EL RELATO:

En realidad se hallaban a menos de un día de viaje ya que, después de dormir siete horas, se pusieron en marcha iluminados todavía por la luna. Siguieron el curso del sendero, pero a unos metros de distancia, impulsados por el viejo hábito de la cautela.

Apenas pasado el mediodía, con el sol encima de sus cabezas, alcanzaron la cima de una pequeña loma y divisaron la posada Bertram en el valle. La posada estaba compuesta por una serie de edificios bajos hechos en piedra formando una cruz. A su alrededor se extendían prolijos jardines y plantaciones de frutales, todo ello rodeado por una doble muralla. A pesar de ser mucho más pequeña que la Congregación Nill, la posada seguía siendo más grande que Selden.

—¡Allí está! —dijo Carum—. Todas las posadas están construidas de esa forma, como una cruz. —Se dispuso a levantarse, y Jenna lo detuvo cogiéndole por el faldón de la camisa.

—¡Aguarda! —le dijo—. Siempre decimos: “El que corre por delante de su inteligencia, suele tropezar”. Observemos unos momentos.

Él volvió a arrodillarse y, mientras vigilaban, una tropa de jinetes salió de los bosques del oeste y se detuvo frente a la entrada. Varios minutos después, y ante una señal, los jinetes dieron la vuelta y se alejaron hacia la cuesta donde estaban agrupados.

Jenna tomó a Carum por el brazo y lo llevó hasta una zona de vegetación más tupida, cuidando de no dejar ningún rastro. Un poco más allá llegaron a un pequeño peñasco con una cueva diminuta y oscura. Entraron en ella a presión, ya que apenas era lo suficientemente grande para los dos. Estaba llena de deshechos animales y tenía un olor rancio, pero permanecieron allí hasta que la oscuridad cayó sobre los bosques, y los jinetes, quien quiera que fuesen, partieron con otro rumbo.

Había luna llena y el valle se veía completamente iluminado.

—Bien podríamos haber cruzado de día —dijo Carum—, ya que esa luna es tan brillante como un sol.

Pero a pesar de ello, atravesaron corriendo el prado abierto. La suerte los acompañó. Si había centinelas, se habían quedado dormidos en sus puestos.

Las murallas de la posada eran más altas de lo que habían parecido desde la colina, tan altas que se hubiese necesitado una escalera para treparlas. Estaban coronadas por púas de aspecto despiadado.

—Un lugar acogedor —comentó Jenna.

—Recuerda que debe proteger a los que están dentro —dijo Carum.

—Pensé que tu gente respetaba el santuario.

—Mi gente no es toda la gente —respondió Carum.

Los portalones eran de madera y estaban empotrados en las murallas con marcos de hierro. Eran buenos, sólidos y sin ningún adorno. La única decoración era una mirilla que había en la mitad.

Carum golpeó con ambas manos mientras Jenna, con la espada desenvainada, montaba guardia. Durante un buen rato nada ocurrió.

—No están muy dispuestos a ayudar a aquellos que los necesitan si no abren sus puertas —dijo Jenna.

—Es medianoche —respondió Carum—. Deben de estar dormidos.

—¿Todos? ¿No hay centinelas?

—¿Por qué iba a haberlos? Nadie en los Valles se atrevería a violar una posada.

—Yo hubiera pensado que nadie se atrevería a violar una Congregación llena de mujeres y niñas. Pero Pynt tiene una flecha en la espalda, Verna y la otra hermana han desaparecido y nosotros hemos tenido que nadar en un río implacable.

—Eso era una Congregación y esto es una posada —dijo Carum.

—Y tú eres el hijo de un rey que debe clamarme merci porque le persiguen los de su propia clase.

Carum bajó la vista.

—Lo siento, Jenna. Tienes razón. Lo que he dicho es una tontería. Una cosa vil e irre...

—¿Irreflexiva?

—Irreflexiva. Y debería haber alguien levantado. O deberíamos poder hacer que alguien se levante. —Se volvió y golpeó nuevamente la puerta.

Al fin hubo un sonido metálico y la mirilla se abrió. Pudieron ver un solo ojo que los miraba. Carum se colocó frente a Jenna y gritó a ese ojo:

—Buscamos asilo: yo por el tiempo que sea necesario y mi acompañante por el resto de la noche.

La puerta se abrió lentamente y un anciano, con profundas arrugas que rodeaban su boca como un paréntesis, se interpuso en su camino.

—¿Quién llama?

—Soy Carum Longbow, el hijo...

—Ah, Longbow. Nos preguntábamos si lograríais llegar hasta aquí.

Carum lo miró.

—¿Cómo lo supisteis?

El anciano movió lentamente la cabeza a un lado y al otro.

—Vuestro hermano Pike, quien yace aquí dentro, tenía esperanzas. Y hace sólo unas horas vinieron unos caballeros del rey preguntando por vos. Por supuesto que los despachamos de inmediato.

—¿Pike aquí? Y dices que yace. ¿Está dormido... o herido?

—Herido, pero no corre peligro.

Jenna dio un paso adelante.

—Por favor, déjelo entrar. Pueden continuar hablando con los portones cerrados.

El anciano la miró con atención.

—¿Ésta es la acompañante de la cual hablabais?

—Sí.

—Pero es una mujer.

—Es una guerrera de Alta que se comprometió por mi salvación.

El anciano chasqueó la lengua.

—Alteza, vos sabéis que no se admiten mujeres aquí.

Carum enderezó la espalda.

—Ella se queda. Soy el hijo del rey.

—Pero aún no sois el rey, ni tampoco lo seréis a menos que muera vuestro hermano. Y sólo el rey puede hacer esa petición. No es posible que ella entre aquí. Es la ley. —Su cabeza volvió a moverse en señal de impotencia.

Jenna posó una mano sobre el brazo de Carum.

—Entra, y rápido. Mi promesa está cumplida, Carum Longbow. Ahora te encuentras a salvo y yo estoy libre de mi compromiso.

—Libre del compromiso, pero no libre de mí, Jenna.

—Calla, Carum —dijo ella—. Tenemos otras misiones que cumplir ahora, yo con mis hermanas y tú con tu hermano. Fuimos compañeros porque el peligro nos unió con lazos tan fuertes como las cuerdas que nos unieron en el Halla.

—No te dejaré partir tan pronto. No de este modo.

—Carum...

—Al menos dame un beso de despedida.

—¿Por qué?

—¿Por qué no?

—Porque... porque nunca antes he besado a un hombre.

—Dijiste que era sólo un muchacho.

—Nunca antes he besado a un muchacho.

—Ésa no es una razón lo suficientemente buena. Yo nunca había comido raíces amargas antes de conocerte. Tú nunca habías nadado en un río antes de conocerme. —Carum sonrió y extendió las manos.

Ella asintió de forma imperceptible y se dejó llevar por sus brazos. Los labios de Carum se posaron sobre los de ella con suavidad, y cuando Jenna se dispuso a apartarse, él la retuvo de tal modo que, sin proponérselo, ella se acercó aún más hasta que estuvo apretada contra su cuerpo y comenzó a temblar. Se echó un poco hacia atrás y apartó sus labios de los de él.

—¿Qué es esto? —susurró.

Carum esbozó una sonrisa triste.

—Yo lo llamaría amor.

—¿Ésa... ésa es la definición de un estudioso, Carum?

—Es una suposición —dijo él—. Nunca antes había besado a una joven. Pero por lo que he leído...

—¿Qué es lo que has leído? —La voz de Jenna todavía era un susurro.

—Que los Carolianos, quienes sólo profesan su religión a cielo abierto, dicen que amor fue la primera palabra memorizada por Dios.

—Qué dios tan extraño.

—No más extraño que esto —dijo Carum volviendo a besarla sin tocarle en ninguna otra parte que no fuesen los labios. Entonces dio un paso atrás—. Volveremos a vernos, mi Blanca Jenna.

—Oh —susurró Jenna incapaz de decir nada más hasta que el portal se hubo cerrado entre ellos. Y entonces todo lo que pudo hacer fue susurrar su nombre.

Sólo cuando llegó a la linde del bosque y extrajo el mapa de su túnica, descubrió que había quedado arruinado por el agua. Como el único camino que conocía para llegar a una Congregación era el que ya había recorrido, supo que debería regresar al río y desandar sus pasos. En la Congregación Nill le entregarían otro mapa o al menos le darían instrucciones para ponerse en marcha.

Sin Carum, no sintió la necesidad de apartarse del sendero. Una persona sola, razonó, podría desaparecer rápidamente en el bosque. Una persona alerta, se convenció, podría oír una legión que se acerca por el camino.

Jenna avanzó rápidamente, casi sin detenerse, recogiendo todos los comestibles que crecían junto al sendero. Sólo durmió unas pocas horas con un sueño que le brindó poco descanso, ya que soñó con Carum que caía de rodillas gritando: “Bendita, bendita, bendita”, y se negaba a su abrazo.

Para media mañana volvió a encontrarse junto al abeto que cruzaba el sendero como una mano desfigurada. Una pequeña mancha oscura bajo el árbol era el único recuerdo de la violencia ocurrida allí. Jenna se arrastró por debajo conteniendo el aliento, ya que temía por lo que pudiese aguardarle al otro lado. Pero cuando logró pasar, descubrió que se encontraba a solas.

Había un extraño silencio, sólo interrumpido por el rumor del río, aunque en su mente volvió a escuchar los gritos y lamentos que la habían acompañado por última vez en ese lugar. Aquellas voces la atemorizaron, y corrió rápidamente hasta la puerta trasera de la Congregación. Al empujarla comprobó que no se movía y aunque eso le produjo un gran alivio —significaba que los caballeros del rey no habían logrado entrar por allí— no golpeó por si acaso el enemigo se encontraba dentro.

En lugar de ello regresó por el sendero, volvió a pasar bajo el árbol y siguió adelante hasta donde el peñasco era más bajo. Lentamente trepó por la roca mientras la espada se balanceaba contra sus piernas y amenazaba trabarla con cada movimiento. Le llevó un buen rato llegar a la cima, donde se tendió jadeante sobre la hierba hasta que logró calmar su respiración. Entonces avanzó muy despacio, boca abajo entre las hierbas altas hacia el frente de la Congregación, consciente de que podía ser vista desde la parte superior de las murallas.

Mientras avanzaba, notó que, con excepción de la hierba que la rodeaba, todo estaba quieto. Demasiado quieto. En medio de tanto silencio debería haberse oído el sonido de voces, el canto de los gallos o el balido de las cabras. El miedo le hizo temblar y por un momento no se atrevió a moverse.

Para calmarse, realizó tres profundas respiraciones latani, tarea nada sencilla estando boca abajo, y luego se puso de rodillas. En aquella posición agazapada corrió hasta la muralla y colocó la mano sobre la piedra. Su misma solidez le brindó coraje.

Al doblar la esquina con sumo cuidado, sintió un nudo en el estómago y un extraño sabor metálico invadió su boca. Los portones tallados estaban hechos pedazos y la muralla, derrumbada. Desparramadas como frutas de un cuenco, las pesadas piedras mostraban sus oscuras caras ocultas al sol. Jenna aguardó casi sin atreverse a respirar, tratando de oír algún sonido. Pero era como si una mortaja lo hubiese cubierto todo. Otras tres profundas respiraciones latani y al fin avanzó, pisando con cuidado entre las piedras caídas.

Había cuerpos esparcidos por todo el patio: hombres con armaduras de batalla, mujeres con pieles de guerreras. Jenna se detuvo junto a cada cuerpo, apartando las moscas con impaciencia en la esperanza de encontrar a alguien, a algo que estuviese con vida.

Por todas partes, pensó aturdida. Están por todas partes.

Dio vuelta a las mujeres que habían muerto boca abajo, buscando a alguna conocida... Armina, Callilla o la misma sacerdotisa.

Cerca del pozo y con la mano en el rostro, como protegiéndose del sol, yacía una mujer joven. Había un pequeño hueco en su garganta. Jenna la miró.

Una apertura tan pequeña para dejar entrar a la muerte, para dejar salir a la vida, pensó.

Jenna se arrodilló, y al apartar la mano reconoció a Brenna, aunque sólo la había visto una vez.

—Que Alta tenga misericordia de ti —murmuró preguntándose por qué esa piedad había sido tan escasa horas antes. De pronto sintió más por ese cadáver que por todos los demás—. Te lo juro, Brenna, te daré sepultura si logro que alguien me indique dónde se encuentra la gruta de tu Congregación.

Se levantó y continuó su búsqueda por el patio. Su sombra bailaba en forma extraña junto a ella, hasta que comprendió que avanzaba con singulares movimientos espasmódicos. Ésa fue la primera vez que tomó conciencia de que era capaz de asimilarlo todo... el angustioso horror de lo que estaba viendo. Era simplemente demasiado, demasiada muerte. Y también comprendió que le aterrorizaba la idea de entrar en la Congregación.

Se obligó a arrodillarse y respirar profundamente, a pesar de que el aire estaba invadido por un olor dulce y punzante. Bañada por el sol empezó a entonar los cien cánticos, tratando de calmarse para los horrores que le aguardaban. Mientras cantaba, volvió a sentir aquella extraña ligereza y salió lentamente de su cuerpo para flotar sobre el patio. Desde una gran altura observó su propia figura que se mecía ligeramente entre los cadáveres. Pero cuando descendió para tocar un cuerpo tras otro no pudo hallar ninguna entrada, ningún ser vivo por el cual dejarse atraer.

Finalmente bajó y bajó en espiral hacia su cuerpo, que entonaba el último cántico.

Volviendo a ponerse de pie, caminó con decisión hacia la puerta derrumbada de la Congregación.

Halló a Callilla en la cocina. Tenía la garganta cortada y había cinco hombres muertos a su alrededor. Armina yacía en la escalera principal con una flecha en la espalda y una espada rota a sus pies. Detrás había tres hombres con los rostros marcados por sus uñas y los cuellos cortados con un cuchillo.

Jenna se sentó sobre el escalón, junto a la cabeza de Armina y acarició la cresta de su cabello.

—Quien ríe más, vive más —susurró con voz ronca.

Y entonces las lágrimas se agolparon en sus ojos y brotaron junto con profundos sollozos. Lloró de forma incontrolable, no sólo por Armina sino por todas ellas, por sus hermanas desconocidas que habían muerto defendiéndose de los caballeros del rey. Los caballeros del rey, quienes querían a Jenna por la muerte del Sabueso, y a Carum por... De pronto comprendió que ni siquiera sabía por qué buscaban a Carum. Sólo sabía que era así. Y tanto querían hallarlo que habían degollado a toda una Congregación de mujeres por ello. Por lo tanto, todo ese horror era su culpa, de Carum y de ella. Tal como había dicho Madre Alta: ella era el final. Una Congregación entera había desaparecido.

¡Una Congregación entera! ¡Y Pynt también! Jenna se levantó de un salto y subió la escalera saltando los peldaños de dos en dos, tratando desesperadamente de recordar dónde estaba la habitación de la enfermera. Sólo sabía que se encontraba en alguna parte del primer piso. No podía creer que los hombres matasen a una niña herida tendida en la cama de una enfermería.

Abrió puerta tras puerta, saltando sobre los cadáveres de las mujeres y sus atacantes, quienes las superaban en número.

Un hombre alto y barbudo, con el rostro arrugado como una corteza y la garganta ensangrentada, yacía contra una puerta cerrada. Jenna lo apartó de un puntapié.

—¿Estás arrojando huesos por encima del hombro para esos perros horrendos? —preguntó—. Ojalá que vuelvan a destrozarte el cuello. —Abrió la puerta y vio que era la enfermería. Tres mujeres muertas yacían sobre las camillas y otra, con los ojos vendados, estaba bajo una mesa. Ninguna de ellas era Pynt—. ¡Pynt! —gritó Jenna, y el nombre resonó en la habitación, pero no hubo respuesta.

Jenna salió como una tromba, saltó sobre el hombre muerto y corrió por el pasillo abriendo todas las puertas y gritando enloquecida en cada habitación. Una puerta ya se hallaba entreabierta. Al asomarse vio que se trataba de la sala de juegos desde la cual, dos días antes, había saltado al río helado junto con Carum. Se acercó a las ventanas y observó el Halla, que fluía imperturbable entre sus márgenes. Al volverse, los objetos del suelo le parecieron cadáveres de juguetes.

Lentamente, algo fue introduciéndose en su mente, algo que iba más allá del horror y la sangre.

—¡Las niñas! —susurró—. ¡No he visto niñas muertas!

Apoyada contra el marco de la ventana, trató de recordar qué era lo que Armina le había dicho con respecto a las niñas. Pero cuando trataba de imaginarla hablando, sólo podía ver su cuerpo tendido en la escalera.

—Debo pensar —dijo en voz alta—. Debo recordar. —Se obligó a pensar en la cena y en aquellos golpes fatales sobre la puerta. Había sido entonces cuando Armina le había dicho algo con respecto a las niñas. ¿Pero qué?

Y entonces lo recordó: “...Un lugar para ellas. No temas.” Las niñas y las heridas, le había dicho. Jenna se mordió el labio. Había visto a las heridas muertas en sus camillas.

—Pero seguramente no eran todas las heridas —dijo en voz alta—. En una batalla de esta magnitud, las cosas deben haberse prolongado durante horas. Por lo tanto debe haber otras que hayan partido antes. Al lugar mencionado por Armina. ¡Si tan sólo hubiese dicho dónde! —Tal vez Pynt también se encontraba allí, pensó de pronto.

Jenna se permitió albergar una pequeña esperanza y, dejando la sala de juegos, terminó de registrar el primer piso. Entonces halló la escalera trasera y subió al segundo.

Allí había menos cuerpos, como si la batalla no hubiese llegado tan lejos. O como si ya hubiesen quedado menos para luchar, pensó con expresión sombría. Y entonces llegó a la puerta tallada de Madre Alta. Había sido partida por la mitad y estaba destrozada. Jenna entró con cautela.

Era allí donde parecía haber terminado todo. Las últimas hermanas heridas se hallaban a los pies de Madre Alta, casi apiladas, con los vendajes empapados de sangre más fresca. La enfermera, que también tenía la cabeza envuelta con un lienzo blanco, había caído sobre la falda de la sacerdotisa. Los dedos de Madre Alta se hallaban entrelazados con los de ella, y el único que estaba extendido era el sexto. Los ojos de mármol de la anciana estaban fijos y abiertos.

Pero Pynt y las niñas habían desaparecido. Entonces Jenna comprendió. Los hombres debían habérselas llevado... seguramente las niñas habían gritado y llorado y... Allí se detenía su imaginación. Simplemente no podía comprender qué harían aquellos hombres con varias docenas de niñas, algunas todavía tenían que ser llevadas en brazos.

Jenna pasó el resto del día llevando los cuerpos de las mujeres a la cocina y al Gran Vestíbulo. Las transportó de forma reverente, como si de ese modo hubiese podido aliviar su culpa. Las tendió una junto a la otra, dejando espacio para sus hermanas sombra. Por último bajó a Madre Alta, cuyo cuerpo pequeño y encorvado pesaba menos que el de una niña.

Sabía que no podría llevarlas a todas a la caverna, incluso aunque hubiese sabido dónde se encontraba. En lugar de ello, pensaba incendiar la Congregación. Le parecía un acto conmemoratorio adecuado para la valerosa batalla.

Ya era bien avanzada la noche cuando bajó a Madre Alta, depositándola suavemente sobre la mesa de la cocina y acomodando sus piernas torcidas. Besó cada uno de sus doce dedos antes de cruzarle las manos sobre el pecho. Los ojos de Jenna se habían acostumbrado a la penumbra. Sólo encendía las lámparas en los recodos, ya que de otro modo hubiese tenido que cargar también con las hermanas sombra. Pero en cuanto hubo acomodado el cuerpo de Madre Alta, encendió una vela y la colocó a la cabeza de la sacerdotisa, observando con serena satisfacción cómo aparecía el cadáver de su hermana sombra, con las mismas manos de seis dedos que la anciana había tenido.

—Hermanas codo a codo —susurró Jenna.

Entonces encendió todas las lámparas de la cocina antes de dirigirse al Gran Vestíbulo. Cuando estuvo segura de que todos los rincones de la habitación estaban bien iluminados, observó cómo un cadáver tras otro iba apareciendo junto al de las hermanas luz. Sin proponérselo, las palabras de la oración sepulcral brotaron de sus labios.

En nombre de la caverna de Alta

El sombrío y solitario sepulcro...

Y pensó que todas aquellas hermanas muertas no estarían solas esa noche. El recuerdo de la última vez en que había oído las palabras, vino a su mente: la voz aguda de Madre Alta siguiéndoles escaleras abajo.

Al subir esa escalera por última vez, de pronto Jenna tomó conciencia de lo exhausta que estaba. Se dirigió directamente a la habitación de la sacerdotisa, porque ya había decidido bajar dos tributos finales al coraje de las hermanas de Nill... el Libro de Luz y el espejo. Deteniéndose frente a la puerta derrumbada, inspiró profundamente y entró.

Arrancó el lienzo del espejo y por un momento se sobresaltó con su propio reflejo. Había hierba en su cabello y tenía las trenzas casi deshechas. Bajo sus ojos había unas profundas ojeras negras. O bien había perdido peso o estaba mucho más alta. Tenía la ropa manchada de sangre y también la mejilla derecha. Era increíble que Carum hubiese querido besarla.

Al recordarlo, Jenna se llevó un dedo a los labios, como si algún rastro del beso aún permaneciese allí. Y él también se ha ido, pensó. A un sitio donde no puedo entrar.

Jenna alzó las manos hacia el espejo como en una súplica y susurró con voz ronca:

—Ven a mí. Ven a mí. —Era la única frase que podía recordar de la Noche de Hermandad—. Ven a mí.

Se refería a Carum, a Pynt, a las niñas y a todas las mujeres muertas de la Congregación. Se refería a su madre adoptiva A-ma, a Selna y a su madre biológica muerta por un puma. E incluso a la Madre Alta de Selden. Incluso a ella. A todos los que habían formado parte de su vida y ahora se encontraban lejos.

—Ven a mí. —Sabiendo que estaban muertas o demasiado lejos para escucharla, Jenna continuó su llamada—. Ven a mí. —Las lágrimas corrieron por sus mejillas, lavando las manchas de sangre—. Ven a mí. Ven a mí.

La luna brilló a través de la ventana y una pequeña brisa movió los cabellos de su frente y su cuello. En el espejo pareció formarse una bruma, como si hubiese humedad en el aire, nublando el vidrio. Pero con los ojos llenos de lágrimas, Jenna no lo notó.

—Ven a mí —susurró con vehemencia.

La bruma fue ocultando su reflejo lentamente y Jenna continuó con su invocación, moviendo las manos como en una llamada.

—Ven a mí.

La imagen, imitando sus movimientos, le respondió:

—Ven a mí.

Como en un trance, Jenna avanzó hasta estar casi encima del espejo.

Con las palmas hacia afuera, colocó las manos sobre el vidrio pero, en lugar de tocar la superficie dura, se encontró con una piel cálida, palma contra palma. Entrelazando sus dedos con los de la imagen, atrajo a la otra del espejo.

—Te llevó bastante tiempo —dijo la imagen—. Podrías haber venido hace días.

—¿Quién eres tú? —preguntó Jenna.

—Tu hermana sombra, por supuesto. Skada.

—¿Skada?

—Significa sombra en la antigua lengua.

—Pynt es mi sombra. —Al mencionar el nombre de Pynt, Jenna sintió un nudo en la garganta.

—Pynt era tu sombra. Ahora lo soy yo. Y estaré más cerca de ti de lo que Pynt jamás pudo estar.

—Tú no puedes ser mi hermana sombra. Te pareces muy poco a mí. Yo no soy tan delgada, y mis pómulos no son tan prominentes. Y... —Se pasó una mano por la trenza con nerviosismo.

Skada sonrió y tocó su propia trenza oscura.

—Ninguna de nosotras sabe cómo nos ven los demás. Es una de las primeras advertencias que se enseñan en mi mundo: Las hermanas pueden ser ciegas. Yo soy sombra donde tú eres luz. Y tal vez sea un poco más delgada, pero eso cambiará.

—¿Por qué?

—En este mundo coméis mejor, por supuesto.

—¿Tu mundo es diferente al nuestro? —Jenna estaba confundida.

—Es la imagen en espejo. Pero imagen no es lo mismo que sustancia. Debemos aguardar vuestra convocatoria para eso.

Jenna sacudió la cabeza.

—Esto es muy diferente de lo que esperaba. Tú eres diferente de lo que esperaba.

Skada sacudió la cabeza como si se burlase de ella.

—¿Y qué esperabas?

—No lo sé. Alguien más suave, tal vez. Más tranquila. Más dócil.

—Pero, Jenna, tú no eres suave, tranquila ni dócil. Y aunque yo soy muchas cosas, no soy lo que tú no eres. Soy tú misma. Soy lo que tú te impides a ti misma ser. —Skada sonrió y Jenna le respondió del mismo modo—. Yo no hubiera aguardado tanto para permitir que Carum me besase.

—¿Has visto eso? —Jenna sintió que sus mejillas se ruborizaban.

—No fue exactamente verlo. Pero ocurrió de noche bajo la luna. Por lo tanto tus recuerdos de ello también me pertenecen.

Jenna se llevó la mano a los labios y Skada la imitó.

—Y hay otras cosas que haría de un modo diferente —dijo Skada.

—Tales como...

—Yo no hubiese vacilado en proclamar que soy la Anna. Eso significa que una parte de ti también lo desea.

—¡No! —dijo Jenna.

—¡Sí! —respondió Skada.

—¿Cómo puedo creerte? —preguntó Jenna—. ¿Cómo sé que no eres simplemente una mujer de la Congregación?

—¿Quieres que repita lo que te dijo Carum? ¿Cómo te sacó del Halla? Eso también ocurrió de noche. Compartiré contigo las noches de luna, Jenna. Para siempre.

—¿Para siempre? —La voz de Jenna era apenas un susurro—. ¿No te irás?

—No puedo irme —respondió Skada—. Tú me has convocado y yo estoy aquí. Una hermana llamó a la otra. Una necesidad se ha unido a la otra.

Jenna se dejó caer de rodillas y observó el suelo. Skada hizo lo mismo.

—Mi necesidad... —murmuró Jenna. Entonces alzó la vista hacia Skada— Mi necesidad es encontrar el sitio a donde han sido llevadas las niñas. Y Pynt.

—Te ayudaré a dar cada paso iluminado por la luna.

—Entonces ayúdame primero a bajar el espejo. Y el Libro. Quiero colocar el Libro a la cabecera de Madre Alta y el espejo a sus pies. Pero por si acaso, primero romperé el cristal.

Ningún hombre debe descubrir jamás el secreto de nuestra hermandad. —Movió la cabeza en dirección a Skada. Skada le respondió del mismo modo.

—Tú comienza con la tarea, hermana, y yo tendré poco que decir al respecto.

Jenna esbozó una sonrisa triste.

—Lo había olvidado.

—Te llevará algún tiempo acostumbrarte —dijo Skada—. A mí también. En mi propio mundo, con excepción del espejo o la laguna, mis movimientos eran sólo míos.

Jenna la miró.

—¿Estás resentida conmigo por eso?

Skada le devolvió la mirada.

—¿Resentida? Tú me has hecho sentir... cómo decirlo... completa. Sin ti no soy más que una sombra.

Jenna se levantó y tocó el lado izquierdo del espejo. Skada tocó el derecho.

—Cuando te dé la señal, levántalo conmigo —dijo Jenna. Skada casi sonrió.

—Cuando tú lo levantes, eso será señal suficiente.

—Oh, ya comprendo. Es extraño... he visto hermanas sombra durante toda mi vida, pero nunca he pensado mucho en ellas.

—Pronto tampoco pensarás en mí. Yo sólo seré —respondió Skada—. Levanta el espejo, Jenna. Hablas demasiado.

Jenna separó las piernas e inclinó la espalda para la tarea, y Skada hizo fuerza con ella, pero el espejo no se movió. Parecía clavado al suelo.

—Esto es extraño —dijo Skada.

—Muy extraño —respondió Jenna. Se levantó y volvió a inclinarse con Skada siguiendo cada uno de sus movimientos—. Intentémoslo otra vez. —Al tratar de alzar el espejo, la mano de Jenna se posó sobre el signo de la Diosa moviéndolo ligeramente hacia la derecha. Con un fuerte ruido el suelo comenzó a moverse bajo sus pies. Jenna saltó hacia atrás alarmada y Skada también. Entonces desenvainó la espada rápidamente y por un momento quedó sorprendida por el reflejo de la espada de Skada. La luz de la luna se posó sobre el metal y ambas espadas parecieron bañadas en un fuego frío.

El suelo continuó separándose hasta descubrir una escalera que bajaba. Hubo un grito extraño desde abajo, y una niña se asomó, parpadeando a la luz de la luna. Miró a su alrededor, primero a Skada y luego a Jenna.

—La Anna —exclamó—. Madre Alta dijo que vendrías.

La niña se volvió y emitió un silbido agudo hacia abajo, luego regresó y se arrojó en brazos de Jenna.

Las niñas emergieron del túnel como ratas de una cueva, todas tratando de hablar al mismo tiempo. Hasta los bebés querían llamar la atención. Jenna y Skada abrazaron a cada una por turno, y entonces las reunieron en un gran semicírculo.

—¿Estáis todas aquí? —preguntó Jenna—. ¿No queda ninguna oculta bajo esa oscura escalera?

—Sólo una, Anna —dijo una de las niñas mayores—. Pero está demasiado enferma para subir sola.

Jenna contuvo el aliento.

—¿Cuan enferma?

—Mucho —respondió una niña de rostro sucio y cabello enmarañado.

—¿Por qué ninguna de vosotras la ha subido? —preguntó Skada.

—Es demasiado grande para que nosotras podamos moverla —respondió la misma niña.

—¡Demasiado grande! —murmuró Jenna. Tratando de no alentar demasiadas esperanzas, se puso de pie—. Skada, ayúdame.

—Entonces alguien debe traer una lámpara —dijo Skada.

La mayor de las niñas, una jovencita de doce años con trenzas oscuras y un profundo hoyuelo en la mejilla, encendió una lámpara.

—Yo lo haré.

Bajaron la escalera y atravesaron una serie de habitaciones oscuras con catres alineados contra las paredes. Por todas partes había restos de comida. Los cuartos estaban mal ventilados y olían pésimamente.

—Demasiados bebés y muy pocos baños —susurró Skada. Jenna arrugó la nariz pero no respondió.

Al llegar a la última habitación, la niña dijo:

—Allí está.

Había un camastro contra la pared y su ocupante tenía el cabello oscuro, pero se hallaba de espaldas a ellas.

—Pynt —susurró Jenna—. Pynt, ¿eres tú?

La muchacha del camastro se movió, pero evidentemente sufría demasiado dolor para volverse. Jenna corrió hacia ella y con la ayuda de Skada dio vuelta la cama.

—Hola, Jenna —dijo Pynt.

Sus ojos se veían hundidos y oscuros. Jenna no pudo contener las lágrimas.

—Te dije que regresaría —murmuró—. Te lo dije con mi corazón.

—Sabía que lo harías —dijo Pynt con una sonrisa. Entonces se volvió hacia Skada.

Jenna notó su mirada.

—Pynt, ella es...

—Tu hermana sombra, por supuesto —dijo Pynt con voz ronca—. Me alegro tanto por ti, Jenna. Tú no sirves para estar sola, y yo no podré ser tu sombra por mucho tiempo. Por mucho tiempo. —Cerró los ojos y permaneció muy quieta.

—No habrá... no habrá muerto —le susurró Jenna a Skada. Skada sonrió.

—Bueno, dicen que el sueño es la hermana menor de la muerte. No es extraño que te confundas.

—¡Oh... duerme! —dijo Jenna y sonrió.

Después de alzar la cama con sumo cuidado, la transportaron a través de las habitaciones oscuras y escaleras arriba, depositándola frente al semicírculo de niñas.

—¿Pero dónde está Madre Alta? —preguntó la pequeña de trenzas oscuras.

Jenna se agachó para quedar a la altura de las niñas y Skada la imitó.

—Ahora escuchad, pequeñas; lo que encontraréis abajo os destrozará el corazón si vosotras lo permitís. Pero recordad que ahora vuestras madres se encuentran con Gran Alta, donde aguardan el día en que podamos volver a estar todas juntas.

Dos o tres de las niñas comenzaron a llorar. La jovencita de las trenzas oscuras emitió un extraño gemido.

—¿Todas? —preguntó—. No pueden ser todas.

—Todas —dijo Jenna con la mayor suavidad posible.

Poco acostumbrado a la luz y al sonido de los sollozos, un bebé comenzó a llorar.

Pynt abrió los ojos. Sin mover más que la boca, comenzó a hablar con una voz sorprendentemente firme.

—¡Callad! ¡Callad! Vosotras sois jóvenes guerreras de Alta. Pertenecéis a la Madre. ¿Querríamos perturbar el descanso de las madres en la Caverna de Alta? Ellas están felices allí. Juegan a las varillas con la Diosa y se alimentan de su seno. ¿Queréis que les hagamos perder un lanzamiento con nuestro llanto? ¿Queréis que les perturbemos mientras comen? No, no mis bebés. Debemos ser fuertes. Debemos recordar quiénes somos... siempre.

Los sollozos se detuvieron ante el sonido de su voz; incluso el bebé se calmó con su tono.

Cuando todo estuvo tranquilo, Pynt le susurró a Jenna:

—Ya no llorarán más. No lloraron nunca allí abajo, ni siquiera cuando se apagaron las velas. Y sé que ninguna de ellas lo hará afuera. Condúcenos, Blanca Jenna. Condúcenos, Anna. Condúcenos y seremos tus sombras.

Rompieron el espejo con la empuñadura de la espada de Jenna. Luego prendieron fuego a la cocina y al Gran Vestíbulo. Jenna sólo permitió que las niñas mayores ayudasen. No podía permitir que las pequeñas viesen los cuerpos y toda la sangre. Por lo tanto, las niñas aguardaron junto a la puerta trasera.

Entonces, con el humo a sus espaldas, Jenna y Skada transportaron el camastro de Pynt seguidas por la hilera de niñas.

Cortaron el abeto que cruzaba el camino, despejando el paso para todas. Y cuando llegaron a la parte más baja del peñasco, las niñas treparon con agilidad. Subieron la camilla de Pynt utilizando cuerdas y entonces, ante una señal de Jenna, se volvieron hacia el Mar de Campanas para dirigirse a la Congregación Selden. Jenna no conocía ningún otro sitio que quisiera albergar a tantas niñas. Cuando todas estuviesen a salvo, conseguiría otro mapa y cumpliría su promesa de advertir a las Congregaciones.