Capítulo 3
JASON se levantó del sofá tan rápido que Ashley pensó que echaría a correr, pero se limitó a quedarse allí de pie, mirándola, desconcertado. Ashley comprendía la reacción, pero el sentimiento de lástima que le pareció ver en él no tenía sentido alguno.
A continuación, se puso a recorrer arriba y abajo el recargado salón.
—¿Estás segura?
—Claro que lo estoy. El médico detectó el segundo latido a las ocho semanas.
—¿Y los dos están bien?
—Están perfectos.
—¿Sabes...?
—La ecografía dice que parecen ser un niño y una niña.
—No son idénticos, entonces —dijo él cerrando los ojos brevemente.
—No —negó ella, preguntándose por qué aquello era significativo para él.
—Entonces no hay más que hablar. Te vienes a San José conmigo.
Si no le dolieran tanto los pies se habría levantado y lo hubiera estrangulado.
—Me voy a quedar aquí, Jason. Ya te lo he dicho.
—Tienes que estar al cuidado de un médico.
—Ya me está cuidando el doctor Karpoor.
—Pero si algo saliera mal...
—El hospital está a veinte minutos. Podrían llevarme en un helicóptero a Sacramento, si fuera necesario.
—Lo discutiremos más tarde. Cuando no estés tan cansada —dijo él, tratando de mostrar un tono más neutral.
—Será mejor que vuelva —dijo ella, levantándose con trabajo del sofá. Jason la tomó por el codo para ayudarla a levantarse.
—Te llevaré a casa.
La calidez de su mano le subió por todo el brazo y tentada estuvo de apoyarse en él.
—Tengo mi propio coche.
—Estás agotada. No deberías conducir.
Ashley sacudió la mano quitándole importancia. No le gustaba lo vulnerable que era a su contacto.
—No me pasará nada. Está a pocos kilómetros.
—Llámame cuando llegues. ¿Has guardado mi número?
—Aún no.
—Yo lo haré —dijo extendiendo la mano con gesto arrogante. Ashley se habría apartado, pero él habría ido tras ella. Era más fácil dejarle hacerlo.
—He grabado un número para marcado rápido. Sólo presiona el número cinco.
La acompañó al coche y la ayudó a entrar. Entonces se inclinó hacia ella y le acarició el dorso de la mano con el pulgar sin dejar de mirarla a los ojos.
—No puedo dejar que les ocurra nada.
—Claro que no.
—Dime que tendrás cuidado.
—Lo tendré.
La miró aún un momento más y finalmente retrocedió y cerró la puerta del coche. Esperó a que arrancara y saliera del aparcamiento y aún seguía allí de pie en la acera cuando Ashley ya se alejaba por Main Street.
Era un hombre hosco en muchos sentidos, y no sabía cómo conseguiría tolerar su presencia en los próximos días. Durante años, su hermana Sara la había mangoneado, pero lo había aceptado porque Sara era quien llevaba el dinero a casa para las dos y tenía que tomar decisiones. Las órdenes de Jason, sin embargo, le dolían.
Ashley abrió la puerta y entró en la casa silenciosa y vacía. Adoraba aquella casita, su excéntrico diseño.
Pero cuando llegó a su habitación y se quitó las sandalias, una enorme sensación de tristeza la invadió. Antes de que apareciera Jason, era feliz con su vida solitaria, estaba deseosa de ser madre soltera con la ayuda de su hermana y los amigos que había hecho en Hart Valley; Jason representaba posibilidades que ella se había esforzado por desterrar de su mente, una familia, un hogar completo.
Pero no podía permitirse pensar en eso porque Jason se iría pronto. Se ofrecería a crear algún fideicomiso para los bebés, pero no le ofrecería nada emocionalmente hablando. Parecía incapaz de algo así.
Se puso un camisón lleno de puntillas que le había dejado su hermana y se metió en la cama. Tumbada con los ojos cerrados, trató de imaginarse a Jason a su lado, mirándola con su expresión grave, acariciándole la mejilla y besándola en los labios. Imaginó que reposaba la mano sobre su vientre a la espera de notar una patadita y la abrazaba toda la noche.
Durante una noche había visto algo más, había atisbado las profundidades de su alma. Por mucho que quisiera convencerse de que sólo había sido sexo, había habido un momento antes de que la pasión los cegara, en que los muros habían caído. Pero sólo había durado un instante. Al momento siguiente la muralla estaba de nuevo allí.
¿Qué demonios le pasaba? No había dejado de dar vueltas en la cama imaginando fantasías de lo más inapropiadas con Ashley durante toda la noche. Ahora, sentado al volante de su Mercedes junto a ella, no podía dejar de imaginar el tacto que tendrían esos hombros pecosos bajo sus manos. Si pensar en la suavidad de su piel era una absoluta distracción, su aroma especiado, le nublaba el juicio.
Ajena a su irracional alboroto interno, Ashley pasaba las páginas de un cuaderno que llevaba en el regazo.
La caja de pastas que él había seleccionado cuidadosamente en Archer, la pastelería del pueblo, estaba en el asiento trasero. Ashley le había dado las gracias, pero le había dicho que aún se sentía un poco revuelta por las mañanas y las galletas no le sentarían bien.
Metió el coche en una plaza del aparcamiento de la escuela y salió para ayudarla.
—Iré al pueblo y te traeré algo de comer. ¿Qué quieres?
—Tengo un paquete de granolas en la clase y me he traído un plátano —dijo ella metiendo el cuaderno en la cartera—. No necesito nada más.
—¿Zumo? ¿Leche?
—No, gracias —dijo ella abriendo la puerta trasera y agachándose para recoger la caja que Jason se había prestado a sacar de su casa. De nuevo, se acercó a ella para llevarla él.
—Yo la llevaré —dijo tomando la caja en los brazos y cerrando el coche con un golpe de cadera. Cuando vio que Ashley se colgaba la cartera del hombro, la tomó y la puso sobre la caja.
—No soy una inútil —dijo ella mirándolo indignada.
—¿Adónde vamos?
Resoplando impaciente, Ashley echó a andar a través de la extensión de césped que tapizaba la parte principal del colegio, pasó la secretaría y se dirigió al patio trasero. Filas de clases bordeaban tres lados del patio y la tiza blanca delineaba el diamante central del campo de béisbol más allá. En septiembre ya empezaba a refrescar por la mañana, aunque la predicción indicaba que haría calor.
Llegaron a la fila de clases más alejada y la siguió por la rampa hasta la puerta. Buscó nerviosa las llaves en el bolso y forcejeó un poco con la cerradura. Jason dejó la caja en el suelo y le pidió las llaves.
—Dame.
—Puedo hacerlo —dijo ella alejándolas de él. Volvió a intentar meter la llave en la cerradura, pero no giraba.
—Ashley... —repitió él intentando alcanzar las llaves.
— ¡No! ¡Yo lo haré!
Pero se quedó allí de pie, con los labios apretados y las llaves en la mano. Él tenía la culpa. Estaba enfadada y no sabía por qué. Típico de él. Era capaz de sonsacarle a un oponente sus más ocultas intenciones, pero en lo que se refería a las mujeres era un bruto.
Buscó la llave correcta, la introdujo en la cerradura y giró. Empujó la puerta, pero se quedó en el centro bloqueándole la entrada.
—No te quiero aquí, Jason. Sé que eres el padre de los niños, que mereces tener cierta relación, pero preferiría que te quedaras en San José.
—No me iré —dijo él sin más—. No, sin ti.
—Tengo una vida aquí. Una buena vida. Para mí y para los bebés.
—Déjame entrar. Te ayudaré a preparar la clase — dijo él tratando de no perder la paciencia.
—No puedo tenerte aquí —dijo ella con un brillo de lágrimas en los ojos que lo sorprendió.
—Tenemos que llegar a un acuerdo.
—Lo sé —dijo ella, frotándose los ojos antes de que las lágrimas cayeran.
—Déjame entrar.
Permaneció donde estaba un momento más y después cedió. Se apartó un poco y lo dejó pasar. Una ecléctica selección de pósters estaban ya pegados en las paredes. Las mesas estaban dispuestas en forma de U, dos sillas a cada una, rodeadas de una moqueta de dibujos.
La moqueta tenía un desgarrón en un lado, las mesas estaban manchadas de pintura y tinta. Las librerías que se alineaban a lo largo de las paredes tenían los bordes mellados y algún que otro agujero. No se parecía en nada a ninguno de los colegios privados en los que él había estudiado.
Una llamada de teléfono y podría conseguirle a Ashley trabajo en cualquiera de los centros más exclusivos del Área de la Bahía. ¿Cómo podía dejar escapar una invitación así? Pensó en hacerle el ofrecimiento, pero luego lo pensó mejor y no dijo nada porque dado su estado de actual enfado no recibiría la noticia muy bien.
—¿A qué curso das clase?
—Segundo. Tengo diecinueve alumnos.
—¿Qué puedo hacer?
—Hojas —dijo ella con una sonrisa desvaída—. Necesito ciento cincuenta.
—Hojas —repitió él sin comprender.
Detrás de ella, en una librería baja, había papel para manualidades en varios montones. Tomó una hoja de color rojo, otra naranja y otra marrón y las dejó en la mesa más cercana a su escritorio. Encima colocó una plantilla con forma de hoja, un lápiz y un par de tijeras, y sacó una de las minúsculas sillas.
—Hojas. Cincuenta de cada color. Hay todo el papel que necesites.
No había jugado con papel y tijeras desde... nunca lo había hecho. Todos esos exclusivos colegios se ceñían al currículo académico básico, preparar a la siguiente generación de magnates. Poco lugar quedaba para las manualidades.
Se sentó en la diminuta silla y tomó el papel naranja. Miró a Ashley mientras sacaba el resto de sus cosas de la cartera y sus miradas se encontraron. La media sonrisa de Ashley se convirtió entonces en una de verdad.
—Si lo haces bien con las hojas, te ascenderé a la categoría de fabricante de troncos.
Su genuina sonrisa le provocó un ansia interior que no comprendía. Algo en su suave mirada castaña, en la forma en que el sol que se colaba por las ventanas envolvía sus rizos cobrizos en una cascada dorada, le hicieron sentir... solo.
—Ciento cincuenta hojas, marchando.
Mientras tomaba apuntes para las próximas clases en su cuaderno, Ashley aventuró otra mirada a Jason que se afanaba con su tarea. Y se sintió culpable por haberle encargado una tarea tan pesada e interminable.
Pero lo había hecho como autodefensa más que como venganza. Llevaba alterada desde que había aparecido en su puerta con un polo rojo y pantalones de pinzas azul marino. No había nada sugerente en su forma de vestir. Era la viva imagen de un director ejecutivo, difícil de manejar, un poco intimidatorio y muy exasperante. Era su pelo rubio, impecable, que invitaba a ser acariciado.
La falta de sueño y las hormonas descontroladas tenían la culpa de que estuviera albergando fantasías tan peligrosas. Era mejor no querer saber lo que sentiría al tocarle y lo que vería en sus ojos si lo hiciera. Utilizaría su mismo truco, rodearse de una alta muralla de frialdad para proteger sus emociones.
Pero verle con las tijeras y el papel de colores, tan repeinado, sabía que no podría contenerse mucho. Mantener a la gente a distancia no era su fuerte.
Puede que su cuerpo demasiado grande no cupiera en la silla, pero parecía sentirse a gusto con su tarea. Estaba concentrado, igual que hacía con todo, trabajando con precisión, como si el futuro de su empresa dependiera de que él completara la tarea perfectamente. Otros hombres habrían considerado la tarea trivial, para niños, pero él no se había quejado.
El estómago comenzó a gruñirle y recordó que no se había comido el plátano. Al rechazar la invitación de Jason a desayunar, no había sido completamente sincera. Aunque su cuerpo no siempre reaccionaba bien al alimento por la mañana, no le habría dicho que no a una galleta de Archer si se la hubiera llevado su hermana. Simplemente, le resultaba duro aceptar la generosidad de Jason.
Pero su necesidad de alimento superaba sus recelos hacia el significado del gesto de Jason. Una de las pastas dulces y mantecosas sería un verdadero placer.
—Jason.
—Me quedan diez marrones y diez naranjas —dijo él levantando la vista.
—Yo las termino si vas al coche a por las galletas.
La sillita se tambaleó cuando se levantó, pero la colocó antes de estirarse con un gesto de dolor.
—Lo siento. No debería haberte mandado que te sentaras en esa silla —dijo Ashley levantándose.
—Sólo estoy un poco rígido —dijo él, frotándose la nuca.
—Siéntate aquí —dijo ella, señalando su sillón acolchado—. Te quitaré los nudos.
—No —dijo él, dejando caer la mano y retrocediendo un paso.
Debería dejarlo estar. Siempre estaba tenso. Cuando estaban en Berkeley, a veces le había dado algún masaje, pero nunca había notado mejoría. Los masajes siempre habían sido una cosa inocente, hasta la noche que acabaron en la cama. Ahora ya nada parecía inocente.
A pesar de su buen juicio, sacó la silla del escritorio y lo llamó.
—Ven aquí.
Él se acercó lentamente y se sentó. Ashley le puso las manos sobre los hombros y comenzó a frotar con los pulgares los músculos tensos. El cuerpo de Jason irradiaba un calor que se colaba a través del tejido del polo.
Ashley notó que el pulso se le aceleraba mientras masajeaba su fuerte cuello. Jason contuvo la respiración cuando notó el contacto.
—¿Tengo las manos frías?
Jason negó con la cabeza. Ella trató de ignorar la erotizante sensación que empezó a recorrerle el cuerpo cuando presionó con los dedos a ambos lados de su cuello. A pesar de su esfuerzo, los músculos de Jason seguían estando tensos, como si se estuviera resistiendo a aceptar hasta el más mínimo intento de ayuda de Ashley.
Empezó a notar que algo había cambiado en el masaje, que había empezado a acariciarle el cuello en vez de masajearlo, con sensualidad. Notó que Jason había empezado a respirar trabajosamente, percibía la excitación bullendo bajo sus manos. Se le pasó por la mente dejar de tocarlo, pero la sensación de la piel de Jason contra la suya la tenía hechizada.
De pronto, las manos de Jason cayeron sobre las suyas, obligándolas a detenerse. Sus hombros subían y bajaban, sus músculos estaban más tensos que antes de empezar. Se levantó de golpe, retiró la silla y la miró. La sostuvo por los brazos, sin acercarla a sí, pero sin apartarla tampoco. Fijó la mirada en sus labios y la expectación creció en ella ante la idea de que fuera a besarla.
Pero entonces, Jason retrocedió, rompiendo así todo contacto. Abrió la puerta y la cerró de golpe tras de sí.
Aturdida, Ashley se acercó a la silla en la que había estado trabajando Jason y se sentó. Gran error porque no lograría levantarse de allí sin ayuda. Pero Jason regresaría. No habían acordado nada respecto a los bebés, ni siquiera habían empezado a hablar de ello. No podía irse.
Media hora después, había terminado de cortar las hojas faltantes cuando oyó la puerta. Jason apareció en la puerta con la caja rosa de la pastelería y una bolsa de papel en las manos, y permaneció allí, dubitativo.
—Recordé que te gustaban las pastas de almendra y pasas —dijo él.
Había cuatro de sus galletas favoritas dentro de la caja. Ashley se echó a reír.
—Tengo el tamaño de una casa. ¿Quieres cebarme aún más?
—Tienes que comer —dijo él dándole una pasta de almendra y tomando una de frambuesa para él.
Dio un mordisco y suspiró de placer. Sentado en el borde de la mesa, Jason se inclinó hacia delante y le rozó con el pulgar la comisura de los labios.
—Te viene bien el azúcar —dijo en un susurro.
No retiró el pulgar inmediatamente. Ashley resistió la tentación de chuparse el lugar que él la había tocado y comprobar si podía notar su sabor.
—Hay toallitas de papel al lado del fregadero. ¿Puedes ir a buscarlas?
Jason dejó la pasta sobre la caja y fue a buscar las servilletas. Le puso una en el regazo a Ashley, pero no hubo intención alguna en su movimiento. Sin embargo, ella imaginó que la tocaba.
—¿Zumo de naranja o leche? —preguntó sacando de la bolsa un pequeño brick de cada cosa.
—Leche —dijo ella consciente de que, después de todo, había vuelto al pueblo a comprarlo.
—Has terminado las hojas. Gracias —dijo él abriéndose el zumo para él.
—Yo soy quien debería darte las gracias. Son para mis alumnos.
—Pero yo dije que lo haría. Era responsabilidad mía terminar el trabajo.
¿Todo era una responsabilidad, una obligación para él? Se preguntaba si alguna vez haría algo por el simple placer de hacerlo y entonces recordó la noche que habían dormido juntos.
—¿Y ahora qué?
—Decorar la clase —dijo ella con una sonrisa—. Bueno, después de que me ayudes a salir de aquí.
Jason frunció el ceño y le extendió la mano, pero la soltó en cuanto Ashley se levantó.
—¿Dónde está tu móvil?
—En la cartera.
Jason se dirigió a la mesa y comenzó a hurgar en el bolso. Ashley se quedó tan aturdida que ni se quejó ante la intromisión. Jason pareció encontrar finalmente el aparato y se acercó a ella.
—Tenlo a mano.
—¿Qué...? —Ashley se lo guardó en el bolsillo del vestido.
—Quiero asegurarme de que podrás llamarme cuando me haya ido. Tardaré una hora o dos en tenerlo todo preparado.
—¿Qué tienes que preparar? —preguntó ella recelosa.
—Lo que necesito para llevar mi negocio. Equipo de oficina, sistema de comunicaciones. Ropa. Un lugar en el que quedarme.
Una incómoda sensación se apoderó de Ashley.
—No comprendo.
—Me necesitas aquí, Ashley, y no sólo durante un par de días. Si no vienes conmigo a San José, me quedaré aquí un tiempo. Hasta que nazcan los bebés.