EL RELATO:
—Tendrás que darle un nombre, sabes —dijo Marjo esa noche, tendida en el otro extremo de la cama.
El farol que pendía sobre ellas producía sombras sobre las paredes y el suelo.
Selna observó a la niña que dormía entre ellas y tocó su mejilla suave con un dedo vacilante.
—Si le doy un nombre, realmente será mía para siempre.
—Siempre es más de lo que ninguna de nosotras vivirá —dijo Marjo acariciando la otra mejilla de la niña.
—Una criatura es una clase de inmortalidad —murmuró Selna—. Un eslabón forjado. Un lazo. Aunque no sea de mi sangre.
—Lo será —respondió Marjo—. Si la reclamas.
—¿Cómo podría no hacerlo... ahora? —Selna se sentó y Marjo la imitó de inmediato—. Sea quien fuere que la sostenga, me mira a mí primero. Confía en mí. Cuando la llevé a la cocina durante la cena y todos quisieron tocarla, su pequeña cabeza no dejaba de girar para mirarme.
—Te estás volviendo sentimental —rió Marjo—. Los recién nacidos no pueden girar la cabeza. Ni siquiera pueden ver.
—Ella puede. Jenna puede.
—Así... así que ya le has dado nombre —dijo Marjo—. Y sin aguardar mi aprobación.
Tú eres mi hermana, no mi guardiana —respondió Selna con irritación. Ante la dureza de su voz, la niña se movió entre ellas. Selna esbozó una sonrisa de disculpa—. Además —dijo—, Jenna es sólo su nombre de bebé. Quero que su nombre completo sea Jo-an-enna.
—“Jo” por amada, “an” por blanca y “enna” por árbol. Eso tiene sentido ya que fue encontrada en un árbol y su cabello... el poco que tiene... es blanco. Supongo que “Jo” es porque la amas, aunque me resulta curioso lo pronto que esto ha ocurrido. Por lo general tú no amas en tan poco tiempo. Suele ser tu odio el que se despierta más rápido.
—No seas idiota. “Jo” es por ti, Marjo —dijo Selna—. Y tú lo sabes bien. —Extendió la mano por encima de la niña para tocar a su compañera.
La mano de Marjo fue a su encuentro y ambas sonrieron.
La criatura, entre ambas, emitió un sonido entre sueños.
Por la mañana, Selna llevó a Jenna con la enfermera, Kadreen, quien revisó a la niña de la cabeza a los pies.
—Es fuerte —dijo Kadreen. No sonrió, pero en realidad raras veces lo hacía. Se decía que había cosido demasiadas heridas y acomodado demasiados huesos para que la vida le diese suficientes motivos para sonreír. Pero Selna sabía que incluso de joven, cuando aún no había pasado demasiado tiempo en su profesión, Kadreen no era muy aficionada a sonreír. Tal vez, pensaba Selna, había escogido aquella profesión a causa de ello.
—Sus dedos se aferran sorprendentemente bien para una recién nacida. Y puede seguir el movimiento de mi mano. Eso es raro. Golpeé las manos para probar sus oídos y se sobresaltó de inmediato. Será una buena compañía para ti en los bosques.
Selna asintió con la cabeza.
—Asegúrate de alimentarla siempre en los mismos horarios y dormirá toda la noche en el próximo cambio de luna.
—Ya lo hizo anoche —dijo Selna.
—No volverá a hacerlo.
Pero a pesar de la advertencia de la enfermera, Jenna durmió profundamente durante toda esa noche y la siguiente. Aunque Selna trató de alimentarla según los horarios dictados por la larga experiencia de Kadreen con los infantes, siempre estaba demasiado ocupada para cumplirlos. De todos modos, la niña parecía conforme con las comidas irregulares y en los bosques, como cualquier cazadora experta.
Selna se jactaba de su hija adoptiva en cada ocasión, hasta que todas menos Marjo llegaron a cansarse de ello.
—Corres el riesgo de convertirte en una pesada —le dijo Donya, la cocinera en jefe, cuando Selna pasó a dejarle un corzo y siete conejos después de dos días de cacería—. Es una hermosa criatura, sin duda. Fuerte y de aspecto bastante agradable. Pero no es Gran Alta. No camina sobre el Lago de los Suspiros, ni cabalga el arco iris del verano, ni salta entre las gotas de lluvia.
—No dije que fuera la Diosa —masculló Selna. La niña, en sus brazos, rió encantada mientras ella le hacía cosquillas con una pata de conejo en la barbilla. Entonces se volvió hacia la cocinera y rugió—: Y no soy una pesada.
—No dije que lo fueras. Dije que corrías el riesgo de convertirte en una pesada —dijo Donya con calma—. Pregúntale a cualquiera.
Selna miró a su alrededor, pero todas las muchachas de la cocina bajaron la vista y de pronto la habitación quedó en silencio. Sólo se oía el sonido de los cuchillos de la cocina trabajando. Las jóvenes de Donya no eran tan tontas como para desafiar a una de las guerreras. Especialmente a Selna, que era conocida por su mal carácter, aunque, a diferencia de algunas otras, raras veces se mostraba rencorosa por mucho tiempo. Sin embargo, ninguna de ellas envidiaba a su hija adoptiva, pensando en el momento en que ese mal carácter se pusiese de manifiesto.
Selna sacudió la cabeza, todavía enfadada, y se volvió nuevamente hacia Donya.
—Quiero la piel de los conejos —le dijo—. Serán un forro muy suave para el morral. Jenna tiene la piel muy delicada.
—Jenna tiene la piel de un bebé —respondió Donya con calma, ignorando el ceño fruncido de Selna—. Y por supuesto que tendrás las pieles. También te guardaré el cuero del venado. Podrás hacer un buen par de polainas y unos cuantos mocasines.
De pronto Selna sonrió.
—Necesitará muchos mocasines.
—Pero no por ahora —dijo Donya riendo.
En la cocina, se oyeron varias risitas de sus propias hijas adoptivas.
—¿A qué te refieres? —La ira había regresado a la voz de Selna.
Donya dejó la pesada vasija de barro y la cuchara de madera, se secó las manos en el delantal y extendió los brazos. De mala gana, Selna reconoció la señal y, desatando a la niña, se la entregó.
Donya sonrió y meció a la niña en sus brazos.
—Ésta es una criatura, Selna. Un bebé. Mira a mis propias doncellas. Son siete. Y alguna vez todas tuvieron este tamaño. Caminaron al cumplir un año; sólo una lo hizo antes. No esperes demasiado de tu niña y crecerá con tu amor. Cuando llegue su momento lunar, no se apartará de ti. Cuando lea el “Libro de Luz” y convoque a su propia hermana a este mundo, no te abandonará. Una criatura no es tuya para que la poseas sino para que la eduques. Puede que no sea lo que tú quieres que sea, pero será lo que tiene que ser. Recuerda lo que se dice, que “la madera puede permanecer veinte años en el agua, pero jamás se convertirá en pez”.
—¿Y ahora quién se está convirtiendo en una pesada? —preguntó Selna con tono aburrido.
Entonces tomó a Jenna, quien aún sonreía, de los brazos de la cocinera y salió de la habitación.
Esa noche hubo luna llena y todas las hermanas sombra fueron convocadas. En el gran anfiteatro abierto, el círculo de mujeres y sus niñas estaba completo.
Selna se detuvo en el centro del círculo bajo el altar, el cual estaba flanqueado por tres árboles de serbal. Marjo se hallaba a su lado. Por primera vez en casi un año había una nueva adopción que celebrar, aunque dos jardineras y una guerrera habían dado a luz cada una a una criatura. Pero esas niñas ya estaban consagradas a la Diosa. Ahora era el turno de Jenna.
La sacerdotisa se hallaba sentada en silencio en el trono sobre el altar de roca, y su propia hermana sombra se hallaba junto a ella. Con el cabello negro trenzado con pequeñas flores blancas y los labios teñidos de rojo mediante el jugo de las bayas, ambas se inclinaron hacia delante, con las manos sobre las rodillas, y observaron a Selna y a Marjo. Pero fue sólo la sacerdotisa quien habló.
—¿Quién cuida de la niña?
—Yo, madre —dijo Selna alzando a Jenna.
Para ella la palabra “madre” tenía un doble significado, ya que la sacerdotisa había sido su propia madre adoptiva y se había lamentado amargamente cuando Selna había escogido seguir la senda de las guerreras.
—Y yo —dijo Marjo.
Ambas subieron el primer escalón del altar.
—¿Y quién dio a luz a la niña? —preguntó la sacerdotisa.
—Una mujer del pueblo, madre —dijo Selna.
—Murió en los bosques —agregó Marjo.
Subieron el segundo escalón.
—¿Y ahora quién sangra por la niña? —preguntó la sacerdotisa.
—Tendrá mi sangre —dijo Selna.
—Y la mía.
La voz de Marjo era un eco suave.
Alcanzaron el tercer escalón y la sacerdotisa se levantó junto a su hermana sombra. La sacerdotisa tomó a la niña de las manos de Selna y la colocó sobre el trono. Marjo y Selna estuvieron a su lado con un rápido movimiento.
Entonces la sacerdotisa se arrodilló frente a la niña. Tomó su larga trenza negra y con ella envolvió la cintura de la pequeña. Al otro lado del trono, su hermana hizo lo mismo. En cuanto hubieron terminado, Selna y Marjo se arrodillaron y ofrecieron sus manos con las muñecas hacia arriba.
Tomando una aguja de plata de un cofre montado sobre el brazo del trono, la sacerdotisa pinchó la muñeca de Selna donde se bifurcaba la vena azul. A la vez, su hermana hizo lo mismo por Marjo con una aguja idéntica. Luego unieron las muñecas de las guerreras para que la sangre de una fluyera hacia la otra.
Entonces la sacerdotisa se volvió y pinchó suavemente a Jenna sobre el ombligo, llamando a Selna y a Marjo con su mano libre para que se acercasen. Ellas se inclinaron y colocaron las muñecas sobre el vientre de la niña para que se mezclara la sangre de todas ellas.
—Sangre con sangre —recitó la sacerdotisa—. Vida con vida.
Toda la Congregación de Alta repitió las palabras, y el eco resonó por el claro.
—¿Cuál es el nombre de la niña?
Selna no pudo contener una sonrisa.
—Jo-an-enna —respondió.
La sacerdotisa pronunció el nombre, y entonces, en la antigua lengua, dio a la niña el nombre secreto que sólo ellas cuatro... y Jenna a su tiempo... conocerían.
—Annuanna —dijo—. El abedul blanco, la diosa árbol, el árbol de la luz eterna.
—Annuanna —susurraron entre ellas y a la niña.
Entonces la sacerdotisa y su hermana desenvolvieron sus cabellos y se pusieron de pie. Posando las manos sobre las dos jóvenes arrodilladas y la niña, ambas pronunciaron la oración final.
Ella que nos sostiene
en su mano,
Ella que nos forma
en estas tierras,
Ella que aleja
a la noche,
Ella que escribió
el Libro de Luz,
En su nombre,
Bendita sea.
Las mujeres congregadas entraron perfectamente con las respuestas.
Cuando hubieron terminado. Selna y Marjo se levantaron juntas y Selna alzó a la niña para que todas pudiesen verla. Con los aplausos y vítores que se alzaron debajo de ellas, Jenna despertó alarmada y comenzó a llorar. Selna no la consoló, aunque la sacerdotisa la miró con dureza. Desde temprano, una guerrera debía aprender que el llanto no traía ningún consuelo.
De regreso en el interior, después del magnífico banquete que siguió, la niña fue pasando de brazos en brazos alrededor de la mesa para que todas la viesen. Comenzó en brazos de la sacerdotisa y de allí pasó a los brazos regordetes de Donya, quien la meció en forma experta pero “tan rutinariamente como si fuese un carnero recién salido del asador”, le comento Selna a Marjo con irritación. Donya entregó la niña a los brazos más delgados de las guerreras. Ellas rieron y le hicieron cosquillas en el mentón, y una hermana sombra la arrojó por el aire. Jenna gritó encantada, pero Selna hizo a sus compañeras a un lado, furiosa, para atraparla en su caída.
—¿Qué clase de bastarda mal nacida eres tú? —exclamó—. ¿Y si la luz se hubiese apagado? ¿Qué brazos la hubiesen atrapado entonces?
La hermana sombra Sammor se encogió de hombros y rió.
—Esta maternidad tardía te ha desintegrado el cerebro, Selna. Estamos “adentro”. Aquí no hay nubes que oculten la luna. Las luces de la Congregación de Alta nunca fallan.
Selna se colocó a Jenna bajo un brazo y alzó el otro para golpear a Sammor, pero alguien atrapó su mano por detrás.
—Selna, ella tiene razón y tú te equivocas en esto. La niña está a salvo —dijo Marjo—. Ven. Brinda con nosotras para olvidar y perdonar, y luego jugaremos a las varillas.
Juntas, bajaron sus brazos.
Pero la ira de Selna no se mitigó, lo cual era inusitado, y se sentó fuera del círculo de hermanas cuando éstas comenzaron a arrojar las varillas en los complicados ejercicios que las entrenaban para el manejo de la espada.
Con Selna afuera, Marjo tampoco podía jugar, y se sentó frente a su hermana con gesto de mal humor mientras el juego proseguía. Éste se volvió más y más complejo cuando una segunda, luego una tercera y finalmente una cuarta serie de varillas giraban por el aire pasando de mujer a mujer, de mano a mano, y muy pronto el único sonido que se oyó en el salón fue el “slip-slap” que producían las varillas al entrar en contacto con las palmas de las manos.
—¡Las luces! —gritó alguien, y las observadoras alrededor del círculo estallaron en aplausos y vítores.
Amalda, la hermana de Sammor, asintió con la cabeza y dos de las cocineras, lo suficientemente nuevas en la hermandad para andar juntas como sombras, se levantaron para situarse junto a las antorchas que iluminaban el círculo.
El juego siguió adelante sin detenerse y las varillas se deslizaron aún más rápido por el aire. Desde que habían comenzado los lanzamientos, ni una mano había fallado. El silbido de las varillas que pasaban de una a otra era acentuado por el batir de las palmas.
Entonces, sin advertencia previa, ambas antorchas fueron extinguidas en cubos de agua y las hermanas sombra del círculo desaparecieron. La ronda se redujo a la mitad y hubo un repiqueteo de varillas que golpeaban contra el suelo. Sólo Marjo, que estaba sentada más allá de las antorchas, y las hermanas sombra, que estaban alejadas del juego, permanecieron allí, iluminadas por la luz de la cocina.
La voz de Amalda señaló a aquellas que habían perdido sus varillas.
—Domina, Catrona, Marna. —Entonces se volvió e hizo una seña para que trajesen nuevas antorchas.
Las hermanas sombra aparecieron nuevamente y el círculo volvió a completarse. Las perdedoras, Domina, Catrona, Marna y sus respectivas hermanas sombra, fueron a la cocina en busca de algo que beber. El de las varillas era un juego que producía mucha sed. Pero Selna se levantó con la niña en brazos y habló en voz tan alta que nadie dejó de escucharla:
—Ha sido un día agorador, dulce Jenna, y es hora de que ambas vayamos a la cama. Esta noche apagaré la luz.
Hubo una exclamación desde el círculo. Apagar la luz significaba enviar a su hermana de vuelta a la oscuridad. Anunciarlo de esa manera era una afrenta.
La boca de Marjo se puso tensa, pero la joven no dijo nada mientras se levantaba con Selna y la seguía fuera del salón. Sin embargo, Sammor se volvió hacia ellas.
—Recuerda lo que se dice, Selna. “Si tu boca se transforma en un cuchillo, cortará tus propios labios.” —No esperaba una respuesta y, por cierto, no obtuvo ninguna.
—Me has avergonzado —dijo Marjo con suavidad cuando llegaron a su habitación—. Nunca antes habías hecho algo así, Selna. ¿Qué ocurre?
—No ocurre nada —respondió Selna mientras acomodaba a la niña en su cuna, le alisaba la manta y le acariciaba el cabello con un dedo. Entonces comenzó a canturrear suavemente una antigua canción de cuna—. ¡Mira! Ya está dormida.
—Me refiero a lo que ocurre entre nosotras. —Marjo se inclinó sobre la cuna y observó a la niña dormida—. Es una dulzura.
—¿Lo ves? No ocurre nada entre nosotras. Ambas la amamos.
—¿Cómo puedes amarla tanto en tan corto tiempo? No es más que un trocito de carne. Más adelante se convertirá en alguien a quien amar... fuerte o débil, de ojos brillantes o tristes, diestra con sus manos o con su boca. Pero por ahora sólo es...
La voz de Marjo se interrumpió abruptamente en mitad de la oración ya que Selna había soplado la gran candela que había sobre la cama.
—Ahora no ocurre nada entre nosotras, hermana —susurró Selna en la habitación oscura.
Entonces se tendió en la cama, consciente del lugar vacío de Marjo, ya que siempre había podido contar con su hermana par hablar, reír y recibir una respuesta ingeniosa antes de dormirse. Luego se volvió y, conteniendo el aliento, escuchó la respiración de la niña durante unos momentos. Cuando estuvo segura de que se encontraba bien, exhaló el aire con un sonoro suspiro y se durmió.