XIX

La forma física era todavía algo nuevo para los tzee y, en aquel momento, resultaba molesta. Sin embargo era necesaria pues las criaturas mortales que se llamaban a sí mismas piratas-lobo jamás habrían aceptado órdenes de alguien como ellos, al menos a sabiendas. Los tzee ya cambiarían la situación en el futuro, cuando estuvieran más seguros en su reino y el Devastador les hubiera dado el poder que necesitaban para verse realmente libres de las limitaciones del País de los Sueños. Durante innumerables siglos, el objetivo de los tzee fue escapar de las ataduras que los obligaban a ser una parte de la realidad de aquella nebulosa región y les impedía extender su presencia por el resto del mundo, el Reino de los Dragones, por ejemplo.

–Tzee… -Hicieron susurrar al cuerpo sin darse cuenta. El Devastador lo arreglaría, estaban seguros. Cuando el auténtico señor de los aramitas comprendiera lo que habían hecho, no podría evitar concederles su petición. El cuerpo dio un ligero traspiés en la oscuridad mientras ellos buscaban más allá de la percepción humana para encontrar el camino correcto. Estaba oscuro allá abajo, incluso para los tzee. No obstante había algún tipo de iluminación. Los tzee no comprendían aquello y por un momento se sintieron atemorizados. Sí, el Devastador tendría el poder.

Le ofrecerían el País de los Sueños y al Grifo. Deseaban tener al Grifo, pero no más de lo que deseaban la libertad. El pájaro-león había acabado con su poder en una ocasión, hacía ya mucho tiempo, justo antes de la casi calamidad que había provocado en la ciudad humana de Qual…

«¡Ese nombre no debe pensarse ni pronunciarse jamás!»

La encolerizada declaración fue seguida de un salvaje gruñido, como si alguna fiera acechara en la oscuridad.

El cuerpo de D'Rak tropezó con lo que los tzee sabían eran restos humanos. Obligaron a la cabeza a volverse en dirección a la presencia que ahora percibían. Tuvieron la impresión de que algo muy grande se movía no muy lejos de allí, y los ojos de D'Rak distinguieron brevemente otro par de ojos, ojos salvajes. Los tzee por su parte no podían ver nada, pero, desde luego, no podían negar lo que veía el otro.

«Tzee, pequeños tzee; ¿venís a suplicar favores de un dios?»

En deferencia al gran poder que tenían ante ellos, los tzee utilizaron la boca y la voz del humano. Era su forma de demostrar el gran esfuerzo que hacían.

–Poderoso ser. – Fallaba un poco la articulación. Durante un tiempo creyeron que su control del cuerpo era casi perfecto. Ahora, sin embargo, no siempre funcionaba con la acostumbrada eficiencia.

«Vuestra nueva forma necesita descanso, pequeños tzee. Los humanos necesitan dormir, y el vuestro es un cuerpo humano.»

Así que era eso.

–Poderoso ser -continuaron los tzee-, nos hemos esforzado… tzee… para demostrarte nuestra valía. Hemos demostrado nuestra astucia; nuestro poder. Hemos demostrado que nos necesitas… tzee… sólo a nosotros para conseguir tus objetivos. Podemos ofrecerte…

«El País de los Sueños y al Grifo. Lo sé, pequeños tzee. ¿No soy acaso el Devastador? ¿No soy un dios? Ganaré este juego, pequeños tzee.»

–No sabemos nada de ningún juego, poderoso ser, pero… tzee… si nuestras habilidades… tzee… -Los tzee empezaban a sentir un incómodo desasosiego-… pueden serte de ayuda, eso es lo que nosotros… tzee… deseamos. No pedimos más que una cosa a cambio…

«Poder. Os conozco bien. Deseáis poder, pequeños tzee.» Se pusieron muy nerviosos al verse descubiertos con tanta facilidad. El cuerpo de D'Rak se estremeció cuando los tzee perdieron el control de algunas de las funciones motrices durante unos instantes. Luego, dándose cuenta del aspecto que debían ofrecer, los tzee hicieron un esfuerzo para tranquilizarse.

–Sí… tzee… poder.

«Voy a mostraros lo que es el poder.»

Algo avanzó vacilante entre la oscuridad y, en un principio, los tzee tuvieron la aterradora impresión de que el Devastador en persona se dirigía hacia ellos. En parte no se equivocaban. Aunque era una forma humana la que al fin apareció bajo la extraña luz, no había voluntad en ella. Tampoco un ápice de vida. Los tzee habían oído hablar de eso. Al Devastador lo fascinaban los cuerpos muertos, y los utilizaba a veces como sus manos. A los tzee no les gustaban los muertos; no tenían las maravillosas habilidades del poderoso lobo. Ellos no podían doblegar más que a los vivos y desterrar sus mentes a un remoto vacío que ni los mismos tzee acababan de comprender. Se limitaban a hacerlo.

Ese cuerpo no hacía mucho que había muerto. El rostro les era familiar de alguna parte, pero eso no importaba. Lo que importaba era el objeto que el cadáver sostenía delante de él a la manera en que las criaturas de carne y hueso suelen transportar a sus crías. Un objeto de gran tamaño, posiblemente oval, cubierto con un pedazo de tela. Emanaba poder, el suficiente para que los tzee ansiaran poseerlo. El ser sin vida parecía ofrecerles el objeto. Los tzee miraron en dirección al lugar donde, era posible, esperaba el Devastador.

«Es vuestro, desenvolvedlo. Es casi como si hubiera estado diseñado para vosotros desde el principio, mis pequeños tzee.»

No pudieron contenerse más. La ansiedad pudo más que ellos, y los tzee levantaron el brazo derecho y arrancaron la tela que cubría su premio.

«¡Poder! ¡Demasiado!… ¡Tzee!… ¡Poder!» En medio del pánico, ya no se preocuparon de hablar por la boca del cuerpo que habían robado.

«/No es mas que poder que regresa allí donde le corresponde, pequeños tzee! ¡Un lugar que vosotros usurpasteis! ¡Creéis acaso que podría tener tratos con nada salido del País de los Sueños? ¿Con algo que había planeado eliminar una vez que ya no me fuera útil?»

El poder seguía aplastando a los tzee. Ya no podían controlar el cuerpo y el nivel de poder, sobre todo cuando el poder parecía luchar contra ellos.

Los tzee llegaron al límite de sus fuerzas. Su esencia, su… presencia, a falta de otra palabra mejor, empezó a desintegrarse. La colonia de mentes se quebró, para convertirse en un ingente número de pensamientos más débiles y menos coherentes. En un último esfuerzo, los restos de mayor tamaño de la nebulosa entidad múltiple se retiraron por completo del cuerpo y abandonaron los pedazos de menor tamaño a su suerte.

«Engañados… tzee… engañados… engañados…», susurró la entidad enloquecida mientras abandonaba la guarida del Devastador.

El cuerpo del gran guardián se columpió de un lado a otro, y una mano se alzó vacilante para tocar el rostro. La voz que surgió de sus labios era apenas un susurro.

–¡Se han ido! ¡Esas malditas cosas se han ido! «Vuelves a tener el control de tu propio cuerpo. No olvides quién te salvó.» D'Rak cayó de rodillas, el rostro pálido, la voz ahogada

por el increíble alivio.

–¡Os doy las gracias, amo!

«Agradécemelo sirviéndome bien.»

El gran guardián echó una ojeada al objeto que había sido parte de su salvación. Se trataba de la cabeza de cristal que había creado -y la sostenía alguien a quien conocía, el fracasado R'Dane -pero, R'Dane…

«Los habitantes del País de los Sueños salvaron a R'Dane, ¡pero el muy tonto regresó con el Grifo! ¡Pereció durante la huida del inadaptado, mientras intentaba hacer funcionar tu querido juguete!»

–Entonces eso fue lo que… -D'Rak calló de repente, dándose cuenta de que quizá se acababa de traicionar. «Sí… dilo. ¡Di lo que querías hacer con este juguetito!»

–Quería… vivir para siempre. Tal y como hace D'Shay. ¡Quería ser inmortal! – Esto último lo dijo con voz desafiante. Llegados a este punto, ya nada tenía que perder-, El cristal contendría mi esencia…; ¡pero al morir!

«Deseabas ser inmortal… como D'Shay.»

–Sí.

¿No estaría jugando con él el Lord Devastador? ¿Había librado a D'Rak de los tzee sólo para dictar sentencia sobre el guardián? A pesar de haber nacido cuando Qualard era todavía la capital, D'Rak sabía que empezaba a acabársele el tiempo. Su posición como gran guardián le había dado acceso al poder que necesitaba para prolongar su vida, pero no para convertirlo en inmortal, como era el caso de D'Shay. Haría todo lo que fuese necesario para conseguirlo. ¡No quería morir, y menos ahora que había podido probar algo parecido a la muerte!

Una risa burlona resonó por la sala, y el pirata-lobo se encogió atemorizado.

«¡Ahora sabes cual es tu lugar! ¡Sabes que obedecerás!» El Devastador parecía encontrar divertidas sus reacciones. «¡Servirás!»

–¿Servir, amo? ¿Servir para qué?

«¿Me pones en duda?» -Se dejó oír un breve y enfurecido gruñido y, una vez más, le pareció ver unos ojos enormes que lo miraban desde las tinieblas.

–¡No, mi señor!

«¡Eso esta mejor! Te gustaría ser inmortal como D'Shay, mi sabueso favorito.»

–Yo…

«Una idea estúpida, guardián. Estúpida porque no es cierto. D'Shay no es inmortal; ¡ni siquiera es ya mi favorito!»

Esta vez, D'Rak no dijo nada, pero el corazón le latió muy deprisa. ¿Había entendido bien lo que su señor acababa de decirle?

«Lo comprendes… Ha llegado el momento, mi leal Corredor. ¡El País de los Sueños, a pesar de que me han separado de mis crías, caerá igualmente! ¡Sirvak Dragoth es el único obstáculo y, antes de que la Puerta desapareciera, era evidente que sus defensas se desmoronaban!»

D'Rak lo creyó. Durante la mayor parte de ese tiempo él había estado… en otra parte.

–¿Qué pasará con D'Shay, mi señor?

«Si no esta muerto, separado de mi voluntad… que es lo que en realidad lo mantiene vivo… no tardara en morir. Su suerte carece ya de importancia. Ya ha cumplido la misión que planeé para él en un principio. Ahora te tengo a ti.»

El pecho del gran guardián se hinchó de orgullo.

–¿Qué es lo que deseáis de mí? «El País de los Sueños caerá ante el poderío de los míos, pero todavía queda un peligro…»

–El Grifo.

«Se vera forzado a ir a Qualard, pensando que es la única forma de salvar a sus amigos, salvar al maldito País de los Sueños. Ira allí muy pronto, creo.»

-Reuniré un ejército. Hitai es el puesto avanzado más cercano a Qual… a ese lugar. Yo…

D'Rak se irguió y dio un paso atrás ante el aterrador rugido que surgió de la oscuridad. Un aliento abrasador y fétido le dio en el rostro, a pesar de que allí no había nada.

«¡Idiota! ¡Cachorro! ¡No es para eso para lo que te he salvado! ¿Un ejército? ¡Lo descubrirá mucho antes de que tú lo descubras a él! ¡Se trata de una criatura que sabe mas de la guerra que tu! ¿Acaso crees que él ira allí con un ejército?»

–Un… un pequeño grupo, entonces. Dos guardianes para formar un triángulo y media docena de soldados escogidos. Nada más.

«Vas mejorando, cachorro. Este juego no lo ganara la fuerza sino la astucia. El Grifo estará allí, y, desde luego, llevara con él a su fiel compañero, ese… ese híbrido de reptil. Es posible que lleve también a la hembra.»

–Y a un vigilante, o quizás… a una de las criaturas sin facciones.

Sí, D'Rak lo vio muy claro. Si realmente había un vigilante -un Supremo Vigilante- quizá se lo podría «persuadir» de que volviera a abrir la Puerta a los piratas-lobo.

«¡Mejor, mi leal podenco! ¡Mejor!»

El guardián, recuperada la confianza, hizo una reverencia.

•Debo irme ahora, si lo que decís es cierto, mi señor.

¡Ves! ¡La audiencia ha terminado!»

El gran guardián se dio la vuelta y se disponía a regresar a la escalera, cuando una voz lo llamó. Se quedó paralizado, ya que lo último que habría esperado escuchar era la voz de R'Dane, el traidor muerto.

–Una última cosa, podenco mío. – Aunque la voz era la de R'Dane, los ojos, cuando D'Rak se volvió para mirarlo, eran los feroces y enrojecidos globos del señor y amo del aramita- ¡No me falles, de lo contrario llegarás a envidiar la suerte de esta torpe marioneta mía! – El destrozado rostro de R'Dane sonrió, revelando a la luz, que no era luz, su boca rota rodeada de enormes cuajarones de sangre.

El cuerpo se derrumbó, cayendo sobre el cristal que todavía sostenía entre los brazos y haciéndolo pedazos contra el montón de huesos.

«Falla… y te concederé algo parecido a la inmortalidad. Tienes mi palabra.»

D'Rak contempló la última pieza que el Devastador había añadido a su colección y tragó saliva. Se volvió y ascendió tambaleante los escalones, de lo que le resultó el tramo de escalera más largo que había subido jamás.

Cuando por fin llegó arriba, el gran guardián corrió como si su vida dependiera de ello… Cosa que era verdad.

–¡Freynard! ¡Por los dioses del cielo, Freynard! ¿Cómo has llegado aquí?

El capitán Allyn Freynard había sido un soldado joven y duro, y habría ocupado el lugar del general Toos como comandante de los ejércitos de Penacles de haber vivido…, mejor dicho, si D'Shay, por lo visto, no lo hubiera hecho desaparecer.

Los ojos de Freynard iban de un lado a otro sin parar, como si esperara que sus captores aparecieran en cualquier momento para reclamarlo. Desde luego, el tiempo pasado como prisionero de D'Shay no debía de haber sido nada agradable. Bajo la barba, visibles todavía en parte, había antiguas contusiones y cicatrices. En la parte superior de la mejilla derecha le habían grabado algo parecido a un pentagrama desigual, y mostraba otras marcas, menos elaboradas, en manos y cuello. Cuando habló no fue para contestar a la pregunta de su señor sino para rememorar un terrible recuerdo.

–Resistí todo lo que pude. Majestad. ¡En cuanto vi lo que había hecho con el otro hombre, supe que en cuanto dejase de ser útil para él como fuente de información, ese demonio me cogería a mí cuando necesitase una nueva víctima! ¡No quería traicionaros, mi señor! ¡Es… es que duró tanto tiempo! ¡Meses, creo!

Era cierto. De hecho, había pasado incluso más tiempo, y el Grifo se avergonzó. No se había preocupado, ni pensado siquiera que el capitán pudiera estar vivo. D'Shay había dicho que se había deshecho de Freynard y de otro soldado, pero el pájaro-león y el general Toos habían dado por sentado que quería decir que los había matado, dos víctimas más de los repugnantes piratas-lobo. Se celebraron los funerales apropiados. Luego, con los planes para el viaje del Grifo al otro lado de los Mares Orientales, Freynard había pasado a ser un recuerdo.

–¿Es realmente uno de tus hombres? – susurró Troia. Ella, que conocía mejor a los aramitas, pensaba que podía tratarse de una estratagema.

El Grifo le contestó con palabras cargadas de autorreproche.

–Este es el capitán Allyn Freynard. Como un idiota, creí sin discusión lo que D'Shay dijo, olvidándome en ese momento de que D'Shay tenía dos caras. Por su culpa dos hombres sufrieron y uno de ellos ha muerto. No sé decir quién tuvo más suerte.

–Se apoderó de él esa noche -seguía diciendo Freynard. El capitán hacía un visible esfuerzo por acrecentar su recién descubierto control sobre la cordura-. Nos transportó mediante uno de esos grandes portales de los que vos hablasteis, Majestad. Vos los llamabais… los llamabais…

–Agujeros dimensionales. No es importante, Freynard. Olvídalos.

–Sí, señor. Agujero dimensional. No puedo recordar cómo se llamaba el otro hombre, Majestad. Ni recuerdo si lo supe alguna vez. ¡Sólo sabía que, cuando el horror se apoderó de él, juré que no lo olvidaría! – El capitán sujetó al Grifo por los hombros-. ¡Lo juré, y no puedo recordarlo! ¡Ver cómo un hombre pierde su entidad y que no haya nadie que pueda recordar ni su nombre! Fue… fue…

Una figura femenina de baja estatura y aspecto muy parecido al de Troia pero con el pelaje gris y moteado, se les acercó y dijo con ansiedad:

–Si lo excitáis demasiado, tendré que pediros que os vayáis. Hay muchos aquí que precisan descanso y, el País bien lo sabe, ya hay bastante ruido en el exterior.

El exterior. La batalla. «¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que llegué aquí?», se preguntó el Grifo desesperado. Agarró a Freynard por los brazos y obligó al capitán a mirarlo a los ojos.

–Allyn, debo irme. Estamos en peligro, hay una batalla. Todavía tengo posibilidad de poder salvar la situación.

–¿Una batalla? – Esto pareció excitar al extremado soldado-. ¡Un arma, mi señor! ¡Dadme un arma y lucharé a vuestro lado!

–No seas ridículo, Freynard. ¡No estás bien, y no puedo pedirte que salgas ahí afuera, después de todo lo que has pasado!

–Majestad… -Los ojos del capitán ardían-… precisamente por lo que me ha sucedido os pido ir con vos. Quizá necesitéis mi brazo. He combatido en condiciones físicas mucho peores que ésta, puedo aseguraros, mi señor, que luchar a vuestro lado no hará más que fortalecer y no debilitar mi mente… con más razón si mi espada prueba la sangre de los piratas-lobo.

Jamás había abandonado a un camarada… ¿contaba esto? El Grifo cerró los ojos y asintió de mala gana. Cuando los abrió, el joven sonreía.

–Que quede bien entendido, Freynard, que si no estás listo cuando marchemos dentro de unos minutos, te dejaré aquí.

–¡Os estaré esperando… gracias, Su Majestad! El Grifo no pudo evitar una risita ahogada.

–Ésa es otra cosa, Allyn. Ya no soy «Su Majestad». Renuncié a ella al embarcar en dirección al otro extremo de los Mares Orientales. Llámame como hacen todos los que me conocen: Grifo.

–Os llamaré «mi señor» y «Majestad», señor -repuso Freynard negando con la cabeza-. Estoy seguro de que el general Toos se considera el gobernante provisional de Penacles a la espera de vuestro regreso.

Era demasiado pronto para hablar de regresar… además de que el pájaro-león no estaba seguro de si deseaba o podría regresar. A su lado, sintió que el cuerpo de Troia se crispaba mientras escuchaba la conversación; había algo que quería hablar con ella también cuando estuvieran a solas. Por ahora…

Se puso en pie y palmeó al capitán en la espalda.

–Tendrías que conseguir que alguien te prestara una espada; al final de una batalla quedan siempre más armas que criaturas para utilizarlas. Mira también a ver si puedes conseguir algunas provisiones. Suficientes para un día o dos, no más. Espera en el pasillo cuando hayas terminado. Tienes diez minutos apenas.

–¡Sí, Majestad!

Freynard se levantó con una rapidez y precisión sorprendentes en alguien con aspecto tan agotado. Servir a su antiguo señor había reavivado una chispa en su interior. El Grifo sabía que era algo momentáneo; Freynard volvería a sentirse débil. Con un poco de suerte hasta tal punto que el antiguo monarca pudiera impedir que lo acompañara. No quería provocar una muerte inútil. Era en momentos como ése cuando lamentaba la lealtad que siempre parecían tenerle aquellos hombres que habían servido a sus órdenes. No le gustaba que la gente muriera por su culpa.

Mientras Freynard buscaba una espada o algún otro tipo de arma, el Grifo y Troia consiguieron por fin llegar hasta Morgis. El dragón no se había movido. Seguía teniendo el aspecto de un guerrero cuyo cuerpo ha sido dispuesto para la celebración de un ritual funerario. Sólo un débil siseo y el apenas perceptible movimiento de su pecho demostraban que seguía vivo.

Troia, que jamás había prestado demasiada atención al aspecto del duque, apretó con fuerza la mano alrededor del brazo del Grifo. Incluso dormido y al parecer indefenso, Morgis era tan imponente que podía acobardar con facilidad al más pintado. Los cuidadores y médicos tuvieron que hacerle espacio extra, nada sorprendente si se tenía en cuenta su altura de dos metros diez por lo menos, pero no era su rostro lo que tanto la fascinaba. Más bien se trataba del tosco y semihumano rostro que el duque mantenía casi oculto bajo el yelmo del dragón que, según le había explicado el Grifo, era parte tan integral de él como sus manos o sus pies. Piel azulada cubierta de escamas cubría su rostro, de la misma forma que el resto del cuerpo, pero era la imperfección de las facciones del dragón lo que más sobresaltaba al espectador. No tenía prácticamente nariz, sólo dos hendiduras que hacían las veces de ventanillas, y la boca era una larga abertura que, al abrirse, mostraba dientes mucho más afilados que los de ella. Los ojos eran estrechos. La joven sabía que cuando se abrieran serían del mismo color. Troia se preguntó por un instante si Morgis tendría orejas. Lo cierto es que oía de una forma u otra.

El Grifo había hecho alguna mención al Reino de los Dragones mientras ella le vendaba las heridas. Según él, los dragones empezaban a derivar, muy despacio, a la adopción permanente de una forma casi humana.

También le había contado otras cosas sobre el Reino de los Dragones, y en su fuero interno la muchacha se preguntaba si le gustaría ir allí. Sin embargo, ahora no era el momento para tal tema de conversación.

En el mismo instante en que la mano del Grifo se extendía para despertar a Morgis, los ojos de éste se abrieron, llameantes de vida. Troia lanzó una exclamación ahogada. Conseguía tolerarlo, pero ahora, al verlo tan de cerca, le costaba imaginar la existencia de una raza como la del duque. No existía nada parecido a los dragones en el País de los Sueños.

Se habría sentido sorprendida de haber sabido que Morgis tenía la misma opinión con respecto al País de los Sueños. Había visto criaturas y cosas allí que jamás habría creído existieran.

–Estáis bien. Estupendo. – El dragón hablaba con tranquilidad, pero todavía se notaba un atisbo de tensión en el tono de voz.

–¿Cómo estáis? – El Grifo hizo a Morgis un examen ocular aunque sabía que la mayoría de las lesiones eran internas.

–Estoy bien. Los médicos hicieron lo que pudieron. Una vez que consiguieron encaminar mi cuerpo hacia la recuperación, yo me hice cargo. Sirvak Dragoth resiste aún, tengo entendido.

El pájaro-león asintió, más satisfecho de lo que habría esperado de ver que su compañero estaba mejor. Había acabado pensando en Morgis como en un amigo. Fue una sorpresa, pero era cierto.

–Viven de prestado. A cada momento parece que los piratas-lobo fueran a abrirse paso entre las defensas… hay muchísimos guardianes ahí afuera, no del mismo nivel que D'Rak, pero trabajan en conjunto, de forma muy parecida a como lo hicieron cuando intentamos ir a Qualard. Que es donde tenemos que ir ahora, me parece.

–¿Qué hay en Qualard? Es una antigua ciudad en ruinas. El lugar donde el Devastador desató su cólera sobre su propia gente.

–Sin embargo, ahí está la clave. Intentaron detenernos en una ocasión y casi lo consiguen. No tenemos ninguna elección. Creo que Qualard es el lugar al que debemos ir si queremos salvar al País de los Sueños… sin hablar de nosotros mismos.

Morgis se incorporó hasta sentarse, movimiento que hizo volver más de una cabeza para mirarlo. Sonrió, mostrando aquellos dientes afilados que hacían que incluso Trola se estremeciera.

–Entonces tenemos que ir. Últimamente esto se ha puesto un poco aburrido. Esta pequeña misión parece interesante… ¡y a lo mejor todavía conseguiré atravesar con mi espada al gran guardián!

–Lo único que podemos esperar…

La ciudadela se estremeció, como ya lo había hecho antes con bastante frecuencia, pero esta vez, de un modo diferente. No dejó de temblar y, de hecho, el terremoto -ya no se le podía llamar sacudida- amenazaba con hacer pedazos Sirvak Dragoth. De improviso se abrió una pequeña hendidura en el suelo y los que atendían a los heridos se vieron obligados a amontonarlos más por temor a que algunos de los que estaban inconscientes cayeran en el interior de la nueva grieta.

Haggerth entró en la habitación con pasos inseguros.

–¡Llevad a todo el mundo a las salas subterráneas y fuera de Sirvak Dragoth!

Alguien que estaba cerca de él hizo una pregunta. El velado rostro del Supremo Vigilante se volvió hacia el lugar donde se encontraba el que había hablado:

–¿Qué crees? – le espetó malhumorado. A pesar de su actitud en general tranquila, se había llegado a un punto en que ni siquiera Haggerth podía resistir-. ¡La ciudadela ya no aguanta más! ¡Los Supremos Vigilantes permanecerán aquí para retrasar a los piratas-lobo todo lo posible, pero los primeros traspasarán los muros exteriores en menos de un cuarto de hora! ¡Eso es todo! ¡Daos prisa, pero por el País no os atropelléis presas del pánico o nadie sobrevivirá!

Fue sin duda mérito de Haggerth que todos los allí presentes se comportaran de forma más o menos ordenada. Aquellos que tenían fuerzas para andar ayudaron a transportar a quienes no podían o estaban inconscientes. Entretanto, el Supremo Vigilante se abrió paso a través de los grupos -cosa nada fácil en medio de las continuas sacudidas del edificio y con una grieta tan grande que un hombre podía caer en ella, atravesando ahora el centro de la habitación- hasta llegar junto al trío.

–Todavía planeáis ir a Qualard, no es así -No era una pregunta sino una afirmación. Haggerth tenía algo en mente.

Morgis, que se acababa de poner en pie, asintió. El Grifo asintió también, y luego añadió:

–En estos momentos, creo que es la única forma de salvar al País de los Sueños… aunque se pierda Sirvak Dragoth.

Pequeñas partículas del techo empezaron a caer sobre ellos. Haggerth levantó los ojos.

–Se ha mantenido en pie tanto tiempo… Empezaba a pensar que estaría aquí hasta el final de los tiempos o al menos hasta mucho después de que yo me hubiera ido.

–¿Qué es lo que querías, Supremo Vigilante? El enmascarado vigilante se serenó y explicó:

–Necesitaréis ayuda en Qualard.

–Quieres venir conmigo.

–Yo no. Grifo. Mis camaradas fueron quienes hicieron a elección. Mis… habilidades… -Haggerth se llevó la mano al velo-… son más útiles de cerca. Los otros pensaron que debería acompañarte uno de nosotros; después de todo, necesitarás una Puerta. Es obvio que pensaron que yo era el menos útil aquí. – La voz del Supremo Vigilante mostraba un dejo de amargura.

–No sois el menos útil, maestro Haggerth -dijo Trola, meneando la cabeza.

Un enorme bloque de mármol se desprendió del techo. No consiguieron ver dónde cayó, pero los gritos que siguieron fueron testimonio del tremendo daño causado. El resto del techo estaba cubierto de amenazadoras grietas.

–En mi opinión -chilló Morgis por encima del estruendo-, ¡no tenemos tiempo para discutir esto! El Supremo Vigilante Haggerth viene, ¿no? ¡Creo que ya es hora de que alguien haga aparecer la Puerta!

–Yo lo haré -respondió el Grifo.

Tanto Troia como Haggerth lo miraron con sorpresa y la mujer-gato, con una expresión de respeto cada vez mayor en el rostro, inquirió:

–¿Puedes llamar a la Puerta? ¡Sólo los Supremos Vigilantes, los no-gente, y unas cuantas criaturas como los tzee, que en realidad no son más que una prolongación del País en sí, pueden hacer aparecer la Puerta! ¡Cuando te salvé de los tzee, pude llamarla porque uno de los no-gente accedió a ayudarme!

–Yo no la llamo; le pido ayuda. – Alzó las manos y cerró los ojos, no tanto como parte de la acción de ponerse en contacto con la Puerta, como para poner fin a las preguntas de los dos vigilantes.

¿Acudiría esta vez? Por un momento sintió el íntimo temor de que no le respondiera, de que no acudiera a la llamada de nadie ahora que los vigilantes, él incluido, parecían haber fracasado en sus tareas. El temor resultó infundado, ya que en ese momento percibió la presencia del portal, una presencia viva, comprendía ahora. La Puerta era el País de los Sueños, y también una entidad. El Grifo no podía imaginar por qué había contestado a la llamada de Lord Petrac la última vez. Sólo podía conjeturar, por lo que percibía, que la mente -o lo que fuera- de la Puerta era tan diferente, tan incomprensible, que debía de tener ideas propias sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal. Quizá, de algún modo, había acudido a la llamada del Supremo Vigilante porque hacerlo encajaba en algún plan

propio.

El pájaro-león abrió los ojos en el mismo instante en que la Puerta se materializaba ante ellos. Era más alta que la sala aunque no atravesaba el techo. Las mismas criaturas negras recorrían toda su estructura, pero ahora parecían moverse con más lentitud, como si estuvieran enfermas. El portal en sí estaba abierto, mas uno de los enormes batientes parecía medio suelto, como si los goznes se estuvieran desprendiendo.

Más allá podía verse una escena de desolación que el Grifo ya había visto antes. No había cambiado, claro. Nada había cambiado en Qualard durante dos siglos.

–Recuerda la última vez -dijo Troia posando una mano sobre su hombro.

–He escudriñado la zona hasta donde me ha sido posible. No he encontrado a nadie.

Estaban solos en la habitación. El terremoto había amainado sin que el Grifo se diera cuenta, pero ahora volvieron a empezar los temblores. Haggerth lanzó un juramento.

–Eso sólo puede significar que los otros no consiguen detener a los guardianes. No tenemos mucho tiempo.

–¿Entonces por qué lo perdemos? – preguntó Morgis, y, sin molestarse en esperar una respuesta, saltó al interior del portal.

Troia miró al Grifo; éste aspiró hondo y, después de dirigir a la joven una última mirada, siguió al dragón.

El techo empezó a derrumbarse.