Aquí la gente se movía apática, realizaba sus tareas pero no parecía poner interés en lo que hacía. Nadie hablaba, y, bien pensado, hasta era sorprendente que hubiera niños pequeños. Los habitantes del pueblo no prestaban la menor atención a su apariencia. Algunos llevaban ropas evidentemente poco prácticas; otros era obvio que no se habían lavado en semanas.
–Muertos vivientes -masculló el Grifo.
–Escoria -replicó Morgis-. Estas gentes son escoria. ¿Tenemos algún motivo para detenernos aquí?
–No.
–Entonces sigamos adelante. Preferiría no estar mucho tiempo aquí, no nos vayan a contagiar algo.
El pájaro-león meneó la cabeza ante la poca caritativa actitud de su compañero pero asintió. No podían hacer nada para ayudar a aquellas gentes. Igual que a los otros, los piratas-lobo les habían destruido la voluntad, hasta tal punto que hacían lo que les decían sus amos. El Grifo se dio cuenta de lo que sucedía: estos aldeanos y otros como ellos eran, con toda probabilidad, los que abastecían a los ejércitos aramitas de las regiones meridionales. Los campos eran demasiado extensos para los habitantes del poblado. Lo más probable era que las patrullas visitaran regularmente caseríos como aquél, cosa que era una buena razón para marcharse de allí cuanto antes. La patrulla que habían encontrado durante la noche podría muy bien dirigirse hacia ese sitio como parte de su rutina normal.
Espolearon a sus caballos para que fueran más deprisa y pronto dejaron atrás tan deprimente lugar. Delante de ellos vieron más bosque y, a menos que los engañara la vista, la borrosa silueta de un pueblo grande o de una ciudad pequeña al nordeste. El Grifo obligó a su corcel a reducir la marcha y se volvió hacia su compañero.
–Hemos…
Lo que estaba a punto de decir se borró de su mente al ver lo que había detrás de Morgis. Una puerta -no, la Puerta- se alzaba a su espalda. El Grifo ya la había visto antes aunque el recuerdo era todavía algo borroso; también la había cruzado, aun cuando era algo que también escapaba a su capacidad de recordar. Mucho tiempo atrás. Eso era todo lo que podía decir con certeza. Eso y la creencia de que ese portal era el lugar por el que se entraba y salía del País de los Sueños. El lugar que el Grifo buscaba.
Se sintió ligado a ella, era un lazo fino y tenue, pero se remontaba más atrás de lo que su fragmentada mente podía aceptar. ¿Qué vínculo podía tener con… con algo así? La Puerta se encontraba a unos veinte metros de distancia y era más alta, mucho más alta que los dos jinetes subidos uno encima de los hombros del otro. Se trataba de una construcción antigua, pero el único signo visible de su antigüedad eran los pequeñísimos rastros de óxido en los goznes de las dos gigantescas hojas de madera. Por su aspecto parecía de mármol, pero tuvo la impresión de que no era así. Lo que más le llamó la atención fueron las extravagantes y aterradoras figuras esculpidas en ellas…
–Hemos ¿qué?
Morgis destruyó el seductor hechizo del artilugio con sus palabras; el Grifo parpadeó y vio que la Puerta se desvanecía igual que la bruma matinal bajo los primeros rayos del sol. Cuando el dragón consiguió volverse sobre su silla, ya había desaparecido por completo.
Morgis se volvió otra vez hacia el pájaro-león con expresión interrogante.
–¿Qué era? ¿Visteis algo? ¿Han regresado esas malditas cosas?
A pesar de cuanto pudiera decir, el duque no se había recuperado todavía por completo de la terrible experiencia de verse obligado a metamorfosearse.
–¡Es… la Puerta! ¡La entrada al País de los Sueños! ¡Estaba allí!
El Grifo miró a su aliado en busca de alguna señal de que lo comprendía. Morgis lo estudió con curiosidad y luego echó una ojeada al lugar donde se suponía había estado la Puerta. Abrió los ojos de par en par, y, al principio, el Grifo creyó que la entrada al País de los Sueños había reaparecido. Cuando se volvió para verlo, sin embargo, la melena -disfrazada por fortuna- se le erizó.
–No veo ninguna puerta, pero sí veo algo que preferiría no ver.
Una patrulla de piratas-lobo cabalgaba hacia ellos a buen paso. Eran cuarenta hombres al menos, una patrulla muy grande, y sólo podían estar buscando una cosa: espías desembarcados por el navio draconiano. El Grifo percibió el suave sondeo mental que ahora sabía procedía siempre de un guardián, y permitió que se registraran los falsos pensamientos superficiales que Morgis y él habían acordado. El guardián encontraría a dos hombres de antecedentes ligeramente dudosos que viajaban en busca de nuevas oportunidades…, oportunidades de cualquier clase. Beseen le había contado al Grifo que los aramitas estimulaban la libre empresa de tipo ilegal siempre y cuando ellos sacaran algún provecho. También dejó que los catalogaran como pertenecientes a la más inferior de las castas libres, indigna incluso de llevar la R', designación de rango inferior, con la que empezaban los nombres de todos los guerreros aramitas. Para la patrulla eran seres inferiores… A menos, claro está, que la patrulla estuviera en misión de reclutamiento. Si era ése el caso, los dos estaban a punto de convertirse en involuntarios voluntarios, una ironía del destino de la que el Grifo preferiría prescindir.
Ni luchar ni intentar escapar les serviría de mucho; de modo que permanecieron inmóviles y todo lo serenos que les fue posible. El guardián había retirado la sonda mental, pero tanto el Grifo como Morgis sabían que no podían dar por sentado que no volvería a utilizarla.
El supuesto cabecilla de la patrulla, una figura fornida y musculosa, alzó la mano izquierda, una señal para que el grupo se detuviera. Todos iban vestidos tal y como el Grifo recordaba haber visto a D'Shay en su último encuentro, incluido el visor muy parecido al de los dragones pero que, en el caso de los aramitas, servía sólo al propósito funcional para el que parecía diseñado. Los piratas-lobo eran humanos, si se utiliza la acepción más amplia de esta palabra, claro está.
Vanos de los hombres, incluidos el jefe y otro que debía de ser el guardián, se quitaron el yelmo al detenerse. El jefe era un veterano feo y lleno de cicatrices con una barba tan descuidada como desfigurado estaba su rostro. Todo un contraste con el impecable e impoluto D'Shay.
El guardián -era el guardián, ya que sostenía con fuerza en una mano algo que emanaba un poder muy fuerte- resultó una sorpresa. Apenas si había dejado de ser un muchacho, pero sus ojos irradiaban una confianza y sabiduría que dieron a entender al pájaro-león que era él quien tenía la última palabra en las cuestiones relacionadas con la patrulla. Por un instante, el Grifo deseó que sus golems no hubieran convertido en polvo el artilugio del otro guardián durante la pelea librada en los antiguos aposentos del ex monarca.
–Soy el capitán D'Haaren, del Quinto Nivel, destacado en Luperion, la puerta de acceso a las regiones meridionales. – Señaló la ciudad que se veía a lo lejos- ¿Vuestros nombres?
–Me llamo Morgis, vengo de Tylir -respondió el dragón en primer lugar. Nadie reconocería aquí el nombre del duque, y Beseen había comentado a menudo que Tylir era un lugar que se podía utilizar como punto de procedencia ya que estaba tan al norte que muy pocas gentes lo habían visitado jamás. Sería simple cuestión de mala suerte si el capitán o el guardián procedían de aquella región.
–Yo me llamo Gregoth, y procedo también de Tylir. – Por cuestiones de seguridad, y siguiendo el consejo del capitán Beseen, el Grifo había escogido un nombre que empezara con la misma letra que el propio, pero lo bastante común en este continente para evitar que nadie que lo conociera pudiera atar cabos.
–Sois de la manada -profirió de improviso el guardián en un tono que se suponía era su forma de intimidar a los dos civiles. Éstos fingieron sentirse amedrentados por el sencillo procedimiento de menear la cabeza sin decir nada. El guardián pareció satisfecho.
Pero no así el capitán D'Haaren, quien inquirió:
–¿Dónde habéis estado? Recientemente, quiero decir.
–Aquí y allá, capitán -respondió el Grifo encogiéndose de hombros-. Hemos viajado mucho en los últimos tiempos.
El pájaro-león creó en su mente una capa, un escudo de recuerdos falsos sobre un negocio que había salido mal y la necesidad de una rápida retirada hacia el sur. Muy al sur. Había discutido las posibles excusas con Beseen, y éste le había sugerido los temas que harían que un guardián perdiera interés por ellos. El Grifo había dado un tinte favorable a su persona, a aquellos falsos recuerdos para darles naturalidad. Lo normal es que uno piense siempre que la culpa la tienen los demás. Si el guardián creía en la autenticidad de esos pensamientos, quizá no profundizara más. Aunque este joven, novato todavía, tal vez insistiera sólo para probar sus aptitudes.
Sintió un hormigueo en su mente. El guardián, a pesar de su aspecto de aburrimiento, los volvía a poner a prueba. Al cabo de un instante, la mueca de desprecio del joven pirata le dijo que el guardián había mordido el anzuelo y se tornó comprensivo.
–Olvídalos, capitán. Son lo que dicen. Y yo, por lo menos, preferiría regresar a Luperion y descansar un poco. Hemos estado patrullando casi todo el día.
El capitán lanzó un gruñido, pero no dijo nada que pudiera haber puesto en peligro su posición. No le gustaba el guardián, era evidente, pero sabía muy bien que no debía provocarlo. El aspecto físico no era nada comparado con el poder de la mente de un guardián en adecuada conjunción con el instrumento elegido.
El Grifo parpadeó. Empezaba a recordar mucho más de lo que podía justificar la experiencia sufrida con el camarada de D'Shay, el guardián D'Laque.
–Muy bien, pues -dijo D'Haaren con cortesía- Puesto que tanto unos como otros nos dirigimos al mismo punto, os invito a cabalgar con nosotros. Insisto en que así sea.
Morgis podría haber solucionado la cuestión adoptando la forma de dragón y acabando con toda la patrulla, guardián incluido, pero semejante acto no sólo habría agravado sus heridas sino que habría informado a cualquiera que poseyera cierto poder de su presencia en el lugar.
Tampoco existía la certeza de que pudieran acabar con toda la patrulla. El guardián podría no ser el único con poder. D'Haaren no mostraba en sus cabellos el mechón plateado símbolo de los hechiceros en el Reino de los Dragones, pero a lo mejor la característica no existía en ese continente.
–Nos sentiremos muy honrados de unirnos a vosotros -respondió a su vez el pájaro-león con exquisita educación. Esperaba que el capitán no insistiera en acompañarlos una vez en el interior de la ciudad.
El aramita se colocó el yelmo y fue imitado al instante por sus hombres. El guardián tardó un poco más, le quito primero el polvo, y luego dedicó unos instantes a admirar la cresta en forma de cabeza de lobo antes de ponérselo otra vez. El capitán estaba visiblemente molesto, pero fingió no haber observado aquel gesto de independencia.
D'Haaren alzó el brazo e indicó a sus hombres que se pusieran en marcha. Al Grifo y a Morgis se les concedió un lugar de honor, por así decirlo, junto al capitán. El guardián, con gran disgusto por parte de los otros tres, espoleó a su montura hacia adelante para reunirse con ellos.
–¿Habéis estado antes en Luperion? – inquirió D'Haaren en un tono estudiadamente casual.
–No -respondió el Grifo-, Tampoco hemos estado en Canisargos. Tengo entendido que la capital es impresionante.
–Tiene su gracia -replicó el capitán con cierta acritud-. Descubriréis que Luperion no está nada mal. El único baluarte decente de la civilización por estos lugares. Diría que es como entrar en otro mundo.
El Grifo deseó que nadie le prestara demasiada atención, de lo contrario podrían haber observado la repentina crispación de su rostro al escuchar esta última afirmación. Por supuesto que D'Haaren no había querido decir nada en particular, pero el pájaro-león pensó de inmediato en el País de los Sueños. Era ridículo imaginar que el pirata-lobo llegara a sospechar hasta ese punto de ellos. ¿O no?
El capitán continuó con sus preguntas en apariencia intrascendentes aunque los dos recién llegados veían en ellas un intento de engañarlos y descubrir que no eran lo que pretendían ser. Tardaron un poco en darse cuenta de que la principal motivación de la conducta del capitán D'Haa-ren era su deseo de ser trasladado al norte, preferentemente a Canisargos. No había duda de que deseaba poder encontrar algo de suficiente importancia para llamar la atención de sus superiores… Los mismos superiores que evidentemente lo conocían tanto como para tener a aquel antiguo veterano destinado en un lugar donde estuviera lejos de su vista.
Un hombre amargado era un hombre peligroso.
Luperion fue adquiriendo poco a poco forma más nítida. Era una ciudad bastante grande, alrededor de dos tercios del tamaño de Penacles, rodeada por una muralla protectora. No pudieron advertir mucho más todavía; unas cuantas estructuras rectangulares se alzaban por encima de la muralla, una de ellas con un estandarte ilegible a aquella distancia.
–¿Os habéis encontrado con forasteros estos últimos días mientras viajabais? – preguntó D'Haaren bruscamente.
El Grifo percibió una repentina exploración -apenas distinguible-, de su mente consciente. Por fortuna era una estratagema con la que tanto él como Morgis estaban familiarizados, y respondieron con facilidad y sin alterarse.
–Nos encontramos con algunos aldeanos. Un grupito poco prometedor.
La sonda del guardián se retiró, tras haber obtenido sólo falsos pensamientos de superioridad con respecto a granjeros acobardados, una típica actitud aramita.
El capitán de la patrulla dejó escapar una risita ahogada.
–No diríais eso si hubierais tenido que combatir contra ellos. Los T'R'Layscions nos dieron más trabajo que ningún otro habitante del sur. Tuvimos que lanzar a los guardianes sobre sus magos, e incluso ellos estuvieron casi a punto de fallar.
–No por culpa nuestra -añadió el guardián con aire de suficiencia-. Alguien decidió no esperar hasta que hubiéramos acabado. Tuvimos tres veces más bajas de las esperadas. El Devastador odia la estupidez.
–Entonces tendría que hacer algo con respecto a algunos de sus guardianes. A sus ojos la pereza es también un defecto.
Todo el mundo había callado por completo, y por las expresiones de los otros aramitas, no era ésta la primera vez que los dos discutían así.
–No había nadie ahí afuera. Lo comprobé.
–Tienen que estar.
D'Haaren volvió la cabeza para dirigir una rápida mirada a los dos recién llegados y luego devolvió la mirada al sendero que tenían delante. Nadie habló durante un buen rato. De repente, Luperion se convirtió en un lugar atractivo para el Grifo y su compañero. Cualquier cosa con tal de alejarse de una situación tan ambigua. Nada bueno podía resultar de verse atrapado en un enfrentamiento personal entre un soldado veterano amargado y un guardián joven pagado de sí mismo.
Fue el guardián quien rompió el silencio, y su elección del tema de conversación preocupó a los dos casi tanto como la discusión.
–¿Se habla del País de los Sueños en el lugar del que venís, amigo Gregoth? ¿Tylir, dijisteis verdad?
–Un poco. Nunca he prestado demasiada atención. ¿A quién le importa un condenado lugar que no está siempre en el mismo sitio?
Al parecer era la respuesta adecuada, ya que más de un aramita, incluidos el capitán y el guardián, menearon la cabeza en señal de asentimiento.
–Ahí tenéis el quid de la cuestión -siguió el guardián-. Quieren que luchemos contra sombras. Contra la nada. ¿Por qué preocuparse? El País de los Sueños, esté dónde éste, carece de ejércitos tal y como nosotros los conocemos. Casi nunca toman la ofensiva. Nos iría mejor si enviásemos una armada al otro lado del mar y atacásemos esas nuevas tierras de las que no paran de hablar. ¿De qué nos sirve un lugar como el País de los Sueños?
–Estas nuevas tierras -preguntó Morgis inocentemente-, ¿sabéis algo de ellas? Hemos oído rumores sobre monstruos, pero vos sois el primero en mencionarlas.
El joven aramita se encogió de hombros.
–Un puñado de insignificantes reinos bárbaros, por lo que he oído. Monstruos…, nada de lo que los hijos del Devastador no puedan dar cuenta.
Morgis y el Grifo tardaron unos instantes en advertir que los «hijos» de los que hablaba el guardián eran los piratas-lobo. Por fortuna, nadie comprendió el motivo de su confusión, que achacaron por el contrario a la mención de las nuevas tierras.
Ambos asintieron con la cabeza. Al Grifo le habría gustado hacer otra pregunta, pero sus ojos se vieron atraídos de improviso por una figura situada a lo lejos a la derecha de la patrulla. Una figura vestida de gris con una capucha que le cubría el rostro. Pareció contemplar al grupo unos segundos, luego se alejó tranquilamente.
El Grifo fingió admirar el paisaje. La figura podría haber sido alguien o algo procedente del País de los Sueños o quizás alguna otra cosa. Los recuerdos que tenía no pudieron aclarar nada sobre este punto, y el incidente tampoco había despertado nuevas memorias. Lo mejor era no comentarlo con nadie hasta que Morgis y él estuvieran a solas.
–¿Podéis hablarnos de Luperion, capitán? – dijo Morgis-. ¿Qué clase de diversiones podemos encontrar? O lo que es más importante, ¿qué tal la comida y la bebida?
D'Haaren les describió con sorprendente detalle todas las cosas dignas de verse en la ciudad, señal del mucho tiempo que llevaba destinado allí. El Grifo lo escuchaba sólo con un oído: lo que le preocupaba ahora era cómo salir de la ciudad lo antes posible.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando aparecieron ante ellos las puertas de Luperion y sus preocupaciones aumentaron. No era la ciudad en sí lo que lo trastornaba tanto sino la escultura que adornaba la parte superior de cada puerta. La cabeza de un lobo salvaje. No se trataba tampoco de un lobo corriente, sino de algo casi parecido a un hombre. Eso era lo que las hacía tan amenazantes. Cada cabeza expresaba una combinación de ferocidad y astucia que prometía terror y destrucción. No existía la menor duda de lo que representaban ambas cabezas. La sensación que recorrió el cuerpo del Grifo fue la misma que sintiera en el pueblo.
Los dos rostros lo miraron maliciosos, invitándolo a tomar parte en las delicias de la ciudad.
La ciudad del Devastador.
–Ella afirma que fue convocada -dijeron a una las dos voces idénticas- por alguien con silbatos de guardián.
–Imposible. Todos los guardianes principales están bajo control y ninguno ha utilizado sus talismanes. – La nueva voz pertenecía a una figura alta y estrecha que parecía deslizarse por la habitación aunque el efecto era en realidad consecuencia de la larga y amplia túnica blanca y roja que llevaba. Su rostro estaba cubierto por un velo, ya que podía ser peligroso para quienes lo rodeaban si por casualidad lo veían. Tal era el precio del poder.
–¿Podría ser, Haggerth -continuaron las dos voces-, que alguien hubiera encontrado los de un antiguo guardián? Hubo muertos, o al menos desaparecidos.
–Si un guardián muere, sus talismanes personales, todos ellos, mueren con él. Los silbatos se habrían convertido en cenizas. De todos modos supongo que podrían haber descubierto la forma de imitar los sonidos…
–¡Vamos! – Los dos interlocutores se mofaron de tal idea-. Sabes que la auténtica comunicación con el País de los Sueños está fuera del alcance del Devastador. Está en contra de las leyes establecidas en el comienzo.
–Está Shaidarol. Ése conocía los secretos. Fue uno de nosotros en una ocasión.
–Shaidarol perdió la sabiduría cuando se dejó seducir por las promesas del Devastador. La Hermandad de los tzee tampoco puede utilizar esas facultades; se han colocado fuera de los límites normales de la naturaleza en su loco afán de poder. Tengo entendido que eran ellos, de hecho, los que intentaban capturar o matar a aquellos dos.
La velada figura llamada Haggerth alzó una mano mientras meditaba y dio suaves tironcitos a la máscara de tela.
–¿Tiene Trola alguna sugerencia que hacer? Las dos figuras idénticas asintieron a la vez.
–Ella cree que no podemos vacilar. Hay que resolver el problema de forma definitiva. Es mejor estar seguro que perderlo todo.
–Un poco drástico, ¿no crees?
–No.
–Eso no nos haría mucho mejores que los piratas-lobo. ¿Te inquieta la posibilidad?
–En tiempos de guerra debemos actuar con frecuencia igual que nuestros enemigos. Cuando hayamos arrojado al mar a los aramitas y a ese perro loco que tienen por dios, olvidaremos estos tiempos nefastos y volveremos a recordar los placeres de la vida… Todos nosotros excepto esos fastidiosos tzee, claro.
–Me temo que tus sueños de regresar a la vida pasada son excesivos incluso para el País de los Sueños -suspiró Haggerth-. Tengo una idea. La no-gente ha entrado en Luperion. Creo que ellos nos ayudarán en este asunto. Eso significará pedir la colaboración de la Puerta. Entonces, cuando aquellos a quienes buscamos estén solos…
Las dos figuras idénticas se inclinaron a la vez hacia adelante mientras Haggerth exponía su plan. Al cabo de unos instantes, ambas sonreían con sonrisas también idénticas.
Se despertó por un brevísimo espacio de tiempo. Las ataduras todavía lo mantenían prisionero, como habían hecho durante siglos. ¿Por qué, pues?, se preguntó, ¿se había despertado? Examinó el pasado, que siempre le estaba abierto, y descubrió la presencia de una mente de un tipo que le era familiar. Estaba muy lejos, pero de todos modos se le había acercado más que ninguna otra. Quizá, pensó por un instante, el momento de la liberación estaba cercano. Quizá.
Una parte de su mente entró en actividad. Era un truco que el prisionero había perfeccionado hacía tiempo. Esa parte de su mente escucharía e informaría mientras el prisionero continuaba con su sueño de siglos. Si el débil vestigio desaparecía, aquella porción de su mente también volvería a dormirse. Si se acercaba…
… el juego volvería a empezar.
El enorme leviatán cerró los ojos.