comida. Dejando a un lado el cucharón, se acercó a ellos.

—Las mujeres embarazadas no deberían esperar —dijo ella tomando a Ashley del brazo y la llevó a la cabecera.

—No quiero colarme delante de todos —protestó Ashley sin soltar la mano de Jason.

—¿Alguna objeción a que la señora embarazada coma la primera? —gritó Nina por encima del estruendo de voces.

— ¡Sin problema! ¡Adelante! —se oyó desde diferentes puntos—. ¡Deja algo para los demás!

 Los colocó entre J. C. Archer y Arlene Gibbons.

Mientras Nina servía ensalada de pasta a Ashley, la cotilla de Arlene Gibbons observó a Jason.

—Así que tú eres el padre.

—Sí —contestó él no sin cierta reticencia.

—Has tardado en aceptar la responsabilidad —dijo Arlene extendiendo la mano para tomar un panecillo—. Dejar a esa pobre chica sola estos seis meses.

—¿Acaso es asunto suyo? —dijo él mirándola fijamente.

—Debéis tener todos el corazón de piedra en la ciudad, pero en este pueblo, los vecinos cuidan unos de otros —dijo la mujer alargando su metro cincuenta de estatura unos centímetros más.

—Ashley no es asunto suyo —dijo él con un tono gélido que habría hecho detenerse al más poderoso hombre de negocios. Pero Arlene estaba hecha de otra pasta.

—Es asunto mío cuando veo que no te responsabilizas —dijo ella acercándose más a él.

—Me estoy ocupando de ella —dijo él con un tono de voz lo suficientemente alto como para que la gente de alrededor lo oyera.

—Si es cierto que te estás ocupando de ella, señor Pez Gordo, deberías hacer lo correcto.

—Sé lo que es adecuado para ella.

—Entonces arregla esta situación, idiota —Arlene se puso de puntillas para mirarlo a la cara—. Es la madre de tus hijos. ¡Cásate con ella!