II

Estás seguro de que este «puerto seguro» tuyo, lo es en realidad? Deseen, capitán del buque corsario irilliano Korbus, sonrió, mostrando sus afilados dientes de dragón. La mayoría de los capitanes de navio de Iri-Ilian eran o bien miembros de los clanes draconianos dirigentes o bien humanos que habían servido lealmente a las ordene? de otros capitanes draconianos. Al contrario que la mayoría de los de su raza, Beseen era un dragón bajo, más bien obeso. Aunque su aspecto era el de un guerrero humanoide azulado, cubierto de armadura cuyo rostro quedaba oculto casi completamente por el yelmo, se encontraba mucho más a gusto al mando de una nave que disputando batallas. Curioso, si se tenía en cuenta que el Korbus era uno de los buques corsario con más éxito.

–Claro que sí, Lord Grifo, claro que sí. Mi tripulación y yo lo hemos utilizado más de una docena de veces. Los piratas-lobo aramitas, que se enorgullecen de sus empresas marítimas, decidieron que el lugar no les servía; estaba demasiado al sur de la parte principal de su imperio y carecía de pueblos sin conquistar que pudieran saquear. Una vez más, sus necesidades difieren de las nuestras.

El Grifo no le pidió que se explicase. Con demasiada frecuencia, las necesidades de los dragones consistían en cosas de las que prefería no oír hablar ni intentar siquiera imaginar. Ya era bastante difícil comprender por qué podían desear convertirse en navegantes. En general, aquella raza parecía tener una obsesión inconsciente por parecerse cada vez más a los humanos que a veces despreciaban tanto. ¿Por qué arriesgar la vida como corsarios cuando podían volver a su forma original y caer sobre su presa bajo el aspecto de dragones?

Beseen, más comunicativo que la mayoría de los de su especie, le había expuesto varias razones mientras viajaban. Lo más probable era, le había dicho, que un dragón que atacara un buque extranjero tuviera que actuar con tanto cuidado que sus poderes le resultaran casi inútiles. No se conseguía nada de un montón de maderos rotos flotando a la deriva; además era muy agotador para la mayoría de los dragones de su clan mantenerse en el aire durante mucho tiempo; ¿y dónde podría aterrizar una criatura tan enorme en medio del océano? Los dragones se ahogarían mientras intentaban regresar a la forma huma-noide. Por alguna razón peculiar, los dragones no flotaban demasiado bien. A pesar de que los clanes del Dragón Azul eran hombres de mar, seguían siendo criaturas terrestres igual que sus primos.

Había también otras razones, y el capitán profundizó en ellas con bastante detalle, pero al Grifo la explicación le pareció sospechosa. Había estudiado a los dragones que estaban a bordo del Korbus durante todo el viaje, y el tono de voz de Beseen, más que sus palabras, acabó por convencer al pájaro-león de que en realidad los dragones habían llegado a preferir la forma humanoide. Por su forma de actuar y gracias a algunas preguntas bien formuladas, el Grifo llegó a la conclusión de que algunos miembros de la tripulación no recordaban siquiera la última vez que habían regresado a su forma original. Y lo que era más importante, las crías de dragón, en especial después de haber estado en contacto con humanos, aprendían a transformarse a edad más temprana y con más éxito. Presentía que llegaría un día, no muy lejano, en el que todos los dragones podrían pasar por humanos, incluso mejor que algunos humanos auténticos.

Pensó en sugerírselo a Beseen, pero cambió de opinión rápidamente. La tripulación lo observaba con suspicacia ya, y decir a un dragón que en realidad deseaba ser más humano era una invitación al desastre: el Grifo sabía las pocas posibilidades que tenía de sobrevivir con tantos miembros de aquella raza a bordo.

Las últimas semanas pasadas en el barco habían sido agotadoras. El Grifo dejó a un lado sus teorías para un momento más apropiado y se sujetó con fuerza a la barandilla con ambas garras cuando una fina lluvia de agua salobre le salpicó el rostro. Tanto sus plumas como su pelaje estaban húmedos, y no podía quejarse de la tripulación si a veces decidían ponerse a un lado determinado del Grifo cuando soplaba el viento. El olor ofendía incluso los sentidos del pájaro-león, y éste había vivido con ese olor a cuestas toda su vida.

Toda su vida. Ese era otro problema, posiblemente el de mayor importancia. Alrededor de cien años atrás, el Grifo fue arrojado por el mar a las costas de la región del Reino de los Dragones que pertenecía a Penacles, la Ciudad del Conocimiento. Una criatura humana en cuanto a la forma, pero con el rostro de ave de presa, la melena parecida a la de un león, y las manos en forma de zarpas que a veces estaban cubiertas de pelo y otras de plumas. Era realmente una versión humana de la bestia, con alas rudimentarias a quien sólo le faltaba la cola.

No obstante tenía poder y también habilidades para la lucha que provenían de un pasado olvidado. Con su magia y aptitudes para el mando formó un ejército de mercenarios y, a pesar de su apariencia y de su decisión de evitar, tanto como le fuera posible, trabajar para los reptilianos Reyes Dragón, sus hombres y él habían prosperado. Durante todo ese tiempo y el turbulento período que siguió a aquellos días como mercenario, siempre que pudo evitó el mar. Le producía escalofríos a pesar de que pocas cosas conseguían estremecerlo. Sabía que su pasado estaba al otro lado de los Mares Orientales, pero hasta épocas recientes no había descubierto con tanta lucidez retazos de su pasado tales como el valor necesario para atravesar la enorme masa de agua que separaba el Reino de los Dragones de las tierras que lo habían visto nacer.

Ese valor no hizo más fácil la travesía. Después de tanto tiempo todavía recordaba cómo había sido zarandeado por las olas antes de ser arrastrado finalmente a tierra firme, más muerto que vivo.

El buque corsario viró para penetrar en el escondido fondeadero, cosa que obligó al Grifo a dirigirse a otra parte del navio. En apariencia andaba igual que un humano, elfo o dragón. Las botas parecían un poco más anchas pero, aparte de ese detalle, se movía como un experto cazador. Las ropas amplias que vestía cumplían no sólo la evidente misión de ocultar las diminutas protuberancias que eran sus alas y de disimular que sus piernas se doblaran en sentido contrario a las rodillas igual que los felinos y las aves. Las anchas botas ocultaban que sus pies se parecían más a una mezcla entre las zarpas de un león y las garras de un águila que a los de un humano. Después de todos aquellos años como gobernante de Penacles, su aspecto no le importaba más que a él, pero le importaba. Sus subditos lo habían aceptado como si fuera uno de ellos, y él intentaba devolver el favor vistiendo de aquella manera. Una idea ridicula, sin duda, pero no más que muchas que había visto.

Cerró los ojos al recordar Penacles. ¿Qué pensarían de él?, se preguntó. Los abandonó justo cuando el continente entero se encontraba atrapado en medio de una época de cambios. El Emperador Dragón estaba muerto, eliminado por uno de los de su propia raza -que a su vez también fue muerto. Los territorios septentrionales, arrasados por ese mismo Rey Dragón antes de morir, no habían terminado aún de recuperarse; un total de seis de los señores dragones gobernantes estaban muertos y sólo uno tuvo un sucesor preparado para ocupar su sitio. A pesar de su repentino auge de influencia, los reinos humanos situados dentro de estas regiones tampoco se encontraban en mejores condiciones: Mito Pica seguía en ruinas, sus habitantes masacrados o desperdigados por el supuesto dragón usurpador, el Duque Toma, que seguía en libertad.

El rey de Talak, el joven Melicard, era un fanático lisiado que había perdido parte del rostro y un brazo durante un intento de secuestro de las crías de dragón, los vástagos del difunto Emperador Dragón. Las crías estuvieron al cuidado y bajo la tutela de Cabe y Gwen Bedlam, dos de los magos vivos más poderosos, íntimos amigos del Grifo, que disfrutaban asimismo de la protección del Dragón Verde, el único Rey Dragón aliado con los humanos en términos amistosos.

Beseen gritaba ya sus órdenes a la tripulación, mezcla de humanos, dragones, y otros seres de variopinta catadura. El Korbus entró despacio, casi indeciso, en el diminuto puerto. Al capitán le gustaba ese puerto porque era necesario seguir una ruta recta o arriesgarse a encallar en uno de los numerosos escollos subterráneos. Beseen afirmaba que sus buceadores habían descubierto restos de innumerables barcos que tuvieron la desgracia de intentar ese truco.

–¡El Duque Morgis en cubierta! – gritó alguien.

El Grifo se volvió. Después de que los piratas-lobo, específicamente el aristocrático D'Shay, intentaran asesinar al Dragón Azul -señor de Irillian- y al Grifo, el Rey Dragón amplió su tregua temporal con el señor -ahora antiguo señor- de Penacles. El Dragón Azul poseía naves que de vez en cuando hostigaban a los aramitas, y logró que el Korbus admitiera al Grifo, decidido a descubrir la verdad sobre sí mismo después de que su último en-frentamiento con D'Shay le hubiera revelado cosas que no había conseguido recordar antes.

D'Shay murió en aquel enfrentamiento. Al parecer se había inmolado por autosugestión aunque al pájaro-león todavía le costaba creerlo, a pesar de haberlo visto con sus propios ojos. Sin embargo todas las noches le parecía ver el rostro del pirata-lobo D'Shay que se mofaba de él. Incluso muerto el aramita era un vínculo importante con su pasado.

El Duque Morgis apareció ante su vista. El Dragón Azul no confiaba en su aliado más que hasta cierto punto, y había enviado a uno de sus recién nombrados duques para que actuara como acompañante y consejero del pajaroleen. Igual que sus predecesores, Morgis era una cría del mismo Dragón Azul si bien carecía de las marcas que le habrían permitido suceder a su progenitor en caso de necesidad. Los Reyes Dragón eran muy estrictos con respecto a las marcas reales. Eso era lo que estuvo a punto de matar al Rey Dragón y lo que había provocado la muerte de dos de sus hijos, uno a manos del otro. El sobreviviente murió después de un zarpazo propinado por el Dragón Azul. Un zarpazo que le desgarró la garganta.

Morgis era un auténtico señor dragón, pese a la ausencia de marcas reales. Tenía casi treinta centímetros de alto más que el Grifo -cuya estatura ya superaba la media- y era verde con un ligero matiz del azul mar común entre los miembros de sus clanes. La mayoría de los dragones sin marcas tendían a tener las escamas verdes a menos que sus clanes decidieran hacer algo al respecto cuando la cría era aún muy joven. Algunos criaban a sus clanes con los colores o símbolos que los representaban. Los clanes del Dragón Rojo -del nuevo Dragón Rojo, puesto que el anterior había perecido tiempo atrás a manos del demente padre de Cabe, Azran- eran todos de color rojo sangre.

El efecto de yelmo y de armadura era exactamente eso: un efecto. La armadura era en realidad la piel escamosa del dragón, moldeada mediante magia natural draconiana para adoptar la forma de la armadura de un caballero, la mayor similitud que podían lograr casi todos los dragones macho con la forma humana aunque iban perfeccionándose en cada nueva generación. Morgis, como la mayoría de los dragones más jóvenes, prefería hasta tal punto la tanto más práctica forma humanoide a aquella con la que había nacido que, también él, se negaba a abandonarla a menos que se tratara de un caso de vida o muerte. E incluso en ese caso habría vacilado.

–Lord Grifo -chirrió el dragón.

El Grifo hubo de reconocer que parte de la aversión que sentía por el duque se debía a que, aparte del color, Morgis se parecía demasiado a Toma. Igual que Toma, el compañero del pájaro-león era una regresión de la especie; poseía la larga lengua bífida y los afilados dientes que de ningún modo podían aceptarse como humanos. La cresta en forma de cabeza de dragón era también muy recargada aunque se trataba más de un símbolo del poder del dragón que de otra cosa. El Grifo había visto dragones en proceso de transformación; si lo hiciera Morgis, la cabeza de dragón se fusionaría con la suya propia para acabar transformándose en su auténtico rostro. Sospechaba que Morgis debía de ser un dragón de gran tamaño.

–Duque Morgis.

–¿Habéis tomado una decisión sobre la dirección en que queréis ir una vez que hayamos atracado?

Era ésa la decisión que había preocupado al antiguo señor de Penacles durante el viaje. ¿Debía intentar entrar furtivamente en Canisargos, la extensa capital del imperio aramita, o debía buscar el País de los Sueños y a Sir-vak Dragoth, los dos lugares que D'Shay mencionara y que ahora no cesaban de atormentar recuerdos encerrados todavía bajo llave en lo más recóndito de su memoria?

–Al este, luego al nordeste.

–Queréis encontrar, pues, ese mítico País de los Sueños. – Fue una afirmación, no una pregunta y una evidencia de que el dragón conocía el propósito del Grifo antes que éste mismo.

–Sí… y no creo que sea un mito.

Morgis se volvió hacia Deseen quien, convencido de que sus hombres tenían controlada la situación, se acercaba para ocuparse de sus dos pasajeros.

–¿Qué dices, capitán? ¿Sabes dónde está el País de los Sueños?

–Debe de exissstir -musitó Beseen meditabundo. Se concentró con más fuerza. Los dragones, perfeccionistas a veces, estaban decididos a dominar las lenguas vulgares, pero era difícil a veces para un rostro reptiliano, en especial cuando se emocionaban. Eran corrientes los lapsos.

–Tiene que existir -siguió el capitán-, o de lo contrario los piratas-lobo no emplearían tanto tiempo y hombres en intentar conquistarlo.

–Has hablado como un realista. Reconozco que hay algo de acertado en lo que dices -sonrió el Duque Morgis. Verlo sonreír no era un espectáculo precisamente agradable.

El Grifo ladeó la cabeza para contemplar mejor la orilla. Podía, si de verdad lo deseaba, adoptar de forma temporal la figura humana con ojos humanos, pero su vista, parecida pero muy superior a la de un ave, era más que satisfactoria. Sería mejor dejar las metamorfosis para cuando las necesitara. El hechizo significaba un esfuerzo agotador si se mantenía mucho tiempo, y sospechaba que tendría que verse obligado a recurrir a él antes de que hubiera finalizado su misión…, si es que la conseguía finalizar.

Debía tener en cuenta la posibilidad -nada remota por cierto- de que muriera antes de encontrar siquiera rastros del misterioso País de los Sueños, de Sirvak Dragoth… y de una puerta, le vino de improviso a la mente. Una puerta que era vital. En su recuerdo se había abierto otro compartimento largo tiempo cerrado a cal y canto. Agradecía que acudieran a él tales recuerdos, pero a la vez lo atormentaban porque en la mayoría de los casos, no podía conectarlos con ninguna otra vivencia.

«Algún día lo recordaré todo», se juró.

Beseen volvía a hablar:

–… orilla, el bote regresará. No podemos arriesgarnos a permanecer aquí demasiado tiempo. Siempre existe la posibilidad de que un pirata aventurero venga por estos sitios, pensando quizá que sus predecesores han pasado por alto alguna cosa. Además tenemos un cupo que cumplir. Encontraréis un poblado amigo a unos quince kilómetros al este. Allí os venderán caballos a los dos.

Las últimas palabras hicieron que el Grifo le prestara atención. Se volvió hacia el duque, clavando la mirada en los relucientes ojos ocultos tras el falso yelmo.

–¿Nosotros dos?

Morgis sonreía levemente, y se negó a devolver al Grifo la misma mirada airada.

–Las órdenes de mi señor fueron que os acompañara. Le pareció inoportuno decíroslo entonces.

–Porque me habría negado en términos muy gráficos.

–Lo dijo, sí. – El tono de voz del dragón sonaba divertido.

–¡Todavía me niego! – El pelaje de la espalda del Grifo se erizó. Morgis se encogió de hombros con indiferencia.

–En ese caso el capitán Beseen hará virar el Korbus y regresaremos al punto de partida tan pronto como hayamos recogido provisiones.

Por lo que el Grifo pudo ver del rostro del capitán, al rechoncho dragón no le habían consultado esta segunda posibilidad. De todos modos, tampoco podía protestar.

No había elección. El atisbo de recuerdos encerrados todavía en las profundidades de su mente acosaba al pajaroleen día y noche. Regresar ahora al Reino de los Dragones lo sumiría en la locura. En aquellos instantes, la tierra que tenía delante lo llamaba con un canto de sirena tan irresistible que se sentía medio inclinado a nadar el trecho que lo separaba de ella, a pesar de su profunda aversión al mar.

–Muy bien, pero sólo vos. – Se vio a sí mismo cabalgando con un grupo armado de guerreros dragón e intentando pasar inadvertido. Aunque fuera disfrazado, un grupo así llamaría la atención.

–Desde luego, no soy ningún crío, Lord Grifo. «Ya lo veremos», pensó el ex gobernante no sin ironía. El, al menos, podía cubrirse con una capa o adoptar la forma humana cuando era necesario, pero ¿cómo conseguiría ocultar a un dragón alto y enorme que tenía todo el aspecto de un caballero armado de pies a cabeza? El duque se anticipó a sus pensamientos.

–Mi padre me dio esto para facilitar la expedición -dijo. Un miembro de la tripulación, un humano, trajo dos capas. El Grifo se vio obligado a admirar aquel montaje. Morgis, o quizá el mismo Dragón Azul, lo había organizado todo de modo que su «aliado» no pudiera encontrar un argumento válido…, si es que lo había.

–Son capas mágicas. Se tardó un poco en hacerlas, tengo entendido, pero nos darán la seguridad que necesitamos.

Las capas les proporcionarían la apariencia de cualquier cosa que grabaran mentalmente en ellas. De aspecto sencillo, eran producto de una magia muy sofisticada y difícil de ejecutar.

Durante un instante, el Grifo meditó las nuevas posibilidades que brindaban aquellas prendas. Con una de ellas probablemente conseguiría entrar en Canisargos sin demasiadas dificultades, y desde allí…

Y desde allí, ¿qué? ¿Qué haría, rodeado de enemigos, algunos de los cuales era probable que fuesen más poderosos que él? No, era mejor continuar con los planes originales y buscar a los habitantes de Sirvak Dragoth. Los piratas-lobo podían esperar…, pero no para siempre. Se lo debían, aunque sólo fuera por los recuerdos que le habían robado.

Beseen tomó las capas y entregó una a cada uno de sus pasajeros.

–Los estilos de vestimenta varían aquí tanto como en nuestro continente. Si escogéis ropas de, digamos, Penacles o Irillian y evitáis detalles muy característicos, no habrá problemas. En cuanto a la forma física lo dejaré a vuestra propia decisión.

El Grifo estudió la capa. Era suelta pero cortada de tal forma que no les molestara si tenían que luchar. No tendrían impedimento alguno para llevar armas; era posible imaginarlas aunque, en el caso de que los obstáculos asomaran su desagradable cabeza, tales espadas solían ser absolutamente inútiles.

Morgis y el Grifo se pusieron las prendas y, durante varios segundos, al Grifo le resultó imposible distinguir con claridad a su compañero. El duque se había convertido en una masa borrosa que poco a poco adoptó la forma de un hombre alto de cabellos oscuros y llamativos ojos azules. No obstante, el rostro de Morgis mostraba una sonrisa de autocomplacencia, y el Grifo no pudo evitar advertir que su auténtica personalidad a menudo seguía revelándose a pesar de estar disfrazada bajo una ilusión. Eso le hizo preguntarse, también, qué vería el duque cuando lo miraba.

El capitán Beseen, atento siempre a los menores detalles, pidió que trajeran un espejo, y alguien localizó uno entre los «tesoros» que el buque corsario tenía todavía que vender y lo subió a cubierta. Morgis se estudió primero, pareció sentirse satisfecho, y entregó luego el espejo al Grifo.

Era una ligera variación del rostro que acostumbraba a utilizar cuando alteraba su aspecto. Al parecer le había fallado la memoria, pero no podía quejarse de su facha. Tenía lo que podía muy bien denominarse un semblante aguileno: la nariz aristocrática pero, por fortuna, sin exagerar en lo relativo al tamaño, de modo que realzaba su apariencia en lugar de deslucirla; los cabellos rubios, casi blancos, y los ojos pequeños y oscuros. Al contrario que el dragón, quien había preferido aparecer bien afeitado, su personalidad ficticia lucía una fina y cuidada barba. Eso le hizo observar:

–Será mejor que no estemos mucho tiempo con alguien que no sea muy de fiar, o de lo contrario empezarían a preguntarse por qué no tenemos que afeitarnos jamás, o por qué no nos despeinamos.

–De acuerdo. También conservaremos el espejo.

Aunque las prendas podían mantener sus formas de ese momento dentro de cualquier hechizo, un carácter fuerte, tanto consciente como dormido, podía alterarlos de forma visible. Ese era el peligro de una capa así. No era perfecta del todo.

El Grifo se ajustó la prenda, y los poderes mágicos de la capa se extendieron a ésta. En lugar del pedazo de ropa de corte extraño ahora parecía una capa de montar corriente con capucha. El Grifo no pudo por menos que maravillarse ante el trabajo que habían hecho con ella los Reyes Dragón o sus magos.

Un miembro de la tripulación se aproximó a Beseen, se cuadró, y saludó:

–El bote está listo, capitán.

–Excelente. ¿Señores? – El dragón hizo una reverencia e indicó la dirección que debían tomar.

El bote era lo bastante grande como para acomodar a una docena de pasajeros, aunque sólo iban a utilizarlo el Grifo, el Duque Morgis y cuatro remeros. Sus provisiones estaban ya en la embarcación y ésta en el agua con los cuatro tripulantes que aguardaban pacientemente a que sus pasajeros descendieran.

Beseen gritó por encima de sus cabezas:

–¡Que el Dragón de los Abismos os acompañe! El duque le devolvió el saludo, y el bote se puso en movimiento de inmediato en dirección a la orilla. Mientras se balanceaba sobre las aguas, el antiguo señor de Penacles se estremeció interiormente. ¡Agua! La última vez que se había encontrado en una situación parecida, fue cuando iba a enfrentarse con el Dragón Azul. Esta no le gustaba más que aquélla. El Korhus, al menos, le proporcionaba cierta sensación de seguridad. Ese bote…, ese bote era tan ligero que parecía que cada ola fuera a volcarlo. Pero no volcó, y al poco tiempo la tripulación se disponía ya a arrastrarlo hasta la orilla.

Aguardaron hasta que uno de los marineros les indicó que podían desembarcar. El Grifo maldijo en silencio el contacto del agua salada alrededor de sus botas y las gotas que le salpicaban el rostro. Morgis, humano o no, no parecía más complacido…, cosa curiosa si se tenía en cuenta que el suyo era un territorio marítimo. Por lo visto, al contrario que el Rey Dragón gobernante, Morgis prefería la tierra firme.

Los marineros transportaron las provisiones a la orilla, saludaron al duque, y luego empujaron el bote de nuevo al agua. El Grifo y su compañero los observaron mientras remaban en dirección al barco, luego recogieron sus cosas y se volvieron para examinar el terreno circundante.

Estaba al pie de una pequeña loma cuya ladera se veía salpicada de hierba y unos pocos árboles. De no haber sido tan empinada habría sido un buen terreno de pastos. Beseen les había dicho que a unos quince kilómetros al este se encontraba un pueblo que les brindaría una buena acogida. Era una buena caminata, pero nada amenazador parecía acecharlos. Si en cambio hubiera sido una región de las volcánicas Llanuras Infernales, los quince kilómetros se habrían convertido en una misión imposible.

El Grifo dirigió una breve ojeada al Korhus, que acababa de zarpar, suspiró y, una vez que se hubo asegurado de que su equipo estaba bien sujeto, hundió las afiladas garras en la tierra para iniciar la ascensión. El suelo era consistente y le proporcionó un seguro punto de apoyo. Morgis lo imitó, y aquello se convirtió en una repentina competición por ver quién llegaba antes a la cima.

Ganó el dragón, pero sólo gracias a su relativa estatura y a que al Grifo se le ocurrió de improviso que el primero en llegar a la cima podría encontrarse ante las botas de algún viajero no demasiado amistoso.

Una vez en la parte superior del cerro descubrieron que los pastos daban paso a una región ligeramente arbolada que parecía espesarse cuanto más se adentraba uno hacia el norte o el este. Los pastizales se extendían apenas dos o tres kilómetros en todas direcciones. El Grifo lo encontró hermoso; el dragón lo encontró monótono y se dio la vuelta para contemplar al Korhus, que ya debía de encontrarse en mar abierto.

–¡Grifo!

El pájaro-león se volvió en redondo sobresaltado por la sorpresa reflejada en la voz de su draconiano compañero.

El Korhus acababa de abandonar aquel fondeadero natural y se dirigía al oeste pero, por desgracia, había otros tres navios en el horizonte y, aunque era imposible saberlo desde tan lejos, los dos temieron que podrían ser buques aramitas.

–Tienen que haberlo visto -maldijo Morgis-. ¡Mirad! ¡Intentan cortarle el paso!

Era cierto. Enormes extensiones de agua separaban a los tres recién llegados del buque corsario, y los capitanes del trío avanzaban para bloquear las rutas de huida del Korhus. Si Beseen intentaba regresar al Reino de los Dragones, acosado por barcos que venían desde todas las direcciones, su única esperanza era intentar dejarlos atrás o virar al sur y seguir navegando hasta que se cansaran de seguirlo. Al Grifo no se le ocurrieron otras posibilidades aunque la verdad es que desconocía en absoluto la guerra marítima. Pero no podía ser tan diferente, ¿verdad?

–¿Por qué no se transforman en dragones algunos de ellos? Están lo bastante cerca de tierra firme para regresar aquí una vez terminado el combate.

Morgis meneó la cabeza negativamente.

–Un dragón sería un blanco perfecto para los aramitas. Tengo entendido que pueden dar más de una sorpresa. Beseen es un buen capitán. Si pensara que podía vencer de la otra forma ya habría empezado.

–Oh. – El Grifo empezó a inquietarse, preguntándose qué tipo de represalias podían tomar los piratas-lobo para lograr que un dragón se resistiera a atacar.

El dragón se quedó totalmente inmóvil, lanzando un siseo furioso.

–¿Qué sucede, Morgis?

–Es mejor que no nos quedemos por aquí para ver si Beseen puede sacar a su nave de este embrollo. Lo mejor será alejarnos de este lugar tanto como sea posible. Saben que el Korbus venía de aquí, y no tengo la menor duda de que querrán saber qué era lo que hacía en este lugar.

El Grifo asintió. Lo más sensato era no subestimar a los aramitas. Hacerlo había costado más de una vida. Sólo gracias al general Toos, antiguo segundo en el mando del pájaro-león y su sucesor ahora, se habían salvado el Grifo y el Dragón Azul de una muerte lenta a manos de D'Shay.

Apartaron los ojos con gran esfuerzo de la escena que se desarrollaba en el mar y empezaron a dirigirse hacia el este. De acuerdo con las explicaciones dadas por el capitán suponían que el pueblo sería fácil de encontrar, lo cual significaba, desde luego, que cualquier pirata-lobo que los siguiera también lo encontraría. Eso quería decir que tenían que llegar hasta él, comprar animales en buen estado y seguir camino. Sólo cuando estuvieran en medio de los espesos bosques que Beseen afirmaba se encontraban mucho, pero mucho más al este, podrían descansar.

El viaje fue tranquilo pero perturbador. El Grifo no podía definir qué era lo que tenían aquellos bosques cada vez más densos que tanto lo alteraba. Fuera lo que fuese, también le había puesto los nervios de punta al Duque Morgis. El pájaro-león no podía definir aquello más que como la sensación de que un millón de ojos -y no exageraba- los contemplaban desde todas partes. Ojos que no eran necesariamente amistosos.

Los agotados viajeros agradecieron llegar por fin al poblado.

Se llamaba Resal, un lugar de aspecto lamentable incluso desde donde lo vieron por primera vez. Este era el pueblo dónde Beseen había dicho que les venderían caballos… si los tenían. Sólo se veía una docena más o menos de estructuras a las que pudiera llamarse edificaciones, y varias otras indignas de tal nombre. La mayoría estaban hechas de piedra, barro y paja, y cuanto más se acercaban más precarias parecían. Daba la impresión de que alguien hubiera construido Resal de cualquier manera. No había nada que pudiera considerarse una carretera; el Grifo y Morgis decidieron avanzar entre la hierba antes de tener que arrastrarse por el fangoso tramo de tierra que atravesaba el pueblo. Algunos animales de aspecto enclenque vagaban sin rumbo fijo, pero ninguno pertenecía a la raza equina. No se veían caballos por parte alguna. Las gentes llevaban ropas sencillas y, aunque todo el mundo estaba ocupado en una u otra tarea, en muchos casos parecía que se limitaran a hacer las cosas de forma mecánica, como si les importasen muy poco sus vidas. Actitud que cambió en cuanto alguien se dio cuenta de la presencia de los dos recién llegados.

Amistosos no era la palabra que el Grifo habría usado para describir a los desgraciados habitantes de Resal. Morgis no vio nada raro en su actitud, pero se debía probablemente a que casi se les arrojaron a los pies para servirlos, y, como miembro de una familia draconiana gobernante, eso era algo que le sucedía con cierta frecuencia. El Grifo se preguntó si habrían sido tan serviciales de haberles mostrado Morgis su figura de dragón. De sus breves conversaciones con Beseen había deducido que el capitán dragón no enviaba más que a humanos de confianza para tratar con aquellas gentes.

Se dio cuenta entonces de que era gente conquistada. Perdían el ánimo cuando se encontraban ante alguien con aplomo. Los niños, que estaban jugando cuando llegaron, permanecían inmóviles y los contemplaban con ojos taciturnos. Los adultos cesaron toda actividad y las mujeres entraron en las casas mientras los hombres aguardaban en silencio, a la espera de lo peor. Cuando corrió la voz de que no pasarían allí la noche y de que lo único que querían era un par de caballos y víveres, los habitantes del pueblo se apresuraron a darles la ayuda necesaria lo más deprisa posible para que así los forasteros salieran de sus vidas cuanto antes.

Estaba claro que a los corsarios no les importaba demasiado aquella gente, pero al Grifo sí, y cuando un anciano, que al parecer se desprendía de un animal valioso, intentó casi regalarlo, el pájaro-león se vio obligado poco menos que a amenazarle para conseguir que aceptara más dinero.

Eso era lo que habían logrado los aramitas. Criaturas eternamente aterrorizadas y adultos acobardados dispuestos a renunciar a todo. Se le erizó la melena y creció su rabia.

Una nueva nota negativa para los piratas-lobo…, como si le hicieran falta más motivos de desprecio.

–Tendríamos que ponernos en marcha. No creo que falten más de dos o tres horas para la puesta del sol. – Morgis había montado ya. También él había visto suficiente del pueblo. Era un lugar demasiado sucio; era mejor probar suerte en los desconocidos bosques que permanecer en un lugar tan mugriento… aunque la gente supiera demostrar respeto.

El Grifo leyó en el rostro del dragón mucho de lo que éste pensaba, asombrado de nuevo al ver que aquel rostro ficticio revelaba tanto como el auténtico. Cosa que le trajo a la mente de improviso que, con toda probabilidad, también él debía de mostrar en su rostro el disgusto que le inspiraba el comportamiento del duque. Se obligó a relajarse.

No contaron a nadie a dónde se dirigían aunque sí dieron a entender que era en dirección norte. No había forma de saber con seguridad si había espías o gentes fieles al gobierno en el pueblo, pero al menos eso despistaría durante cierto tiempo a cualquiera que los siguiese.

Cuando abandonaban el caserío, mientras los habitantes se despedían de ellos de forma demasiado exagerada, Morgis divisó un viejo poste hundido en el suelo. Era grueso como un torso humano y por lo menos treinta centímetros más alto que el dragón. En su parte superior había una imagen, toscamente tallada, de un lobo o criatura similar.

–Una talla interesante, ¿no os parece?

Los ojos de la escultura parecieron atraer la atención del Grifo. No paró de mirarlos ni siquiera después de haberla dejado atrás, desviándolos cuando le fue imposible verla sin hacer que el caballo anduviera de espaldas.

Se abrió otra puerta que liberó nuevos recuerdos.

Morgis, que se había adelantado, volvió la cabeza y aminoró el paso de su montura, una tarea nada fácil ya que, al contrario que los humanos, el animal notaba la diferencia entre lo que el dragón parecía y lo que en realidad era y se rebelaba continuamente.

–Gri… ¿qué sucede?

–El Devastador.

–¿Cómo?

–El Devastador. El principal dios de los aramitas. Le llaman el dios viviente. – El Grifo sintió frío y espoleó a su montura para que corriera más. El caballo de Morgis la imitó.

–No es más que un tótem. Además, ¿por qué preocuparse? Por experiencia sé que la mayoría de los dioses dejan que las cosas sigan su curso. ¿De qué sirve ser un dios si tienes que trabajar tanto? – Morgis sonrió y su expresión no fue más agradable de la que tenía antes de adoptar aquella falsa imagen.

El pájaro-león sacudió la cabeza en un intento por deshacerse de la sensación que le provocara verse atraído por la mirada de la talla… ¡No, eso era ridículo! Sólo era un tótem, como había dicho su compañero. Sin embargo, algo en sus nuevos recuerdos lo había mordido… y sabía lo que era aunque carecía de memoria para respaldarlo.

–El Devastador -dijo por fin-, es diferente.

–¿Diferente?

Algo…, una historia que alguien le había contado hacía tiempo. Una historia que no podía recordar.

–El Devastador se toma un interés personal por los suyos. Los controla muy de cerca. Se dice que el origen real de las acciones de los piratas-lobo proviene del mismo Devastador.

–¿No sugeriréis que…? – empezó a decir Morgis frunciendo el entrecejo.

El Grifo asintió, los ojos fijos en la enorme extensión de tierra que tenían delante, una tierra que, según decían, se encontraba toda ella bajo la mirada de un ser único.

–Sí. Tal vez muy pronto nos demos de bruces contra los pies, o zarpas, de un dios muy real, muy siniestro.